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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



RODÓ, JOSÉ ENRIQUE - POLÍTICA - CULTURA - EDUCACIÓN - LECTURA - CRÍTICA - LENGUAJE - PALABRA - ARIEL -
 

Apuntes sobre Rodó. El intelectual en tiempos de destrucción (I)*

Sandino Núñez
 

¿Cómo creer en la política y en la nobleza de sus valores, en la verdad de la prédica y el sermón, en la educación y todas las instituciones instrumentales de Rodó en el 900, si estamos parados en ese suelo en el que ya las entendemos —es decir, en el que ya dejamos de creerles porque conocemos sus astucias, sus trampas, sus estafas, y por tanto toda la operación colisiona consigo misma?

La fórmula parece sencillísima. En tiempos de Rodó la Ciudad Letrada y la civilización uruguaya se estaban construyendo. Hoy, cien años más tarde, se desintegran. ¿Qué es entonces —hoy— de la escritura, del discurso, del gesto de Rodó? ¿Cómo habríamos de leer, por ejemplo, a Motivos de Proteo, o incluso a Ariel? ¿Por qué habríamos de leerlos, por otra parte? ¿Qué quedaría hoy de la poesía, de los ecos del sermón laico, del discours aux jeunes gens, del arte de templar a los espíritus jóvenes para la vida política? ¿Qué de la vaga atmósfera sacrificial, militar o religiosa, que envuelve a toda su prédica liberal modernista? Quiero decir: ¿cómo relacionarnos hoy con todo eso?

Leer

Tal vez no sea del todo innecesario decirlo, y quizás es mejor decirlo de entrada. No leemos a Rodó, nunca leemos a Rodó. ¿Qué es Rodó, por otra parte, para nosotros, sus paisanos de un siglo después —qué denota el nombre propio Rodó? ¿El fastidio que produce todavía el zombi empecinado de su ruidosa celebración oficial? ¿El aire infantil de esa enorme figura gris, desdibujada y célibe, coronada por esa muerte fiel y silenciosa como un rasgo de estilo? ¿El joven entusiasta declamando para contagiar su entusiasmo a los demás jóvenes por la causa greco-americana? ¿El americanista, el aristócrata, el periodista, el político, el poeta? ¿La inevitable obsolescencia de su aire de época? ¿No es también, para algunos por lo menos, cierta simpatía ocasional y reactiva ante la forma irritante en la que muchos escritores del destape posdictadura (década del 80 y el 90 del siglo XX) fabricaban su contracultura al oficialismo de izquierda y se lanzaban a escribir sus manifiestos en una especie de justificación teórica del desparpajo alternativo del dandismo del 900 —pasmados por las excentricidades de Roberto de las Carreras o de Herrera y Reissig, absortos ante el intercambio público de insultos ingeniosos entre niños histéricos, grupo para el cual Rodó seguramente estaría condenado por siempre a ser un pelmazo, torpe, aburrido, afectado por la “frigidez patriótica” que le adjudicaba Álvaro Armando Vasseur [1]?

¿No fue, a su vez, la descalificación del decadentismo del 900 la acción santa del 45, así como su posterior reivindicación iba a ser la acción santa del destape del 85 para marcar el territorio cultural con respecto al canon adormecido y asexuado de la generación crítica? ¿Y dónde está entonces Rodó, casi completamente solo en esta confusión, canonizado por el Estado, despreciado por señoritos y dandis, rechazado por anarquistas y socialistas?

Es que, se habrá sospechado, nunca leemos, ingenua, linealmente, un texto, a decir verdad. No vamos, en la transparencia de su envío, a sus ideas, a sus contenidos, a su estilo o a su estética. Sobre todo si de ese texto nos separan cien años cargados de complicadas historias oficiales, paraoficiales, alternativas, disidentes. Leemos, complejamente, instituciones, comunidades y modos de lectura. Estamos siempre empujados a respirar climas más o menos complejos e implícitos de aceptación, rechazo o indiferencia. Leemos discusiones, influencias, arrepentimientos, diplomacia, protocolos, provocaciones. Pero, antes que nada quizá, leemos ontologías. Leemos las propias condiciones (históricas) de legibilidad o de ilegibilidad, de circulación y apropiación, que son coextensivas a la posibilidad misma de producción del texto. Solamente hay las líneas que van ligando las distintas caras de Rodó que han dibujado las épocas y los humores de las épocas. El entusiasmo original de sus contemporáneos, el impacto de Ariel y el arielismo en el pensamiento latinoamericano de principios del siglo XX. La pasión y muerte de su sueño liberal, la pérdida de inocencia de sus herederos, la reacción de la generación crítica. También el fastidio, tan similar y tan diferente, de los lectores posteriores. Y, por último, me interesan y me resultan significativos algunos intentos de reciente reconciliación final, no oficial, con la figura intelectual, la prédica y el discurso de Rodó.

Este texto que escribo no es, y no puede y no quiere ser, un trabajo monográfico sobre Rodó. Ni siquiera un ensayo sobre Rodó —es decir, acerca de Rodó, que remita a Rodó, que lo diga, que lo refiera. En realidad, ya se habrá adivinado, no importa Rodó. No importa el nombre propio Rodó bajo cuya denotación cae el sujeto-Rodó. No importa la sensibilidad o la inteligencia-Rodó bajo cuya autoría cae el texto-Rodó. No son hipótesis interesantes en absoluto. Importa el fenómeno complejo Rodó, el texto de Rodó en sus múltiples emplazamientos. Interesa el síntoma, el emergente, el analizador desparejo del estado de la cultura uruguaya en los comienzos del siglo XX y, sobre todo, en los comienzos del siglo XXI.

Criticar

Todavía se diría que es posible experimentar cierto extraño sentimiento póstumo, algo como una vergüenza ajena, al impacto del exuberante y fatigoso palabrerío de Rodó, aquello que antes había sido un “lenguaje de dioses” para Pérez Petit.[2] Un sentimiento típico de esos otros tiempos, ya no de Rodó sino ya de izquierda o casi de izquierda, en los que la mirada intelectual se hacía cada vez menos romántica y más revolucionaria,[3] los proyectos se volvían concretos y materiales y la acción política comenzaba a tener que ver menos con el cultivo y el cuidado de los espíritus y de las almas bellas que con las condiciones mismas de la existencia: la lucha contra la injusticia, la explotación, la mala distribución de la riqueza, la corrupción, la tentación autoritaria. Un nuevo principio de realidad se había impuesto. Rodó dejaba rápidamente de ser un contemporáneo. Benedetti, por ejemplo, lo trata como un fantasma desdibujado y anacrónico, como un borrón: una obstinación del siglo XIX en el XX.[4]

Para la generación intelectual que aparece hacia fines de la década del 50 en el siglo pasado, y cuya sensibilidad teórica, así como su engagement, ya le pertenecen al universo de la izquierda crítica tradicional, el problema es menos la obsolescencia del discurso de Rodó que lo reaccionario de sus ideas.[5] La tarea griega o latina de Rodó, su sermón destinado a que los altos valores del espíritu germinen en el joven, su exaltación retórica de la política y la defensa de la altura helénica de sus valores, es —es verdad— anacrónica, “solemne, mayestática y suntuosa”.[6] Pero antes que nada, es ilusoria e ideológica. Y eso explica las cosas, pues —mejor— la tarea es anacrónica y solemne porque es ilusoria o falsa. Es ridícula e intolerable porque es un error, una mancha o una sombra en la escena del ser. Los rasgos torcidos del estilo reflejan los rasgos torcidos de la episteme, pues la escritura misma en ese sentido no es sino una superficie en la que viene a inscribirse la verdad, o bien el error. Lo verdadero y lo bueno van juntos, lo falso y lo malo también. Toda la escritura de Rodó precipita por ese hueco moral de la izquierda.

El materialismo crítico de la izquierda tradicional insiste en que los valores superiores no son sino proyecciones ideológicas de las clases sociales superiores. Ya condenados a la vulgata marxista o anarquista, sabemos bien que los grandes valores universales y ahistóricos son en realidad los fantasmas singulares y contingentes de los sectores sociales dominantes o hegemónicos. Ya no somos en absoluto ingenuos: aprendimos que el ser social determina la conciencia social, y que la ciudad del hombre no se hace a imagen y semejanza de la ciudad de Dios, sino que es exactamente al revés. Una sociedad no se construye en la aplicación de abstracciones como “valores superiores” o “bienes espirituales” a ser amados, imitados o seguidos —lo eterno y lo sublime que cae en materia y en historia, digamos. Más bien ocurre que tal o cual sociedad histórica concreta, se proyecta, se objetiva, se entiende o se aliena en sus valores. Los partidos, las instituciones, el Estado, no serían sino la inscripción y la representación, en el espíritu o en la cultura, de una falla en el cuerpo material de lo social: los sectores que dominan son los mismos que piensan, los sectores que nos dominan son los mismos que nos piensan. Finalmente, toda práctica política —y la propia política, en suma— era negada o desmentida: mera proyección imaginaria del chasis objetivo de la dominación. Entonces: ¿cómo creer en la política y en la nobleza de sus valores, en la verdad de la prédica y el sermón, en la educación y todas las instituciones instrumentales de Rodó en el 900, si estamos parados en ese suelo en el que ya las entendemos —es decir, en el que ya dejamos de creerles porque conocemos sus astucias, sus trampas, sus estafas, y por tanto toda la operación colisiona consigo misma? ¿Cómo leer a Rodó, entonces, al otro día de haber perdido esa ingenuidad, esa gracia de creer? ¿Cómo creerle a Rodó y a su inocente exaltación retórica de la política, si ya entendemos la política? ¿Por qué tener una relación religiosa o militar con lo político, si ya hemos alcanzado un vínculo racional, crítico, es decir, un vínculo propiamente político con lo político?

Por su parte, la nueva izquierda culturalista, intelectuales y escritores que intervienen en los 80-90 del siglo pasado, vinculados al paradigma de los cultural studies, introduce una variante a la pérdida de esa ingenuidad que parece tan necesaria para sostener al lector de Rodó. Rodó es parte de un empuje civilizatorio eurocéntrico, autoritario y aristocrático, que esconde o tacha a su sujeto de enunciación. Los intelectuales de la nueva izquierda le reprocharán ya no sus signos resueltamente político-doctrinarios, su conservadurismo o su liberalismo reaccionario, sino los signos etno o culturocéntricos, su europeísmo autoritario y aculturizante. Se lanzan menos a criticar la verdad de su doctrina que a deconstruir la de su estilo y su gesto. Exactamente al revés que en la izquierda tradicional, para la izquierda culturalista el problema no está en las ideas o en la “realidad social” sino en el discurso y el texto.[7] La vulgata de esos años era derridana y no marxista: el textualismo ha decidido deconstruir precisamente las fronteras entre ideas y discurso (entre ideas y realidad, entre discurso y realidad), y unificar el campo del análisis poniendo el acento en el menor y menos privilegiado de los términos de la pareja (el subalterno de Gayatri Chakravorti, la mujer que puso a bailar a toda una generación de izquierdistas soft en los departamentos de letras de los Estados Unidos). Así, Rodó es una de las variantes de la “voz del Amo”, esa voz que en nombre de ciertos valores trascendentes y eternos someten a las demás voces y aplanan la riqueza y la diversidad de la heteroglosia.[8]

Educar

Vuelvo al tema del comienzo, que es el que guía toda mi lectura. En tiempos de Rodó la civilización uruguaya se estaba construyendo. Hoy, cien años más tarde, se desintegra. ¿Qué hace el centro con la periferia, con el pueblo, la masa o la multitud, con el ágrafo, el bárbaro, el joven o el niño? ¿Qué hace el yo con su otro? ¿Qué hace quien tiene alma con quien no la tiene del todo?  La pregunta era inevitable en tiempos de Rodó. Hoy, cien años después, resulta desconcertante, incómoda, casi impensable. Pero al mismo tiempo parece más necesaria que nunca.

Veamos. En los albores más brutales de la modernidad, la conocida discusión de De Las Casas y Sepúlveda acerca de si tenían o no un alma los nativos americanos era mucho más que la anécdota de la barbarie tonta, naïf o angelical del conquistador, o que el eterno cuento del cinismo bestial de un imperio capaz de la bondad de dispensar un alma a quien busca condenar. “¿Alma o no alma?” se debatía —y la verdad de ese plebiscito estaba en otra parte. En realidad tramitaba una decisión práctica o administrativa fundamental para el futuro del imperio: ¿habría o no un giro tecnológico que llevara de la conquista militar y el control policíaco a la educación y organización de las poblaciones, de lo territorial-militar a la civilización política —en suma, de la historia natural a la historia política? y ¿cómo se tramita ese giro en el concepto del otro? Geopolítica y no teología. Pero también técnica u ontología imperial y no doctrina o psicología imperialista. Sabemos quién fue el vencedor de la confrontación, pero ese resultado es superfluo. Lo fundamental, lo necesario era el planteo mismo, el hecho de que la discusión tuviera lugar, que el antagonismo alma - no alma fuera pensable. El vencedor venía inscripto en las condiciones de posibilidad de la discusión, en su ley.

Lo pongo en otras palabras. Para pasar de la fase territorial militar a la de la historia política parece necesario plantear el ejercicio mismo del poder en el antagonismo no reductible de una dialéctica autoinclusiva, en la que uno de los términos es pensable o postulable únicamente por y desde la estructura del otro: alma - no alma, humano - no humano, cultura - naturaleza. Solamente en posesión de alma puedo reconocer la ausencia de alma en otro ser, solamente un humano puede articular la distinción humano - no humano, etc.. Pues si el empuje militar ocupa, somete, controla, disciplina o mata, no es porque considera que aquello a lo que se enfrenta no es humano o no tiene alma, sino porque no se plantea en absoluto a qué se enfrenta. Y solamente alguien con alma es capaz de problematizar aquello a lo que se enfrenta. El asunto era entonces menos el alma del nativo que la del propio poder militar: ponerle un alma al poder, por así decirlo, ése era el asunto: poner al militar en condiciones de dudar, de tratar con humanos. Volverlo humano, en suma.

Postular una especie de afuera imposible de lo social, un más allá de la cultura o de lo humano, concebir un campo extrasocial absoluto o un otro radical (lo-que-no-tiene-alma, para el caso), es precisamente el primer movimiento que permitirá trazar la figura de algo más próximo y tratable, la figura misma de la civilización política: un otro-como-yo, un otro con alma, por rudimentaria e infantil que sea esa alma. Llamemos a este otro, el otro semejante. A diferencia de la dialéctica excluyente o de la agonística territorial simple de las prácticas militares,[9] que se entienden como una acción contra algo a ser disciplinado o controlado (un otro radical), la práctica política se entiende como una acción sobre alguien a ser educado o civilizado (un otro semejante). Es decir, como la acción de organizar, estructurar o gobernar algo así como un antes de lo social, un antes de la civilización, un antes del hombre (una infancia del sujeto, digamos).[10] Este otro-semejante, nunca plenamente alcanzable, ha adoptado y adopta muchas formas a lo largo de la historia moderna. Es la irracionalidad o la barbarie, la ignorancia o el atraso, el atavismo o la superstición —siempre algo como la infancia de la civilización, y no ese otro radical no humano del poder militar territorial.

¿Qué hacer con mi otro-semejante? Esa es la gran pregunta de la política. ¿Qué hacer con ese otro con quien hemos quedado, ambos, él y yo, del lado de acá del tajo que separa lo humano de lo no humano —y con quien, sin embargo, a pesar de la semejanza, no somos iguales? ¿Qué hace, qué debe hacer, qué puede hacer el centro de la ciudad —su centro letrado, educativo, legislativo, administrativo— con su periferia? Hace cien años la pregunta era mera retórica casi: era la gran pregunta après-coup de una época que ya tenía la respuesta —y, eso hacía a la pregunta misma posible, razonable, la cargaba de sentido. El par centro-periferia se dibujaba al calor del big bang de la civilización, del empuje del logos y de la clarinada razón política de comienzos de siglo XX.[11]

Y es en esa pregunta que adquiere un sentido diferente la ingenuidad de Rodó. Toda su afectada confianza en el sermón laico, el discurso a los jóvenes, los consejos al príncipe o el enchiridion para la propia Ciudad Letrada y la joven clase dirigente, la idea del componente sacrificial-religioso irreductible de la política, se cargan con un sentido diferente en y desde esa pregunta por el otro. En esta escena es posible decir algo no trivial sobre la “ingenuidad” de Rodó, tanto frente a la izquierda tradicional como frente a la nueva izquierda culturalista. Hacer comparecer a Rodó ante paleo y neoizquierda, que es en realidad hacer comparecer a paleo y neoizquierda ante nosotros (la sociedad civil uruguaya de comienzos del siglo XXI), a través de Rodó.


Notas:

[1] Vasseur, A. Infancia y juventud, Montevideo, Arca, 1969.

[2] Pérez Petit, Víctor. Rodó. Su vida - su obra. Imprenta Latina, Montevideo, 1918.

[3] “Una postura liberal individualista de matiz conservador que fue —casi sin variantes— la del Rodó de todas las edades. Agréguese todavía (…) el sueño de una estabilidad social que permitiría el desinterés y el sueño del arte”. Real de Azúa, “Prólogo”, en Rodó, El mirador de Próspero, Biblioteca Artigas, Montevideo, 1965.

[4] El tono de Benedetti es diferente: "Rodó no fue un adelantado, ni pretendió serlo. Es cierto que penetró en el siglo XX, pero más bien lo visitó como turista, incluso con la curiosidad y la capacidad de asombro de un turista inteligente; su verdadero hogar, su verdadera patria temporal, era el siglo XIX, y a él pertenecía con toda su alma y con toda su calma". Benedetti, M. “Rodó, el pionero que quedó atrás”, en El ejercicio del criterio, Alfaguara, Madrid, 1995.

[5] Manuel Claps caracteriza la práctica parlamentaria de Rodó como de centro-derecha (“Una relectura crítica de José E. Rodó”, en Hermes Criollo, 1.1., Montevideo, 2001 (83-92), y José Pedro Barrán lo califica de conservador casi paradigmático (Barrán, J.P. Los conservadores uruguayos, EBO, Montevideo, 2004).

[6] Real de Azúa, C. “El problema de la valoración de Rodó”. Cuadernos de Marcha, Montevideo, 1967. pp. 71-80.

[7] González Echevarría dice: “Ideology and political relevancy are not the only elements of Rodó’s essay [Ariel] that have aged. Perhaps its more obsolete aspect is its style (...) barely tolerable today”. González Echevarría, R. “The Case of Speaking Statue: Ariel and the Magisterial Rhetoric in latin American Essay”, in The voice of the Masters: Writing and Authority in Modern Lain American Literature. Austin, University of Texas, 1985. Y poco más tarde, Carlos Fuentes: “This is a supremely irritating book. In Spanish its rhetoric has become insufferable”. Molestia inscripta ya en una atmósfera más bien paternal: “Irritating, insufferable, admirable, stimulating, disappointing Rodó: our Uruguayan uncle, sitting in a corner of our family portrait, letting us became ourselves to say yet: we give you the limelight again and then, old man, we bang you over the head again.” Fuentes, C. “Prologue”, in Rodó, J. E. Ariel. Austin, University of Texas, 1988.

[8] ¿Será necesario decir que en el camino que lleva de la izquierda tradicional a la nueva izquierda, que es el mismo que lleva de la “realidad social” al “texto”, del “orden de la producción” al “orden del discurso”, lo que se pierde es, precisamente, el tema del proyecto político, la política como proyecto? La nueva izquierda culturalista acusa a la izquierda tradicional paleolítica de haber naturalizado el orden de la producción, y de ponerlo como la clave de lectura de toda la vida social. Todo es discurso, dicen: no hay algo como una “realidad” cuya modificación podamos reclamar sin haber hipostasiado una forma discursiva particular (la de la producción). Por tanto solamente cabe celebrar la circulación espontánea de las voces y los discursos, como la poesía multiculturalista de la democracia.

[9] Pares excluyentes simples como adentro-afuera, ojo-objeto, salud-enfermedad. En esta dialéctica uno de los polos se vuelca normativamente sobre el otro. Llamamos normativa a la relación que existe entre ambos polos, y decimos, por ejemplo, que salud es normativo con relación a enfermedad.

[10] Se entiende que el otro radical o el otro semejante no son cosas sustanciales u objetos positivos: son conceptos o productos de tales o cuales momentos de la historia, tienen que ver con ciertas ontologías histórica y geográficamente determinadas. Son prácticas históricas “objetivadas”: militares en el primer caso y político-civilizatorias en el segundo. Pero, de todas maneras, para que ocurra la práctica política que crea al otro semejante es necesario que aparezca una forma no sustancializada del otro radical (un otro radical sustancializado es lo que crean las prácticas militares territoriales), sino una especie de otro radical trascendental, por así decirlo, un otro radical necesario, i.e. “otro radical” como concepto necesario para poder imaginar o plantear al otro semejante. Descartes procede así cuando pone a la locura del lado de una otredad radical que sirve para plantear la existencia de una otredad más próxima (formaciones como el sueño, el error, la distracción): una otredad que no deja, pese a su proximidad, de ser entendida, al fin, como otredad, y que amenaza permanentemente con resbalarse hacia lo radical (caer, irremediablemente, en la locura más ajena) si no mantenemos con ella una relación de duda reflexiva o interpretativa. ¿No es ésta una audaz metáfora que anunciaba los procesos civilizatorios, educativos y políticos que iban a caracterizar a la modernidad? Ver Núñez, S. «Por Descartes. Las Meditaciones Metafísicas, la clase política y el yo bicéfalo», en Pérez, R. (comp.), Cuerpo y subjetividad en la sociedad contemporánea, Psicolibros, Montevideo, 2007.

[11] Centro-periferia eran los términos de una dialéctica autoinclusiva —esta dialéctica, en la que uno de los términos funciona como el genérico del otro y que ha sido criticada tantas veces como una típica estafa del logocentrismo, es constitutiva de pensamiento político. Centro es, paradójicamente, el lugar mismo desde el que se distingue entre centro y periferia. El centro así no era sino su propia operación de proyectarse sobre algo que terminaba por funcionar necesariamente como la infancia del propio centro. La periferia, el bárbaro, el joven, la multitud o la masa (o cualquier otra paráfrasis metafórica de esa figura del otro semejante, del otro a ser educado), eran invenciones de un centro que sólo se definía, precisamente, como su propio movimiento abierto de educar a ese otro. El centro era periferia y la periferia era centro. Y esta relación de “simetría asimétrica” hacía que uno no pudiera pensarse sin el otro: el centro mismo funcionaba por estar descentrado, por ser su propia periferia, y la periferia se entendía ya como la posibilidad siempre abierta de ser centro, de “evolucionar” hacia el centro.
 

(sigue)
 




* Estos textos forman parte del libro
La vieja hembra engañadora, publicado en noviembre de 2012 por la editorial Hum.

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