| II. 
			Fundamentos para una teoría de la experiencia
			hermenéutica.  
			Capítulo IX. La historicidad de la comprensión como principio 
			hermenéutico.  1. El círculo hermenéutico y el problema de los prejuicios.
 
 a) 
			El descubrimiento de la preestructura de la comprensión por 
			Heidegger. Heidegger solo entra en la problemática de la
			hermenéutica y de las críticas 
			históricas con el fin de desarrollar, desde el punto de vista 
			ontológico, la preestructura de la comprensión. El autor, en cambio, 
			perseguirá la cuestión de cómo, una vez liberada de las inhibiciones 
			ontológicas del concepto científico de la verdad, la
			hermenéutica puede hacer 
			justicia de la historicidad de la comprensión.
 
 La autocomprensión tradicional de la hermenéutica reposaba sobre su 
			carácter preceptivo. Cabe preguntarse por qué Heidegger deriva la 
			estructura circular de la comprensión a partir de la temporalidad 
			del estar ahí. El autor vuelve a la descripción del Heidegger del 
			círculo hermenéutico, con el fin de hacer fecundo el nuevo y 
			fundamental significado que gana aquí la estructura circular.
 Toda 
			interpretación  correcta tiene que protegerse contra la 
			arbitrariedad de las ocurrencias y contra la limitación de los 
			hábitos imperceptibles del pensar, y orientar la mirada a la cosa 
			misma. El que quiere comprender un texto realiza siempre un 
			proyectar. Tan pronto como aparece en el texto un primer sentido, el 
			intérprete proyecta enseguida un sentido del todo.  Esta descripción 
			es simplista. Pues toda revisión del primer proyecto estriba en la 
			posibilidad de anticipar un  nuevo proyecto de sentido. La 
			interpretación empieza siempre con conceptos previos que tendrán que 
			ser sustituidos progresivamente por otros más adecuados. Y es todo 
			este constante reproyectar, el cual consiste en el movimiento del 
			sentido del comprender e interpretar, lo que constituye el proceso 
			que describe Heidegger.
 Elaborar los proyectos correctos y adecuados a las cosas, que como 
			proyectos son anticipaciones que deben confirmarse “en las cosas”, 
			tal es la tarea constante de la comprensión. Aquí no hay otra 
			objetividad que la convalidación que obtienen las opiniones previas 
			a lo largo de su elaboración. La comprensión solo alcanza sus 
			verdaderas posibilidades cuando las opiniones previas con las que se 
			inicia no son arbitrarias. Por eso es importante que el intérprete 
			no se dirija hacia los textos directamente, desde las opiniones 
			previas que le subyacen, sino que examine tales opiniones en cuanto 
			a su legitimación, esto es, en cuanto a su origen y validez. Esta 
			exigencia fundamental debe pensarse como la radicalización de un 
			procedimiento que en realidad siempre estamos desarrollando cuando 
			comprendemos algo. Frente a todo texto nuestra tarea es no 
			introducir directa y acríticamente nuestros propios hábitos 
			lingüísticos; por el contrario, reconocemos como tarea el ganar la 
			comprensión del texto solo desde el hábito lingüístico de su tiempo 
			o de su autor.
 
 En general podrá decirse que ya la experiencia del choque con un 
			texto (no da sentido, no concuerda con las expectativas) es lo que 
			nos hace detenernos y atender a la posibilidad de una diferencia en 
			el uso del 
			lenguaje. Se plantea aquí el problema de cómo hallar la salida 
			del círculo de las propias posiciones preconcebidas. Lo que se nos 
			es dicho por alguien, en conversación, por carta, a través de un 
			libro,  se encuentra por principio bajo la presuposición opuesta de 
			que aquella es su opinión y no la mía, y que se trata de que yo tome 
			conocimiento de la misma pero no necesariamente la comparta. Sin 
			embargo esta presuposición no representa una condición que facilite 
			la comprensión, sino más bien una nueva dificultad. ¿Cómo puede 
			protegerse previamente a un texto respecto a los malentendidos? Lo 
			que se exige es simplemente estar abierto a la opinión del otro o a 
			la del texto. Pero esta apertura implica siempre que se pone la 
			opinión del otro en alguna clase de relación con el conjunto de las 
			opiniones propias, o que uno se pone en cierta relación con las del 
			otro.
 
 La tarea de la hermenéutica se convierte por sí misma en un 
			planteamiento objetivo, y está siempre determinada en parte por 
			éste. El que quiere comprender un texto tiene que estar en principio 
			dispuesto a dejarse decir algo por él. Una conciencia formada 
			hermenéuticamente tiene que mostrarse receptiva desde el principio 
			para la alteridad del texto. 
			Pero esta receptividad no presupone ni “neutralidad” frente a las 
			cosas ni tampoco autocancelación, sino que incluye una matizada 
			incorporación de las propias opiniones previas y prejuicios. Lo que 
			importa es hacerse cargo de las propias anticipaciones, con el fin 
			de que el texto mismo pueda presentarse en su
			alteridad y obtenga así la 
			posibilidad de confrontar su verdad objetiva con las propias 
			opiniones previas. Heidegger ofrece una descripción fenomenológica 
			completamente correcta cuando descubre en el presunto “leer lo que 
			pone” la preestructura de la comprensión. En consecuencia no se 
			trata en modo alguno de asegurarse a sí mismo contra la tradición 
			que hace oír su voz desde el texto, sino, por el contrario, de 
			mantener alejado todo lo que pueda dificultar el comprenderla desde 
			la cosa misma. Son los prejuicios no percibidos los que con su 
			dominio nos vuelven sordos hacia la cosa de que nos habla la 
			tradición. Solo este reconocimiento del carácter esencialmente 
			prejuicioso de toda comprensión confiere al problema hermenéutico 
			toda la agudeza de su dimensión. Medido por este patrón se vuelve 
			claro que el historicismo, pese a toda crítica al racionalismo y 
			al pensamiento iusnaturalista, se encuentra él mismo sobre el suelo 
			de la moderna Ilustración 
			y comparte sus prejuicios. Un análisis de la historia del 
			concepto muestra que solo en la Ilustración adquiere el concepto de 
			prejuicio, el matiz negativo que ahora tiene.
 
 Prejuicio no significa pues en modo alguno juicio falso, sino que 
			está en su concepto el que pueda ser valorado positivamente o 
			negativamente. A ojos de la Ilustración la falta de una 
			fundamentación no deja espacio a otros modos de certeza sino que 
			significa que el juicio no tiene fundamento en la cosa, que es “un 
			juicio sin fundamento”. La ciencia moderna, que hace suyo este lema, 
			sigue así el principio de la duda cartesiana de no tomar por cierto 
			nada sobre lo que quepa alguna duda, y en la concepción del método 
			que tiene en cuenta esta exigencia.
 
 b) 
			La depreciación del prejuicio en la Ilustración.  Hay que distinguir los prejuicios por 
			respeto humano, de los prejuicios por precipitación. Lo que nos 
			induce a error es bien el respeto a otros, su autoridad, o bien la 
			precipitación en uno mismo. El que la autoridad sea una fuente de 
			prejuicios coincide con el conocido postulado de la Ilustración tal 
			como lo formula Kant: ten el valor 
			de servirte de tu propio entendimiento. La crítica de la 
			Ilustración se dirige en primer lugar contra la tradición religiosa 
			del cristianismo, la sagrada Escritura. En cuanto ésta es 
			comprendida como un documento histórico, la crítica bíblica pone en 
			peligro su pretensión dogmática. En esto estriba la radicalidad 
			peculiar de la Ilustración moderna frente a todos los otros 
			movimientos ilustrados: en que tiene que imponerse frente a la 
			sagrada Escritura y a su interpretación dogmática. Por esto el 
			problema hermenéutico le es particularmente central. Intenta 
			comprender la tradición correctamente, esto es, racionalmente y 
			fuera de todo prejuicio. Pero esto tiene una dificultad por el hecho 
			de que la fijación por escrito contiene en sí misma un momento de 
			autoridad que tiene siempre mucho peso. Lo escrito tiene la 
			estabilidad de una referencia, es como una pieza de demostración. 
			Hace falta un esfuerzo crítico muy poderoso para liberarse del 
			prejuicio generalizado a favor de lo escrito y distinguir como en 
			cualquier afirmación oral lo que es opinión de lo que es verdad. La 
			fuente última de la autoridad no es ya la tradición sino la razón. 
			Lo que está escrito no necesita ser verdad. Nosotros podríamos 
			llegar a saberlo mejor. Ésa es la máxima general con la que la 
			Ilustración moderna se enfrenta a la tradición y en virtud de la 
			cual acaba ella misma convirtiéndose en investigación histórica.
 
 Los patrones de la Ilustración moderna continúan determinando la 
			autocomprensión del historicismo debido a una ruptura peculiar 
			originada por el romanticismo. La reacción romántica contra la 
			Ilustración: el esquema de la superación del mythos por el 
			logos. Este esquema gana su validez a través del presupuesto del 
			progresivo “desencantamiento del mundo”. En una sociedad natural el 
			mundo de la caballería cristiana alcanza un hechizo romántico e 
			incluso preferencia respecto a la verdad. La inversión del 
			presupuesto de la Ilustración tiene como consecuencia una tendencia 
			paradójica a la restauración, esto es, una tendencia a reponer lo 
			antiguo porque es lo antiguo, a volver consciente lo inconsciente, 
			etc., lo que culmina en el reconocimiento de una sabiduría superior 
			en los tiempos originarios del mito. Esta inversión romántica del 
			patrón valorador de la Ilustración logra justamente perpetuar el 
			presupuesto de la Ilustración, la oposición abstracta del mito y la 
			razón. Toda crítica a la Ilustración seguirá ahora el camino de ésta 
			reconversión romántica de la Ilustración. La conciencia mítica sabe 
			de sí misma, y en este saber ya no está enteramente fuera de sí 
			misma.
 
 Otro caso de inversión romántica es el que aparece en el concepto 
			del “desarrollo natural de la sociedad”, cuyo origen debiera volver 
			a rastrearse. En Marx aparece como una reliquia iusnaturalista cuya 
			validez queda restringida por su propia teoría social y económica de 
			la lucha de clases.
 
 De estas inversiones del romanticismo sale la actitud de la ciencia 
			histórica del siglo XIX, que no mide ya el pasado según los patrones 
			del presente, sino que otorga a los tiempos pasados su propio valor 
			y es capaz incluso de reconocerle su superioridad en ciertos 
			aspectos. La ciencia histórica del siglo XIX es su fruto más 
			soberbio, y se entiende a sí misma precisamente como realización de 
			la Ilustración, como el último paso en la liberación del espíritu de 
			sus cadenas dogmáticas, como el paso al conocimiento objetivo del 
			mundo histórico, capaz de igualar en dignidad al conocimiento de la 
			naturaleza de la ciencia moderna.
 Si 
			para la Ilustración es cosa firme que toda tradición que se revela 
			ante la razón como imposible solo puede ser entendida como 
			histórica, esto es, retrocediendo a las formas de comprensión del 
			pasado, la conciencia histórica que aparece con el romanticismo es 
			en realidad una radicalización de la Ilustración. La crítica 
			romántica a la Ilustración desemboca así ella misma en ilustración, 
			pues al desarrollarse como ciencia histórica lo engulle todo en el 
			remolino del historicismo. La depreciación fundamental de todo 
			prejuicio, que vincula al pathos 
			empírico de la nueva ciencia natural con la Ilustración, se vuelve, 
			en la ilustración histórica, universal y radical. Éste es 
			precisamente el punto con el que se debe enlazar críticamente el 
			intento de una hermenéutica histórica. La superación de todo 
			prejuicio, esta exigencia global de la Ilustración, revelará ser 
			ella misma un prejuicio cuya revisión hará posible una comprensión 
			adecuada de la finitud que domina no solo a nuestros hombres sino 
			también a nuestra conciencia histórica. Para 
			el autor la razón solo existe como real e histórica, esto es la 
			razón no es dueña de sí misma sino que está siempre referida a lo 
			dado en lo cual se ejerce. El hombre es extraño a sí mismo y a su 
			destino histórico de una manera muy distinta a como le es extraña la 
			naturaleza, la cual no sabe nada de él. En realidad no es la 
			historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros los que le 
			pertenecemos a ella. Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a 
			nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una 
			manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que 
			vivimos. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en 
			la corriente cerrada de la vida histórica. 
			Por eso los prejuicios de un individuo son mucho más que sus 
			juicios, son la realidad histórica de su ser.
 2. 
			Los prejuicios como condición de comprensión.
 a) 
			Rehabilitación de autoridad y tradición.  Si se quiere hacer justicia al modo de ser finito e histórico del 
			hombre es necesario llevar a cabo una drástica rehabilitación del 
			concepto de prejuicio y reconocer que hay prejuicios legítimos. Con 
			ello se vuelve  formulable la pregunta central de una hermenéutica 
			que quiera ser verdaderamente histórica, su problema epistemológico 
			clave: ¿en qué  pueden basarse los prejuicios?
 Desde 
			la Ilustración existe una división de los prejuicios, de autoridad y 
			por precipitación; donde el supuesto es un uso metódico y 
			disciplinado de la razón para proteger cualquier error. Esta era la 
			idea cartesiana. La precipitación es la fuente de equivocación que 
			induce a error en el uso de la propia razón; la autoridad en cambio 
			es culpable de que no se llegue siquiera a emplear la propia razón. 
			La distinción se basa por lo tanto en una oposición excluyente de 
			autoridad y razón. Lo que se trata de combatir es la falsa 
			inclinación preconcebida a favor de lo antiguo, a favor de las 
			autoridades. La ilustración considera que la gesta de Lutero 
			consiste en que el prejuicio del respeto humano, y en particular del 
			papa filosófico (Aristóteles) y del romano, queda debilitado. La 
			reforma prepara así el florecimiento de la 
			hermenéutica que enseñará a usar correctamente la razón en la 
			comprensión de la tradición. Sin embargo, no hay duda que la 
			verdadera consecuencia de la Ilustración no es ésta sino más bien su 
			contraria: la sumisión de toda autoridad a la razón. El prejuicio de 
			la precipitación se entiende en consecuencia más bien al modo de 
			Descartes: como fuente de errores en el uso de la razón. La 
			oposición entre la fe en la autoridad y el uso de la propia razón, 
			instaurada por la Ilustración, tiene desde luego razón de ser. En la 
			medida en que la validez de la autoridad usurpa el lugar del propio 
			juicio, la autoridad es de hecho una fuente de prejuicios. Pero la 
			autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto 
			de sumisión y abdicación de la razón, sino en un acto de 
			reconocimiento y conocimiento: se reconoce que el otro está por 
			encima de uno en juicio y perspectiva y que en consecuencia su 
			juicio es preferente o tiene primacía respecto al propio. La 
			autoridad no se otorga sino se adquiere, y tiene que ser adquirida 
			si se quiere apelar a ella. Reposa sobre el reconocimiento y en 
			consecuencia sobre una acción de la razón misma que, haciéndose 
			cargo de sus propios límites, atribuye al otro una perspectiva más 
			acertada. En realidad no tiene nada que ver con obediencia sino con 
			el conocimiento. De 
			este modo, el reconocimiento de la autoridad está siempre 
			relacionado con la idea de que lo que dice la autoridad no es 
			irracional ni arbitrario sino que en principio puede ser reconocido 
			como cierto. En esta medida la esencia de la autoridad debe tratarse 
			en el contexto de una teoría de los prejuicios que busque liberarse 
			de los extremismos de la Ilustración. Para ello hay que apoyarse en 
			la crítica romántica de la Ilustración. Hay una forma de autoridad 
			que el romanticismo defendió con un particular énfasis: la 
			tradición. Lo consagrado por la tradición y por el pasado posee una 
			autoridad que se ha hecho anónima y nuestro ser histórico y finito 
			está determinado por  el hecho de que la autoridad de lo 
			transmitido, y no solamente lo que se acepta razonadamente, tiene 
			poder sobre nuestra acción y sobre nuestro comportamiento. Las 
			costumbres se adoptan libremente, pero ni se crean por libre 
			determinación ni su validez se fundamenta en ésta. Precisamente es 
			esto lo que se llama tradición: fundamento de su validez.  En 
			realidad la tradición siempre es un momento de libertad y de historia. La tradición es esencialmente conservación y como tal 
			nunca deja de estar presente en los cambios históricos. Sin embargo, 
			la conservación es un acto de razón, aunque caracterizado por el 
			hecho de no atraer la atención sobre sí. Estas consideraciones 
			llevan a preguntarnos si en la hermenéutica espiritual-científica no 
			se debiera intentar reconocer todo su derecho al momento de la 
			tradición.  Nos encontramos 
			siempre en tradiciones, es un reconocerse en el que para nuestro 
			juicio histórico posterior no se aprecia apenas conocimiento sino un 
			imperceptible ir transformándose al paso de la misma tradición. En 
			cualquier caso la comprensión en las ciencias del espíritu comparte 
			con la pervivencia de las tradiciones un presupuesto fundamental, el 
			sentirse interpelada por la tradición misma. En el 
			comienzo de toda hermenéutica histórica debe hallarse por lo tanto 
			la resolución de la oposición abstracta entre tradición e 
			investigación histórica, entre historia y conocimiento de la misma.
			Por lo tanto, el efecto de la tradición pervive y junto al 
			efecto de la investigación histórica forman una unidad efectual cuyo 
			análisis solo podría hallar un entramado de efectos recíprocos. Hay 
			que reconocer el momento de la tradición en el comportamiento 
			histórico y elucidar su propia productividad hermenéutica. Lo 
			que satisface a nuestra conciencia histórica es siempre una 
			pluralidad de voces en las cuales resuena el pasado. Éste solo 
			aparece en la multiplicidad de dichas voces: tal es la esencia de la 
			tradición de la que participamos y queremos participar. La moderna 
			investigación histórica tampoco es solamente investigación, sino en 
			parte también mediación de la tradición. La investigación histórica 
			está soportada por el movimiento histórico en que se encuentra la 
			vida misma, y no puede ser comprendida teleológicamente desde el 
			objeto hacia el que se orienta la investigación. Es esto lo que 
			distingue a las ciencias del espíritu de las de la naturaleza. 
 b) 
			El modelo de lo clásico. A la autocomprensión de las ciencias del espíritu se 
			le plantea la exigencia de liberarse, en el conjunto de su hacer, 
			del modelo de las ciencias naturales, y considerar la movilidad 
			histórica de su tema no solo como restrictiva de su objetividad sino 
			también como algo positivo. Se empieza a entrever una conciencia 
			hermenéutica que se vuelve hacia la investigación con un interés más 
			auto-reflexivo (de autocrítica, de reflexión). Naturalmente será 
			necesaria una reflexión hermenéutica muy depurada para hacer 
			comprensible la posibilidad de que un concepto normativo como el de 
			lo clásico obtenga o recupere un derecho científico. Cuando 
			empleamos actualmente “clásico” como concepto histórico de un estilo 
			que se determina unívocamente por su confrontación con lo de antes y 
			lo de después, este concepto, ya históricamente consecuente es, sin 
			embargo, ajeno al de la antigüedad. El concepto de lo clásico 
			designa hoy en día una fase temporal del desarrollo histórico, no un valor suprahistórico. Sin embargo, el elemento normativo del concepto de 
			lo clásico nunca llegó a desaparecer por completo. Lo clásico es una 
			verdadera categoría histórica porque es algo más que el concepto de 
			una época o el concepto histórico de un estilo, sin que por ello 
			pretenda ser un valor suprahistórico. Hace posible la existencia de 
			algo que es verdad.
 En el 
			fondo lo clásico no es realmente un concepto descriptivo en poder de 
			una conciencia histórica objetivadora; es una realidad histórica a 
			la que sigue perteneciendo y estando sometida a la conciencia 
			histórica misma. Por lo tanto, el primer aspecto del concepto de lo 
			“clásico” es el sentido normativo, y esto responde por igual al uso 
			lingüístico antiguo y moderno. Pero en la medida en que esta norma 
			es puesta en relación retrospectivamente con una magnitud única y ya 
			pasada, que logró satisfacer y representar a la norma en cuestión, 
			ésta contiene siempre un registro temporal que la articula 
			temporalmente.                
 Como concepto estilístico e histórico, el concepto de lo clásico se 
			hace entonces susceptible de una expansión universal para cualquier 
			“desarrollo” al que un telos inmanente confiera alguna 
			unidad. De este modo, y pasando por su realización histórica 
			particular, el concepto valorativo general de lo clásico se 
			convierte de nuevo en un concepto histórico general de estilo. Pero 
			como dice Hegel, lo clásico es “lo que se significa y en 
			consecuencia se interpreta a sí mismo”. En este sentido lo que es 
			clásico es sin duda “intertemporal”, pero esta inter-temporalidad es 
			un modo del ser histórico. Nuestra comprensión contendrá siempre al 
			mismo tiempo la conciencia de la propia pertenencia a ese mundo. Y 
			con esto se corresponde también la pertenencia de la obra a nuestro 
			propio mundo. Esto es justamente lo que quiere decir la palabra 
			“clásico”: que la pervivencia de la elocuencia inmediata de una obra 
			es fundamentalmente ilimitada.
 El 
			comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad 
			que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la 
			tradición, en el que el pasado y el presente se hallan en 
			continua mediación. Esto es lo que se tiene que hacerse oír en la 
			teoría hermenéutica, hasta hora demasiado dominada  por la idea 
			de un procedimiento, de un método.
 c) 
			El significado hermenéutico de la distancia en el tiempo. 
			                ¿Cómo se inicia el esfuerzo hermenéutico?. En este punto hay que 
			recordar la regla hermenéutica de comprender el todo desde lo 
			individual y lo individual desde el todo. Aquí como allá subyace una 
			relación circular. Aprendemos que es necesario “construir” una frase 
			antes de intentar comprender el significado lingüístico de cada 
			parte de dicha frase. Este proceso de construcción está, sin 
			embargo, ya dirigido por una expectativa de sentido procedente del 
			contexto de lo que le precedía. La tarea es ampliar la unidad del 
			sentido comprendido en círculos concéntricos. Cuando se intenta 
			entender un texto no nos desplazamos hasta la constitución psíquica 
			del autor, sino que, ya que se habla de desplazarse, se hace hacia 
			la perspectiva bajo la cual el otro ha ganado su propia opinión.
 
			Cuando Schleiermacher y, siguiendo sus pasos la ciencia del siglo 
			XIX, van más allá de la “particularidad” de esta reconciliación de 
			antigüedad clásica y cristianismo
			y conciben la tarea de la hermenéutica desde una 
			generalidad formal, logran desde luego establecer la concordancia 
			con el ideal de objetividad propio de las ciencias naturales, pero 
			solo al precio de renunciar a hacer valer la concreción de la 
			conciencia histórica dentro de la teoría hermenéutica. Frente a esto 
			la descripción y fundamentación existencial del círculo hermenéutico 
			de Heidegger representa un giro decisivo. Por supuesto que en la 
			teoría hermenéutica del siglo XIX se hablaba ya de la estructura 
			circular de la comprensión según la cual el movimiento circular de 
			la comprensión va y viene por los textos y acaba superándose en la 
			comprensión completa de los mismos. Heidegger, por el contrario, 
			describe este círculo en forma tal que la comprensión del texto se 
			encuentre determinada continuadamente por el movimiento 
			anticipatorio de la precomprensión. El círculo no es pues, de 
			naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo sino que describe la 
			comprensión como la interpenetración del movimiento de la tradición 
			y del movimiento del intérprete. El círculo de la comprensión no es 
			en este sentido un círculo “metodológico” sino que describe un 
			momento estructural ontológico de la comprensión. Este círculo trae 
			como consecuencia la anticipación de la perfección, que 
			significa que solo es comprensible lo que representa una unidad 
			perfecta de sentido. El 
			prejuicio de la perfección contiene pues no solo la formalidad de 
			que un texto debe expresar perfectamente su opinión sino también que lo que dice es una perfecta verdad. Aquí se nos confirma que 
			comprender significa primariamente entenderse en la cosa y solo 
			secundariamente destacar y comprender la opinión del otro como tal. 
			Por eso la primera de todas las condiciones hermenéuticas es la 
			precomprensión que surge del tener que ver con el mismo asunto. 
			Desde esto se determina lo que puede ser considerado como sentido 
			unitario y, en consecuencia, la aplicación de la anticipación de la 
			perfección. De este modo, el sentido de la pertenencia, esto es, el 
			momento de la tradición en el comportamiento histórico-hermenéutico, 
			se realiza a través de la comunidad de prejuicios fundamentales y 
			sustentadores. La hermenéutica tiene que partir de que el que quiere 
			comprender está vinculado al asunto que expresa en la tradición, y 
			que tiene o logra una determinada conexión con la tradición desde la 
			que habla lo transmitido. Por otra parte la conciencia hermenéutica 
			sabe que no puede estar vinculada al asunto al modo de una unidad 
			incuestionable y natural como ocurre en la pervivencia de una 
			tradición sin solución de continuidad. Existe una verdadera 
			polaridad de familiaridad y extrañeza; con la atención puesta en 
			algo dicho: el 
			lenguaje en el que nos habla la tradición, la 
			leyenda que leemos en ella. También aquí se manifiesta una 
			tensión. La posición entre extrañeza y familiaridad que ocupa para 
			nosotros la tradición es el punto medio entre la objetividad de la 
			distancia histórica y la pertenencia a una tradición. Y este 
			punto medio es el verdadero  topos de la hermenéutica. Y de esta 
			posición intermedia que está obligada a ocupar la hermenéutica se 
			sigue que su tarea no es desarrollar un procedimiento de la 
			comprensión sino iluminar las condiciones bajo las cuales se 
			comprende.
 El sentido de un texto supera a su autor no ocasionalmente sino 
			siempre. Por eso la comprensión no es nunca un comportamiento solo 
			reproductivo sino que es a su vez siempre productivo. Bastaría decir 
			que cuando se comprende, se comprende de un modo 
			diferente. Este concepto de la comprensión rompe desde luego el 
			círculo trazado por la hermenéutica romántica. Lo que se trata es de 
			reconocer la distancia en el tiempo como una posibilidad positiva y 
			productiva del comprender. El verdadero sentido contenido en un 
			texto o en una obra de arte no se agota al llegar a un determinado 
			punto final, sino que es un proceso infinito.
 
 Solo la distancia en el tiempo hace posible resolver la verdadera 
			cuestión crítica de la hermenéutica, la de distinguir los prejuicios
			verdaderos bajo los cuales comprendemos los 
			prejuicios falsos que producen los malentendidos. En este 
			sentido, una conciencia formada hermenéuticamente tendrá que ser 
			hasta cierto punto también conciencia histórica, y hacer conscientes 
			los propios prejuicios que la guían en la comprensión con el fin de 
			que la tradición destaque a su vez como opinión distinta y acceda 
			así a su derecho. La condición hermenéutica suprema es que la 
			comprensión comienza allí donde algo nos interpela, ahora sabemos 
			cuál es su exigencia:  poner en suspenso por completo los propios 
			prejuicios. Sin embargo, la suspensión de todo juicio, y a 
			fortiori, la de todo prejuicio, tiene la estructura lógica de la
			pregunta. La esencia de la “pregunta” es abrir y mantener 
			abiertas las posibilidades. El propio prejuicio solo entra realmente 
			en juego cuanto que está metido en él.
 La 
			ingenuidad del llamado historicismo consiste en que se sustrae a una 
			reflexión de este tipo y olvida su propia historicidad, con su 
			confianza en la metodología de su procedimiento. Una hermenéutica 
			adecuada debe mostrar en la comprensión misma la realidad de la 
			historia. Al contenido de este requisito se llamaría “historia 
			efectual”. Entender es, esencialmente, un proceso de historia 
			efectual.
 d) 
			El principio de la historia efectual.                 Cuando intentamos comprender un fenómeno histórico desde la 
			distancia histórica que determina  nuestra distancia histórica que 
			determina nuestra situación hermenéutica en general, nos hallamos 
			bajo los efectos de esta historia efectual. No se exige un 
			desarrollo de la historia efectual como nueva disciplina auxiliar de 
			las ciencias del espíritu sino que éstas aprendan a comprenderse 
			mejor a sí mismas y reconozcan que los efectos de la historia 
			efectual operan en toda comprensión, sea o no consciente de ello. La 
			conciencia histórico-efectual es un momento de la realización de la 
			comprensión, y opera en la obtención de la pregunta correcta. 
			La conciencia de la historia efectual es en 1° lugar conciencia de 
			la situación hermenéutica. Ser 
			histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse.
 Al 
			concepto de la situación le pertenece esencialmente el concepto del
			horizonte. El tener horizontes significa no estar limitado a 
			lo más cercano sino poder ver por encima de ello. La elaboración de 
			la situación hermenéutica significa entonces la obtención del 
			horizonte correcto para las cuestiones que se nos plantean de cara a la 
			tradición. El que busca comprender se coloca a sí mismo fuera de la 
			situación de un posible consenso; la situación no le afecta. Este 
			reconocimiento de la alteridad del otro, que convierte a ésta en 
			objeto de conocimiento objetivo, lo que hace es poner en suspenso 
			todas sus posibles pretensiones. El 
			horizonte es algo en lo que hacemos nuestro camino y que hace el 
			camino con nosotros. El horizonte se desplaza al paso de quien se 
			mueve. Cuando nuestra conciencia histórica se desplaza hacia 
			horizontes históricos esto no quiere decir que se traslade a mundos 
			extraños a los que nada vincula con el nuestro; por el contrario 
			todos ellos forman juntos ese gran horizonte que se mueve por sí 
			mismo y que rodea la profundidad histórica de nuestra autoconciencia 
			más allá de las fronteras del presente. En este sentido, comprender 
			una tradición requiere sin duda un horizonte histórico. El concepto 
			de horizonte es interesante porque expresa esa panorámica más amplia 
			que debe alcanzar el que comprende. Por eso es una tarea tan 
			importante como constante impedir una asimilación precipitada del 
			pasado con las propias expectativas de sentido.
 En realidad el horizonte del presente está en un proceso de 
			constante formación en la medida en que estamos obligados a poner a 
			prueba constantemente todos nuestros prejuicios. Parte de esta 
			prueba es el encuentro con el pasado y la comprensión de la 
			tradición de la que nosotros mismos procedemos. Comprender es 
			siempre el proceso de fusión de estos presuntos “horizontes para sí 
			mismos”. La fusión tiene lugar constantemente en el dominio de 
			la tradición. Todo encuentro con la tradición realizado con 
			conciencia histórica experimenta por sí mismo la relación de tensión 
			entre texto y presente. La tarea de la hermenéutica consiste en no 
			ocultar esta tensión en una asimilación ingenua sino en 
			desarrollarla conscientemente. La conciencia histórica es consciente 
			de su propia alteridad y por eso destaca el horizonte de la 
			tradición respecto al suyo propio.
 El 
			proyecto de un horizonte histórico es una fase en la realización de 
			la comprensión, y no se consolida en la autoajenación de una 
			conciencia pasada sino que se recupera en el propio horizonte 
			comprensivo del presente. En la realización de la comprensión tiene 
			lugar una verdadera fusión horizóntica que con proyecto del 
			horizonte histórico lleva a cabo simultáneamente su superación.
 
			Capítulo X. Recuperación del problema hermenéutico 
			fundamental.
 a) 
			El problema hermenéutico de la aplicación.
 
 Ya se ha visto que al problema 
			hermenéutico se le confiere un significado sistemático en el momento 
			en que el romanticismo reconoce la unidad interna de inteligencia 
			y explicación. Sin embargo, la fusión interna de comprensión e 
			interpretación trajo como consecuencia la completa desconexión del 
			tercer momento de la problemática hermenéutica, el de la aplicación, 
			respecto al contexto de la hermenéutica. Así hay que dar el paso más 
			allá de la hermenéutica romántica, considerando como un proceso 
			unitario no solo el de la comprensión e interpretación, sino también el 
			de la aplicación. Aun hoy el trabajo del intérprete no es 
			simplemente reproducir lo que dice en realidad el interlocutor que 
			interpreta sino que tiene que hacer valer su opinión de la manera 
			que le parezca necesaria teniendo en cuenta cómo es auténticamente 
			la situación dialógica en la que solo él se encuentra como conocedor 
			del lenguaje de las dos partes.
 La 
			historia de la hermenéutica nos enseña también que junto a la 
			hermenéutica filológica existieron una teológica y 
			otra jurídica, las cuales comportan junto con la primera el concepto 
			pleno de hermenéutica. El estrecho parentesco que unía en su origen 
			a la hermenéutica filológica con  éstas dos reposaba sobre el 
			reconocimiento de la aplicación como momento integrante de toda 
			comprensión. Tanto para la hermenéutica jurídica como para la 
			teológica es constitutiva la tensión que existe entre el texto –de 
			ley o revelación- por una parte, y el sentido que alcanza su 
			aplicación al momento concreto de la interpretación, en el juicio o 
			en la predicación, por otra.
 Se plantea la tarea de volver a determinar la hermenéutica 
			espiritual-científica a partir de la jurídica y teológica. El 
			milagro de la comprensión consiste en que no es necesaria la 
			congenialidad para reconocer lo que es verdaderamente significativo, 
			el sentido originario en una tradición. La hermenéutica en el ámbito 
			de la filología y de la ciencia espiritual de la historia no es un 
			“saber dominador”, no es apropiación como conquista, sino que ella 
			misma se somete a la pretensión dominante del texto. Pero para esto 
			el verdadero modelo lo constituye la hermenéutica jurídica y la 
			teológica. Al servicio de aquello cuya validez debe ser mostrada, 
			ellas son interpretaciones que comprenden su aplicación.
 
 b) 
			La actualidad hermenéutica de Aristóteles. Comprender es un caso especial de la aplicación de 
			algo general a una situación concreta y determinada. Con ello gana 
			relevancia la ética aristotélica. La que trata de la adecuada 
			valoración del papel que debe desempeñar la razón en la actuación 
			moral. Aristóteles devuelve las cosas a su verdadera medida mostrando 
			que el elemento que sustenta el saber ético del hombre es la 
			orexis, el “esfuerzo”, y su elaboración hacia una actitud firme 
			(hexis). El concepto de ética lleva en su nombre la relación 
			con esta fundamentación aristotélica de la areté en el 
			ejercicio y en el ethos.
 La 
			moralidad humana se distingue de la naturaleza en que en ella no 
			solo actúan simplemente capacidades o fuerzas, sino que el hombre se 
			convierte en tal solo a través de lo que hace y como se comporta, y 
			llega a ser el que es en el sentido de que siendo así se comporta de 
			una determinada manera. El problema es ahora cómo puede existir un 
			saber filosófico sobre el ser moral del hombre y qué papel desempeña 
			el saber respecto a este ser moral en general. En consecuencia lo 
			decisivo para un arranque correcto de la ética filosófica es que no 
			intente subrogarse en el lugar de la conciencia moral, ni tampoco 
			ser un conocimiento puramente teórico, “histórico”, sino que tiende 
			a ayudar a la conciencia moral a ilustrarse a sí misma gracias a 
			esta aclaración a grandes rasgos de los diversos 
			fenómenos.                
 Frente a esta ciencia “teórica” 
			las ciencias del espíritu forman parte más bien del saber moral. Son 
			“ciencias morales”. Su objeto es el hombre y lo que éste sabe de sí 
			mismo. Ahora bien, éste se sabe a sí mismo como ser que actúa, y el 
			saber que tiene de sí mismo no pretende comprobar lo que es. El que 
			actúa trata más bien con cosas que no siempre son como son sino que 
			pueden ser también distintas. En ellas descubre en qué punto puede 
			intervenir su actuación; su saber debe dirigir su hacer. Aquí 
			estriba el problema del saber moral que ocupa a Aristóteles en su 
			ética. Pues la dirección del hacer por el saber aparece, sobre todo, 
			allí donde los griegos hablan de tekhme.  Esta es habilidad, 
			es el saber del artesano que sabe producir determinadas cosas. La 
			cuestión es que su saber moral es un saber de este tipo. Esto 
			significaría que sería un saber de cómo debe uno producirse a sí mismo. Ambos 
			son un saber previo que determina y guía la actuación. Tiene que 
			contener en sí mismo la aplicación del saber a cada situación 
			concreta. Éste es el punto en el que se relacionan el análisis 
			aristotélico del saber moral y el problema hermenéutico de las 
			modernas ciencias del espíritu. Es verdad que en la conciencia 
			hermenéutica no se trata de un saber técnico ni moral. Pero estas 
			dos 
			formas de saber contienen la misma tarea de la aplicación que 
			se ha reconocido como la dimensión problemática central de la 
			hermenéutica. También es claro que “aplicación” no significa lo 
			mismo en ambos casos. Existe una peculiarísima tensión entre la 
			tekhme que se enseña y aquella que se adquiere por experiencia.
 
			Aristóteles dice que el éxito acompaña al que ha aprendido su 
			oficio. Lo que se adquiere por adelantado en la tekhme es una 
			auténtica superioridad sobre la cosa y esto es exactamente lo que 
			representa un modelo para el saber moral. Pues también es claro que 
			la experiencia nunca basta para una decisión moralmente correcta. 
			Hay una correspondencia entre la perfección de la conciencia moral y 
			la del saber producir, la de la tekhme, pero desde luego no 
			son la misma cosa. En consecuencia el saber que tenga de sí mismo en 
			su ser moral será distinto, y se destacará claramente del saber que 
			guía un determinado producir. Aristóteles formula esta diferencia de 
			un modo audaz y único, llamando a este saber un saberse, esto es, un 
			saber para sí. De este modo el saberse de la conciencia moral se 
			destaca del saber teórico de un modo que para nosotros resulta 
			iluminador. 
			i) Una tekhme se aprende y se puede también 
			olvidar. En cambio, el saber moral, una vez aprendido ya no se 
			olvida, uno se encuentra ya siempre en la situación del que tiene que 
			actuar, en consecuencia uno tiene que poseer y aplicar siempre el 
			saber moral. Por eso el concepto de la aplicación es tan 
			problemático; solo se puede aplicar algo cuando se posee 
			previamente. Sin embargo, el saber moral no se posee en forma tal 
			que primero se tenga y luego se aplique a una situación concreta. 
			ii) El saber moral  no está restringido a objetivos 
			particulares sino que afecta al vivir correctamente en general; el 
			saber técnico es cambio, es siempre particular y sirve para fines 
			particulares. Cuando hay una tekhme, hay que aprenderla, y 
			entonces se podrán también elegir los medios idóneos. En cambio, el 
			saber moral requiere siempre ineludiblemente este buscar consejo en 
			uno mismo. La expansión del saber técnico no logrará nunca suprimir 
			la necesidad del saber moral, del hallar el buen consejo. El saber 
			moral no podrá nunca revestir el carácter previo propio de los 
			saberes susceptibles de ser enseñados. Lo que completa al saber 
			moral es un saber de lo que es en cada caso, un saber que no es 
			visión sensible. El saber moral es verdaderamente un saber peculiar. 
			Abarca de una manera particular los medios y los fines y es en esto 
			distinto del saber técnico. El saber moral contiene por sí mismo una 
			cierta clase de experiencia; la forma fundamental de experiencia, 
			frente a la cual toda otra experiencia es desnaturalizada por no 
			decir naturalizada. 
			iii) La comprensión es una modificación de la virtud 
			del saber moral. Está dada por el hecho de que en ella ya no se 
			trata de uno mismo sino de otro. Es en consecuencia una forma del 
			juicio moral. Tampoco éste saber es en ningún sentido razonable un 
			saber técnico o la aplicación del mismo. El hombre muy 
			experimentado, el que está iniciado en toda clase de tretas y 
			prácticas y tiene experiencia de todo lo existente solo alcanzará 
			una comprensión adecuada de la actuación de otro en la medida en que 
			satisfaga también el siguiente presupuesto: que el mismo desee lo 
			justo, que se encuentre por lo tanto en una relación de comunidad 
			con el otro. Esto tiene su concreción en el fenómeno del consejo en 
			“problemas de conciencia”.
 Esto se hace más claro en otros tipos de reflexión moral que 
			presenta Aristóteles: buen juicio y compasión. “Buen juicio” se 
			refiere aquí a un atributo: es juicioso el que juzga recta y 
			equitativamente. Este modelo aristotélico se presenta como un modelo 
			de los problemas inherentes a la tarea hermenéutica. Ahora bien, 
			el intérprete está obligado a relacionar el texto con la 
			situación (comprender lo dice la tradición y lo que hace el sentido 
			y significado del texto), si es que quiere entender algo de él.
 
 c) 
			El significado paradigmático de la hermenéutica jurídica. 
			Si esto es así, entonces la distancia entre la hermenéutica 
			espiritual-científica y la hermenéutica jurídica no es tan grande 
			como se suele suponer. Lo que interesa es la divergencia entre 
			hermenéutica jurídica y hermenéutica histórica estudiando los casos 
			en que una y otra se ocupan de un mismo objeto, esto es, los casos 
			en que un texto jurídico debe ser interpretado jurídicamente y 
			comprendido históricamente. Se trata de investigar el comportamiento 
			del historiador jurídico y del jurista respecto a un mismo 
			texto vigente. La pregunta es si existe una diferencia unívoca entre 
			el interés dogmático y el interés histórico. El jurista toma 
			el sentido de la ley a partir de y en virtud de un determinado caso 
			dado. El historiador tiene como tarea mediar comprensivamente la 
			aplicación originaria de la ley con la actual.
 
 Ahora bien el jurista tiene que pensar también en términos 
			históricos; solo que la comprensión histórica no sería en su caso 
			más que un medio. A la inversa al historiador no le interesaría para 
			nada la tarea jurídico dogmática como tal. Como historiador trabaja 
			en una continuada confrontación con la objetividad histórica a la 
			que intenta ganar en su valor posicional en la historia, mientras 
			que el jurista intenta reconducir esta comprensión hacia su 
			adaptación al presente jurídico. El problema es ahora hasta qué 
			punto es ésta una descripción suficiente del comportamiento del 
			historiador. El propio Savigny en 1840 entiende la tarea de la 
			hermenéutica jurídica como puramente histórica.
 
 El tiempo se ha encargado de demostrar con suficiente claridad hasta 
			qué punto esto es jurídicamente una ficción insostenible. Por 
			razones estrictamente jurídicas es necesario reflexionar sobre el 
			cambio histórico de las cosas pues solo éste permite distinguir 
			entre sí, el sentido original del contenido de una ley y el que se 
			aplica en la praxis jurídica. Es verdad que el jurista siempre se 
			refiere a la ley en sí misma. Pero su contenido normativo tiene que 
			determinarse respecto al caso al que se trata de aplicarla. Y para 
			determinar con exactitud este contenido normativo no se puede 
			prescindir de un conocimiento histórico del sentido originario. Está 
			obligado a admitir que las circunstancias han ido cambiando y que en 
			consecuencia la función normativa de la ley tiene que ir 
			determinándose de nuevo.
 
 La función del historiador del derecho es distinta. En apariencia lo 
			único que le ocupa es el sentido originario de la ley al que se 
			refería y cuál era su intención en el momento en que se promulgó. 
			¿Pero como accede a esto?. Debe hacer la misma reflexión que el 
			jurista. En esta medida el contenido fáctico de lo que comprenden 
			uno y otro, cada uno a su modo, viene a ser lo mismo.
 
 La hermenéutica jurídica recuerda por sí  misma el auténtico 
			procedimiento de las ciencias del espíritu. En ella tenemos el 
			modelo de relación presente y pasado que estábamos buscando. Cuando 
			el juez intenta adecuar la ley transmitida a las necesidades del 
			presente tiene claramente la intención de resolver una tarea 
			práctica. Lo que en modo alguno quiere decir que su interpretación 
			sea una traducción arbitraria. El juez intentará responder a la 
			“idea jurídica” de la ley mediándola con el presente. Lo que intenta 
			reconocer es el significado jurídico de la ley, no el significado 
			histórico de su promulgación.
 
 A la inversa, el historiador pretende simplemente dilucidar el 
			significado histórico de la ley; aunque no puede ignorar que su 
			objeto es una creación de derecho que tiene que ser entendida 
			jurídicamente. En toda comprensión histórica está implicado que la 
			tradición que nos llega habla siempre al presente y tiene que ser 
			comprendida en esta mediación. Así la hermenéutica jurídica está 
			capacitada para devolver a la hermenéutica histórica todo el alcance 
			de sus problemas y reproducir así la vieja unidad del problema 
			hermenéutico en la que vienen a encontrarse el jurista, el teólogo y 
			el filólogo.
 Para la posibilidad de 
			una hermenéutica jurídica es esencial que la ley vincule por igual a 
			todos los miembros de la comunidad jurídica. La tarea de la 
			interpretación consiste en concretar la ley en cada caso, esto es, 
			en su aplicación. En la idea de un ordenamiento jurídico está 
			contenida la sentencia de que el juez no obedezca a arbitrariedades.
			
 Veamos ahora el caso de la hermenéutica teológica tal como fue 
			desarrollada por la teología protestante y veamos la relación con 
			nuestro problema. Aquí se puede ver una auténtica correspondencia 
			con la hermenéutica jurídica, ya que tampoco aquí la dogmática 
			reviste ningún carácter de primacía. La verdadera concreción de la 
			revelación tiene lugar en la predicación, igual que la del 
			ordenamiento legal tiene lugar en el juicio. Sin embargo, persiste 
			una importante diferencia. A la inversa de lo que ocurre en el 
			juicio jurídico, la predicación no es una complementación productiva 
			del texto que interpreta. Al revés del juez, el predicador no habla 
			ante la comunidad con autoridad dogmática. Es verdad que en la 
			predicación se trata de interpretar una verdad vigente. Pero esta 
			verdad es mensaje, y el que se logre no depende de la idea del 
			predicador sino de la fuerza de la palabra misma que puede llamar a 
			la conversión incluso a través de una mala predicación. El mensaje 
			no puede separarse de su realización. Toda fijación dogmática de la 
			doctrina pura es secundaria. La sagrada Escritura es la palabra de 
			Dios y esto significa que la Escritura mantiene una primacía 
			inalienable frente a la doctrina de los que la interpretan. Aun en 
			la interpretación científica del teólogo tiene que mantenerse la 
			convicción de que la sagrada Escritura es el mensaje divino de la 
			salvación.
 
 Bultmann destaca que en toda comprensión se presupone una elación 
			vital del intérprete con el texto, así como su relación anterior con 
			el tema. A este presupuesto hermenéutico le da el nombre de 
			precomprensión porque evidentemente no es producto del 
			procedimiento comprensivo sino que es anterior a él. La hermenéutica 
			bíblica presupone siempre una determinada relación con el contenido 
			de la Biblia.
 
 Se puede considerar que lo que es verdaderamente común a todas las 
			formas de la hermenéutica es que completa en la interpretación pero 
			al mismo tiempo esta acción interpretadora se mantiene enteramente 
			atada al sentido del texto. Ni el jurista ni el teólogo ven en la 
			tarea de la aplicación una libertad frente al texto. Sin embargo, la 
			tarea de concretar una generalidad y de aplicársela parece tener en 
			las ciencias del espíritu históricas una función distinta. Habrá que 
			admitir que la comprensión implica aquí siempre la aplicación del 
			sentido comprendido. ¿Pero forma la aplicación esencial y 
			necesariamente parte del comprender? Desde el punto de vista de la 
			ciencia moderna habría que decir que no, que esta aplicación que 
			coloca al intérprete más o menos en el lugar del destinatario 
			original de un texto no forma parte de la ciencia. La cientificidad de 
			la ciencia moderna consiste en que precisamente objetiva la 
			tradición y elimina metódicamente cualquier influencia del presente 
			del intérprete sobre su comprensión. Sin embargo, la pretensión 
			constitutiva de la ciencia sería mantenerse independiente de toda 
			aplicación subjetiva en virtud de su metodología.
 
 Según la autocomprensión de la ciencia no debe haber la menor 
			diferencia entre un texto con un destinatario determinado y un texto 
			escrito ya como “adquisición para siempre”. La generalidad de la 
			tarea hermenéutica estriba más bien en que cada texto debe ser 
			comprendido bajo la perspectiva que le sea más adecuada. Pero esto 
			quiere decir que la ciencia histórica intenta en principio 
			comprender cada texto por sí mismo, no reproduciendo a su vez las 
			ideas de su contenido sino dejando en suspenso su posible verdad. 
			Solo comprende el que sabe mantenerse personalmente fuera de juego. 
			Tal es el requisito de la ciencia.
 
 De acuerdo con esta autointerpretación de la metodología 
			espiritual-científica puede decirse, en general, que el intérprete 
			asigna a cada texto un destinatario con independencia de que el 
			texto se haya referido explícitamente a él o no. El que intenta 
			comprender un texto en calidad de filólogo o historiador no se pone 
			a sí mismo como referencia de su contenido. El sólo intenta 
			comprender la opinión del autor.
 
 Para el historiador es un supuesto fundamental que la tradición debe 
			ser interpretada en un sentido distinto del que los textos pretenden 
			por sí mismos. Por detrás de ellos y por detrás de la referencia de 
			sentido a la que da expresión el historiador buscará la realidad de 
			la que son expresión involuntaria. Los textos aparecen también junto 
			a los restos. Aquí la interpretación se hace necesaria allí donde el 
			sentido de un texto no se comprende inmediatamente, allí donde no se 
			quiere confiar en lo que un fenómeno representa inmediatamente.
 
 Tal vez no sea solo el filólogo sino también el historiador el que 
			deba orientar su comportamiento menos según el ideal metodológico de 
			las ciencias naturales que según el modelo que nos ofrecen la 
			hermenéutica jurídica y la hermenéutica teológica.
 Es cierto que el 
			historiador contempla los textos desde un punto de vista distinto pero esta modificación de la intención solo se refiere al texto 
			individual como tal. También para el historiador cada texto 
			individual se conjunta con otras fuentes y testimonios formando la 
			unidad de la tradición  total. La unidad de esta tradición total es 
			su verdadero objeto hermenéutico. Y ésta tiene que ser comprendida 
			por él en el mismo sentido en el que el filólogo comprende su texto 
			bajo la unidad de su referencia. Este es el punto decisivo. La 
			comprensión histórica se muestra como una especie de filología a 
			gran escala.
 Creemos haber llegado a alcanzar una comprensión más acabada de lo 
			que es en realidad la lectura de un texto. En toda lectura tiene 
			lugar una aplicación y el que lee un texto se encuentra también él 
			dentro del mismo conforme al sentido que percibe. El mismo pertenece 
			al texto que entiende. El lector puede y debe reconocer que las 
			generaciones venideras comprenderán lo que él ha leído en este texto 
			de una manera diferente.
 
 Es la conciencia de la historia efectual la que constituye el 
			centro en el que uno y otro vienen a confluir como su verdadero 
			fundamento. La vieja unidad de las disciplinas hermenéuticas 
			recupera su derecho si se reconoce la conciencia de la historia 
			efectual en toda tarea hermenéutica, tanto en la del filólogo como 
			en la del historiador. La comprensión es una forma de efecto, y 
			se sabe a sí misma como efectual.
 
 
			Capítulo XI. Análisis de la conciencia de la historia 
			efectual.
 a) 
			Los límites de la filosofía de la reflexión.
 Ahora 
			bien, ¿Cómo hay que entender aquí la unidad de saber y efecto? Por 
			mucho que se ponga de relieve que la conciencia de la historia 
			efectual forma parte ella misma del efecto, hay que admitir que toda 
			conciencia aparece esencialmente bajo la posibilidad de elevarse por 
			encima de aquello de lo que es conciencia. La estructura de la 
			reflexividad está dada por principio en toda forma de conciencia. La 
			exigencia de la hermenéutica solo parece satisfacerse en la 
			infinitud del saber, de la mediación pensante de la totalidad de la 
			tradición con el presente. Lo que importa en este momento es pensar 
			la conciencia de la historia efectual de manera que en la conciencia 
			del efecto la inmediatez y superioridad de la obra que lo provoca no 
			vuelva a resolverse en una simple realidad reflexiva; importa pensar 
			una realidad capaz de poner límites a la omnipotencia de la 
			reflexión.
 b) 
			El concepto de la experiencia y la esencia de la experiencia 
			hermenéutica. 
 Esto 
			es exactamente lo que importa retener para el análisis de la 
			conciencia de la historia efectual: que tiene la estructura de la 
			experiencia. El objetivo de la ciencia es objetivar la experiencia 
			hasta que quede libre de cualquier momento histórico. En el 
			experimento natural-científico esto se logra a través de su 
			organización metodológica. En la ciencia no puede quedar lugar para 
			la historicidad de la experiencia. En esto  la ciencia moderna no 
			hace sino continuar con sus propios métodos lo que de un modo u otro 
			es siempre objetivo de cualquier experiencia. Una experiencia solo 
			es válida en la medida en que se confirma; en este sentido su 
			dignidad reposa por principio en su reproducibilidad. Pero esto 
			significa que por su propia esencia la experiencia cancela en sí 
			misma su propia historia y la deja desconectada. 
			Husserl ofrece una genealogía de la experiencia que, como 
			experiencia del mundo vital, antecede a su idealización por las 
			ciencias. El intento de Husserl de retroceder por la génesis del 
			sentido al origen de la experiencia y de superar así su 
			idealización por la ciencia tiene que combatir duramente con la 
			dificultad de que la pura subjetividad trascendental del ego no está 
			dada realmente como tal sino siempre en la idealización del 
			lenguaje 
			que es inherente siempre a toda adquisición de experiencia, y en la 
			que opera la pertenencia del yo individual a una comunidad 
			lingüística. Bacon 
			con su método de inducción intenta superar la forma azarosa e 
			irregular bajo la que se produce la experiencia cotidiana e ir más 
			allá del empleo dialéctico de ésta. Él propone la “interpretación 
			natural” frente a la idea de “anticipación”, como la explicación 
			perita del verdadero ser de la naturaleza. Este método verdadero se 
			caracteriza por el hecho de que el espíritu no está meramente 
			confiado a sí mismo. Se asciende de lo particular a lo general con 
			el fin de ir adquiriendo una experiencia ordenada y capaz de evitar 
			cualquier precipitación. Bacon da al método el nombre de 
			experimental, aquí se entiende como una hábil dirección de nuestro 
			espíritu que le impida abandonarse a generalizaciones prematuras 
			enseñándole a ir alterando conscientemente los casos más lejanos y 
			en apariencia menos relacionados, e ir accediendo a los axiomas por 
			un procedimiento de exclusión. Pero sus propuestas metodológicas 
			defraudan. Su aporte consiste en una investigación abarcante de los 
			prejuicios que ocupan el espíritu humano y lo mantienen separado del 
			verdadero conocimiento de las cosas, una investigación que lleva a 
			cabo una especie de limpieza metódica del espíritu humano y que es 
			más una “disciplina” que una metodología. La conocida teoría 
			baconiana de los “prejuicios” tiene el sentido de hacer simplemente 
			posible un empleo metódico de la razón. Pero no hay que limitarse en 
			estos modelos por su aspecto teleológico. El 
			que la experiencia es válida en cuanto no sea refutada por 
			una nueva experiencia, caracteriza evidentemente a la esencia 
			general de la experiencia, con independencia de que se trate de su 
			organización científica en sentido moderno o de la experiencia de la 
			vida cotidiana tal como se ha venido realizando desde siempre. Esta 
			caracterización se corresponde perfectamente con el análisis 
			“aristotélico” de la inducción. Sin embargo, la generalidad de la 
			experiencia no es todavía la generalidad de la ciencia; en 
			Aristóteles adopta más bien una posición media, indeterminada, entre 
			las muchas percepciones individuales y la generalidad verdadera del 
			concepto. La ciencia y la técnica tienen su comienzo en la 
			generalidad del concepto.  La 
			experiencia no es al ciencia misma, pero es su presupuesto 
			necesario. A su vez tiene que estar ya asegurada, esto es, las 
			observaciones individuales deben mostrar regularmente los mismos 
			resultados. Solo cuando se ha alcanzado ya la generalidad de la que 
			se trata en la experiencia puede plantearse la pregunta por la razón 
			y en consecuencia el planteamiento que conduce a la ciencia. En 
			cualquier caso importa retener que la generalidad de la experiencia 
			a que alude Aristóteles no es la generalidad del concepto ni la de 
			la ciencia. La experiencia solo se da de manera actual en las 
			observaciones individuales. No se la sabe en una generalidad 
			precedente. En esto justamente estriba la apertura básica de la 
			experiencia hacia cualquier nueva experiencia; esto no solo se 
			refiere a la idea general de la corrección de los errores sino que 
			la experiencia está esencialmente referida a su continuada 
			confirmación, y cuando ésta falla ella se convierte necesariamente 
			en otra distinta. La 
			imagen es importante porque ilustra el momento decisivo de la 
			esencia de la experiencia. La experiencia tiene lugar como un 
			acontecer del que nadie es dueño, que no está determinada por el 
			preso propio de una u otra observación sino que en ella todo viene a 
			ordenarse de una manera realmente impenetrable. La imagen retiene 
			esa peculiar apertura en la que se adquiere la experiencia; la 
			experiencia surge con esto o con lo otro, de improviso y, sin 
			embargo, no sin preparación, y vale hasta que aparezca otra 
			experiencia nueva, determinante para todo lo que sea del mismo tipo. 
			Esta es la generalidad de la experiencia a través de la cual surge 
			según Aristóteles la verdadera generalidad del concepto y la 
			posibilidad de la ciencia. La imagen ilustra como la generalidad sin 
			principios de la experiencia (la sucesión de las mismas) conduce sin 
			embargo a la unidad. Ahora bien lo que interesa a Aristóteles en la 
			experiencia es únicamente su aportación a la formación de conceptos. Y 
			cuando se considera la experiencia solo por la referencia a su 
			resultado se pasa por encima del verdadero proceso de la 
			experiencia; pues éste es esencialmente negativo. No se la puede 
			describir simplemente como la formación, sin rupturas, de 
			generalidades típicas. Esto tiene su reflejo lingüísticos en el 
			hecho de que hablamos de experiencia en un doble sentido, por una 
			parte las experiencias que se integran en nuestras expectativas 
			y las confirman, por la otra, la experiencia que se “hace”. 
			Ésta última,  la verdadera experiencia, es siempre negativa. Cuando hacemos 
			una experiencia con un objeto esto quiere decir que hasta ahora no 
			habíamos visto correctamente las cosas y que es ahora cuando por fin 
			nos damos cuenta de cómo son. La negatividad de la experiencia posee 
			en consecuencia un particular sentido productivo. En consecuencia el 
			objeto con el que se hace una experiencia no puede ser uno 
			cualquiera sino que tiene que ser tal que con él pueda accederse a 
			un mejor saber, no solo sobre él sino también sobre aquello que 
			antes se creía saber sobre una generalidad. La negación, en virtud 
			de la cual la experiencia logra esto, es una negación determinada. A 
			esta forma de la experiencia le damos el nombre de 
			dialéctica. Para 
			el momento dialéctico de la experiencia el testigo es Hegel. En él 
			es donde el momento de la historicidad obtiene su pleno derecho. 
			Hegel piensa la experiencia como la realización del escepticismo. En 
			sentido estricto no es posible “hacer” dos veces la misma experiencia. 
			Una misma cosa no puede volver a convertirse para uno en una experiencia 
			nueva. Solo un  nuevo hecho inesperado puede proporcionar al que 
			posee experiencia una nueva experiencia. De este modo la conciencia 
			que experimenta se invierte: se vuelve sobre sí misma. El que 
			experimenta se hace consciente de su experiencia, se ha vuelto un 
			experto: ha ganado un nuevo horizonte dentro del cual algo puede 
			convertirse para él en experiencia. En la
			Fenomenología del Espíritu Hegel ha mostrado cómo hace sus 
			experiencias la conciencia que quiere adquirir certeza de sí misma. 
			De este modo la conciencia que experimenta hace precisamente esta 
			experiencia: el en-sí del objeto es en-sí “para nosotros”. 
			Para Hegel la experiencia tiene la estructura de una inversión de la 
			conciencia y es por eso movimiento dialéctico. La verdadera esencia 
			de la experiencia es esta inversión. Así como se ha visto que la 
			experiencia es siempre experiencia de algo que se queda en nada: de 
			que algo no es como habíamos supuesto. A la experiencia que se hace 
			luego con otro objeto, alteran las dos cosas, nuestro saber y su 
			objeto. Ahora se sabe otra cosa, que el objeto mismo “no se 
			sostiene”. El nuevo objeto contiene la verdad sobre el anterior. 
			Hegel dice que la experiencia que hace la conciencia consigo misma llega a producir esta unidad consigo misma. Es la inversión que 
			acaece a la experiencia, que se reconoce a sí misma en lo extraño, 
			en lo otro. Para 
			él, la consumación de la experiencia es la “ciencia”, la certeza de 
			sí mismo en el saber. El patrón bajo el que piensa la experiencia 
			es el de saberse. Por eso la dialéctica de la experiencia tiene que 
			acabar en la superación de toda experiencia que se alcanza en el 
			saber absoluto, en la consumada identidad de conciencia y objeto. 
			Desde aquí se puede comprender por qué no hace justicia a la 
			conciencia hermenéutica la aplicación que hace Hegel de sus 
			conceptos a la historia cuando considera que ésta está concebida en 
			la autoconciencia absoluta de la filosofía. La esencia de la 
			experiencia es pensada aquí desde el principio, desde algo en lo que 
			la experiencia está ya superada pues la experiencia misma no puede 
			ser ciencia. La 
			verdad de la experiencia contiene siempre referencia a nuevas 
			experiencias. En este sentido la persona a la que llamamos 
			experimentada no es solo alguien que se ha hecho el que es a 
			través de experiencias, sino también alguien que esta abierto a
			nuevas experiencias. El hombre experimentado es siempre el 
			más radicalmente no dogmático, que precisamente porque ha hecho 
			tantas experiencias y ha aprendido de tanta experiencia está 
			particularmente capacitado para volver a hacer experiencias y 
			aprender de ellas. La dialéctica de la experiencia tiene su propia 
			consumación no en un saber concluyente sino en esa apertura a la 
			experiencia que es puesta en funcionamiento por la experiencia 
			misma. Pero 
			con esto, el concepto de la experiencia de que se trata ahora 
			adquiere un momento cualitativamente nuevo. Se refiere a la 
			experiencia en su conjunto. Esta es la experiencia que 
			constantemente tiene que ser adquirida y que a nadie le puede ser 
			ahorrada. La experiencia es aquí algo que forma parte de la esencia 
			histórica del hombre. En este sentido la experiencia presupone 
			necesariamente que se defrauden muchas expectativas pues solo se 
			adquiere a través de decepciones. El ser histórico del hombre 
			contiene así como elemento esencial una negatividad fundamental que 
			aparece en esta referencia esencial de experiencia y buen juicio. 
			Esquilo dice aprender del padecer. Lo que el hombre aprenderá por el 
			dolor no es esto o aquello sino la percepción de los límites del ser 
			hombre, la comprensión de que las barreras que nos separan de 
			lo divino no se pueden superar. La 
			experiencia es experiencia de la finitud humana. Es experimentado en 
			el auténtico sentido de la palabra aquel que es consciente de esta 
			limitación, aquel que sabe que no es señor ni del tiempo ni del 
			futuro; pues el hombre experimentado conoce los límites de toda 
			previsión y la inseguridad de toda plan. En él llega a su plenitud 
			el valor de verdad de la experiencia. La experiencia enseña a 
			reconocer lo que es real. Conocer lo que es, es pues, el auténtico 
			resultado de toda experiencia y de todo querer saber en general. 
			Pero lo que es no es en este caso esto o aquello, sino “lo que ya no 
			puede ser revocado”. La 
			verdadera experiencia es aquella en la que el hombre se hace 
			consciente de su finitud. En ella encuentran su límite el poder 
			hacer y la autoconciencia de una razón planificadora. Es entonces 
			cuando se desvela como pura ficción la idea de que se puede dar 
			marcha atrás a todo, de que siempre hay tiempo para todo y de que un 
			modo u otro acaba retornando. El que está y actúa en la historia 
			hace constantemente la experiencia de que nada retorna. La verdadera 
			experiencia es así experiencia de la propia historicidad. Como 
			auténtica forma de la experiencia tendrá que reflejar la estructura 
			general de ésta. Por eso tendremos que buscar en la experiencia 
			hermenéutica los momentos que hemos distinguido antes en el 
			análisis de la experiencia. La 
			experiencia hermenéutica tiene que ver con la tradición. Es ésta la 
			que tiene que acceder a la experiencia. Sin embargo, la tradición no 
			es un simple acontecer que pudiera conocerse y dominarse por la 
			experiencia, sino que es lenguaje, esto es, habla por si 
			misma como lo hace un tú. El tú no es objeto sino que se comporta 
			respecto a objetos. Pero esto no debe mal interpretarse, por el 
			contrario estamos convencidos de que la comprensión de la tradición 
			no entiende el texto transmitido como la manifestación vital de un 
			tú, sino como un contenido de sentido libre de toda atadura de los 
			que opinan, del yo y del tú. Es 
			claro que la experiencia del tú tiene que ser algo específico 
			por el hecho de que el tú no es un objeto sino que él mismo se 
			comporta respecto a uno.
			Existe una experiencia del tú que observando el comportamiento de 
			los otros hombres detecta elementos típicos, y que gracias a esta 
			experiencia adquiere capacidad de previsión sobre el otro. Esto es 
			lo que podemos llamar conocimiento de gentes. Comprendemos al otro 
			de la misma manera que comprendemos cualquier proceso típico dentro 
			de nuestro campo de experiencia, esto es, podemos contar con él. 
			Moralmente hablando este comportamiento hacia el tú significa la 
			pura referencia a sí mismo y repugna a la determinación moral del 
			hombre. Hallamos en esto la fe ingenua del método y en la 
			objetividad que este proporciona. El que comprende la tradición de 
			esta manera la convierte en objeto, y se enfrenta a ella, sin verse 
			afectado, y desconecta todos los momentos subjetivos de ella. Una 
			manera distinta de experimentar y comprender al tú consiste en que 
			éste es reconocido como persona, pero que a pesar de incluir a la 
			persona en la experiencia del tú, la comprensión de éste sigue 
			siendo un modo de la referencia a sí mismo. Esta autorreferencia 
			procede de la apariencia dialéctica que lleva consigo la dialéctica 
			de la relación entre el yo y el tú. La relación entre el yo y el tú 
			no es inmediata sino reflexiva. A toda pretensión se le opone una contrapretensión. Así surge la posibilidad de que cada parte de la 
			relación se salte reflexivamente a la otra. Con ello el tú pierde la 
			inmediatez con que orienta sus pretensiones hacia uno. Es 
			comprendido, pero en el sentido de que es anticipado y aprehendido 
			reflexivamente desde la posición del otro.  La historicidad interna 
			de todas las relaciones vitales entre los hombres consiste en que 
			constantemente se está luchando por el reconocimiento recíproco. La 
			experiencia del tú que se adquiere así es objetivamente más adecuada 
			que el conocimiento de gentes, que solo pretende poder calcular 
			sobre ellos. Es una pura ilusión ver en el otro un instrumento 
			dominable y manejable. Pero la dialéctica de la reciprocidad que 
			domina la relación entre el yo y el tú permanece necesariamente 
			oculta para la conciencia del individuo. La pretensión de comprender 
			al otro anticipándose cumple la función de mantener en realidad a 
			distancia la pretensión del otro. Esto es bien conocido en la 
			relación educativa. En el 
			terreno hermenéutico el correlato de esta experiencia del tú es lo 
			que acostumbra a llamarse la conciencia histórica. Esta tiene 
			noticia de la alteridad del otro y de la alteridad del pasado, igual 
			que la comprensión del tú tiene noticia del carácter personal de 
			éste. La 
			conciencia histórica que quiere comprender la tradición no puede 
			abandonarse a la forma metódica-crítica de trabajo con que se acerca 
			a las fuentes, como si ella fuese suficiente para prevenir la 
			contaminación con sus propios juicios y prejuicios. Verdaderamente 
			tiene que pensar también la propia historicidad. Estar en la 
			tradición no limita la libertad del conocer sino que la hace 
			posible. Este 
			conocimiento y reconocimiento es el que constituye la tercera y más 
			elevada manera de experiencia hermenéutica: al apertura a la 
			tradición que posee la conciencia de la historia efectual. 
			También ella tiene un auténtico correlato en la experiencia del tú. 
			En el comportamiento de los hombres entre sí lo que importa es 
			experimentar al tú realmente como un tú, esto es, no pasar por alto 
			su pretensión y dejarse hablar por él. Para esto es necesario estar 
			abierto. Sin embargo, en último extremo esta apertura solo se da 
			para aquel por quien uno quiere dejarse hablar; o bien, el que se 
			hace decir algo está fundamentalmente abierto. Si no existe esta 
			mutua apertura tampoco hay verdadero vínculo humano. La apertura 
			hacia el otro implica el reconocimiento de que debo estar dispuesto 
			a dejar valer en mi algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo 
			vaya a hacer valer contra mí. He aquí un correlato de la experiencia 
			hermenéutica. Uno tiene que dejar valer a la tradición en sus 
			propias pretensiones, y no en el sentido de un mero reconocimiento 
			de la alteridad del pasado sino en el que ella tiene algo que decir. 
			También esto requiere una forma fundamental de apertura.
 La conciencia de la historia efectual va más allá de la ingenuidad 
			del comparar e igualar dejando que la tradición se convierta en 
			experiencia y manteniéndose abierta a la pretensión de verdad que le 
			sale al encuentro desde ella. La conciencia hermenéutica tiene su 
			consumación no en su certidumbre metodológica sobre sí misma sino 
			en la apertura a la experiencia que caracteriza al hombre 
			experimentado frente al dogmático. Es esto lo que caracteriza a la 
			conciencia de la historia efectual desde el concepto de experiencia.
 
 c) 
			La primacía hermenéutica de la pregunta. 
			1. El modelo de la dialéctica platónica.
 
			Debemos preguntarnos por la estructura lógica de la apertura. Es 
			claro que en toda experiencia está presupuesta la estructura de la 
			pregunta.   
			No se hacen experiencias sin la actividad del preguntar. 
			La apertura que caracteriza a la esencia de la experiencia es 
			lógicamente hablando esta apertura del “casi  o de otro modo”. Tiene 
			la estructura de la pregunta. La forma lógica de la pregunta y la 
			negatividad que les es inherente encuentran su consumación en una 
			negatividad radical: en el saber que no se sabe. Es 
			esencial a toda pregunta el que tenga un cierto sentido. Un sentido 
			de orientación. Con la pregunta lo preguntado es colocado bajo una 
			determinada perspectiva. El que surja una pregunta supone siempre 
			introducir una cierta ruptura en el ser de lo preguntado. Para poder 
			preguntar hay que querer saber, esto es, saber que no se sabe. Una 
			conversación que quiera llegar a explicar una cosa tiene que empezar 
			por quebrantar esta cosa a través de una pregunta. Esta 
			es la razón por la que la dialéctica se realiza en preguntas y 
			respuestas, y por lo que todo saber pasa por la pregunta. Preguntar 
			quiere decir abrir. El sentido del preguntar consiste precisamente 
			en dejar al descubierto la cuestionabilidad de lo que se pregunta. 
			Se trata de ponerlo en suspenso de manera que se equilibren el pro y 
			el contra. Sin 
			embargo, la apertura de la pregunta también tiene sus límites. En 
			ella está contenida una delimitación implicada por el horizonte de 
			la pregunta. Una pregunta sin horizonte es una pregunta en vacío. El 
			planteamiento de una pregunta implica la apertura pero también su 
			limitación. Implica una fijación expresa de los presupuestos que 
			están en pie y desde los cuales se muestra la cantidad de duda que 
			queda abierta. Decimos que una pregunta está mal planteada cuando no 
			alcanza lo abierto sino que lo desplaza manteniendo falsos 
			presupuestos. Una 
			pregunta sin sentido no tiene posible respuesta porque solo en 
			apariencia conduce a esa situación abierta de suspensión en la que 
			es posible tomar una decisión. La falta de sentido de una pregunta 
			consiste en que no contiene una verdadera orientación de sentido y 
			en que por eso no hace posible una respuesta. Sentido es siempre 
			orientación del sentido de una posible pregunta. El sentido de lo 
			que es correcto tiene que responder a la orientación iniciada por la 
			pregunta. En la 
			medida en que la pregunta se plantea como abierta comprende siempre 
			lo juzgado tanto en el sí como en el no. En esto estriba la relación 
			esencial entre preguntar y saber. Pues la esencia del saber no 
			consiste solo en juzgar correctamente sino en excluir lo incorrecto 
			al mismo tiempo y por la misma razón. La decisión de una pregunta es 
			el camino hacia el saber. La cosa misma solo llega a saberse cuando 
			se resuelven las instancias contrarias y se penetra de lleno en la 
			falsedad de los contraargumentos. Saber quiere decir siempre entrar 
			al mismo tiempo en lo contrario. El saber es fundamentalmente 
			dialéctico. La opinión es lo que reprime el preguntar. En 
			realidad el impulso que representa aquello que no quiere integrarse 
			en las opiniones preestablecidas es lo que nos mueve a hacer 
			experiencias. Por eso también el preguntar es más un padecer que un 
			hacer. La pregunta se impone; llega un momento en que ya no se la 
			puede seguir eludiendo ni permanecer en la opinión acostumbrada. La 
			dialéctica como arte de preguntar solo se manifiesta en que aquel 
			que sabe preguntar es capaz de mantener en pie sus preguntas, esto 
			es, su orientación abierta. El arte de preguntar es el arte de 
			seguir preguntando y esto significa que es el arte de pensar. Se 
			llama dialéctica por que es el arte de llevar una auténtica 
			conversación. Para 
			llevar una conversación es necesario en primer lugar que los 
			interlocutores no argumenten en paralelo. Por eso tiene 
			necesariamente la estructura de pregunta y respuesta. La primera 
			condición del arte de la conversación es asegurarse de que el 
			interlocutor sigue el paso de uno. Llevar una conversación quiere 
			decir ponerse bajo la dirección del tema sobre el que se orientan 
			los interlocutores. Requiere no aplastar al otro con argumentos sino 
			sopesar realmente el peso objetivo de la opinión contraria. En esto 
			es arte de ensayar, sin embargo, el arte de ensayar es el arte de 
			preguntar. El que posee el arte de preguntar es el que sabe 
			defenderse de la represión del preguntar por la opinión dominante. La 
			dialéctica, como el arte de llevar una conversación, es al mismo 
			tiempo el arte de mirar juntos en la unidad de una intención, esto 
			es, el arte de formar conceptos como elaboración de lo que se opina 
			comúnmente. Por eso cuando la tarea hermenéutica se concibe como un 
			entrar en diálogo con el texto, esto es algo más que una metáfora, 
			es un verdadero recuerdo de lo originario. El que la interpretación 
			que lo logra se realice lingüísticamente no quiere decir que se vea 
			desplazada a un medio extraño, sino al contrario, que se restablece 
			una comunicación de sentido originaria. Lo transmitido en forma 
			literaria es así recuperado, desde el extrañamiento en el que se 
			encontraba, al presente vivo del diálogo cuya realización originaria 
			es siempre preguntar y responder.
 
			2. La lógica de pregunta y respuesta.
 
 El que un texto trasmitido se 
			convierta en objeto de la interpretación quiere decir para empezar 
			que plantea una pregunta al intérprete. Comprender un texto quiere 
			decir comprender esta pregunta. Así se reconoce éste como el 
			horizonte del preguntar, en el marco del cual se determina la 
			orientación del sentido del texto. Así el que quiere comprender 
			tiene que retroceder con sus preguntas más allá de lo dicho; tiene 
			que entenderlo como su respuesta a una pregunta para la cual es 
			respuesta. Un texto solo es comprendido en su sentido cuando se ha 
			ganado el horizonte del preguntar, que como tal contiene 
			necesariamente también otras respuestas posibles. La lógica de las 
			ciencias del espíritu es una lógica de la pregunta.
 
			Collingwood argumenta que en realidad un texto solo se comprende 
			cuando se ha comprendido la pregunta para la que es respuesta. Es 
			como la comprensión de las obras de arte. Una  obra de arte tampoco 
			se comprende más que si se presupone su adecuación. De hecho éste es 
			un axioma de toda hermenéutica, ya que hemos tratado antes como 
			“anticipación de la totalidad”.  Para Collingwood este es el nervio 
			de todo conocimiento histórico. El método histórico requiere la 
			aplicación de la lógica de pregunta y respuesta a la tradición 
			histórica. Los acontecimientos históricos solo se comprenden cuando 
			se reconstruye la pregunta a la que en cada caso quería responder la 
			actuación histórica de las personas. 
			Frente a la tradición histórica la doctrina de Hegel no posee más 
			que una verdad particular. En general, experimentamos el curso de 
			las cosas como algo que nos obliga continuamente a alterar nuestros 
			planes y expectativas. Pero aplicar esta experiencia al conjunto de 
			la historia implica realizar una tremenda extrapolación que 
			contradice estrictamente a nuestra experiencia de la historia. 
			Collingwood no tiene razón cuando por motivos de método considera 
			absurdo distinguir la pregunta a la que el texto debe responder de 
			la pregunta a la que realmente responde. Solo tiene razón en la 
			medida en que, en general, la comprensión de un texto no acostumbra a 
			contener esta distinción, en la medida de que uno mismo se refiere a 
			las cosas de las que habla el texto. Frente a esto la reconstrucción 
			de las ideas del autor es una tarea completamente distinta. Habrá 
			que preguntarse cuáles son las condiciones bajo las que se plantea 
			esta tarea. Se ha destacado que todo historiador y filólogo tiene 
			que contar por principio con la imposibilidad de cerrar el horizonte 
			de sentido en el que se mueven cuando comprenden. A través de su 
			actualización en la comprensión los textos se integran en un 
			auténtico acontecer, igual que los eventos en virtud de su propia 
			continuación. Toda actualización en la comprensión puede entenderse 
			a sí misma como una posibilidad histórica de lo comprendido. La 
			reconstrucción de la pregunta a la que supone que responde el texto 
			está ella misma dentro de un hacer preguntas con el que nosotros 
			mismos intentamos buscar la respuesta a la pregunta que nos plantea 
			la tradición. Pues una pregunta reconstruida no puede encontrarse 
			nunca en su horizonte originario. En este sentido es una necesidad 
			hermenéutica estar siempre más allá de la mera reconstrucción.  La 
			estrecha relación que aparece entre preguntar y comprender es la que 
			da a la experiencia hermenéutica su verdadera dimensión. Preguntar 
			permite siempre ver las posibilidades que quedan en suspenso. 
			Comprender la cuestionabilidad de algo es en realidad siempre 
			preguntar. Cuando alguien dice “aquí cabría preguntar”, esto es 
			ya una verdadera pregunta, atenuada por prudencia o cortesía.
 Comprender una pregunta quiere decir preguntarla. Comprender una 
			opinión quiere decir entenderla como respuesta a una pregunta. La 
			reflexión sobre la experiencia hermenéutica reconduce los problemas 
			a preguntas que se plantean y que tienen sentido en su motivación. 
			La dialéctica de pregunta y respuesta que se ha descubierto en la 
			estructura de la experiencia hermenéutica nos permite determinar con 
			más detenimiento la clase de conciencia que es la conciencia de la 
			historia efectual. Pues la dialéctica de pregunta y respuesta  
			permite que la relación de la comprensión se manifieste por sí misma 
			como una relación recíproca semejante a la de una conversación. Es 
			verdad que un texto no nos habla como lo haría un tú. Somos 
			nosotros, los que comprendemos, quienes tenemos que hacerlo hablar 
			con nuestra iniciativa. Esta fusión de 
			horizontes que tiene lugar en la comprensión es el rendimiento 
			genuino del lenguaje.
 
			
	
			
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