Cuando en los años cincuenta un reputado profesor
canadiense observó que los medios masivos
de comunicación no eran simples
“artilugios mecánicos destinados a crear mundos ilusorios, sino
flamantes lenguajes con nuevos y singulares poderes de expresión”,
el mundo académico sufrió un estrepitoso sacudón. Que un
especialista en literatura inglesa, brillante personalidad de la
Universidad de Toronto, colocara a los
medios masivos en el centro
de sus preocupaciones académicas, provocaba un gran desconcierto.
Más aún lo provocaban sus presagios sobre el fin de la llamada
Galaxia Gutenberg, cuna del Homo Typographicus, imperio
indiscutible del libro.
Y mientras algunos lo acusaron de “distorsionador
de mentes inmaturas y de la sensibilidad juvenil”, otros lo
elevaron como “el pensador más importante desde Newton, Darwin,
Freud, Einstein y Pavlov”. Entretanto, él seguía hablando con su
tono imperturbable y casi místico, luciendo su invariable atuendo,
rehuyendo las especializaciones que aprisionaran su
pensamiento, y
dejando en la posteridad uno de los aforismos más intrigantes de la
historia: “el medio es el mensaje”.
Entre los profético y lo irresistible, entre el genio
y la temeridad, las teorías de
Herbert Marshall McLuhan
pusieron en
boca de todos el vocablo
comunicación y lo entendieron como
una clave para comprender los procesos sociales. Sus
exploraciones revolucionaron el pensamiento del siglo XX y,
desde entonces, el hombre occidental pudo comprender un poco más su
naturaleza.
Aldea global
En marzo
de 1969 el periodista Eric Norden tenía que cumplir un encargo para
la revista Playboy: entrevistar a Marshall McLuhan en su
nueva casa ubicada en un coqueto barrio de Toronto, Wychwood Park. La tarea
para Norden no sería fácil. El entrecano profesor tenía fama de
tímido y hasta evasivo a la hora de volver sobre sus pasos. Su
estilo aforístico y a veces lindante al misticismo tampoco
facilitaba las cosas. Pero por entonces, sus teorías sobre el
impacto de los medios de comunicación en la vida del hombre, lo
habían transformado en uno de los pensadores más originales,
polémicos y “mediáticos” de su tiempo. En pleno Power Flower,
todos hablaban de McLuhan. Mientras la plana erudita mayor, desde
Raymond Williams hasta Jean Baudrillard
debatía sobre sus teorías en
una contienda intelectual como pocas, personalidades como John
Lennon y Andy Warhol hacían un espacio en sus agendas para conocerlo
personalmente. Hasta un neologismo, el mcluhanisme ingresó
por esos días al diccionario francés como sinónimo de cultura pop.
Pero a pesar del ruido, nadie podía intuir entonces cuán afinados
eran los pronósticos de McLuhan; en especial uno que, valga la
ironía, muchos creyeron pura excentricidad: la “aldea global”.
Kilómetros de tinta gastaron sus defensores y también
sus detractores intentando acercarse a sus ideas. Entre los
primeros, se alistaron autores como Walter Ong, Étienne Wilson,
Wyndham Lewis o Tom Wolfe. Mientras tanto, McLuhan daba origen a
una escuela, la llaamda “Media Ecology”, a la cual adhirieron Susan
Sontag y Neil Postman, y mantenía nutrida correspondencia con
Ezra
Pound y Woody Allen. La complicidad con éste último lo llevó al cine
en 1977 con Annie Hall, donde en una breve escena en la cola
de un cine, McLuhan hace de McLuhan apareciendo por detrás de un
afiche, objetando a uno de los presentes sobre la interpretación de
sus teorías. “He oído... he oído lo que estaba usted diciendo.
Usted, usted no sabe nada acerca de mi obra. Hasta mis falacias las
explica al revés...” decía McLuhan, y se miraba así en el
espejo de su propio fenómeno: el de un autor más comentado que
leído, una figura familiar en las pantallas del Norte, y un
intelectual excéntrico, capaz de mantener las más conspicuas
discusiones académicas con el mismo interés con el que aceptaba
asesorar a los jerarcas de la General Electric.
McLuhan nació el 21 de julio de 1911
en Edmonton, Alberta, Canadá. Su padre fue un vendedor de seguros y
su madre, una actriz y declamadora profesional de quien heredaría
una singular capacidad de memoria e improvisación. Siendo muy joven
estudia ingeniería, pero pronto sucumbe a su verdadera vocación,
ingresando a la Universidad de Manitoba para estudiar
literatura.
Luego de graduarse se instala en Cambridge, donde toma clases con
maestros tan prestigiosos como I. A. Richards, fundador del llamado
“Nuevo criticismo”. Allí consolidará sus intereses literarios en la
tríada Ezra Pound,
T. S. Eliot,
James Joyce, y en los poetas
simbolistas, además de Yeats y
G. K. Chesterton. A este último le
debe su conversión al catolicismo en 1930, al parecer luego de leer
What`s Wrong with the World, texto que le habría propiciado
un necesario “equilibrio emocional”. Coincidiendo o no con su
fervor religioso, la mayor parte de la vida docente de McLuhan
transcurre en universidades católicas. En una de ellas, St. Louis,
conoce a Corinne Keller Lewis, una estudiante de arte dramático
oriunda de Texas, con quien contrajo matrimonio en 1939. Los
estudios en Cambridge derivarán en 1943 en una premonitoria tesis
doctoral: “El lugar de Thomas Nashe en el aprendizaje de su
tiempo”, un trabajo concentrado en la obra de este novelista,
poeta y dramaturgo inglés del siglo XVI, contemporáneo de
Shakespeare y de Marlowe, cuyo estilo innovador, repleto de juegos
de palabras, había fascinado al joven McLuhan.
Junto a Corinne, su única esposa, con quien tendrá
seis hijos, McLuhan vuelve a Canadá para enseñar
literatura. El
regreso será definitivo porque a partir de 1946 se instala en la
Universidad de Toronto, donde fundará en 1963 el Centro de Cultura y
Tecnología que dirigirá durante toda su vida académica. Una
ocupación que pudo haber sido como tantas, de no comenzar a insistir
desde mediados de los años 1950, en la influencia de los
medios de
comunicación en el pensamiento y el comportamiento social humano.
Maniquíes parlantes
En
1936, enfrentado a una clase de adolescentes en la
Universidad de Wisconsin, McLuhan siente de repente “una urgente necesidad de
estudiar su cultura popular para poder así entenderlos”.
Trabajó solamente un año en esa institución, el tiempo suficiente
para intuir que la publicidad, el cine y el comic habían marcado su
impronta en esa generación. La inquietud maduró hasta tomar forma en
su primer libro, La novia mecánica: folklore del hombre
industrial (1951), en sus palabras: “una nueva forma
de narrativa de ciencia-ficción, con anuncios publicitarios y
tebeos". Con un antecedente directo en “Publicidad americana” de
1947, McLuhan vuelve a ensayar en este libro una mirada crítica que
intenta desentrañar el sistema de valores de la sociedad occidental
a través del desmenuzamiento de piezas publicitarias. Cuando todavía
faltaban seis años para que Roland Barthes señalara en su libro Mitologías, los llamados “mitos contemporáneos” presentes
en las comunicaciones de masas, McLuhan ya advertía esos mitos que
impregnan la vida del hombre industrial, imágenes y símbolos
cotidianos que conforman su “folklore” –aunque él no lo perciba – y
que nacen en las agencias de publicidad.
Pese a la postura moralista frente a los
medios
de comunicación latente en La novia..., ya se perfila el
método McLuhan: explorar antes que rechazar, tratar de comprender
los fenómenos para poder dominarlos. Años más tarde confesaría su
inicial aversión por la tecnología y la vuelta de tuerca que supo
resolverla: “En pocas palabras, rechacé
casi todos los elementos de la vida moderna a favor de un utopismo rousseauniano. Pero gradualmente percibí qué estéril e inútil fue
esa actitud, y comencé a darme cuenta de que los más grandes
artistas del siglo XX –Yeats, Pound, Joyce, Eliot- habían
descubierto un enfoque totalmente diferente, basados en la identidad
de los procesos de cognición y creación. Me percaté de que la
creación artística es el playback de la experiencia ordinaria –desde
la basura hasta los
tesoros-. Dejé de ser moralista y me convertí en estudiante”.
La multiplicidad de puntos de vista, los
juegos de palabras y el tono irónico que los transita, volvieron a
La novia... un ensayo tan serio como entretenido. Las
repercusiones no tardaron en llegar. Harold Innis, un historiador en
economía pionero en los estudios sobre comunicación, utiliza La
novia... en sus cursos, noticia recibida con entusiasmo por
McLuhan. Más tarde tomaría de Innis ideas como la del mito de Cadmos,
a través del cual explica cómo la adopción del alfabeto habría
predispuesto a griegos y romanos hacia la conquista: “La
escritura da control sobre el espacio. La
escritura
produce de una vez la ciudad. El poder de dar forma al espacio en la
escritura da el
poder de organizarlo arquitectónicamente. Y cuando los mensajes
pueden ser transportados, entonces viene el camino, las armas y los
imperios. Esencialmente, las rutas de papel construyeron los
imperios de Alejandro y César”. La novia... no contó con
muchos lectores, aunque sí los suficientes para que la Fundación Ford
le posibilitara a McLuhan un seminario sobre cultura y
comunicación (que dictaría entre 1953 y 1955), y una beca de 40
mil
dólares a partir de la cual comienza a publicar la revista
Exploraciones.
Ideas perturbadoras
En
1953, junto a Edmund Carpenter, McLuhan comienza a publicar la
revista “Exploraciones: Estudios sobre cultura y comunicaciones”,
que sólo editó ocho números hasta 1957, año de su clausura.
Concebido cada número por Harley Parker como una pieza artística, “Exploraciones”
desafió la “linealidad gutenbergiana” y se
impregnó de un cuidadoso desorden
dadaísta. Algunos de sus
ejemplares constituyen en la actualidad piezas de coleccionista. En uno de sus polémicos
artículos, “Aula sin
muros”, McLuhan observa cómo antes de la imprenta, la instrucción
era básicamente oral. Los manuscritos eran dictados, y el joven
aprendía “escuchando, observando y haciendo”. El libro
impreso (“el primer producto en masa”) modificó esa situación
aislando al individuo en su lectura silenciosa y confinándolo al
aula. Pero hoy, los medios masivos parecen hacer el movimiento
opuesto: “Actualmente, en nuestras ciudades, casi todos los
conocimientos se adquieren fuera del aula. La exacta cantidad de
información transmitida vía prensa-magazine-filme-TV-radio, con
mucho excede el total de información transmitida a través de la
instrucción escolar y los textos. Este desafío ha destruido el
monopolio del libro como auxiliar de la enseñanza y agrietado los
propios muros del aula tan súbitamente, que nos ha confundido y
desconcertado”.
¿Fin del libro? ¿Televisores que educan? La voz
de alarma se hizo oír desde la apacible ciudad de Toronto. McLuhan
evitó los juicios de valor. Él mismo era un hombre de letras, pero
también un “explorador” que observaba: “Si el hombre occidental
alfabetizado estuviera realmente interesado en preservar los
aspectos más creativos de su civilización, no permanecería en su
torre de marfil lamentando el cambio, sino que estaría en el vórtice
de la tecnología eléctrica y, entendiéndola, dictaría su nuevo
ambiente –cambiaría la torre de marfil por una torre de control”.
El cine, los comics, la televisión están allí, implacables,
ejerciendo sus efectos. Habrá que descubrir sus potencialidades,
porque entretenimiento y educación no parecen categorías antagónicas
para McLuhan: “Nombradme un clásico que no
fuera, al principio, considerado un ligero pasatiempo. Casi todas
las obras vernáculas fueron juzgadas de esa manera hasta el siglo
XIX”. Y, si prescindir de la palabra escrita podría
sonar a liso y llano disparate, McLuhan recuerda que también la
escritura, como toda tecnología, tuvo sus detractores: “En el Fedro, Platón arguyó que la nueva llegada de
la escritura revolucionaría la
escritura
hacia lo peor. Sugirió que ésta sustituiría el pensamiento por el
recuerdo y el dialecto verdadero de la búsqueda viva de la verdad,
mediante el discurso y la conversación, por el aprendizaje mecánico”.
En 1953 aparece otro artículo polémico “Joyce, Mallarmé y la Prensa”. Aquí, cada
medio de comunicación es
definido como “una forma única de
arte”, una nueva forma de
expresión que modifica la sensibilidad humana. “Es curioso que la
prensa popular, como forma artística, haya atraído a menudo la
entusiasta atención de poetas y estetas, despertando, por el
contrario, las más sombrías aprensiones en las mentes académicas”
observaba McLuhan, recordando el entusiasmo de Poe, Lamartine y
Baudelaire ante esos borgeanos “museos de minucias” que constituyen
los diarios, los mismos que también ejercieron una particular
influencia en la poesía de Rimbaud y Mallarmé: “... fue Mallarmé
quien formuló las lecciones de la prensa como una guía para la nueva
e impersonal poesía de sugestión e implicación; vio que la escala
del reportaje moderno y de la multiplicación mecánica de mensajes,
hacía imposible la retórica personal”. Joyce aparece en este contexto como
un ejemplo mayor. McLuhan analiza la relación singular entre prensa y
literatura
presente en Ulises: “Para Joyce la prensa era, en verdad,
un ‘microabismo’ del universo humano: sus columnas,
inmutables monumentos de las seculares pasiones e intereses de los
hombres, y su elaboración y distribución, un drama que abarca las
manos y los órganos de todo el ‘cuerpo político’”. Es que en hay toda la obra
de McLuhan lo que alguien ha definido como profunda “alegría joyceana”. Está en los juegos de palabras y en esa suerte de
significado fragmentado que requiere la participación del lector
para completar su sentido. No es casual entonces, que el aforismo
fuera la estrategia preferida de McLuhan para comunicar su
pensamiento. No sólo porque con él desafía lo estrictamente
literario (“El mito, como el aforismo y la máxima, es
característico de la cultura
oral”), sino también porque a
través de él, “implica” al lector alentándolo a completar sus ideas.
Galaxia McLuhan
Pasarían once años desde La novia... para que McLuhan
publicara en 1962 lo que para muchos es su obra maestra: La
Galaxia Gutenberg: la creación del hombre tipográfico, un
pasaporte directo a la fama y la controversia. Con una estructura en
mosaico que permite una lectura anárquica, La Galaxia... es
una obra renovadora e inquietante. Repleta de aforismos y de
sentencias breves y brillantes, se trata, en palabras de Raymond
Williams, de un “libro importante”: “Ninguna obra común – e
incluyo bajo esta denominación a muchas de profunda y ortodoxa
erudición- sería capaz de persistir y agitarse en nuestra mente de
tal manera”. A la luz de la evidencia antropológica que respalda
sus teorías, y de una profunda erudición capaz de combinar
apreciaciones sobre Shakespeare, Durkheim o Picasso en perfecta
armonía, La Galaxia... fue concebida siguiendo los pasos de
Milman Parry, quien rastreara la procedencia oral de los poemas
homéricos a través de la épica yugoslava.
La tesis central de La Galaxia es
sencilla: el hombre crea las tecnologías y éstas a su vez
condicionan su pensamiento y conducta. Cualquier
medio de
comunicación es una extensión del
cuerpo humano que modifica su
ambiente y termina modificándolo a él mismo. Allí donde ocurre una
prolongación, el sistema nervioso central establece un bloqueo que
hace imperceptible el cambio en el ambiente (“narcosis de Narciso”). Sólo el
artista -y resulta significativo que sea él y
no el científico- es capaz de percibir esas modificaciones, porque
su “intuición” es algo inherente al proceso creativo.
En la cultura
oral el hombre se informa a
través del oído, motivando la vida en grupo (imposible estar
informado sin la cercanía con los otros), y alentando un pensamiento
de tipo metafórico. Con la aparición del alfabeto, el equilibrio
sensorial se altera, pasando la visión a ser el sentido protagónico.
La imprenta potenció radicalmente los efectos del alfabeto: una
oración dio paso a otra oración, una página fue seguida de otra
página, en una sucesión lógica que moldeó el pensamiento occidental.
Espacio y tiempo comenzaron a concebirse linealmente, y el
pensamiento mágico cedió paso ante el pensamiento lógico, todo se
redujo a causas y efectos. El medio por excelencia de La
Galaxia es
la imprenta, su protagonista central, el Homo Typographicus,
es ese hombre “dividido” que ha desarrollado su sentido visual gracias
a la lectura de un medio de comunicación
paradigmático: el libro.
Pero la irrupción de los
medios masivos en el siglo XX, con la televisión a la cabeza, pone en jaque la supervivencia de
este Homo Typographicus. Su “retribalización” es algo más que
una amenaza: cualquier niño occidental puede crecer hoy en un mundo
de historias mágicas transmitidas oralmente, no ya a través del
patriarca, sino mediante la radio o la televisión. Una era agoniza:
es el tiempo de la “oralidad secundaria” definida por Walter Ong (notablemente influido por McLuhan, alumno suyo en
St. Louis); es el
tiempo de la “aldea global”: “...los descubrimientos
electromagnéticos han recreado el ‘campo’ simultáneo en todos
los asuntos humanos, de tal forma que la familia humana vive ahora
en las condiciones de una ‘aldea global’”. Si en la era industrial
todo es secuencia, al igual que en una cadena de montaje, en la Era
Eléctrica reina la simultaneidad. Las distancias se suprimen y el
mundo deviene una inmensa aldea. Y es por eso que quien eche un
rápido vistazo a su entorno cotidiano, con su sobredosis de mensajes
de texto, blogs y realidad virtual, puede percibir cuán lejos
pudo ver este nuevo Julio Verne el destino del hombre. Resulta
sorprendente que ya en 1966 McLuhan advirtiera que “El nuevo ambiente de
la humanidad es poco hardware o físico, y más información y
configuración de datos codificados”, cuando ni siquiera existía
la televisión a color.
Su método de trabajo, la introducción inesperada
de algún pensamiento extraño en un párrafo (una “sonda”) sin
demasiadas explicaciones, ofuscó a sus adversarios. Pero McLuhan se
limitaba a defender su condición de “explorador”, alguien que indaga
tras una pista aunque no necesariamente brinde explicaciones
definitivas. Ante las acusaciones de inconsistencia, por convocar
distintos campos del conocimiento en sus estudios, McLuhan se
definía sin pruritos como un “generalista”. Un letrero en su
despacho era elocuente en tal sentido: “No se necesitan
especialistas”. No era un simple capricho. Para McLuhan el
estudio de los medios no se reduce a su contenido, sino que se
extiende al ambiente en el que ejercen sus efectos. Y es por eso que
una respuesta especializada puede no ser siempre, la respuesta
adecuada.
Medios y masajes
En 1964 se publica La comprensión de los medios como las extensiones
del hombre, obra en la que, en palabras de Jean Baudrillard,
“McLuhan escribe una ‘historia’
general de las civilizaciones, pero
no –como Marx- a partir del proceso de evolución de las técnicas de
producción y de las fuerzas productivas, sino a partir de la
evolución de las técnicas de comunicación: los medios”. Si hasta
ese momento su nombre era citado por una importante audiencia,
especialmente en círculos canadienses y estadounidenses, no es sino
hasta la publicación de esta obra cuando se transforma en una
celebridad mundial. Casi una subcultura se generó a su alrededor. “LSD
no es nada hasta que no lo consumes. Como McLuhan”, opinaba
una estudiante en Newsweek. Parte de ese entusiasmo tiene su
origen en sentencias como “el medio es el mensaje”, que
aparece por primera vez en La comprensión... y que se
transformó, con el tiempo, en un sello de fábrica de su pensamiento.
Que el medio es el mensaje “significa simplemente
que las consecuencias individuales y sociales de cualquier medio –es
decir, de cualquiera de nuestras extensiones- resultan de la nueva
escala que introduce en nuestros asuntos cualquier
extensión o tecnología nueva”. Esta ruptura con la
tradición del pensamiento occidental, que prioriza el contenido
sobre la forma, no tardó en tildarse de determinismo tecnológico.
Para McLuhan es el medio, no el contenido, el que moldea las
acciones humanas actuando como un “masaje”. El hombre “desconoce que el medio es
también el masaje; que, juegos de palabras aparte, literalmente
trabaja, satura, moldea y transforma todas las relaciones de los
sentidos. El contenido o mensaje de cualquier medio particular tiene
tanta importancia como un grabado en la cubierta de una bomba
atómica”.
Creer que la buena o mala programación de la
televisión es la responsable de sus efectos, es la postura del
“idiota tecnológico”, advierte.
“La gente no ve películas en la televisión; ve televisión”, observa.
Es que, invariablemente, el
contenido de un medio es otro medio: “El efecto de la forma de la
película no guarda relación alguna con el contenido. El
‘contenido’ de lo escrito y lo impreso es un discurso, aunque el
lector apenas toma conciencia ni de lo impreso ni del discurso”. Aunque el concepto tuvo sus críticas
(una de las más
contundentes, la de Uberto Eco), los reconocimientos al conjunto de
su obras se han ido sumando. Nueve universidades le otorgaron el Doctorado Honoris Causa,
si bien justo es decir que no todas las
“exploraciones” mcluhanianas fueron tan exitosas: la clasificación
de los medios en “calientes” y “fríos”, por ejemplo, no fue muy
bienvenida. A pesar de todo, desde sus planteos, nadie ha
permanecido indiferente al gran mensaje de McLuhan.
Epílogo
En una
entrevista para Playboy, Norden invitaba a McLuhan a
sincerarse y dar su opinión sobre el advenimiento de la aldea
global. “Veo la posibilidad de una sociedad retribalizada rica y
creativa –libre de la fragmentación y alienación de la edad
mecánica- emergiendo de este período traumático de choque cultural;
pero no tengo mas que aversión para el proceso de cambio”,
sintetizaría. Disgusto sí, pero también el optimismol que surge de
confiar en la capacidad del hombre para comprender los cambios y
adaptarse.
En 1968 McLuhan es
intervenido de un tumor cerebral. Continúa su actividad hasta que en
1979 sufre una embolia cerebral y un año después, el 31 de diciembre
de 1980, fallece en la ciudad de Toronto, Ontario, a la edad de 69
años. De alguna manera, desde ese momento, sus teorías quedaron en
suspenso a la espera de un indicio que las confirmara. Internet y el
advenimiento de la llamada “sociedad de la información”, hicieron de
su relectura, una necesidad. “Si está equivocado, ello
importa”, ha señalado George P. Elliott con notable puntería. Irremediablemente vigente su obra sigue seduciendo, no sólo porque
luego de frecuentarla resulta imposible ver a los
medios de
comunicación de la misma manera, sino también por esa impronta
poderosa que le da su originalidad y poca ortodoxia, y por
la poesía que transita hasta sus pensamientos más abstractos y que
le valió la comparación con un “Walt Whitman que le canta a la
electricidad”. Poesía que estuvo presente aún en sus comentarios
más polémicos, como aquél que cerraba su entrevista para Playboy:
“Haber nacido en esta era es un regalo precioso, y lo único que
me apena de mi muerte es que dejaré sin leer muchas páginas aún
lejanas del destino del hombre –usted disculpará esta imagen
gutenbergiana-. Pero quizá, como he tratado de demostrar en mi
examen de la cultura posalfabetizada, la historia comienza sólo
cuando el libro se cierra”.
*Publicado originalmente
en El País Cultural. Nro. 866. |
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