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En algún
apartado rincón del universo centelleante, desparramado en
innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que
animales inteligentes inventaron el
conocimiento. Fue el minuto más
altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas,
sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro
se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien
podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría
ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco,
cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el
intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las
que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá
sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión
ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano,
y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si
en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos
comunicarnos
con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el
aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de
este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e
insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del
conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo
modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más
soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido
de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.
Es digno
de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo,
sólo ha sido añadido precisamente como un recurso de los seres más
infelices, delicados y efímeros, para conservarlos un minuto en la
existencia, de la cual, por el contrario, sin ese aditamento
tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el
hijo de Lessing. Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la
sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de
los hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia,
puesto que aquél proporciona la más aduladora valoración sobre el
conocimiento mismo. Su efecto más general es el engaño —pero también
los efectos más particulares llevan consigo algo del mismo
carácter.
El
intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus
fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio merced
al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como
aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la
existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de
rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de
fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la
murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el
enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación
ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo
incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto
regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de
que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y
pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en
ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la
superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce
en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir
estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además,
durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el
sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo,
mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad,
han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el
hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque
sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina
iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las
cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las
circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su
circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras,
quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella
ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar
fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y
vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la
codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su
ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de
un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta
constelación, el impulso hacia la verdad?
En un
estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se
quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto
y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto
que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea existir
en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de
acuerdo con éste, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el
más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva
algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese
misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo
que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha
inventado una designación de las cosas uniformemente válida y
obligatoria, y el poder legislativo del
lenguaje proporciona también
las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez
el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las
designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal
como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación
correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las
convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no
invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que
además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y,
por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no
huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el
engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino
las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de
embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido
análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la
verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al
conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las
verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y,
además, ¿qué sucede con esas convenciones del
lenguaje? ¿Son quizá
productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan
las designaciones y las cosas? ¿Es el
lenguaje la expresión adecuada
de todas las realidades?
Solamente
mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse
que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de
señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es
decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones
por verdades. ¿Qué es una
palabra? La reproducción en sonidos de un
impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso
la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de
un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos
decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la
génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese
también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos
decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo
“duro” de otra manera y no solamente como una excitación
completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros,
caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino:
¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima
del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación
cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto,
atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las
delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de
una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes
lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las
palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada
pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí”
(esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es
totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador
del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas
con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas
más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en
una imagen! Primera metáfora. ¡La
imagen transformada de nuevo en un
sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una
esfera a otra completamente distinta. Se podría pensar en un hombre
que fuese completamente sordo y jamás hubiera tenido ninguna
sensación sonora ni musical; del mismo modo que un hombre de estas
características se queda atónito ante las figuras acústicas de Ernst Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la
cuerda y jurará entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo
que los hombres llaman “sonido”, así nos sucede a todos nosotros con
el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos
de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más
que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las
esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la
arena, la enigmática x de la cosa en sí se presenta en principio
como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido.
Por tanto, en cualquier caso, el origen del
lenguaje no sigue un
proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del
cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador,
el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la
esencia de las cosas.
Pero
pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda
palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que
justamente no ha de servir para la experiencia singular y
completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo,
como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con
innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares,
jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente
diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no
iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a
otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al
abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al
olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la
representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de
las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a
partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas,
calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan
torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como
copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es “honesto”. ¿Por
qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta
suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto
significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no
sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial, denominada
“honestidad”, pero sí de una serie numerosa de acciones
individuales, por lo tanto desemejantes, que igualamos olvidando las
desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al
final formulamos a partir de ellas una qualitas occulta con el
nombre de “honestidad”.
La
omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto
del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la
naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como tampoco ningún
tipo de géneros, sino solamente una x que es para nosotros
inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre
individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia de
las cosas, aun cuando tampoco nos aventuramos a decir que no le
corresponde: en efecto, sería una afirmación dogmática y, en cuanto
tal, tan demostrable como su contraria.
¿Qué es
entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas,
metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de
relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas
poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un
pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son
ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han
vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su
troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como
metal.
No
sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues
hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la
sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar las
metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado atención,
dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con
una convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo con un
estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de
que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada
inconscientemente y en virtud de hábitos seculares —y precisamente
en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este
olvido, adquiere el sentimiento de la verdad. A partir del
sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”,
otra como “fría” y una tercera como “muda”, se despierta un
movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del
mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye, el
hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso
de la verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser
racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más el
ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones;
generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más
descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su
acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de
esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema;
en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En
el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría
conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un
orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de
leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se
contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas
como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano
y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa.
Mientras
que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica
y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el
gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un
columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad
peculiares de la
matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa
frialdad, se resiste a creer que también el concepto, óseo y
octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el
residuo de una metáfora, y que la ilusión de la extrapolación
artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre, sí,
sin embargo, la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de
ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de
cada dado según su designación; contar exactamente sus puntos,
formar las clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el
orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los romanos
y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas
y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum, a un
dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante
matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por amor
a la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en
su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso
genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables
y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de
conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo
en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de
telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las
olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier
soplo de viento. Como genio de la
arquitectura el hombre se eleva
muy por encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de
la naturaleza; aquél, con la materia bastante más delicada de los
conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por sí mismo.
Aquí él es acreedor de admiración profunda —pero no ciertamente por
su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas. Si
alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la
busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de
qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo,
esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la
“verdad” dentro del recinto de la razón. Si doy la definición de
mamífero y a continuación, después de haber examinado un camello,
declaro: “he aquí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha
traído a la luz una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero
decir; es antropomórfica de cabo a rabo y no contiene un solo punto
que sea “verdadero en sí”, real y universal, prescindiendo de los
hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la
metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del
mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los
casos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el
astrólogo considera a las estrellas al servicio de los hombres y en
conexión con su felicidad y con su desgracia, así también un
investigador tal considera que el mundo en su totalidad está ligado
a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido
original, el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el
hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de
todas las cosas; pero entonces parte del error de creer que tiene
estas cosas ante sí de manera inmediata, como objetos puros. Por
tanto, olvida que las metáforas intuitivas originales no son más que
metáforas y las toma por las cosas mismas.
Sólo
mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo
mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente
primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la
capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la
invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una
verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el
hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto
artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y
consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera
de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría
en el acto su “conciencia de sí mismo”. Le cuesta trabajo reconocer
ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo
completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de
las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de
sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la
medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que
no se dispone. Pero, por lo demás, la “percepción correcta” —es
decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto— me parece un
absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre dos esferas
absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay
ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo
sumo, una conducta estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un
traducir balbuciente a un lenguaje completamente extraño, para lo
que, en todo caso, se necesita una esfera intermedia y una fuerza
mediadora, libres ambas para poetizar e inventar. La palabra
“fenómeno” encierra muchas seducciones, por lo que, en lo posible,
procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las
cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor que careciese de
manos y quisiera expresar por medio del canto el cuadro que ha
concebido, revelará siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho
más sobre la esencia de las cosas que en el mundo empírico. La misma
relación de un impulso nervioso con la
imagen producida no es, en
sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido millones
de veces y se ha transmitido hereditariamente a través de muchas
generaciones de hombres, apareciendo finalmente en toda la humanidad
como consecuencia cada vez del mismo motivo, acaba por llegar a
tener para el hombre el mismo significado que si fuese la única
imagen necesaria, como si la relación del impulso nervioso original
con la imagen producida fuese una relación de causalidad estricta;
del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería percibido y
juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la
petrificación de una metáfora no garantizan para nada en absoluto la
necesidad y la legitimación exclusiva de esta metáfora.
Sin duda,
todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha
sentido una profunda desconfianza hacia todo idealismo de este tipo,
cada vez que se ha convencido con la claridad necesaria de la
consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la
naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en
las alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo
microscópico, todo es tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan
regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavará eternamente con
éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre habrá de concordar
entre sí y no se contradecirá. Qué poco se asemeja esto a un producto
de la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al descubierto en
alguna parte de la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe
decir por lo pronto que, si cada uno de nosotros tuviese una
percepción sensorial diferente, podríamos percibir unas veces como
pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si alguno de
nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso
un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de
tal regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la
concebiría como una creación altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es,
en suma, para nosotros una ley de la naturaleza? No nos es conocida
en sí, sino solamente por sus efectos, es decir, en sus relaciones
con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, sólo nos son
conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas
relaciones no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos
resultan completamente incomprensibles en su esencia; en realidad
sólo conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el
espacio, por tanto las relaciones de sucesión y los números. Pero
todo lo maravilloso, lo que precisamente nos asombra de las leyes de
la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y lo que podría
introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo, reside
única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad
de las representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas
nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la
misma necesidad que la araña teje su tela; si estamos obligados a
concebir todas las cosas solamente bajo esas formas, entonces no es
ninguna maravilla el que, a decir verdad, sólo captemos en todas las
cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas deben llevar
consigo las leyes del número, y el número es precisamente lo más
asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las órbitas de los
astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos
infunde, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros
introducimos en las cosas, de modo que, con esto, nos infundimos
respeto a nosotros mismos. En efecto, de aquí resulta que esta
producción artística de metáforas con la que comienza en nosotros
toda percepción, supone ya esas formas y, por tanto, se realizará en
ellas; sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias
resulta posible explicar el que más tarde haya podido construirse
sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Este
edificio es, efectivamente, una imitación, sobre la base de las
metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo y número.
2
Como
hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja
originariamente el lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja
construye las celdas y, simultáneamente, las rellena de miel, del
mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones;
construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia
y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese
colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar
dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo
antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata su vida a la razón y a
los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, el
investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para
que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese
baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que
existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que
oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente
diferente con las más diversas etiquetas.
Ese
impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental
del hombre del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues
si así se hiciese se prescindiría del hombre mismo, no queda en
verdad sujeto y apenas si domado por el hecho de que con sus
evanescentes productos, los conceptos, resulta construido un nuevo
mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza. Busca un nuevo
campo para su actividad y otro cauce y lo encuentra en el mito y,
sobre todo, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas
de los conceptos introduciendo de esta manera nuevas
extrapolaciones, metáforas y metonimias; continuamente muestra el
afán de configurar el mundo existente del hombre despierto,
haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan
inconexo, tan encantador y eternamente nuevo, como lo es el mundo de
los sueños. En sí, ciertamente, el hombre despierto solamente
adquiere conciencia de que está despierto por medio del rígido y
regular tejido de los conceptos y, justamente por eso, cuando en
alguna ocasión un tejido de conceptos es desgarrado de repente por
el arte llega a creer que sueña. Tenía razón Pascal cuando afirmaba
que, si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño, nos
ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos cada día: “Si
un artesano estuviese seguro de que sueña cada noche, durante doce
horas completas, que es rey, creo —dice Pascal— que sería tan
dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas
que es artesano”. La diurna vigilia de un pueblo míticamente
excitado, como el de los antiguos griegos, es, de hecho, merced al
milagro que se opera de continuo, tal y como el mito supone, más
parecida al sueño que a la vigilia del pensador científicamente
desilusionado. Si cada árbol puede hablar como una ninfa, o si un
dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de
pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compañía de
Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro —y
esto el honrado ateniense lo creía—, entonces, en cada momento, como
en sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea
alrededor del hombre como si solamente se tratase de una mascarada
de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma el
engañar a los hombres bajo todas las figuras.
Pero el
hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y
está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra
cuentos épicos como si fuesen verdades, o cuando en una obra de
teatro el cómico, haciendo el papel de rey, actúa más regiamente que
un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro del fingir, se
encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo
como puede engañar sin causar daño, y en esos momentos celebra sus
Saturnales. Jamás es tan exuberante, tan rico, tan soberbio, tan
ágil y tan audaz: poseído de placer creador, arroja las metáforas
sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones de tal
manera que, por ejemplo, designa el río como el camino en movimiento
que lleva al hombre allí donde habitualmente va. Ahora ha arrojado
de sí el signo de la servidumbre; mientras que antes se esforzaba
con triste solicitud en mostrar el camino y las herramientas a un
pobre individuo que ansía la existencia y se lanza, como un siervo,
en busca de presa y botín para su señor, ahora se ha convertido en
señor y puede borrar de su semblante la expresión de indigencia.
Todo lo que él hace ahora conlleva, en comparación con sus acciones
anteriores, el fingimiento, lo mismo que las anteriores conllevaban
la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa
buena y parece darse por satisfecho con ella. Ese enorme entramado y
andamiaje de los conceptos al que de por vida se aferra el hombre
indigente para salvarse, es solamente un armazón para el intelecto
liberado y un juguete para sus más audaces
obras de arte y, cuando
lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar
irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, pone
de manifiesto que no necesita de aquellos recursos de la indigencia
y que ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. No
existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a
la región de los esquemas espectrales, las abstracciones; la palabra
no está hecha para ellas, el hombre enmudece al verlas o habla en
metáforas rigurosamente prohibidas o mediante concatenaciones
conceptuales jamás oídas, para corresponder de un modo creador,
aunque sólo sea mediante la destrucción y el escarnio de los
antiguos límites conceptuales, a la impresión de la poderosa
intuición actual.
Hay
períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan
juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la
abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el
primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las
necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y
regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”,
esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de
apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la
Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa
que su adversario, puede, si las circunstancias son favorables,
configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la
vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las
intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño
acompañan todas las manifestaciones de una vida de esa especie. Ni
la casa, ni el paso, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro
descubren que ha sido la necesidad la que los ha concebido: parece
como si en todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y
una serenidad olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad.
Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones
solamente conjura la desgracia mediante ellas, sin extraer de las
abstracciones mismas algún tipo de felicidad; mientras que aspira a
liberarse de los dolores lo más posible, el hombre intuitivo,
aposentado en medio de una
cultura, consigue ya, gracias a sus
intuiciones, además de conjurar los males, un flujo constante de
claridad, animación y liberación. Es cierto que sufre con más
vehemencia cuando sufre; incluso sufre más a menudo porque no sabe
aprender de la experiencia y tropieza una y otra vez en la misma
piedra en la que ya ha tropezado anteriormente. Es tan irracional en
el sufrimiento como en la felicidad, se desgañita y no encuentra
consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las
mismas desgracias, instruido por la experiencia y autocontrolado a
través de los conceptos! Él, que sólo busca habitualmente
sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las
incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como
aquél, en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no presenta
un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de
máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera
altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve
en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.
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Título original:
Über Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne
(Sobre
verdad y mentira en sentido extramoral);
1873.
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