La fórmula parece
sencillísima. En tiempos de Rodó la Ciudad
Letrada y la civilización uruguaya se estaban construyendo. Hoy, cien
años más tarde, se desintegran. ¿Qué es entonces —hoy— de la
escritura, del discurso,
del gesto de Rodó? ¿Cómo habríamos de
leer, por ejemplo, a
Motivos de Proteo, o incluso a
Ariel? ¿Por qué habríamos de leerlos, por otra parte? ¿Qué quedaría hoy
de la poesía, de los ecos del sermón laico, del discours aux jeunes gens,
del arte de templar a los espíritus jóvenes para la vida política? ¿Qué de la
vaga atmósfera sacrificial, militar o religiosa, que envuelve a toda su prédica
liberal modernista? Quiero decir: ¿cómo relacionarnos hoy con todo eso?
Leer
Tal vez no sea del todo innecesario
decirlo, y quizás es mejor decirlo de entrada. No leemos a
Rodó, nunca leemos a
Rodó. ¿Qué es
Rodó, por otra parte, para
nosotros, sus paisanos de un siglo después —qué denota el nombre propio
Rodó? ¿El fastidio que produce todavía el
zombi empecinado de su ruidosa
celebración oficial? ¿El aire infantil de esa enorme figura gris, desdibujada y
célibe, coronada por esa muerte fiel y silenciosa como un rasgo de estilo? ¿El
joven entusiasta declamando para contagiar su entusiasmo a los demás jóvenes por
la causa greco-americana? ¿El americanista, el aristócrata, el periodista, el
político, el poeta? ¿La inevitable obsolescencia de su aire de época? ¿No es
también, para algunos por lo menos, cierta simpatía ocasional y reactiva ante la
forma irritante en la que muchos escritores del destape posdictadura
(década del 80 y el 90 del siglo XX) fabricaban su contracultura al oficialismo
de izquierda y se lanzaban a escribir sus
manifiestos en una especie de
justificación teórica del desparpajo alternativo del dandismo del 900 —pasmados
por las excentricidades de Roberto de las Carreras o de
Herrera y Reissig,
absortos ante el intercambio público de insultos ingeniosos entre niños
histéricos, grupo para el cual Rodó
seguramente estaría condenado por siempre a ser un pelmazo, torpe, aburrido,
afectado por la “frigidez patriótica” que le adjudicaba Álvaro Armando Vasseur
?
¿No fue, a su vez, la
descalificación del decadentismo del 900 la acción santa del 45, así como su
posterior reivindicación iba a ser la acción santa del destape del 85 para
marcar el territorio cultural con respecto al canon adormecido y asexuado de la
generación crítica? ¿Y dónde está entonces Rodó, casi completamente solo en esta
confusión, canonizado por el Estado,
despreciado por señoritos y dandis, rechazado por anarquistas y socialistas?
Es que, se habrá
sospechado, nunca leemos, ingenua, linealmente, un texto, a decir verdad. No
vamos, en la transparencia de su envío, a sus ideas, a sus contenidos, a su
estilo o a su estética. Sobre todo si de ese texto nos separan cien años
cargados de complicadas historias oficiales, paraoficiales, alternativas,
disidentes. Leemos, complejamente, instituciones, comunidades y modos de
lectura. Estamos siempre
empujados a respirar climas más o menos complejos e implícitos de aceptación,
rechazo o indiferencia. Leemos discusiones, influencias, arrepentimientos,
diplomacia, protocolos, provocaciones. Pero, antes que nada quizá, leemos
ontologías. Leemos las propias condiciones (históricas) de legibilidad o de
ilegibilidad, de circulación y apropiación, que son coextensivas a la
posibilidad misma de producción del texto. Solamente hay las líneas que van
ligando las distintas caras de Rodó que han dibujado las épocas y los humores de
las épocas. El entusiasmo original de sus contemporáneos, el impacto de
Ariel
y el arielismo en el pensamiento latinoamericano de principios del siglo XX. La
pasión y muerte de su sueño liberal, la pérdida de inocencia de sus herederos,
la reacción de la generación crítica. También el fastidio, tan similar y tan
diferente, de los lectores posteriores. Y, por último, me interesan y me
resultan significativos algunos intentos de reciente reconciliación final, no
oficial, con la figura intelectual, la prédica y el discurso de Rodó.
Este texto que escribo
no es, y no puede y no quiere ser, un trabajo monográfico sobre Rodó. Ni
siquiera un ensayo sobre Rodó —es decir, acerca de Rodó, que
remita a Rodó, que lo diga, que lo refiera. En realidad, ya se
habrá adivinado, no importa Rodó. No importa el nombre propio Rodó bajo cuya
denotación cae el sujeto-Rodó. No importa la sensibilidad o la inteligencia-Rodó
bajo cuya autoría cae el texto-Rodó. No son hipótesis interesantes en absoluto.
Importa el fenómeno complejo Rodó, el texto de Rodó en sus múltiples
emplazamientos. Interesa el síntoma, el emergente, el analizador desparejo del
estado de la cultura uruguaya en los comienzos del siglo XX y, sobre todo, en
los comienzos del siglo XXI.
Criticar
Todavía se diría que es posible
experimentar cierto extraño sentimiento póstumo, algo como una vergüenza
ajena, al impacto del exuberante y fatigoso palabrerío de Rodó, aquello que
antes había sido un “lenguaje de dioses” para Pérez Petit.
Un sentimiento típico de esos otros tiempos, ya no de Rodó sino ya de izquierda
o casi de izquierda, en los que la mirada intelectual se hacía cada vez menos
romántica y más revolucionaria,
los proyectos se volvían concretos y materiales y la acción política comenzaba a
tener que ver menos con el cultivo y el cuidado de los espíritus y de las almas
bellas que con las condiciones mismas de la existencia: la lucha contra la
injusticia, la explotación, la mala distribución de la riqueza, la corrupción,
la tentación autoritaria. Un nuevo principio de realidad se había
impuesto. Rodó dejaba rápidamente de ser un contemporáneo.
Benedetti, por ejemplo, lo trata
como un fantasma desdibujado y
anacrónico, como un borrón: una obstinación del siglo XIX en el XX.
Para la generación intelectual que
aparece hacia fines de la década del 50 en el siglo pasado, y cuya sensibilidad
teórica, así como su engagement, ya le pertenecen al universo de la
izquierda crítica tradicional, el problema es menos la obsolescencia del
discurso de Rodó que lo reaccionario de sus ideas.
La tarea griega o latina de Rodó, su sermón destinado a que los altos valores
del espíritu germinen en el joven, su exaltación retórica de la política y la
defensa de la altura helénica de sus valores, es —es verdad— anacrónica,
“solemne, mayestática y suntuosa”.
Pero antes que nada, es ilusoria e ideológica. Y eso explica las cosas,
pues —mejor— la tarea es anacrónica y solemne porque es ilusoria o
falsa. Es ridícula e intolerable porque es un error, una mancha o una
sombra en la escena del ser. Los rasgos torcidos del estilo reflejan los rasgos
torcidos de la episteme, pues la
escritura misma en ese sentido no es sino una superficie en la que viene a
inscribirse la verdad, o bien el error. Lo verdadero y lo bueno van juntos, lo
falso y lo malo también. Toda la
escritura de Rodó precipita por ese hueco moral de la izquierda.
El materialismo crítico
de la izquierda tradicional insiste en que los valores superiores no son
sino proyecciones ideológicas de las clases sociales superiores. Ya
condenados a la vulgata marxista o anarquista, sabemos bien que los grandes
valores universales y ahistóricos son en realidad los fantasmas singulares y
contingentes de los sectores sociales dominantes o hegemónicos. Ya no somos en
absoluto ingenuos: aprendimos que el ser social determina la conciencia social,
y que la ciudad del hombre no se hace a imagen y semejanza de la ciudad de Dios,
sino que es exactamente al revés. Una sociedad no se construye en la aplicación
de abstracciones como “valores superiores” o “bienes espirituales” a ser amados,
imitados o seguidos —lo eterno y lo sublime que cae en materia y en
historia, digamos. Más bien ocurre que tal o cual sociedad histórica concreta,
se proyecta, se objetiva, se entiende o se aliena en sus valores. Los partidos,
las instituciones, el
Estado, no serían sino la inscripción y la representación, en el
espíritu o en la cultura, de
una falla en el cuerpo material de lo social: los sectores que dominan son los
mismos que piensan, los sectores que nos dominan son los mismos que
nos piensan. Finalmente, toda práctica política —y la propia política, en
suma— era negada o desmentida: mera proyección imaginaria del chasis objetivo de
la dominación. Entonces: ¿cómo creer en la política y en la nobleza de sus
valores, en la verdad
de la prédica y el sermón, en la
educación y todas las
instituciones instrumentales de Rodó en el 900, si estamos parados en ese suelo
en el que ya las entendemos —es decir, en el que ya dejamos de creerles
porque conocemos sus astucias, sus trampas, sus estafas, y por tanto toda
la operación colisiona consigo misma? ¿Cómo leer a Rodó, entonces, al otro día
de haber perdido esa ingenuidad, esa gracia de creer? ¿Cómo creerle a
Rodó y a su inocente exaltación retórica de la política, si ya entendemos
la política? ¿Por qué tener una relación religiosa o militar con lo político, si
ya hemos alcanzado un vínculo racional, crítico, es decir, un vínculo
propiamente político con lo político?
Por su parte, la nueva izquierda
culturalista, intelectuales y escritores que intervienen en los 80-90 del
siglo pasado, vinculados al paradigma de los cultural studies, introduce
una variante a la pérdida de esa ingenuidad que parece tan necesaria para
sostener al lector de Rodó. Rodó es parte de un empuje civilizatorio
eurocéntrico, autoritario y aristocrático, que esconde o tacha a su sujeto de
enunciación. Los intelectuales de la nueva izquierda le reprocharán ya no
sus signos resueltamente político-doctrinarios, su conservadurismo o su
liberalismo reaccionario, sino los signos etno o culturocéntricos, su europeísmo
autoritario y aculturizante. Se lanzan menos a criticar la verdad de su doctrina
que a deconstruir la de su estilo y su gesto. Exactamente al revés que en
la izquierda tradicional, para la izquierda culturalista el problema no está en
las ideas o en la “realidad social” sino en el discurso y el texto.
La vulgata de esos años era derridana y no marxista: el textualismo ha decidido
deconstruir precisamente las fronteras entre ideas y discurso
(entre ideas y realidad, entre discurso y realidad), y unificar el campo del
análisis poniendo el acento en el menor y menos privilegiado de los términos de
la pareja (el subalterno de Gayatri Chakravorti, la mujer que puso a
bailar a toda una generación de izquierdistas soft en los departamentos
de letras de los Estados Unidos). Así, Rodó es una de las variantes de la “voz
del Amo”, esa voz que en nombre de ciertos valores trascendentes y eternos
someten a las demás voces y aplanan la riqueza y la diversidad de la
heteroglosia.
Educar
Vuelvo al tema del
comienzo, que es el que guía toda mi lectura.
En tiempos de Rodó la civilización uruguaya se estaba construyendo. Hoy,
cien años más tarde, se desintegra. ¿Qué hace el centro con la periferia, con el
pueblo, la masa o la multitud, con el ágrafo, el bárbaro, el joven o el niño?
¿Qué hace el yo con su otro? ¿Qué hace quien tiene alma con quien no la tiene
del todo? La pregunta era inevitable en tiempos de Rodó. Hoy, cien años
después, resulta desconcertante, incómoda, casi impensable. Pero al mismo tiempo
parece más necesaria que nunca.
Veamos. En los albores
más brutales de la modernidad, la conocida discusión de De Las Casas y Sepúlveda
acerca de si tenían o no un alma los nativos americanos era mucho más que
la anécdota de la barbarie tonta, naïf o angelical del conquistador, o
que el eterno cuento del cinismo bestial de un imperio capaz de la bondad
de dispensar un alma a quien busca condenar. “¿Alma o no alma?” se
debatía —y la verdad de ese plebiscito estaba en otra parte. En realidad
tramitaba una decisión práctica o administrativa fundamental para el futuro del
imperio: ¿habría o no un giro tecnológico que llevara de la conquista militar y
el control policíaco a la educación
y organización de las poblaciones, de lo territorial-militar a la civilización
política —en suma, de la historia natural a la historia política?
y ¿cómo se tramita ese giro en el concepto del otro? Geopolítica y no teología.
Pero también técnica u ontología imperial y no doctrina o psicología
imperialista. Sabemos quién fue el vencedor de la confrontación, pero ese
resultado es superfluo. Lo fundamental, lo necesario era el planteo mismo, el
hecho de que la discusión tuviera lugar, que el antagonismo alma - no alma
fuera pensable. El vencedor venía inscripto en las condiciones de posibilidad
de la discusión, en su ley.
Lo pongo en otras
palabras. Para pasar de la fase territorial militar a la de la historia política
parece necesario plantear el ejercicio mismo del poder en el antagonismo
no reductible de una dialéctica autoinclusiva, en la que uno de los términos es
pensable o postulable únicamente por y desde la estructura del otro: alma -
no alma, humano - no humano,
cultura - naturaleza.
Solamente en posesión de alma puedo reconocer la ausencia de alma en otro ser,
solamente un humano puede articular la distinción humano - no humano, etc.. Pues
si el empuje militar ocupa, somete, controla, disciplina o mata, no es porque
considera que aquello a lo que se enfrenta no es humano o no tiene alma, sino
porque no se plantea en absoluto a qué se enfrenta. Y solamente alguien
con alma es capaz de problematizar aquello a lo que se enfrenta. El asunto era
entonces menos el alma del nativo que la del propio poder militar: ponerle un
alma al poder, por así decirlo, ése era el asunto: poner al militar en
condiciones de dudar, de tratar con humanos. Volverlo humano, en suma.
Postular una especie de afuera
imposible de lo social, un más allá de la cultura
o de lo humano, concebir un campo extrasocial absoluto o un otro radical
(lo-que-no-tiene-alma, para el caso), es precisamente el primer movimiento que
permitirá trazar la figura de algo más próximo y tratable, la figura misma de la
civilización política: un otro-como-yo, un otro con alma, por
rudimentaria e infantil que sea esa alma. Llamemos a este otro, el otro
semejante. A diferencia de la dialéctica excluyente o de la agonística
territorial simple de las prácticas militares,
que se entienden como una acción contra algo a ser disciplinado o
controlado (un otro radical), la práctica política se entiende como una acción
sobre alguien a ser educado o civilizado (un otro semejante). Es decir,
como la acción de organizar, estructurar o gobernar algo así como un antes
de lo social, un antes de la civilización, un antes del hombre
(una infancia del sujeto, digamos).
Este otro-semejante, nunca plenamente alcanzable, ha adoptado y adopta muchas
formas a lo largo de la historia moderna. Es la irracionalidad o la barbarie, la
ignorancia o el atraso, el atavismo o la superstición —siempre algo como la
infancia de la civilización, y no ese otro radical no humano del poder militar
territorial.
¿Qué hacer con mi
otro-semejante?
Esa es la gran pregunta de la política. ¿Qué hacer con ese otro con quien hemos
quedado, ambos, él y yo, del lado de acá del tajo que separa lo humano de lo no
humano —y con quien, sin embargo, a pesar de la semejanza, no somos iguales?
¿Qué hace, qué debe hacer, qué puede hacer el centro de la ciudad —su centro
letrado, educativo, legislativo, administrativo— con su periferia? Hace cien
años la pregunta era mera retórica casi: era la gran pregunta après-coup
de una época que ya tenía la respuesta —y, eso hacía a la pregunta misma
posible, razonable, la cargaba de sentido. El par centro-periferia se
dibujaba al calor del big bang de la civilización, del empuje del
logos y de la clarinada razón política de comienzos de siglo XX.
Y es en esa pregunta
que adquiere un sentido diferente la ingenuidad de Rodó. Toda su afectada
confianza en el sermón laico, el discurso a los jóvenes, los consejos al
príncipe o el enchiridion para la propia Ciudad Letrada y la joven clase
dirigente, la idea del componente sacrificial-religioso irreductible de la
política, se cargan con un sentido diferente en y desde esa pregunta por el
otro. En esta escena es posible decir algo no trivial sobre la “ingenuidad” de
Rodó, tanto frente a la izquierda tradicional como frente a la nueva izquierda
culturalista. Hacer comparecer a Rodó ante paleo y neoizquierda, que es en
realidad hacer comparecer a paleo y neoizquierda ante nosotros (la sociedad
civil uruguaya de comienzos del siglo XXI), a través de Rodó.
Notas:
El tono de Benedetti es diferente:
"Rodó no fue un adelantado, ni pretendió serlo. Es cierto que penetró en
el siglo XX, pero más bien lo visitó como turista, incluso con la
curiosidad y la capacidad de asombro de un turista inteligente; su
verdadero hogar, su verdadera patria temporal, era el siglo XIX, y a él
pertenecía con toda su alma y con toda su calma". Benedetti, M.
“Rodó, el pionero que quedó atrás”, en El ejercicio del criterio,
Alfaguara, Madrid, 1995.
Manuel Claps caracteriza la práctica parlamentaria de Rodó como de
centro-derecha (“Una relectura crítica de José E. Rodó”, en Hermes
Criollo, 1.1., Montevideo, 2001 (83-92), y José Pedro Barrán lo
califica de conservador casi paradigmático (Barrán, J.P. Los
conservadores uruguayos, EBO, Montevideo, 2004).
¿Será necesario decir que en el camino que lleva de la izquierda
tradicional a la nueva izquierda, que es el mismo que lleva de la
“realidad social” al “texto”, del “orden de la producción” al “orden del
discurso”, lo que se pierde es, precisamente, el tema del proyecto
político, la política como proyecto? La nueva izquierda culturalista
acusa a la izquierda tradicional paleolítica de haber naturalizado el
orden de la producción, y de ponerlo como la clave de lectura de toda la
vida social. Todo es discurso, dicen: no hay algo como una “realidad”
cuya modificación podamos reclamar sin haber hipostasiado una forma
discursiva particular (la de la producción). Por tanto solamente cabe
celebrar la circulación espontánea de las voces y los discursos, como la
poesía multiculturalista de la democracia.
Se entiende que el otro radical o el otro semejante no son
cosas sustanciales u objetos positivos: son conceptos o productos de
tales o cuales momentos de la historia, tienen que ver con ciertas
ontologías histórica y geográficamente determinadas. Son prácticas
históricas “objetivadas”: militares en el primer caso y político-civilizatorias
en el segundo. Pero, de todas maneras, para que ocurra la práctica
política que crea al otro semejante es necesario que aparezca una
forma no sustancializada del otro radical (un otro radical
sustancializado es lo que crean las prácticas militares territoriales),
sino una especie de otro radical trascendental, por así decirlo,
un otro radical necesario, i.e. “otro radical” como concepto necesario
para poder imaginar o plantear al otro semejante. Descartes
procede así cuando pone a la locura del lado de una otredad radical que
sirve para plantear la existencia de una otredad más próxima
(formaciones como el sueño, el error, la distracción): una otredad que
no deja, pese a su proximidad, de ser entendida, al fin, como otredad,
y que amenaza permanentemente con resbalarse hacia lo radical (caer,
irremediablemente, en la locura más ajena) si no mantenemos con ella una
relación de duda reflexiva o interpretativa. ¿No es ésta una audaz
metáfora que anunciaba los procesos civilizatorios, educativos y
políticos que iban a caracterizar a la modernidad? Ver Núñez, S. «Por
Descartes. Las Meditaciones Metafísicas, la clase política y el yo
bicéfalo», en Pérez, R. (comp.), Cuerpo y subjetividad en la
sociedad contemporánea, Psicolibros, Montevideo, 2007.