II.
Fundamentos para una teoría de la experiencia
hermenéutica.
Capítulo IX. La historicidad de la comprensión como principio
hermenéutico.
1. El círculo hermenéutico y el problema de los prejuicios.
a)
El descubrimiento de la preestructura de la comprensión por
Heidegger.
Heidegger solo entra en la problemática de la
hermenéutica y de las críticas
históricas con el fin de desarrollar, desde el punto de vista
ontológico, la preestructura de la comprensión. El autor, en cambio,
perseguirá la cuestión de cómo, una vez liberada de las inhibiciones
ontológicas del concepto científico de la verdad, la
hermenéutica puede hacer
justicia de la historicidad de la comprensión.
La autocomprensión tradicional de la hermenéutica reposaba sobre su
carácter preceptivo. Cabe preguntarse por qué Heidegger deriva la
estructura circular de la comprensión a partir de la temporalidad
del estar ahí. El autor vuelve a la descripción del Heidegger del
círculo hermenéutico, con el fin de hacer fecundo el nuevo y
fundamental significado que gana aquí la estructura circular.
Toda
interpretación correcta tiene que protegerse contra la
arbitrariedad de las ocurrencias y contra la limitación de los
hábitos imperceptibles del pensar, y orientar la mirada a la cosa
misma. El que quiere comprender un texto realiza siempre un
proyectar. Tan pronto como aparece en el texto un primer sentido, el
intérprete proyecta enseguida un sentido del todo. Esta descripción
es simplista. Pues toda revisión del primer proyecto estriba en la
posibilidad de anticipar un nuevo proyecto de sentido. La
interpretación empieza siempre con conceptos previos que tendrán que
ser sustituidos progresivamente por otros más adecuados. Y es todo
este constante reproyectar, el cual consiste en el movimiento del
sentido del comprender e interpretar, lo que constituye el proceso
que describe Heidegger.
Elaborar los proyectos correctos y adecuados a las cosas, que como
proyectos son anticipaciones que deben confirmarse “en las cosas”,
tal es la tarea constante de la comprensión. Aquí no hay otra
objetividad que la convalidación que obtienen las opiniones previas
a lo largo de su elaboración. La comprensión solo alcanza sus
verdaderas posibilidades cuando las opiniones previas con las que se
inicia no son arbitrarias. Por eso es importante que el intérprete
no se dirija hacia los textos directamente, desde las opiniones
previas que le subyacen, sino que examine tales opiniones en cuanto
a su legitimación, esto es, en cuanto a su origen y validez. Esta
exigencia fundamental debe pensarse como la radicalización de un
procedimiento que en realidad siempre estamos desarrollando cuando
comprendemos algo. Frente a todo texto nuestra tarea es no
introducir directa y acríticamente nuestros propios hábitos
lingüísticos; por el contrario, reconocemos como tarea el ganar la
comprensión del texto solo desde el hábito lingüístico de su tiempo
o de su autor.
En general podrá decirse que ya la experiencia del choque con un
texto (no da sentido, no concuerda con las expectativas) es lo que
nos hace detenernos y atender a la posibilidad de una diferencia en
el uso del
lenguaje. Se plantea aquí el problema de cómo hallar la salida
del círculo de las propias posiciones preconcebidas. Lo que se nos
es dicho por alguien, en conversación, por carta, a través de un
libro, se encuentra por principio bajo la presuposición opuesta de
que aquella es su opinión y no la mía, y que se trata de que yo tome
conocimiento de la misma pero no necesariamente la comparta. Sin
embargo esta presuposición no representa una condición que facilite
la comprensión, sino más bien una nueva dificultad. ¿Cómo puede
protegerse previamente a un texto respecto a los malentendidos? Lo
que se exige es simplemente estar abierto a la opinión del otro o a
la del texto. Pero esta apertura implica siempre que se pone la
opinión del otro en alguna clase de relación con el conjunto de las
opiniones propias, o que uno se pone en cierta relación con las del
otro.
La tarea de la hermenéutica se convierte por sí misma en un
planteamiento objetivo, y está siempre determinada en parte por
éste. El que quiere comprender un texto tiene que estar en principio
dispuesto a dejarse decir algo por él. Una conciencia formada
hermenéuticamente tiene que mostrarse receptiva desde el principio
para la alteridad del texto.
Pero esta receptividad no presupone ni “neutralidad” frente a las
cosas ni tampoco autocancelación, sino que incluye una matizada
incorporación de las propias opiniones previas y prejuicios. Lo que
importa es hacerse cargo de las propias anticipaciones, con el fin
de que el texto mismo pueda presentarse en su
alteridad y obtenga así la
posibilidad de confrontar su verdad objetiva con las propias
opiniones previas. Heidegger ofrece una descripción fenomenológica
completamente correcta cuando descubre en el presunto “leer lo que
pone” la preestructura de la comprensión. En consecuencia no se
trata en modo alguno de asegurarse a sí mismo contra la tradición
que hace oír su voz desde el texto, sino, por el contrario, de
mantener alejado todo lo que pueda dificultar el comprenderla desde
la cosa misma. Son los prejuicios no percibidos los que con su
dominio nos vuelven sordos hacia la cosa de que nos habla la
tradición. Solo este reconocimiento del carácter esencialmente
prejuicioso de toda comprensión confiere al problema hermenéutico
toda la agudeza de su dimensión. Medido por este patrón se vuelve
claro que el historicismo, pese a toda crítica al racionalismo y
al pensamiento iusnaturalista, se encuentra él mismo sobre el suelo
de la moderna Ilustración
y comparte sus prejuicios. Un análisis de la historia del
concepto muestra que solo en la Ilustración adquiere el concepto de
prejuicio, el matiz negativo que ahora tiene.
Prejuicio no significa pues en modo alguno juicio falso, sino que
está en su concepto el que pueda ser valorado positivamente o
negativamente. A ojos de la Ilustración la falta de una
fundamentación no deja espacio a otros modos de certeza sino que
significa que el juicio no tiene fundamento en la cosa, que es “un
juicio sin fundamento”. La ciencia moderna, que hace suyo este lema,
sigue así el principio de la duda cartesiana de no tomar por cierto
nada sobre lo que quepa alguna duda, y en la concepción del método
que tiene en cuenta esta exigencia.
b)
La depreciación del prejuicio en la Ilustración.
Hay que distinguir los prejuicios por
respeto humano, de los prejuicios por precipitación. Lo que nos
induce a error es bien el respeto a otros, su autoridad, o bien la
precipitación en uno mismo. El que la autoridad sea una fuente de
prejuicios coincide con el conocido postulado de la Ilustración tal
como lo formula Kant: ten el valor
de servirte de tu propio entendimiento. La crítica de la
Ilustración se dirige en primer lugar contra la tradición religiosa
del cristianismo, la sagrada Escritura. En cuanto ésta es
comprendida como un documento histórico, la crítica bíblica pone en
peligro su pretensión dogmática. En esto estriba la radicalidad
peculiar de la Ilustración moderna frente a todos los otros
movimientos ilustrados: en que tiene que imponerse frente a la
sagrada Escritura y a su interpretación dogmática. Por esto el
problema hermenéutico le es particularmente central. Intenta
comprender la tradición correctamente, esto es, racionalmente y
fuera de todo prejuicio. Pero esto tiene una dificultad por el hecho
de que la fijación por escrito contiene en sí misma un momento de
autoridad que tiene siempre mucho peso. Lo escrito tiene la
estabilidad de una referencia, es como una pieza de demostración.
Hace falta un esfuerzo crítico muy poderoso para liberarse del
prejuicio generalizado a favor de lo escrito y distinguir como en
cualquier afirmación oral lo que es opinión de lo que es verdad. La
fuente última de la autoridad no es ya la tradición sino la razón.
Lo que está escrito no necesita ser verdad. Nosotros podríamos
llegar a saberlo mejor. Ésa es la máxima general con la que la
Ilustración moderna se enfrenta a la tradición y en virtud de la
cual acaba ella misma convirtiéndose en investigación histórica.
Los patrones de la Ilustración moderna continúan determinando la
autocomprensión del historicismo debido a una ruptura peculiar
originada por el romanticismo. La reacción romántica contra la
Ilustración: el esquema de la superación del mythos por el
logos. Este esquema gana su validez a través del presupuesto del
progresivo “desencantamiento del mundo”. En una sociedad natural el
mundo de la caballería cristiana alcanza un hechizo romántico e
incluso preferencia respecto a la verdad. La inversión del
presupuesto de la Ilustración tiene como consecuencia una tendencia
paradójica a la restauración, esto es, una tendencia a reponer lo
antiguo porque es lo antiguo, a volver consciente lo inconsciente,
etc., lo que culmina en el reconocimiento de una sabiduría superior
en los tiempos originarios del mito. Esta inversión romántica del
patrón valorador de la Ilustración logra justamente perpetuar el
presupuesto de la Ilustración, la oposición abstracta del mito y la
razón. Toda crítica a la Ilustración seguirá ahora el camino de ésta
reconversión romántica de la Ilustración. La conciencia mítica sabe
de sí misma, y en este saber ya no está enteramente fuera de sí
misma.
Otro caso de inversión romántica es el que aparece en el concepto
del “desarrollo natural de la sociedad”, cuyo origen debiera volver
a rastrearse. En Marx aparece como una reliquia iusnaturalista cuya
validez queda restringida por su propia teoría social y económica de
la lucha de clases.
De estas inversiones del romanticismo sale la actitud de la ciencia
histórica del siglo XIX, que no mide ya el pasado según los patrones
del presente, sino que otorga a los tiempos pasados su propio valor
y es capaz incluso de reconocerle su superioridad en ciertos
aspectos. La ciencia histórica del siglo XIX es su fruto más
soberbio, y se entiende a sí misma precisamente como realización de
la Ilustración, como el último paso en la liberación del espíritu de
sus cadenas dogmáticas, como el paso al conocimiento objetivo del
mundo histórico, capaz de igualar en dignidad al conocimiento de la
naturaleza de la ciencia moderna.
Si
para la Ilustración es cosa firme que toda tradición que se revela
ante la razón como imposible solo puede ser entendida como
histórica, esto es, retrocediendo a las formas de comprensión del
pasado, la conciencia histórica que aparece con el romanticismo es
en realidad una radicalización de la Ilustración. La crítica
romántica a la Ilustración desemboca así ella misma en ilustración,
pues al desarrollarse como ciencia histórica lo engulle todo en el
remolino del historicismo. La depreciación fundamental de todo
prejuicio, que vincula al pathos
empírico de la nueva ciencia natural con la Ilustración, se vuelve,
en la ilustración histórica, universal y radical. Éste es
precisamente el punto con el que se debe enlazar críticamente el
intento de una hermenéutica histórica. La superación de todo
prejuicio, esta exigencia global de la Ilustración, revelará ser
ella misma un prejuicio cuya revisión hará posible una comprensión
adecuada de la finitud que domina no solo a nuestros hombres sino
también a nuestra conciencia histórica.
Para
el autor la razón solo existe como real e histórica, esto es la
razón no es dueña de sí misma sino que está siempre referida a lo
dado en lo cual se ejerce. El hombre es extraño a sí mismo y a su
destino histórico de una manera muy distinta a como le es extraña la
naturaleza, la cual no sabe nada de él. En realidad no es la
historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros los que le
pertenecemos a ella. Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a
nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una
manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que
vivimos. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en
la corriente cerrada de la vida histórica.
Por eso los prejuicios de un individuo son mucho más que sus
juicios, son la realidad histórica de su ser.
2.
Los prejuicios como condición de comprensión.
a)
Rehabilitación de autoridad y tradición.
Si se quiere hacer justicia al modo de ser finito e histórico del
hombre es necesario llevar a cabo una drástica rehabilitación del
concepto de prejuicio y reconocer que hay prejuicios legítimos. Con
ello se vuelve formulable la pregunta central de una hermenéutica
que quiera ser verdaderamente histórica, su problema epistemológico
clave: ¿en qué pueden basarse los prejuicios?
Desde
la Ilustración existe una división de los prejuicios, de autoridad y
por precipitación; donde el supuesto es un uso metódico y
disciplinado de la razón para proteger cualquier error. Esta era la
idea cartesiana. La precipitación es la fuente de equivocación que
induce a error en el uso de la propia razón; la autoridad en cambio
es culpable de que no se llegue siquiera a emplear la propia razón.
La distinción se basa por lo tanto en una oposición excluyente de
autoridad y razón. Lo que se trata de combatir es la falsa
inclinación preconcebida a favor de lo antiguo, a favor de las
autoridades. La ilustración considera que la gesta de Lutero
consiste en que el prejuicio del respeto humano, y en particular del
papa filosófico (Aristóteles) y del romano, queda debilitado. La
reforma prepara así el florecimiento de la
hermenéutica que enseñará a usar correctamente la razón en la
comprensión de la tradición. Sin embargo, no hay duda que la
verdadera consecuencia de la Ilustración no es ésta sino más bien su
contraria: la sumisión de toda autoridad a la razón. El prejuicio de
la precipitación se entiende en consecuencia más bien al modo de
Descartes: como fuente de errores en el uso de la razón.
La
oposición entre la fe en la autoridad y el uso de la propia razón,
instaurada por la Ilustración, tiene desde luego razón de ser. En la
medida en que la validez de la autoridad usurpa el lugar del propio
juicio, la autoridad es de hecho una fuente de prejuicios. Pero la
autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto
de sumisión y abdicación de la razón, sino en un acto de
reconocimiento y conocimiento: se reconoce que el otro está por
encima de uno en juicio y perspectiva y que en consecuencia su
juicio es preferente o tiene primacía respecto al propio. La
autoridad no se otorga sino se adquiere, y tiene que ser adquirida
si se quiere apelar a ella. Reposa sobre el reconocimiento y en
consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose
cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más
acertada. En realidad no tiene nada que ver con obediencia sino con
el conocimiento.
De
este modo, el reconocimiento de la autoridad está siempre
relacionado con la idea de que lo que dice la autoridad no es
irracional ni arbitrario sino que en principio puede ser reconocido
como cierto. En esta medida la esencia de la autoridad debe tratarse
en el contexto de una teoría de los prejuicios que busque liberarse
de los extremismos de la Ilustración. Para ello hay que apoyarse en
la crítica romántica de la Ilustración. Hay una forma de autoridad
que el romanticismo defendió con un particular énfasis: la
tradición. Lo consagrado por la tradición y por el pasado posee una
autoridad que se ha hecho anónima y nuestro ser histórico y finito
está determinado por el hecho de que la autoridad de lo
transmitido, y no solamente lo que se acepta razonadamente, tiene
poder sobre nuestra acción y sobre nuestro comportamiento. Las
costumbres se adoptan libremente, pero ni se crean por libre
determinación ni su validez se fundamenta en ésta. Precisamente es
esto lo que se llama tradición: fundamento de su validez. En
realidad la tradición siempre es un momento de libertad y de historia. La tradición es esencialmente conservación y como tal
nunca deja de estar presente en los cambios históricos. Sin embargo,
la conservación es un acto de razón, aunque caracterizado por el
hecho de no atraer la atención sobre sí. Estas consideraciones
llevan a preguntarnos si en la hermenéutica espiritual-científica no
se debiera intentar reconocer todo su derecho al momento de la
tradición.
Nos encontramos
siempre en tradiciones, es un reconocerse en el que para nuestro
juicio histórico posterior no se aprecia apenas conocimiento sino un
imperceptible ir transformándose al paso de la misma tradición. En
cualquier caso la comprensión en las ciencias del espíritu comparte
con la pervivencia de las tradiciones un presupuesto fundamental, el
sentirse interpelada por la tradición misma.
En el
comienzo de toda hermenéutica histórica debe hallarse por lo tanto
la resolución de la oposición abstracta entre tradición e
investigación histórica, entre historia y conocimiento de la misma.
Por lo tanto, el efecto de la tradición pervive y junto al
efecto de la investigación histórica forman una unidad efectual cuyo
análisis solo podría hallar un entramado de efectos recíprocos. Hay
que reconocer el momento de la tradición en el comportamiento
histórico y elucidar su propia productividad hermenéutica.
Lo
que satisface a nuestra conciencia histórica es siempre una
pluralidad de voces en las cuales resuena el pasado. Éste solo
aparece en la multiplicidad de dichas voces: tal es la esencia de la
tradición de la que participamos y queremos participar. La moderna
investigación histórica tampoco es solamente investigación, sino en
parte también mediación de la tradición. La investigación histórica
está soportada por el movimiento histórico en que se encuentra la
vida misma, y no puede ser comprendida teleológicamente desde el
objeto hacia el que se orienta la investigación. Es esto lo que
distingue a las ciencias del espíritu de las de la naturaleza.
b)
El modelo de lo clásico.
A la autocomprensión de las ciencias del espíritu se
le plantea la exigencia de liberarse, en el conjunto de su hacer,
del modelo de las ciencias naturales, y considerar la movilidad
histórica de su tema no solo como restrictiva de su objetividad sino
también como algo positivo. Se empieza a entrever una conciencia
hermenéutica que se vuelve hacia la investigación con un interés más
auto-reflexivo (de autocrítica, de reflexión). Naturalmente será
necesaria una reflexión hermenéutica muy depurada para hacer
comprensible la posibilidad de que un concepto normativo como el de
lo clásico obtenga o recupere un derecho científico. Cuando
empleamos actualmente “clásico” como concepto histórico de un estilo
que se determina unívocamente por su confrontación con lo de antes y
lo de después, este concepto, ya históricamente consecuente es, sin
embargo, ajeno al de la antigüedad. El concepto de lo clásico
designa hoy en día una fase temporal del desarrollo histórico, no un valor suprahistórico. Sin embargo, el elemento normativo del concepto de
lo clásico nunca llegó a desaparecer por completo. Lo clásico es una
verdadera categoría histórica porque es algo más que el concepto de
una época o el concepto histórico de un estilo, sin que por ello
pretenda ser un valor suprahistórico. Hace posible la existencia de
algo que es verdad.
En el
fondo lo clásico no es realmente un concepto descriptivo en poder de
una conciencia histórica objetivadora; es una realidad histórica a
la que sigue perteneciendo y estando sometida a la conciencia
histórica misma. Por lo tanto, el primer aspecto del concepto de lo
“clásico” es el sentido normativo, y esto responde por igual al uso
lingüístico antiguo y moderno. Pero en la medida en que esta norma
es puesta en relación retrospectivamente con una magnitud única y ya
pasada, que logró satisfacer y representar a la norma en cuestión,
ésta contiene siempre un registro temporal que la articula
temporalmente.
Como concepto estilístico e histórico, el concepto de lo clásico se
hace entonces susceptible de una expansión universal para cualquier
“desarrollo” al que un telos inmanente confiera alguna
unidad. De este modo, y pasando por su realización histórica
particular, el concepto valorativo general de lo clásico se
convierte de nuevo en un concepto histórico general de estilo. Pero
como dice Hegel, lo clásico es “lo que se significa y en
consecuencia se interpreta a sí mismo”. En este sentido lo que es
clásico es sin duda “intertemporal”, pero esta inter-temporalidad es
un modo del ser histórico. Nuestra comprensión contendrá siempre al
mismo tiempo la conciencia de la propia pertenencia a ese mundo. Y
con esto se corresponde también la pertenencia de la obra a nuestro
propio mundo. Esto es justamente lo que quiere decir la palabra
“clásico”: que la pervivencia de la elocuencia inmediata de una obra
es fundamentalmente ilimitada.
El
comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad
que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la
tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en
continua mediación. Esto es lo que se tiene que hacerse oír en la
teoría hermenéutica, hasta hora demasiado dominada por la idea
de un procedimiento, de un método.
c)
El significado hermenéutico de la distancia en el tiempo.
¿Cómo se inicia el esfuerzo hermenéutico?. En este punto hay que
recordar la regla hermenéutica de comprender el todo desde lo
individual y lo individual desde el todo. Aquí como allá subyace una
relación circular. Aprendemos que es necesario “construir” una frase
antes de intentar comprender el significado lingüístico de cada
parte de dicha frase. Este proceso de construcción está, sin
embargo, ya dirigido por una expectativa de sentido procedente del
contexto de lo que le precedía. La tarea es ampliar la unidad del
sentido comprendido en círculos concéntricos. Cuando se intenta
entender un texto no nos desplazamos hasta la constitución psíquica
del autor, sino que, ya que se habla de desplazarse, se hace hacia
la perspectiva bajo la cual el otro ha ganado su propia opinión.
Cuando Schleiermacher y, siguiendo sus pasos la ciencia del siglo
XIX, van más allá de la “particularidad” de esta reconciliación de
antigüedad clásica y cristianismo
y conciben la tarea de la hermenéutica desde una
generalidad formal, logran desde luego establecer la concordancia
con el ideal de objetividad propio de las ciencias naturales, pero
solo al precio de renunciar a hacer valer la concreción de la
conciencia histórica dentro de la teoría hermenéutica. Frente a esto
la descripción y fundamentación existencial del círculo hermenéutico
de Heidegger representa un giro decisivo. Por supuesto que en la
teoría hermenéutica del siglo XIX se hablaba ya de la estructura
circular de la comprensión según la cual el movimiento circular de
la comprensión va y viene por los textos y acaba superándose en la
comprensión completa de los mismos. Heidegger, por el contrario,
describe este círculo en forma tal que la comprensión del texto se
encuentre determinada continuadamente por el movimiento
anticipatorio de la precomprensión. El círculo no es pues, de
naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo sino que describe la
comprensión como la interpenetración del movimiento de la tradición
y del movimiento del intérprete. El círculo de la comprensión no es
en este sentido un círculo “metodológico” sino que describe un
momento estructural ontológico de la comprensión. Este círculo trae
como consecuencia la anticipación de la perfección, que
significa que solo es comprensible lo que representa una unidad
perfecta de sentido.
El
prejuicio de la perfección contiene pues no solo la formalidad de
que un texto debe expresar perfectamente su opinión sino también que lo que dice es una perfecta verdad. Aquí se nos confirma que
comprender significa primariamente entenderse en la cosa y solo
secundariamente destacar y comprender la opinión del otro como tal.
Por eso la primera de todas las condiciones hermenéuticas es la
precomprensión que surge del tener que ver con el mismo asunto.
Desde esto se determina lo que puede ser considerado como sentido
unitario y, en consecuencia, la aplicación de la anticipación de la
perfección. De este modo, el sentido de la pertenencia, esto es, el
momento de la tradición en el comportamiento histórico-hermenéutico,
se realiza a través de la comunidad de prejuicios fundamentales y
sustentadores. La hermenéutica tiene que partir de que el que quiere
comprender está vinculado al asunto que expresa en la tradición, y
que tiene o logra una determinada conexión con la tradición desde la
que habla lo transmitido. Por otra parte la conciencia hermenéutica
sabe que no puede estar vinculada al asunto al modo de una unidad
incuestionable y natural como ocurre en la pervivencia de una
tradición sin solución de continuidad. Existe una verdadera
polaridad de familiaridad y extrañeza; con la atención puesta en
algo dicho: el
lenguaje en el que nos habla la tradición, la
leyenda que leemos en ella. También aquí se manifiesta una
tensión. La posición entre extrañeza y familiaridad que ocupa para
nosotros la tradición es el punto medio entre la objetividad de la
distancia histórica y la pertenencia a una tradición. Y este
punto medio es el verdadero topos de la hermenéutica. Y de esta
posición intermedia que está obligada a ocupar la hermenéutica se
sigue que su tarea no es desarrollar un procedimiento de la
comprensión sino iluminar las condiciones bajo las cuales se
comprende.
El sentido de un texto supera a su autor no ocasionalmente sino
siempre. Por eso la comprensión no es nunca un comportamiento solo
reproductivo sino que es a su vez siempre productivo. Bastaría decir
que cuando se comprende, se comprende de un modo
diferente. Este concepto de la comprensión rompe desde luego el
círculo trazado por la hermenéutica romántica. Lo que se trata es de
reconocer la distancia en el tiempo como una posibilidad positiva y
productiva del comprender. El verdadero sentido contenido en un
texto o en una obra de arte no se agota al llegar a un determinado
punto final, sino que es un proceso infinito.
Solo la distancia en el tiempo hace posible resolver la verdadera
cuestión crítica de la hermenéutica, la de distinguir los prejuicios
verdaderos bajo los cuales comprendemos los
prejuicios falsos que producen los malentendidos. En este
sentido, una conciencia formada hermenéuticamente tendrá que ser
hasta cierto punto también conciencia histórica, y hacer conscientes
los propios prejuicios que la guían en la comprensión con el fin de
que la tradición destaque a su vez como opinión distinta y acceda
así a su derecho. La condición hermenéutica suprema es que la
comprensión comienza allí donde algo nos interpela, ahora sabemos
cuál es su exigencia: poner en suspenso por completo los propios
prejuicios. Sin embargo, la suspensión de todo juicio, y a
fortiori, la de todo prejuicio, tiene la estructura lógica de la
pregunta. La esencia de la “pregunta” es abrir y mantener
abiertas las posibilidades. El propio prejuicio solo entra realmente
en juego cuanto que está metido en él.
La
ingenuidad del llamado historicismo consiste en que se sustrae a una
reflexión de este tipo y olvida su propia historicidad, con su
confianza en la metodología de su procedimiento. Una hermenéutica
adecuada debe mostrar en la comprensión misma la realidad de la
historia. Al contenido de este requisito se llamaría “historia
efectual”. Entender es, esencialmente, un proceso de historia
efectual.
d)
El principio de la historia efectual.
Cuando intentamos comprender un fenómeno histórico desde la
distancia histórica que determina nuestra distancia histórica que
determina nuestra situación hermenéutica en general, nos hallamos
bajo los efectos de esta historia efectual. No se exige un
desarrollo de la historia efectual como nueva disciplina auxiliar de
las ciencias del espíritu sino que éstas aprendan a comprenderse
mejor a sí mismas y reconozcan que los efectos de la historia
efectual operan en toda comprensión, sea o no consciente de ello. La
conciencia histórico-efectual es un momento de la realización de la
comprensión, y opera en la obtención de la pregunta correcta.
La conciencia de la historia efectual es en 1° lugar conciencia de
la situación hermenéutica. Ser
histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse.
Al
concepto de la situación le pertenece esencialmente el concepto del
horizonte. El tener horizontes significa no estar limitado a
lo más cercano sino poder ver por encima de ello. La elaboración de
la situación hermenéutica significa entonces la obtención del
horizonte correcto para las cuestiones que se nos plantean de cara a la
tradición. El que busca comprender se coloca a sí mismo fuera de la
situación de un posible consenso; la situación no le afecta. Este
reconocimiento de la alteridad del otro, que convierte a ésta en
objeto de conocimiento objetivo, lo que hace es poner en suspenso
todas sus posibles pretensiones.
El
horizonte es algo en lo que hacemos nuestro camino y que hace el
camino con nosotros. El horizonte se desplaza al paso de quien se
mueve. Cuando nuestra conciencia histórica se desplaza hacia
horizontes históricos esto no quiere decir que se traslade a mundos
extraños a los que nada vincula con el nuestro; por el contrario
todos ellos forman juntos ese gran horizonte que se mueve por sí
mismo y que rodea la profundidad histórica de nuestra autoconciencia
más allá de las fronteras del presente. En este sentido, comprender
una tradición requiere sin duda un horizonte histórico. El concepto
de horizonte es interesante porque expresa esa panorámica más amplia
que debe alcanzar el que comprende. Por eso es una tarea tan
importante como constante impedir una asimilación precipitada del
pasado con las propias expectativas de sentido.
En realidad el horizonte del presente está en un proceso de
constante formación en la medida en que estamos obligados a poner a
prueba constantemente todos nuestros prejuicios. Parte de esta
prueba es el encuentro con el pasado y la comprensión de la
tradición de la que nosotros mismos procedemos. Comprender es
siempre el proceso de fusión de estos presuntos “horizontes para sí
mismos”. La fusión tiene lugar constantemente en el dominio de
la tradición. Todo encuentro con la tradición realizado con
conciencia histórica experimenta por sí mismo la relación de tensión
entre texto y presente. La tarea de la hermenéutica consiste en no
ocultar esta tensión en una asimilación ingenua sino en
desarrollarla conscientemente. La conciencia histórica es consciente
de su propia alteridad y por eso destaca el horizonte de la
tradición respecto al suyo propio.
El
proyecto de un horizonte histórico es una fase en la realización de
la comprensión, y no se consolida en la autoajenación de una
conciencia pasada sino que se recupera en el propio horizonte
comprensivo del presente. En la realización de la comprensión tiene
lugar una verdadera fusión horizóntica que con proyecto del
horizonte histórico lleva a cabo simultáneamente su superación.
Capítulo X. Recuperación del problema hermenéutico
fundamental.
a)
El problema hermenéutico de la aplicación.
Ya se ha visto que al problema
hermenéutico se le confiere un significado sistemático en el momento
en que el romanticismo reconoce la unidad interna de inteligencia
y explicación. Sin embargo, la fusión interna de comprensión e
interpretación trajo como consecuencia la completa desconexión del
tercer momento de la problemática hermenéutica, el de la aplicación,
respecto al contexto de la hermenéutica. Así hay que dar el paso más
allá de la hermenéutica romántica, considerando como un proceso
unitario no solo el de la comprensión e interpretación, sino también el
de la aplicación. Aun hoy el trabajo del intérprete no es
simplemente reproducir lo que dice en realidad el interlocutor que
interpreta sino que tiene que hacer valer su opinión de la manera
que le parezca necesaria teniendo en cuenta cómo es auténticamente
la situación dialógica en la que solo él se encuentra como conocedor
del lenguaje de las dos partes.
La
historia de la hermenéutica nos enseña también que junto a la
hermenéutica filológica existieron una teológica y
otra jurídica, las cuales comportan junto con la primera el concepto
pleno de hermenéutica. El estrecho parentesco que unía en su origen
a la hermenéutica filológica con éstas dos reposaba sobre el
reconocimiento de la aplicación como momento integrante de toda
comprensión. Tanto para la hermenéutica jurídica como para la
teológica es constitutiva la tensión que existe entre el texto –de
ley o revelación- por una parte, y el sentido que alcanza su
aplicación al momento concreto de la interpretación, en el juicio o
en la predicación, por otra.
Se plantea la tarea de volver a determinar la hermenéutica
espiritual-científica a partir de la jurídica y teológica. El
milagro de la comprensión consiste en que no es necesaria la
congenialidad para reconocer lo que es verdaderamente significativo,
el sentido originario en una tradición. La hermenéutica en el ámbito
de la filología y de la ciencia espiritual de la historia no es un
“saber dominador”, no es apropiación como conquista, sino que ella
misma se somete a la pretensión dominante del texto. Pero para esto
el verdadero modelo lo constituye la hermenéutica jurídica y la
teológica. Al servicio de aquello cuya validez debe ser mostrada,
ellas son interpretaciones que comprenden su aplicación.
b)
La actualidad hermenéutica de Aristóteles.
Comprender es un caso especial de la aplicación de
algo general a una situación concreta y determinada. Con ello gana
relevancia la ética aristotélica. La que trata de la adecuada
valoración del papel que debe desempeñar la razón en la actuación
moral. Aristóteles devuelve las cosas a su verdadera medida mostrando
que el elemento que sustenta el saber ético del hombre es la
orexis, el “esfuerzo”, y su elaboración hacia una actitud firme
(hexis). El concepto de ética lleva en su nombre la relación
con esta fundamentación aristotélica de la areté en el
ejercicio y en el ethos.
La
moralidad humana se distingue de la naturaleza en que en ella no
solo actúan simplemente capacidades o fuerzas, sino que el hombre se
convierte en tal solo a través de lo que hace y como se comporta, y
llega a ser el que es en el sentido de que siendo así se comporta de
una determinada manera. El problema es ahora cómo puede existir un
saber filosófico sobre el ser moral del hombre y qué papel desempeña
el saber respecto a este ser moral en general. En consecuencia lo
decisivo para un arranque correcto de la ética filosófica es que no
intente subrogarse en el lugar de la conciencia moral, ni tampoco
ser un conocimiento puramente teórico, “histórico”, sino que tiende
a ayudar a la conciencia moral a ilustrarse a sí misma gracias a
esta aclaración a grandes rasgos de los diversos
fenómenos.
Frente a esta ciencia “teórica”
las ciencias del espíritu forman parte más bien del saber moral. Son
“ciencias morales”. Su objeto es el hombre y lo que éste sabe de sí
mismo. Ahora bien, éste se sabe a sí mismo como ser que actúa, y el
saber que tiene de sí mismo no pretende comprobar lo que es. El que
actúa trata más bien con cosas que no siempre son como son sino que
pueden ser también distintas. En ellas descubre en qué punto puede
intervenir su actuación; su saber debe dirigir su hacer. Aquí
estriba el problema del saber moral que ocupa a Aristóteles en su
ética. Pues la dirección del hacer por el saber aparece, sobre todo,
allí donde los griegos hablan de tekhme. Esta es habilidad,
es el saber del artesano que sabe producir determinadas cosas. La
cuestión es que su saber moral es un saber de este tipo. Esto
significaría que sería un saber de cómo debe uno producirse a sí mismo. Ambos
son un saber previo que determina y guía la actuación. Tiene que
contener en sí mismo la aplicación del saber a cada situación
concreta. Éste es el punto en el que se relacionan el análisis
aristotélico del saber moral y el problema hermenéutico de las
modernas ciencias del espíritu. Es verdad que en la conciencia
hermenéutica no se trata de un saber técnico ni moral. Pero estas
dos
formas de saber contienen la misma tarea de la aplicación que
se ha reconocido como la dimensión problemática central de la
hermenéutica. También es claro que “aplicación” no significa lo
mismo en ambos casos. Existe una peculiarísima tensión entre la
tekhme que se enseña y aquella que se adquiere por experiencia.
Aristóteles dice que el éxito acompaña al que ha aprendido su
oficio. Lo que se adquiere por adelantado en la tekhme es una
auténtica superioridad sobre la cosa y esto es exactamente lo que
representa un modelo para el saber moral. Pues también es claro que
la experiencia nunca basta para una decisión moralmente correcta.
Hay una correspondencia entre la perfección de la conciencia moral y
la del saber producir, la de la tekhme, pero desde luego no
son la misma cosa. En consecuencia el saber que tenga de sí mismo en
su ser moral será distinto, y se destacará claramente del saber que
guía un determinado producir. Aristóteles formula esta diferencia de
un modo audaz y único, llamando a este saber un saberse, esto es, un
saber para sí. De este modo el saberse de la conciencia moral se
destaca del saber teórico de un modo que para nosotros resulta
iluminador.
i) Una tekhme se aprende y se puede también
olvidar. En cambio, el saber moral, una vez aprendido ya no se
olvida, uno se encuentra ya siempre en la situación del que tiene que
actuar, en consecuencia uno tiene que poseer y aplicar siempre el
saber moral. Por eso el concepto de la aplicación es tan
problemático; solo se puede aplicar algo cuando se posee
previamente. Sin embargo, el saber moral no se posee en forma tal
que primero se tenga y luego se aplique a una situación concreta.
ii) El saber moral no está restringido a objetivos
particulares sino que afecta al vivir correctamente en general; el
saber técnico es cambio, es siempre particular y sirve para fines
particulares. Cuando hay una tekhme, hay que aprenderla, y
entonces se podrán también elegir los medios idóneos. En cambio, el
saber moral requiere siempre ineludiblemente este buscar consejo en
uno mismo. La expansión del saber técnico no logrará nunca suprimir
la necesidad del saber moral, del hallar el buen consejo. El saber
moral no podrá nunca revestir el carácter previo propio de los
saberes susceptibles de ser enseñados. Lo que completa al saber
moral es un saber de lo que es en cada caso, un saber que no es
visión sensible. El saber moral es verdaderamente un saber peculiar.
Abarca de una manera particular los medios y los fines y es en esto
distinto del saber técnico. El saber moral contiene por sí mismo una
cierta clase de experiencia; la forma fundamental de experiencia,
frente a la cual toda otra experiencia es desnaturalizada por no
decir naturalizada.
iii) La comprensión es una modificación de la virtud
del saber moral. Está dada por el hecho de que en ella ya no se
trata de uno mismo sino de otro. Es en consecuencia una forma del
juicio moral. Tampoco éste saber es en ningún sentido razonable un
saber técnico o la aplicación del mismo. El hombre muy
experimentado, el que está iniciado en toda clase de tretas y
prácticas y tiene experiencia de todo lo existente solo alcanzará
una comprensión adecuada de la actuación de otro en la medida en que
satisfaga también el siguiente presupuesto: que el mismo desee lo
justo, que se encuentre por lo tanto en una relación de comunidad
con el otro. Esto tiene su concreción en el fenómeno del consejo en
“problemas de conciencia”.
Esto se hace más claro en otros tipos de reflexión moral que
presenta Aristóteles: buen juicio y compasión. “Buen juicio” se
refiere aquí a un atributo: es juicioso el que juzga recta y
equitativamente. Este modelo aristotélico se presenta como un modelo
de los problemas inherentes a la tarea hermenéutica. Ahora bien,
el intérprete está obligado a relacionar el texto con la
situación (comprender lo dice la tradición y lo que hace el sentido
y significado del texto), si es que quiere entender algo de él.
c)
El significado paradigmático de la hermenéutica jurídica.
Si esto es así, entonces la distancia entre la hermenéutica
espiritual-científica y la hermenéutica jurídica no es tan grande
como se suele suponer. Lo que interesa es la divergencia entre
hermenéutica jurídica y hermenéutica histórica estudiando los casos
en que una y otra se ocupan de un mismo objeto, esto es, los casos
en que un texto jurídico debe ser interpretado jurídicamente y
comprendido históricamente. Se trata de investigar el comportamiento
del historiador jurídico y del jurista respecto a un mismo
texto vigente. La pregunta es si existe una diferencia unívoca entre
el interés dogmático y el interés histórico. El jurista toma
el sentido de la ley a partir de y en virtud de un determinado caso
dado. El historiador tiene como tarea mediar comprensivamente la
aplicación originaria de la ley con la actual.
Ahora bien el jurista tiene que pensar también en términos
históricos; solo que la comprensión histórica no sería en su caso
más que un medio. A la inversa al historiador no le interesaría para
nada la tarea jurídico dogmática como tal. Como historiador trabaja
en una continuada confrontación con la objetividad histórica a la
que intenta ganar en su valor posicional en la historia, mientras
que el jurista intenta reconducir esta comprensión hacia su
adaptación al presente jurídico. El problema es ahora hasta qué
punto es ésta una descripción suficiente del comportamiento del
historiador. El propio Savigny en 1840 entiende la tarea de la
hermenéutica jurídica como puramente histórica.
El tiempo se ha encargado de demostrar con suficiente claridad hasta
qué punto esto es jurídicamente una ficción insostenible. Por
razones estrictamente jurídicas es necesario reflexionar sobre el
cambio histórico de las cosas pues solo éste permite distinguir
entre sí, el sentido original del contenido de una ley y el que se
aplica en la praxis jurídica. Es verdad que el jurista siempre se
refiere a la ley en sí misma. Pero su contenido normativo tiene que
determinarse respecto al caso al que se trata de aplicarla. Y para
determinar con exactitud este contenido normativo no se puede
prescindir de un conocimiento histórico del sentido originario. Está
obligado a admitir que las circunstancias han ido cambiando y que en
consecuencia la función normativa de la ley tiene que ir
determinándose de nuevo.
La función del historiador del derecho es distinta. En apariencia lo
único que le ocupa es el sentido originario de la ley al que se
refería y cuál era su intención en el momento en que se promulgó.
¿Pero como accede a esto?. Debe hacer la misma reflexión que el
jurista. En esta medida el contenido fáctico de lo que comprenden
uno y otro, cada uno a su modo, viene a ser lo mismo.
La hermenéutica jurídica recuerda por sí misma el auténtico
procedimiento de las ciencias del espíritu. En ella tenemos el
modelo de relación presente y pasado que estábamos buscando. Cuando
el juez intenta adecuar la ley transmitida a las necesidades del
presente tiene claramente la intención de resolver una tarea
práctica. Lo que en modo alguno quiere decir que su interpretación
sea una traducción arbitraria. El juez intentará responder a la
“idea jurídica” de la ley mediándola con el presente. Lo que intenta
reconocer es el significado jurídico de la ley, no el significado
histórico de su promulgación.
A la inversa, el historiador pretende simplemente dilucidar el
significado histórico de la ley; aunque no puede ignorar que su
objeto es una creación de derecho que tiene que ser entendida
jurídicamente. En toda comprensión histórica está implicado que la
tradición que nos llega habla siempre al presente y tiene que ser
comprendida en esta mediación. Así la hermenéutica jurídica está
capacitada para devolver a la hermenéutica histórica todo el alcance
de sus problemas y reproducir así la vieja unidad del problema
hermenéutico en la que vienen a encontrarse el jurista, el teólogo y
el filólogo.
Para la posibilidad de
una hermenéutica jurídica es esencial que la ley vincule por igual a
todos los miembros de la comunidad jurídica. La tarea de la
interpretación consiste en concretar la ley en cada caso, esto es,
en su aplicación. En la idea de un ordenamiento jurídico está
contenida la sentencia de que el juez no obedezca a arbitrariedades.
Veamos ahora el caso de la hermenéutica teológica tal como fue
desarrollada por la teología protestante y veamos la relación con
nuestro problema. Aquí se puede ver una auténtica correspondencia
con la hermenéutica jurídica, ya que tampoco aquí la dogmática
reviste ningún carácter de primacía. La verdadera concreción de la
revelación tiene lugar en la predicación, igual que la del
ordenamiento legal tiene lugar en el juicio. Sin embargo, persiste
una importante diferencia. A la inversa de lo que ocurre en el
juicio jurídico, la predicación no es una complementación productiva
del texto que interpreta. Al revés del juez, el predicador no habla
ante la comunidad con autoridad dogmática. Es verdad que en la
predicación se trata de interpretar una verdad vigente. Pero esta
verdad es mensaje, y el que se logre no depende de la idea del
predicador sino de la fuerza de la palabra misma que puede llamar a
la conversión incluso a través de una mala predicación. El mensaje
no puede separarse de su realización. Toda fijación dogmática de la
doctrina pura es secundaria. La sagrada Escritura es la palabra de
Dios y esto significa que la Escritura mantiene una primacía
inalienable frente a la doctrina de los que la interpretan. Aun en
la interpretación científica del teólogo tiene que mantenerse la
convicción de que la sagrada Escritura es el mensaje divino de la
salvación.
Bultmann destaca que en toda comprensión se presupone una elación
vital del intérprete con el texto, así como su relación anterior con
el tema. A este presupuesto hermenéutico le da el nombre de
precomprensión porque evidentemente no es producto del
procedimiento comprensivo sino que es anterior a él. La hermenéutica
bíblica presupone siempre una determinada relación con el contenido
de la Biblia.
Se puede considerar que lo que es verdaderamente común a todas las
formas de la hermenéutica es que completa en la interpretación pero
al mismo tiempo esta acción interpretadora se mantiene enteramente
atada al sentido del texto. Ni el jurista ni el teólogo ven en la
tarea de la aplicación una libertad frente al texto. Sin embargo, la
tarea de concretar una generalidad y de aplicársela parece tener en
las ciencias del espíritu históricas una función distinta. Habrá que
admitir que la comprensión implica aquí siempre la aplicación del
sentido comprendido. ¿Pero forma la aplicación esencial y
necesariamente parte del comprender? Desde el punto de vista de la
ciencia moderna habría que decir que no, que esta aplicación que
coloca al intérprete más o menos en el lugar del destinatario
original de un texto no forma parte de la ciencia. La cientificidad de
la ciencia moderna consiste en que precisamente objetiva la
tradición y elimina metódicamente cualquier influencia del presente
del intérprete sobre su comprensión. Sin embargo, la pretensión
constitutiva de la ciencia sería mantenerse independiente de toda
aplicación subjetiva en virtud de su metodología.
Según la autocomprensión de la ciencia no debe haber la menor
diferencia entre un texto con un destinatario determinado y un texto
escrito ya como “adquisición para siempre”. La generalidad de la
tarea hermenéutica estriba más bien en que cada texto debe ser
comprendido bajo la perspectiva que le sea más adecuada. Pero esto
quiere decir que la ciencia histórica intenta en principio
comprender cada texto por sí mismo, no reproduciendo a su vez las
ideas de su contenido sino dejando en suspenso su posible verdad.
Solo comprende el que sabe mantenerse personalmente fuera de juego.
Tal es el requisito de la ciencia.
De acuerdo con esta autointerpretación de la metodología
espiritual-científica puede decirse, en general, que el intérprete
asigna a cada texto un destinatario con independencia de que el
texto se haya referido explícitamente a él o no. El que intenta
comprender un texto en calidad de filólogo o historiador no se pone
a sí mismo como referencia de su contenido. El sólo intenta
comprender la opinión del autor.
Para el historiador es un supuesto fundamental que la tradición debe
ser interpretada en un sentido distinto del que los textos pretenden
por sí mismos. Por detrás de ellos y por detrás de la referencia de
sentido a la que da expresión el historiador buscará la realidad de
la que son expresión involuntaria. Los textos aparecen también junto
a los restos. Aquí la interpretación se hace necesaria allí donde el
sentido de un texto no se comprende inmediatamente, allí donde no se
quiere confiar en lo que un fenómeno representa inmediatamente.
Tal vez no sea solo el filólogo sino también el historiador el que
deba orientar su comportamiento menos según el ideal metodológico de
las ciencias naturales que según el modelo que nos ofrecen la
hermenéutica jurídica y la hermenéutica teológica.
Es cierto que el
historiador contempla los textos desde un punto de vista distinto pero esta modificación de la intención solo se refiere al texto
individual como tal. También para el historiador cada texto
individual se conjunta con otras fuentes y testimonios formando la
unidad de la tradición total. La unidad de esta tradición total es
su verdadero objeto hermenéutico. Y ésta tiene que ser comprendida
por él en el mismo sentido en el que el filólogo comprende su texto
bajo la unidad de su referencia. Este es el punto decisivo. La
comprensión histórica se muestra como una especie de filología a
gran escala.
Creemos haber llegado a alcanzar una comprensión más acabada de lo
que es en realidad la lectura de un texto. En toda lectura tiene
lugar una aplicación y el que lee un texto se encuentra también él
dentro del mismo conforme al sentido que percibe. El mismo pertenece
al texto que entiende. El lector puede y debe reconocer que las
generaciones venideras comprenderán lo que él ha leído en este texto
de una manera diferente.
Es la conciencia de la historia efectual la que constituye el
centro en el que uno y otro vienen a confluir como su verdadero
fundamento. La vieja unidad de las disciplinas hermenéuticas
recupera su derecho si se reconoce la conciencia de la historia
efectual en toda tarea hermenéutica, tanto en la del filólogo como
en la del historiador. La comprensión es una forma de efecto, y
se sabe a sí misma como efectual.
Capítulo XI. Análisis de la conciencia de la historia
efectual.
a)
Los límites de la filosofía de la reflexión.
Ahora
bien, ¿Cómo hay que entender aquí la unidad de saber y efecto? Por
mucho que se ponga de relieve que la conciencia de la historia
efectual forma parte ella misma del efecto, hay que admitir que toda
conciencia aparece esencialmente bajo la posibilidad de elevarse por
encima de aquello de lo que es conciencia. La estructura de la
reflexividad está dada por principio en toda forma de conciencia. La
exigencia de la hermenéutica solo parece satisfacerse en la
infinitud del saber, de la mediación pensante de la totalidad de la
tradición con el presente. Lo que importa en este momento es pensar
la conciencia de la historia efectual de manera que en la conciencia
del efecto la inmediatez y superioridad de la obra que lo provoca no
vuelva a resolverse en una simple realidad reflexiva; importa pensar
una realidad capaz de poner límites a la omnipotencia de la
reflexión.
b)
El concepto de la experiencia y la esencia de la experiencia
hermenéutica.
Esto
es exactamente lo que importa retener para el análisis de la
conciencia de la historia efectual: que tiene la estructura de la
experiencia. El objetivo de la ciencia es objetivar la experiencia
hasta que quede libre de cualquier momento histórico. En el
experimento natural-científico esto se logra a través de su
organización metodológica. En la ciencia no puede quedar lugar para
la historicidad de la experiencia. En esto la ciencia moderna no
hace sino continuar con sus propios métodos lo que de un modo u otro
es siempre objetivo de cualquier experiencia. Una experiencia solo
es válida en la medida en que se confirma; en este sentido su
dignidad reposa por principio en su reproducibilidad. Pero esto
significa que por su propia esencia la experiencia cancela en sí
misma su propia historia y la deja desconectada.
Husserl ofrece una genealogía de la experiencia que, como
experiencia del mundo vital, antecede a su idealización por las
ciencias. El intento de Husserl de retroceder por la génesis del
sentido al origen de la experiencia y de superar así su
idealización por la ciencia tiene que combatir duramente con la
dificultad de que la pura subjetividad trascendental del ego no está
dada realmente como tal sino siempre en la idealización del
lenguaje
que es inherente siempre a toda adquisición de experiencia, y en la
que opera la pertenencia del yo individual a una comunidad
lingüística.
Bacon
con su método de inducción intenta superar la forma azarosa e
irregular bajo la que se produce la experiencia cotidiana e ir más
allá del empleo dialéctico de ésta. Él propone la “interpretación
natural” frente a la idea de “anticipación”, como la explicación
perita del verdadero ser de la naturaleza. Este método verdadero se
caracteriza por el hecho de que el espíritu no está meramente
confiado a sí mismo. Se asciende de lo particular a lo general con
el fin de ir adquiriendo una experiencia ordenada y capaz de evitar
cualquier precipitación. Bacon da al método el nombre de
experimental, aquí se entiende como una hábil dirección de nuestro
espíritu que le impida abandonarse a generalizaciones prematuras
enseñándole a ir alterando conscientemente los casos más lejanos y
en apariencia menos relacionados, e ir accediendo a los axiomas por
un procedimiento de exclusión. Pero sus propuestas metodológicas
defraudan. Su aporte consiste en una investigación abarcante de los
prejuicios que ocupan el espíritu humano y lo mantienen separado del
verdadero conocimiento de las cosas, una investigación que lleva a
cabo una especie de limpieza metódica del espíritu humano y que es
más una “disciplina” que una metodología. La conocida teoría
baconiana de los “prejuicios” tiene el sentido de hacer simplemente
posible un empleo metódico de la razón. Pero no hay que limitarse en
estos modelos por su aspecto teleológico.
El
que la experiencia es válida en cuanto no sea refutada por
una nueva experiencia, caracteriza evidentemente a la esencia
general de la experiencia, con independencia de que se trate de su
organización científica en sentido moderno o de la experiencia de la
vida cotidiana tal como se ha venido realizando desde siempre. Esta
caracterización se corresponde perfectamente con el análisis
“aristotélico” de la inducción. Sin embargo, la generalidad de la
experiencia no es todavía la generalidad de la ciencia; en
Aristóteles adopta más bien una posición media, indeterminada, entre
las muchas percepciones individuales y la generalidad verdadera del
concepto. La ciencia y la técnica tienen su comienzo en la
generalidad del concepto.
La
experiencia no es al ciencia misma, pero es su presupuesto
necesario. A su vez tiene que estar ya asegurada, esto es, las
observaciones individuales deben mostrar regularmente los mismos
resultados. Solo cuando se ha alcanzado ya la generalidad de la que
se trata en la experiencia puede plantearse la pregunta por la razón
y en consecuencia el planteamiento que conduce a la ciencia.
En
cualquier caso importa retener que la generalidad de la experiencia
a que alude Aristóteles no es la generalidad del concepto ni la de
la ciencia. La experiencia solo se da de manera actual en las
observaciones individuales. No se la sabe en una generalidad
precedente. En esto justamente estriba la apertura básica de la
experiencia hacia cualquier nueva experiencia; esto no solo se
refiere a la idea general de la corrección de los errores sino que
la experiencia está esencialmente referida a su continuada
confirmación, y cuando ésta falla ella se convierte necesariamente
en otra distinta.
La
imagen es importante porque ilustra el momento decisivo de la
esencia de la experiencia. La experiencia tiene lugar como un
acontecer del que nadie es dueño, que no está determinada por el
preso propio de una u otra observación sino que en ella todo viene a
ordenarse de una manera realmente impenetrable. La imagen retiene
esa peculiar apertura en la que se adquiere la experiencia; la
experiencia surge con esto o con lo otro, de improviso y, sin
embargo, no sin preparación, y vale hasta que aparezca otra
experiencia nueva, determinante para todo lo que sea del mismo tipo.
Esta es la generalidad de la experiencia a través de la cual surge
según Aristóteles la verdadera generalidad del concepto y la
posibilidad de la ciencia. La imagen ilustra como la generalidad sin
principios de la experiencia (la sucesión de las mismas) conduce sin
embargo a la unidad. Ahora bien lo que interesa a Aristóteles en la
experiencia es únicamente su aportación a la formación de conceptos.
Y
cuando se considera la experiencia solo por la referencia a su
resultado se pasa por encima del verdadero proceso de la
experiencia; pues éste es esencialmente negativo. No se la puede
describir simplemente como la formación, sin rupturas, de
generalidades típicas. Esto tiene su reflejo lingüísticos en el
hecho de que hablamos de experiencia en un doble sentido, por una
parte las experiencias que se integran en nuestras expectativas
y las confirman, por la otra, la experiencia que se “hace”.
Ésta última, la verdadera experiencia, es siempre negativa. Cuando hacemos
una experiencia con un objeto esto quiere decir que hasta ahora no
habíamos visto correctamente las cosas y que es ahora cuando por fin
nos damos cuenta de cómo son. La negatividad de la experiencia posee
en consecuencia un particular sentido productivo. En consecuencia el
objeto con el que se hace una experiencia no puede ser uno
cualquiera sino que tiene que ser tal que con él pueda accederse a
un mejor saber, no solo sobre él sino también sobre aquello que
antes se creía saber sobre una generalidad. La negación, en virtud
de la cual la experiencia logra esto, es una negación determinada. A
esta forma de la experiencia le damos el nombre de
dialéctica.
Para
el momento dialéctico de la experiencia el testigo es Hegel. En él
es donde el momento de la historicidad obtiene su pleno derecho.
Hegel piensa la experiencia como la realización del escepticismo. En
sentido estricto no es posible “hacer” dos veces la misma experiencia.
Una misma cosa no puede volver a convertirse para uno en una experiencia
nueva. Solo un nuevo hecho inesperado puede proporcionar al que
posee experiencia una nueva experiencia. De este modo la conciencia
que experimenta se invierte: se vuelve sobre sí misma. El que
experimenta se hace consciente de su experiencia, se ha vuelto un
experto: ha ganado un nuevo horizonte dentro del cual algo puede
convertirse para él en experiencia.
En la
Fenomenología del Espíritu Hegel ha mostrado cómo hace sus
experiencias la conciencia que quiere adquirir certeza de sí misma.
De este modo la conciencia que experimenta hace precisamente esta
experiencia: el en-sí del objeto es en-sí “para nosotros”.
Para Hegel la experiencia tiene la estructura de una inversión de la
conciencia y es por eso movimiento dialéctico. La verdadera esencia
de la experiencia es esta inversión. Así como se ha visto que la
experiencia es siempre experiencia de algo que se queda en nada: de
que algo no es como habíamos supuesto. A la experiencia que se hace
luego con otro objeto, alteran las dos cosas, nuestro saber y su
objeto. Ahora se sabe otra cosa, que el objeto mismo “no se
sostiene”. El nuevo objeto contiene la verdad sobre el anterior.
Hegel dice que la experiencia que hace la conciencia consigo misma llega a producir esta unidad consigo misma. Es la inversión que
acaece a la experiencia, que se reconoce a sí misma en lo extraño,
en lo otro.
Para
él, la consumación de la experiencia es la “ciencia”, la certeza de
sí mismo en el saber. El patrón bajo el que piensa la experiencia
es el de saberse. Por eso la dialéctica de la experiencia tiene que
acabar en la superación de toda experiencia que se alcanza en el
saber absoluto, en la consumada identidad de conciencia y objeto.
Desde aquí se puede comprender por qué no hace justicia a la
conciencia hermenéutica la aplicación que hace Hegel de sus
conceptos a la historia cuando considera que ésta está concebida en
la autoconciencia absoluta de la filosofía. La esencia de la
experiencia es pensada aquí desde el principio, desde algo en lo que
la experiencia está ya superada pues la experiencia misma no puede
ser ciencia.
La
verdad de la experiencia contiene siempre referencia a nuevas
experiencias. En este sentido la persona a la que llamamos
experimentada no es solo alguien que se ha hecho el que es a
través de experiencias, sino también alguien que esta abierto a
nuevas experiencias. El hombre experimentado es siempre el
más radicalmente no dogmático, que precisamente porque ha hecho
tantas experiencias y ha aprendido de tanta experiencia está
particularmente capacitado para volver a hacer experiencias y
aprender de ellas. La dialéctica de la experiencia tiene su propia
consumación no en un saber concluyente sino en esa apertura a la
experiencia que es puesta en funcionamiento por la experiencia
misma.
Pero
con esto, el concepto de la experiencia de que se trata ahora
adquiere un momento cualitativamente nuevo. Se refiere a la
experiencia en su conjunto. Esta es la experiencia que
constantemente tiene que ser adquirida y que a nadie le puede ser
ahorrada. La experiencia es aquí algo que forma parte de la esencia
histórica del hombre. En este sentido la experiencia presupone
necesariamente que se defrauden muchas expectativas pues solo se
adquiere a través de decepciones. El ser histórico del hombre
contiene así como elemento esencial una negatividad fundamental que
aparece en esta referencia esencial de experiencia y buen juicio.
Esquilo dice aprender del padecer. Lo que el hombre aprenderá por el
dolor no es esto o aquello sino la percepción de los límites del ser
hombre, la comprensión de que las barreras que nos separan de
lo divino no se pueden superar. La
experiencia es experiencia de la finitud humana. Es experimentado en
el auténtico sentido de la palabra aquel que es consciente de esta
limitación, aquel que sabe que no es señor ni del tiempo ni del
futuro; pues el hombre experimentado conoce los límites de toda
previsión y la inseguridad de toda plan. En él llega a su plenitud
el valor de verdad de la experiencia. La experiencia enseña a
reconocer lo que es real. Conocer lo que es, es pues, el auténtico
resultado de toda experiencia y de todo querer saber en general.
Pero lo que es no es en este caso esto o aquello, sino “lo que ya no
puede ser revocado”.
La
verdadera experiencia es aquella en la que el hombre se hace
consciente de su finitud. En ella encuentran su límite el poder
hacer y la autoconciencia de una razón planificadora. Es entonces
cuando se desvela como pura ficción la idea de que se puede dar
marcha atrás a todo, de que siempre hay tiempo para todo y de que un
modo u otro acaba retornando. El que está y actúa en la historia
hace constantemente la experiencia de que nada retorna. La verdadera
experiencia es así experiencia de la propia historicidad. Como
auténtica forma de la experiencia tendrá que reflejar la estructura
general de ésta. Por eso tendremos que buscar en la experiencia
hermenéutica los momentos que hemos distinguido antes en el
análisis de la experiencia.
La
experiencia hermenéutica tiene que ver con la tradición. Es ésta la
que tiene que acceder a la experiencia. Sin embargo, la tradición no
es un simple acontecer que pudiera conocerse y dominarse por la
experiencia, sino que es lenguaje, esto es, habla por si
misma como lo hace un tú. El tú no es objeto sino que se comporta
respecto a objetos. Pero esto no debe mal interpretarse, por el
contrario estamos convencidos de que la comprensión de la tradición
no entiende el texto transmitido como la manifestación vital de un
tú, sino como un contenido de sentido libre de toda atadura de los
que opinan, del yo y del tú.
Es
claro que la experiencia del tú tiene que ser algo específico
por el hecho de que el tú no es un objeto sino que él mismo se
comporta respecto a uno.
Existe una experiencia del tú que observando el comportamiento de
los otros hombres detecta elementos típicos, y que gracias a esta
experiencia adquiere capacidad de previsión sobre el otro. Esto es
lo que podemos llamar conocimiento de gentes. Comprendemos al otro
de la misma manera que comprendemos cualquier proceso típico dentro
de nuestro campo de experiencia, esto es, podemos contar con él.
Moralmente hablando este comportamiento hacia el tú significa la
pura referencia a sí mismo y repugna a la determinación moral del
hombre. Hallamos en esto la fe ingenua del método y en la
objetividad que este proporciona. El que comprende la tradición de
esta manera la convierte en objeto, y se enfrenta a ella, sin verse
afectado, y desconecta todos los momentos subjetivos de ella.
Una
manera distinta de experimentar y comprender al tú consiste en que
éste es reconocido como persona, pero que a pesar de incluir a la
persona en la experiencia del tú, la comprensión de éste sigue
siendo un modo de la referencia a sí mismo. Esta autorreferencia
procede de la apariencia dialéctica que lleva consigo la dialéctica
de la relación entre el yo y el tú. La relación entre el yo y el tú
no es inmediata sino reflexiva. A toda pretensión se le opone una contrapretensión. Así surge la posibilidad de que cada parte de la
relación se salte reflexivamente a la otra. Con ello el tú pierde la
inmediatez con que orienta sus pretensiones hacia uno. Es
comprendido, pero en el sentido de que es anticipado y aprehendido
reflexivamente desde la posición del otro.
La historicidad interna
de todas las relaciones vitales entre los hombres consiste en que
constantemente se está luchando por el reconocimiento recíproco. La
experiencia del tú que se adquiere así es objetivamente más adecuada
que el conocimiento de gentes, que solo pretende poder calcular
sobre ellos. Es una pura ilusión ver en el otro un instrumento
dominable y manejable. Pero la dialéctica de la reciprocidad que
domina la relación entre el yo y el tú permanece necesariamente
oculta para la conciencia del individuo. La pretensión de comprender
al otro anticipándose cumple la función de mantener en realidad a
distancia la pretensión del otro. Esto es bien conocido en la
relación educativa.
En el
terreno hermenéutico el correlato de esta experiencia del tú es lo
que acostumbra a llamarse la conciencia histórica. Esta tiene
noticia de la alteridad del otro y de la alteridad del pasado, igual
que la comprensión del tú tiene noticia del carácter personal de
éste. La
conciencia histórica que quiere comprender la tradición no puede
abandonarse a la forma metódica-crítica de trabajo con que se acerca
a las fuentes, como si ella fuese suficiente para prevenir la
contaminación con sus propios juicios y prejuicios. Verdaderamente
tiene que pensar también la propia historicidad. Estar en la
tradición no limita la libertad del conocer sino que la hace
posible. Este
conocimiento y reconocimiento es el que constituye la tercera y más
elevada manera de experiencia hermenéutica: al apertura a la
tradición que posee la conciencia de la historia efectual.
También ella tiene un auténtico correlato en la experiencia del tú.
En el comportamiento de los hombres entre sí lo que importa es
experimentar al tú realmente como un tú, esto es, no pasar por alto
su pretensión y dejarse hablar por él. Para esto es necesario estar
abierto. Sin embargo, en último extremo esta apertura solo se da
para aquel por quien uno quiere dejarse hablar; o bien, el que se
hace decir algo está fundamentalmente abierto. Si no existe esta
mutua apertura tampoco hay verdadero vínculo humano. La apertura
hacia el otro implica el reconocimiento de que debo estar dispuesto
a dejar valer en mi algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo
vaya a hacer valer contra mí. He aquí un correlato de la experiencia
hermenéutica. Uno tiene que dejar valer a la tradición en sus
propias pretensiones, y no en el sentido de un mero reconocimiento
de la alteridad del pasado sino en el que ella tiene algo que decir.
También esto requiere una forma fundamental de apertura.
La conciencia de la historia efectual va más allá de la ingenuidad
del comparar e igualar dejando que la tradición se convierta en
experiencia y manteniéndose abierta a la pretensión de verdad que le
sale al encuentro desde ella. La conciencia hermenéutica tiene su
consumación no en su certidumbre metodológica sobre sí misma sino
en la apertura a la experiencia que caracteriza al hombre
experimentado frente al dogmático. Es esto lo que caracteriza a la
conciencia de la historia efectual desde el concepto de experiencia.
c)
La primacía hermenéutica de la pregunta.
1. El modelo de la dialéctica platónica.
Debemos preguntarnos por la estructura lógica de la apertura. Es
claro que en toda experiencia está presupuesta la estructura de la
pregunta.
No se hacen experiencias sin la actividad del preguntar.
La apertura que caracteriza a la esencia de la experiencia es
lógicamente hablando esta apertura del “casi o de otro modo”. Tiene
la estructura de la pregunta. La forma lógica de la pregunta y la
negatividad que les es inherente encuentran su consumación en una
negatividad radical: en el saber que no se sabe.
Es
esencial a toda pregunta el que tenga un cierto sentido. Un sentido
de orientación. Con la pregunta lo preguntado es colocado bajo una
determinada perspectiva. El que surja una pregunta supone siempre
introducir una cierta ruptura en el ser de lo preguntado. Para poder
preguntar hay que querer saber, esto es, saber que no se sabe. Una
conversación que quiera llegar a explicar una cosa tiene que empezar
por quebrantar esta cosa a través de una pregunta.
Esta
es la razón por la que la dialéctica se realiza en preguntas y
respuestas, y por lo que todo saber pasa por la pregunta. Preguntar
quiere decir abrir. El sentido del preguntar consiste precisamente
en dejar al descubierto la cuestionabilidad de lo que se pregunta.
Se trata de ponerlo en suspenso de manera que se equilibren el pro y
el contra.
Sin
embargo, la apertura de la pregunta también tiene sus límites. En
ella está contenida una delimitación implicada por el horizonte de
la pregunta. Una pregunta sin horizonte es una pregunta en vacío. El
planteamiento de una pregunta implica la apertura pero también su
limitación. Implica una fijación expresa de los presupuestos que
están en pie y desde los cuales se muestra la cantidad de duda que
queda abierta. Decimos que una pregunta está mal planteada cuando no
alcanza lo abierto sino que lo desplaza manteniendo falsos
presupuestos.
Una
pregunta sin sentido no tiene posible respuesta porque solo en
apariencia conduce a esa situación abierta de suspensión en la que
es posible tomar una decisión. La falta de sentido de una pregunta
consiste en que no contiene una verdadera orientación de sentido y
en que por eso no hace posible una respuesta. Sentido es siempre
orientación del sentido de una posible pregunta. El sentido de lo
que es correcto tiene que responder a la orientación iniciada por la
pregunta.
En la
medida en que la pregunta se plantea como abierta comprende siempre
lo juzgado tanto en el sí como en el no. En esto estriba la relación
esencial entre preguntar y saber. Pues la esencia del saber no
consiste solo en juzgar correctamente sino en excluir lo incorrecto
al mismo tiempo y por la misma razón. La decisión de una pregunta es
el camino hacia el saber. La cosa misma solo llega a saberse cuando
se resuelven las instancias contrarias y se penetra de lleno en la
falsedad de los contraargumentos. Saber quiere decir siempre entrar
al mismo tiempo en lo contrario. El saber es fundamentalmente
dialéctico. La opinión es lo que reprime el preguntar.
En
realidad el impulso que representa aquello que no quiere integrarse
en las opiniones preestablecidas es lo que nos mueve a hacer
experiencias. Por eso también el preguntar es más un padecer que un
hacer. La pregunta se impone; llega un momento en que ya no se la
puede seguir eludiendo ni permanecer en la opinión acostumbrada. La
dialéctica como arte de preguntar solo se manifiesta en que aquel
que sabe preguntar es capaz de mantener en pie sus preguntas, esto
es, su orientación abierta. El arte de preguntar es el arte de
seguir preguntando y esto significa que es el arte de pensar. Se
llama dialéctica por que es el arte de llevar una auténtica
conversación.
Para
llevar una conversación es necesario en primer lugar que los
interlocutores no argumenten en paralelo. Por eso tiene
necesariamente la estructura de pregunta y respuesta. La primera
condición del arte de la conversación es asegurarse de que el
interlocutor sigue el paso de uno. Llevar una conversación quiere
decir ponerse bajo la dirección del tema sobre el que se orientan
los interlocutores. Requiere no aplastar al otro con argumentos sino
sopesar realmente el peso objetivo de la opinión contraria. En esto
es arte de ensayar, sin embargo, el arte de ensayar es el arte de
preguntar. El que posee el arte de preguntar es el que sabe
defenderse de la represión del preguntar por la opinión dominante.
La
dialéctica, como el arte de llevar una conversación, es al mismo
tiempo el arte de mirar juntos en la unidad de una intención, esto
es, el arte de formar conceptos como elaboración de lo que se opina
comúnmente. Por eso cuando la tarea hermenéutica se concibe como un
entrar en diálogo con el texto, esto es algo más que una metáfora,
es un verdadero recuerdo de lo originario. El que la interpretación
que lo logra se realice lingüísticamente no quiere decir que se vea
desplazada a un medio extraño, sino al contrario, que se restablece
una comunicación de sentido originaria. Lo transmitido en forma
literaria es así recuperado, desde el extrañamiento en el que se
encontraba, al presente vivo del diálogo cuya realización originaria
es siempre preguntar y responder.
2. La lógica de pregunta y respuesta.
El que un texto trasmitido se
convierta en objeto de la interpretación quiere decir para empezar
que plantea una pregunta al intérprete. Comprender un texto quiere
decir comprender esta pregunta. Así se reconoce éste como el
horizonte del preguntar, en el marco del cual se determina la
orientación del sentido del texto. Así el que quiere comprender
tiene que retroceder con sus preguntas más allá de lo dicho; tiene
que entenderlo como su respuesta a una pregunta para la cual es
respuesta. Un texto solo es comprendido en su sentido cuando se ha
ganado el horizonte del preguntar, que como tal contiene
necesariamente también otras respuestas posibles. La lógica de las
ciencias del espíritu es una lógica de la pregunta.
Collingwood argumenta que en realidad un texto solo se comprende
cuando se ha comprendido la pregunta para la que es respuesta. Es
como la comprensión de las obras de arte. Una obra de arte tampoco
se comprende más que si se presupone su adecuación. De hecho éste es
un axioma de toda hermenéutica, ya que hemos tratado antes como
“anticipación de la totalidad”. Para Collingwood este es el nervio
de todo conocimiento histórico. El método histórico requiere la
aplicación de la lógica de pregunta y respuesta a la tradición
histórica. Los acontecimientos históricos solo se comprenden cuando
se reconstruye la pregunta a la que en cada caso quería responder la
actuación histórica de las personas.
Frente a la tradición histórica la doctrina de Hegel no posee más
que una verdad particular. En general, experimentamos el curso de
las cosas como algo que nos obliga continuamente a alterar nuestros
planes y expectativas. Pero aplicar esta experiencia al conjunto de
la historia implica realizar una tremenda extrapolación que
contradice estrictamente a nuestra experiencia de la historia.
Collingwood no tiene razón cuando por motivos de método considera
absurdo distinguir la pregunta a la que el texto debe responder de
la pregunta a la que realmente responde. Solo tiene razón en la
medida en que, en general, la comprensión de un texto no acostumbra a
contener esta distinción, en la medida de que uno mismo se refiere a
las cosas de las que habla el texto. Frente a esto la reconstrucción
de las ideas del autor es una tarea completamente distinta.
Habrá
que preguntarse cuáles son las condiciones bajo las que se plantea
esta tarea. Se ha destacado que todo historiador y filólogo tiene
que contar por principio con la imposibilidad de cerrar el horizonte
de sentido en el que se mueven cuando comprenden. A través de su
actualización en la comprensión los textos se integran en un
auténtico acontecer, igual que los eventos en virtud de su propia
continuación. Toda actualización en la comprensión puede entenderse
a sí misma como una posibilidad histórica de lo comprendido.
La
reconstrucción de la pregunta a la que supone que responde el texto
está ella misma dentro de un hacer preguntas con el que nosotros
mismos intentamos buscar la respuesta a la pregunta que nos plantea
la tradición. Pues una pregunta reconstruida no puede encontrarse
nunca en su horizonte originario. En este sentido es una necesidad
hermenéutica estar siempre más allá de la mera reconstrucción.
La
estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que
da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión. Preguntar
permite siempre ver las posibilidades que quedan en suspenso.
Comprender la cuestionabilidad de algo es en realidad siempre
preguntar. Cuando alguien dice “aquí cabría preguntar”, esto es
ya una verdadera pregunta, atenuada por prudencia o cortesía.
Comprender una pregunta quiere decir preguntarla. Comprender una
opinión quiere decir entenderla como respuesta a una pregunta. La
reflexión sobre la experiencia hermenéutica reconduce los problemas
a preguntas que se plantean y que tienen sentido en su motivación.
La dialéctica de pregunta y respuesta que se ha descubierto en la
estructura de la experiencia hermenéutica nos permite determinar con
más detenimiento la clase de conciencia que es la conciencia de la
historia efectual. Pues la dialéctica de pregunta y respuesta
permite que la relación de la comprensión se manifieste por sí misma
como una relación recíproca semejante a la de una conversación. Es
verdad que un texto no nos habla como lo haría un tú. Somos
nosotros, los que comprendemos, quienes tenemos que hacerlo hablar
con nuestra iniciativa. Esta fusión de
horizontes que tiene lugar en la comprensión es el rendimiento
genuino del lenguaje.
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