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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



MCLUHAN, MARSHALL - MASS MEDIA -


Aquel erudito pop. Marshall Mc Luhan (1911-1980)*

Ángeles Blanco

El hombre “desconoce que el medio es también el masaje; que, juegos de palabras aparte, literalmente trabaja, satura, moldea y transforma todas las relaciones de los sentidos. El contenido o mensaje de cualquier medio particular tiene tanta importancia como un grabado en la cubierta de una bomba atómica”.

Cuando en los años cincuenta un reputado profesor canadiense observó que los medios masivos de comunicación no eran simples “artilugios mecánicos  destinados a crear mundos ilusorios, sino flamantes lenguajes con nuevos y singulares poderes de expresión”, el mundo académico sufrió un estrepitoso sacudón. Que un especialista en literatura inglesa, brillante personalidad de la Universidad de Toronto, colocara a los medios masivos en el centro de sus preocupaciones académicas, provocaba un gran desconcierto. Más aún lo provocaban sus presagios sobre el fin de la llamada Galaxia Gutenberg, cuna del Homo Typographicus, imperio indiscutible del libro.

Y mientras algunos lo acusaron de “distorsionador de mentes inmaturas y de la sensibilidad juvenil”, otros lo elevaron como “el pensador más importante desde Newton, Darwin, Freud, Einstein y Pavlov”. Entretanto, él seguía hablando con su tono imperturbable y casi místico, luciendo su invariable atuendo, rehuyendo las especializaciones que aprisionaran su pensamiento, y dejando en la posteridad uno de los aforismos más intrigantes de la historia: “el medio es el mensaje”.

Entre los profético y lo irresistible, entre el genio y la temeridad, las teorías de Herbert Marshall McLuhan pusieron en boca de todos el vocablo comunicación y lo entendieron como una clave para comprender los procesos sociales. Sus exploraciones revolucionaron el pensamiento del siglo XX y, desde entonces, el hombre occidental pudo comprender un poco más su naturaleza.

Aldea global

En marzo de 1969 el periodista Eric Norden tenía que cumplir un encargo para la revista Playboy: entrevistar a Marshall McLuhan en su nueva casa ubicada en un coqueto barrio de Toronto, Wychwood Park. La tarea para Norden no sería fácil. El entrecano profesor tenía fama de tímido y hasta evasivo a la hora de volver sobre sus pasos. Su estilo aforístico y a veces lindante al misticismo tampoco facilitaba las cosas. Pero por entonces, sus teorías sobre el impacto de los medios de comunicación en la vida del hombre, lo habían transformado en uno de los pensadores más originales, polémicos y “mediáticos” de su tiempo. En pleno Power Flower, todos hablaban de McLuhan. Mientras la plana erudita mayor, desde Raymond Williams hasta Jean Baudrillard debatía sobre sus teorías en una contienda intelectual como pocas, personalidades como John Lennon y Andy Warhol hacían un espacio en sus agendas para conocerlo personalmente. Hasta un neologismo, el mcluhanisme ingresó por esos días al diccionario francés como sinónimo de cultura pop. Pero a pesar del ruido, nadie podía intuir entonces cuán afinados eran los pronósticos de McLuhan; en especial uno que, valga la ironía, muchos creyeron pura excentricidad: la “aldea global”.

Kilómetros de tinta gastaron sus defensores y también sus detractores intentando acercarse a sus ideas. Entre los primeros, se alistaron autores como Walter Ong, Étienne Wilson, Wyndham Lewis o Tom Wolfe. Mientras tanto, McLuhan daba  origen a una escuela, la llaamda “Media Ecology”, a la cual adhirieron Susan Sontag y Neil Postman, y mantenía nutrida correspondencia con Ezra Pound y Woody Allen. La complicidad con éste último lo llevó al cine en 1977 con Annie Hall, donde en una breve escena en la cola de un cine, McLuhan hace de McLuhan apareciendo por detrás de un afiche, objetando a uno de los presentes sobre la interpretación de sus teorías. “He oído... he oído lo que estaba usted diciendo. Usted, usted no sabe nada acerca de mi obra. Hasta mis falacias las explica al revés...” decía McLuhan, y se miraba así en el espejo de su propio fenómeno: el de un autor más comentado que leído, una figura familiar en las pantallas del Norte, y un intelectual excéntrico, capaz de mantener las más conspicuas discusiones académicas con el mismo interés con el que aceptaba asesorar a los jerarcas de la General Electric.

McLuhan nació el 21 de julio de 1911 en Edmonton, Alberta, Canadá. Su padre fue un vendedor de seguros y su madre, una actriz y declamadora profesional de quien heredaría una singular capacidad de memoria e improvisación. Siendo muy joven estudia ingeniería, pero pronto sucumbe a su verdadera vocación, ingresando a la Universidad de Manitoba para estudiar literatura. Luego de graduarse se instala en Cambridge, donde toma clases con maestros tan prestigiosos como I. A. Richards, fundador del llamado “Nuevo criticismo”. Allí consolidará sus intereses literarios en la tríada Ezra Pound, T. S. Eliot, James Joyce,  y en los poetas simbolistas, además de Yeats y G. K. Chesterton. A este último le debe su conversión al catolicismo en 1930, al parecer luego de leer What`s Wrong with the World, texto que le habría propiciado un necesario “equilibrio emocional. Coincidiendo o no con su fervor religioso, la mayor parte de la vida docente de McLuhan transcurre en universidades católicas. En una de ellas, St. Louis, conoce a Corinne Keller Lewis, una estudiante de arte dramático oriunda de Texas, con quien contrajo matrimonio en 1939. Los estudios en Cambridge derivarán en 1943 en una premonitoria tesis doctoral: “El lugar de Thomas Nashe en el aprendizaje de su tiempo”, un trabajo concentrado en la obra de este novelista, poeta y dramaturgo inglés del siglo XVI, contemporáneo de Shakespeare y de Marlowe, cuyo estilo innovador, repleto de juegos de palabras, había fascinado al joven McLuhan.

Junto a Corinne, su única esposa, con quien tendrá seis hijos, McLuhan vuelve a Canadá para enseñar literatura. El regreso será definitivo porque a partir de 1946 se instala en la Universidad de Toronto, donde fundará en 1963 el Centro de Cultura y Tecnología que dirigirá durante toda su vida académica. Una ocupación que pudo haber sido como tantas, de no comenzar a insistir desde mediados de los años 1950, en la influencia de los medios de comunicación en el pensamiento y el comportamiento social humano.

Maniquíes parlantes

En 1936, enfrentado a una clase de adolescentes en la Universidad de Wisconsin, McLuhan siente de repente “una urgente necesidad de estudiar su cultura popular para poder así entenderlos”. Trabajó solamente un año en esa institución, el tiempo suficiente para intuir que la publicidad, el cine y el comic habían marcado su impronta en esa generación. La inquietud maduró hasta tomar forma en su primer libro, La novia mecánica: folklore del hombre industrial (1951), en sus palabras: “una nueva forma de narrativa de ciencia-ficción, con anuncios publicitarios y tebeos". Con un antecedente directo en “Publicidad americana” de 1947, McLuhan vuelve a ensayar en este libro una mirada crítica que intenta desentrañar el sistema de valores de la sociedad occidental a través del desmenuzamiento de piezas publicitarias. Cuando todavía faltaban seis años para que Roland Barthes señalara en su libro Mitologías, los llamados “mitos contemporáneos” presentes en las comunicaciones de masas, McLuhan ya advertía esos mitos que impregnan la vida del hombre industrial, imágenes y símbolos cotidianos que conforman su “folklore” –aunque él no lo perciba – y que nacen en las agencias de publicidad.

Pese a la postura moralista frente a los medios de comunicación latente en La novia..., ya se perfila el método McLuhan: explorar antes que rechazar, tratar de comprender los fenómenos para poder dominarlos. Años más tarde confesaría su inicial aversión por la tecnología y la vuelta de tuerca que supo resolverla: “En pocas palabras, rechacé casi todos los elementos de la vida moderna a favor de un utopismo rousseauniano. Pero gradualmente percibí qué estéril e inútil fue esa actitud, y comencé a darme cuenta de que los más grandes artistas del siglo XX –Yeats, Pound, Joyce, Eliot- habían descubierto un enfoque totalmente diferente, basados en la identidad de los procesos de cognición y creación. Me percaté de que la creación artística es el playback de la experiencia ordinaria –desde la basura hasta los tesoros-. Dejé de ser moralista y me convertí en estudiante”.

La multiplicidad de puntos de vista, los juegos de palabras y el tono irónico que los transita, volvieron a La novia... un ensayo tan serio como entretenido. Las repercusiones no tardaron en llegar. Harold Innis, un historiador en economía pionero en los estudios sobre comunicación, utiliza La novia... en sus cursos, noticia recibida con entusiasmo por McLuhan. Más tarde tomaría de Innis ideas como la del mito de Cadmos, a través del cual explica cómo la adopción del alfabeto habría predispuesto a griegos y romanos hacia la conquista: “La escritura da control sobre el espacio. La escritura  produce de una vez la ciudad. El poder de dar forma al espacio en la escritura da el poder de organizarlo arquitectónicamente. Y cuando los mensajes pueden ser transportados, entonces viene el camino, las armas y los imperios. Esencialmente, las rutas de papel construyeron los imperios de Alejandro y César”. La novia... no contó con muchos lectores, aunque sí los suficientes para que la Fundación Ford le posibilitara a McLuhan un seminario sobre cultura y comunicación (que dictaría entre 1953 y 1955), y una beca de 40 mil dólares a partir de la cual comienza a publicar la revista Exploraciones.               

Ideas perturbadoras

En 1953, junto a Edmund Carpenter, McLuhan comienza a publicar la revista “Exploraciones: Estudios sobre cultura y comunicaciones”, que sólo editó ocho números hasta 1957, año de su clausura. Concebido cada número por Harley Parker como una pieza artística, “Exploraciones” desafió la “linealidad gutenbergiana” y se impregnó de un cuidadoso desorden dadaísta. Algunos de sus ejemplares constituyen en la actualidad piezas de coleccionista. En uno de sus polémicos artículos, “Aula sin muros”, McLuhan observa cómo antes de la imprenta, la instrucción era básicamente oral. Los manuscritos eran dictados, y el joven aprendía “escuchando, observando y haciendo. El libro impreso (“el primer producto en masa”) modificó esa situación aislando al individuo en su lectura silenciosa y confinándolo al aula. Pero hoy, los medios masivos parecen hacer el movimiento opuesto: “Actualmente, en nuestras ciudades, casi todos los conocimientos se adquieren fuera del aula. La exacta cantidad de información transmitida vía prensa-magazine-filme-TV-radio, con mucho excede el total de información transmitida a través de la instrucción escolar y los textos. Este desafío ha destruido el monopolio del libro como auxiliar de la enseñanza y agrietado los propios muros del aula tan súbitamente, que nos ha confundido y desconcertado.

    ¿Fin del libro? ¿Televisores que educan? La voz de alarma se hizo oír desde la apacible ciudad de Toronto. McLuhan evitó los juicios de valor. Él mismo era un hombre de letras, pero también un “explorador” que observaba: “Si el hombre occidental alfabetizado estuviera realmente interesado en preservar los aspectos más creativos de su civilización, no permanecería en su torre de marfil lamentando el cambio, sino que estaría en el vórtice de la tecnología eléctrica y, entendiéndola, dictaría su nuevo ambiente –cambiaría la torre de marfil por una torre de control. El cine, los comics, la televisión están allí, implacables, ejerciendo sus efectos. Habrá que descubrir sus potencialidades, porque entretenimiento y educación no parecen categorías antagónicas para McLuhan: “Nombradme un clásico que no fuera, al principio, considerado un ligero pasatiempo. Casi todas las obras vernáculas fueron juzgadas de esa manera hasta el siglo XIX. Y, si prescindir de la palabra escrita podría sonar a liso y llano disparate, McLuhan recuerda que también la escritura, como toda tecnología, tuvo sus detractores: “En el Fedro, Platón arguyó que la nueva llegada de la escritura revolucionaría la escritura hacia lo peor. Sugirió que ésta sustituiría el pensamiento por el recuerdo y el dialecto verdadero de la búsqueda viva de la verdad, mediante el discurso y la conversación, por el aprendizaje mecánico.

 En 1953 aparece otro artículo polémico “Joyce, Mallarmé y la Prensa”. Aquí, cada medio de comunicación es definido como “una forma única de arte”, una nueva forma de expresión que modifica la sensibilidad humana. “Es curioso que la prensa popular, como forma artística, haya atraído a menudo la entusiasta atención de poetas y estetas, despertando, por el contrario, las más sombrías aprensiones en las mentes académicas” observaba McLuhan, recordando el entusiasmo de Poe, Lamartine y Baudelaire ante esos borgeanos “museos de minucias” que constituyen los diarios, los mismos que también ejercieron una particular influencia en la poesía de Rimbaud y Mallarmé: “... fue Mallarmé quien formuló las lecciones de la prensa como una guía para la nueva e impersonal poesía de sugestión e implicación; vio que la escala del reportaje moderno y de la multiplicación mecánica de mensajes, hacía imposible la retórica personal”. Joyce aparece en este contexto como un ejemplo mayor. McLuhan analiza la relación singular entre prensa y literatura presente en Ulises: “Para Joyce la prensa era, en verdad, un ‘microabismo’ del universo humano: sus columnas, inmutables monumentos de las seculares pasiones e intereses de los hombres, y su elaboración y distribución, un drama que abarca las manos y los órganos de todo el ‘cuerpo político’”. Es que en hay toda la obra de McLuhan lo que alguien ha definido como profunda “alegría joyceana”. Está en los juegos de palabras y en esa suerte de significado fragmentado que requiere la participación del lector para completar su sentido. No es casual entonces, que el aforismo fuera la estrategia preferida de McLuhan para comunicar su pensamiento. No sólo porque con él desafía lo estrictamente literario (“El mito, como el aforismo y la máxima, es característico de la cultura oral), sino también porque a través de él, “implica” al lector alentándolo a completar sus ideas.

Galaxia McLuhan

Pasarían once años desde La novia... para que McLuhan publicara en 1962 lo que para muchos es su obra maestra: La Galaxia Gutenberg: la creación del hombre tipográfico, un pasaporte directo a la fama y la controversia. Con una estructura en mosaico que permite una lectura anárquica, La Galaxia... es una obra renovadora e inquietante. Repleta de aforismos y de sentencias breves y brillantes, se trata, en palabras de Raymond Williams, de un “libro importante”: “Ninguna obra común – e incluyo bajo esta denominación a muchas de profunda y ortodoxa erudición- sería capaz de persistir y agitarse en nuestra mente de tal manera”. A la luz de la evidencia antropológica que respalda sus teorías, y de una profunda erudición capaz de combinar apreciaciones sobre Shakespeare, Durkheim o Picasso en perfecta armonía, La Galaxia... fue concebida siguiendo los pasos de Milman Parry, quien rastreara la procedencia oral de los poemas homéricos a través de la épica yugoslava.

La  tesis central de La Galaxia es sencilla: el hombre crea las tecnologías y éstas a su vez condicionan su pensamiento y conducta. Cualquier medio de comunicación es una extensión del cuerpo humano que modifica su ambiente y termina modificándolo a él mismo. Allí donde ocurre una prolongación, el sistema nervioso central establece un bloqueo que hace imperceptible el cambio en el ambiente (“narcosis de Narciso”). Sólo el artista -y resulta significativo que sea él y no el científico- es capaz de percibir esas modificaciones, porque su “intuición” es algo inherente al proceso creativo.

En la cultura oral el hombre se informa a través del oído, motivando la vida en grupo (imposible estar informado sin la cercanía con los otros), y alentando un pensamiento de tipo metafórico. Con la aparición del alfabeto, el equilibrio sensorial se altera, pasando la visión a ser el sentido protagónico. La imprenta potenció radicalmente los efectos del alfabeto: una oración dio paso a otra oración, una página fue seguida de otra página, en una sucesión lógica que moldeó el pensamiento occidental. Espacio y tiempo comenzaron a concebirse linealmente, y el pensamiento mágico cedió paso ante el pensamiento lógico, todo se redujo a causas y efectos. El medio por excelencia de La Galaxia es la imprenta, su protagonista central, el Homo Typographicus, es ese hombre “dividido” que ha desarrollado su sentido visual gracias a la lectura de un medio de comunicación paradigmático: el libro.

Pero la irrupción de los medios masivos en el siglo XX, con la televisión a la cabeza, pone en jaque la supervivencia de este Homo Typographicus. Su “retribalización” es algo más que una amenaza: cualquier niño occidental puede crecer hoy en un mundo de historias mágicas transmitidas oralmente, no ya a través del patriarca, sino mediante la radio o la televisión. Una era agoniza: es el tiempo de la “oralidad secundaria” definida por Walter Ong (notablemente influido por McLuhan, alumno suyo en St. Louis); es el tiempo de la “aldea global”: “...los descubrimientos electromagnéticos han recreado el ‘campo’ simultáneo en todos los asuntos humanos, de tal forma que la familia humana vive ahora en las condiciones de una ‘aldea global’”. Si en la era industrial todo es secuencia, al igual que en una cadena de montaje, en la Era Eléctrica reina la simultaneidad. Las distancias se suprimen y el mundo deviene una inmensa aldea. Y es por eso que quien eche un rápido vistazo a su entorno cotidiano, con su sobredosis de mensajes de texto, blogs y realidad virtual, puede percibir cuán lejos pudo ver este nuevo Julio Verne el destino del hombre. Resulta sorprendente que ya en 1966 McLuhan advirtiera que El nuevo ambiente de la humanidad es poco hardware o físico, y más información y configuración de datos codificados”, cuando ni siquiera existía la televisión a color.

Su método de trabajo, la introducción inesperada de algún pensamiento extraño en un párrafo (una “sonda”) sin demasiadas explicaciones, ofuscó a sus adversarios. Pero McLuhan se limitaba a defender su condición de “explorador”, alguien que indaga tras una pista aunque no necesariamente brinde explicaciones definitivas. Ante las acusaciones de inconsistencia, por convocar distintos campos del conocimiento en sus estudios, McLuhan se definía sin pruritos como un “generalista”. Un letrero en su despacho era elocuente en tal sentido: “No se necesitan especialistas”. No era un simple capricho. Para McLuhan el estudio de los medios no se reduce a su contenido, sino que se extiende al ambiente en el que ejercen sus efectos. Y es por eso que una respuesta especializada puede no ser siempre, la respuesta adecuada.

Medios y masajes

En  1964 se publica La comprensión de los medios como las extensiones del hombre, obra en la que, en palabras de Jean Baudrillard, McLuhan escribe una ‘historia’ general de las civilizaciones, pero no –como Marx- a partir del proceso de evolución de las técnicas de producción y de las fuerzas productivas, sino a partir de la evolución de las técnicas de comunicación: los medios”. Si hasta ese momento su nombre era citado por una importante audiencia, especialmente en círculos canadienses y estadounidenses, no es sino hasta la publicación de esta obra cuando se transforma en una celebridad mundial. Casi una subcultura se generó a su alrededor. “LSD no es nada hasta que no lo consumes. Como McLuhan”, opinaba una estudiante en Newsweek. Parte de ese entusiasmo tiene su origen en sentencias como “el medio es el mensaje”, que aparece por primera vez en La comprensión... y que se transformó, con el tiempo, en un sello de fábrica de su pensamiento. 

Que el medio es el mensaje “significa simplemente que las consecuencias individuales y sociales de cualquier medio –es decir, de cualquiera de nuestras extensiones- resultan de la nueva escala que introduce  en nuestros  asuntos cualquier extensión o tecnología nueva. Esta ruptura con la tradición del pensamiento occidental, que prioriza el contenido sobre la forma, no tardó en tildarse de determinismo tecnológico. Para McLuhan es el medio, no el contenido, el que moldea las acciones humanas actuando como un “masaje”. El hombre “desconoce que el medio es también el masaje; que, juegos de palabras aparte, literalmente trabaja, satura, moldea y transforma todas las relaciones de los sentidos. El contenido o mensaje de cualquier medio particular tiene tanta importancia como un grabado en la cubierta de una bomba atómica”.

Creer que la buena o mala programación de la televisión es la responsable de sus efectos, es la postura del “idiota tecnológico”, advierte. “La gente no ve películas en la televisión; ve televisión”, observa. Es que, invariablemente, el contenido de un medio es otro medio: “El efecto de la forma de la película no guarda relación alguna con el contenido. El ‘contenido’ de lo escrito y lo impreso es un discurso, aunque el lector apenas toma conciencia ni de lo impreso ni del discurso.  Aunque el concepto tuvo sus críticas (una de las más contundentes, la de Uberto Eco), los reconocimientos al conjunto de su obras se han ido sumando. Nueve universidades le otorgaron el Doctorado Honoris Causa, si bien justo es decir que no todas las “exploraciones” mcluhanianas fueron tan exitosas: la clasificación de los medios en “calientes” y “fríos”, por ejemplo, no fue muy bienvenida. A pesar de todo, desde sus planteos, nadie ha permanecido indiferente al gran mensaje de McLuhan.

Epílogo

En una entrevista para Playboy, Norden invitaba a McLuhan a sincerarse y dar su opinión sobre el advenimiento de la aldea global. “Veo la posibilidad de una sociedad retribalizada rica y creativa –libre de la fragmentación y alienación de la edad mecánica- emergiendo de este período traumático de choque cultural; pero no tengo mas que aversión para el proceso de cambio”, sintetizaría. Disgusto sí, pero también el optimismol que surge de confiar en la capacidad del hombre para comprender los cambios y adaptarse.

En 1968 McLuhan es intervenido de un tumor cerebral. Continúa su actividad hasta que en 1979 sufre una embolia cerebral y un año después, el 31 de diciembre de 1980, fallece en la ciudad de Toronto, Ontario, a la edad de 69 años. De alguna manera, desde ese momento, sus teorías quedaron en suspenso a la espera de un indicio que las confirmara. Internet y el advenimiento de la llamada “sociedad de la información”, hicieron de su  relectura, una necesidad. “Si está equivocado, ello importa”, ha señalado George P. Elliott con notable puntería. Irremediablemente vigente su obra sigue seduciendo, no sólo porque luego de frecuentarla resulta imposible ver a los medios de comunicación de la misma manera, sino también por esa impronta poderosa que le da su originalidad y poca ortodoxia, y por la poesía que transita hasta sus pensamientos más abstractos y que le valió la comparación con un “Walt Whitman que le canta a la electricidad”. Poesía que estuvo presente aún en sus comentarios más polémicos, como aquél que cerraba su entrevista para Playboy: “Haber nacido en esta era es un regalo precioso, y lo único que me apena de mi muerte es que dejaré sin leer muchas páginas aún lejanas del destino del hombre –usted disculpará esta imagen gutenbergiana-. Pero quizá, como he tratado de demostrar en mi examen de la cultura posalfabetizada, la historia comienza sólo cuando el libro se cierra”.
 

*Publicado originalmente en El País Cultural. Nro. 866.

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