El gran
problema de Hamlet, dígase de una buena vez, es tener un padre
fantasma. Las cuitas del Príncipe de Dinamarca estaban mucho más
lejos de lo existencial, lo bibliográfico o lo edípico, como se ha
insistido hasta el estremecimiento, que del drama comunicativo. Tan
claro lo tenía Shakespeare que él mismo, actor modesto según los
registros, tomaba a su cargo la interpretación del espectral padre,
el homónimo rey Hamlet, ése mismo que le encomienda a su hijo la
venganza, por haber sido él envenenado por el
oído. Y dígase también
de una vez: la oscilación entre el ser y el dejar de ser en que para
siempre nos dejó Hamlet Jr. no es sino el alcance de un mensaje
fantasma, o emitido por un fantasma; la carga letal de un recado
envenenado que, tras infectar al heredero, termina arrasando con el
entero reino de Dinamarca, al que conquista sin resistencia el
noruego Fortimbrás, que al pisar el palacio real solo encuentra un
cortejo de cadáveres.
Cuando el
mensaje es espectral, las instituciones implosionan: del autor al
personaje, del padre al heredero, del rey a sus súbditos, del
Estado
a sus ciudadanos, de la maestra al educando, todos aquellos
involucrados en la transmisión necesitan se instituya un emisor; de
lo contrario, la institución se desvanece. Del siglo XIX en
adelante, o si se quiere desde que otro danés, Søren Kierkegaard,
publicara en 1843 Temor y temblor, vino
Dios a ocupar la
investidura del fantasma, ese alguien que, si alguna vez le habló a
Abraham desde el absurdo, ya se había abandonado al silencio; ahora
bien, desde fines del siglo XX en adelante, ha sido el
Estado, y con
éste sus distintos aparatos de reproducción ideológica, los que se
han afantasmado.
¿Qué es un
fantasma, finalmente? Una pestilente mímica del ser. Hamlet trata en
vano de convencerse de lo que debe emprender, haciendo que unos
actores representen lo que la aparición le ha contado. En su tarea
aniquiladora el mensaje espectral necesita, para siquiera
articularse, de sobrerrepresentación, de sobreactuado. Así
Uruguay,
sin ir más lejos, padece hoy la fantasmática disolución a la que lo
somete un presidente que prefiere abollar la butaca de una
radioemisora y no el sillón presidencial. Desde el micrófono,
inclaudicable, amonesta al gobierno como si el gobierno no fuera él,
o como si él fuera su propia sombra opositora, desdiciéndose un día
sí y al siguiente también. Explicita su obligación como “mover la
agenda”, cosa que debe hacer “tirando pelotazos”, y es así como, en
dengue de taura con resabios de infante danés, se vive o sobreactúa
como si fuera y no fuera el presidente, como si, lo mismo que ayer,
anduviera recluido en las trincheras de la oposición. Como se
desdice incansable, somete a la ciudadanía a vivir en constante
ruido comunicativo, en perpetua contramarcha de sentido.
Ahora bien,
cabe recordar que fueron precisamente sus dotes de broadcaster los
que llevaron a Mujica a la presidencia de la República; en él hablan
los vectores de la comunicación de hoy, unos que, más que decir, son
la mímica del dicho, la grandilocuencia alucinatoria de un mensaje
jamás emitido. Lo que impera en nuestros días es lo que
prematuramente atribuló al príncipe de Dinamarca: la mímica de la
comunicación, una sobreabundancia de canales que dicen nada, que no
dicen otra cosa, como se pasará a ver, que aquí estamos, comunicando
nada a nadie.
James
Joyce, ese nocivo
El
escándalo comunicativo ha prodigado obras magnas.
Shakespeare, claro
está, lo manejaba con insistencia (no solo en Hamlet sino también en
Macbeth, usurpador de trono que se rompe la crisma tratando de dar
sentido a otro mensaje ponzoñoso, en este caso al entreverado
augurio de tres brujas, o en los cofres de Porcia, en el Mercader de
Venecia, o en los acertijos mortíferos que debe resolver Pericles,
príncipe de
Tiro). Sin embargo, tal vez haya sido en la
modernidad
donde mejor se lo haya tematizado. Baste pensar en ese asombroso
fiasco comunicativo conocido como “Tertulia lunática”, de
Julio
Herrera y Reissig,
en las suculentas raciones de “no dicho” en que se sostienen los
versos de Stéphane Mallarmé, en el evasivo Prufrock de la balada de
T.S Eliot,
y, claro está, también en las obras más cuantiosas de
James Joyce,
Ulises y Finnegans Wake.
En el caso
del irlandés Joyce, de todos modos, no se trata de incomunicación
por defecto sin por exceso: basta leer diez, veinte, cincuenta
páginas del Finnegans para resignarse a que uno no puede
seguir leyendo como acostumbraba, a que es imposible dar otro
sentido que no sea fragmentario, siendo que su protagonista HCE (Here
comes Everybody) no es uno, un sujeto, sino un alguien, una
intensidad fragmentada en todo el mundo. De
ventriloquia del Congo
trataba Herrera su poema, y de una ventriloquia interminable, en que
todo el mundo, en cualquier lengua, muerta o viva, se hace
presente en un texto, trata la obra de Joyce. Se dijera que
allí, hace más de 70 años, había comparecido, en formato de
libro,
esa explosión de hipertextos que hoy conocemos como red de redes. En
ese sentido, cabría pensar la obra de Joyce como una fuente de la
que seguir abrevando para entender, precisamente, el fervor de
conectividad que nos hace hoy día; más aún, se debería entender que
subsiste en su obra un sentido que recién ahora, en estos días de
yo
diluido en redes, empieza a desencadenarse. En ese sentido, no deja
de resultar paradojal que, a principios de agosto de 2012, una
luminaria del mundo impreso avise, en la Folha de Sao Paulo,
que la obra de Joyce ha sido, no un preanuncio de mundos, sino un
tósigo.
En efecto,
cierto brasileño que vende millonadas de libros, Paulo Coelho,
declaró en Folha contra Joyce. En la entrevista, con
despampanente imprecisión, Coelho se califica a sí mismo de autor
moderno, eso que eran precisamente Joyce o Eliot, o Ezra Pound, o
Yeats, modernists, como eran modernistas, en Brasil,
Mario y Oswald de Andrade, o subsiguientes
monumentos literarios como el
Gran Sertón Veredas de João Guimarães Rosa
o las Galaxias de Haroldo de Campos. Hasta ayer se tenía a
Joyce por uno de los inventores de la
literatura del siglo XX, y en
particular desde la publicación de Ulises en 1922, obra en la
que han abrevado directa e indirectamente, sabiéndolo o no, los
mayores escritores de los últimos 80 años, desde Samuel Beckett a
Jorge Luis Borges, desde
Marguerite Yourcenar a Thomas Pynchon, o
incluso desde José Lezama Lima a Felisberto Hernández o
Juan Carlos
Onetti, pasando por las letras de
Bob Dylan. Y si se suponía que eso
que algún brasilero llama estilo era una revolución tecnológica, que
le dio voz a la duración bergsoniana, al torrente del pensamiento, a
la opacidad del subconsciente, en fin, a la encrucijada de tiempos y
culturas y a cualquier
idea interesante surgida en la
modernidad,
ahora Coelho, implacable, ha venido a sacar a toda esta prosapia de
autores y voces de su miserable error, afirmando sin dobleces que el
Ulises “le ha hecho mal a la humanidad”.
Por
supuesto, las respuestas no se hicieron esperar, desde la del
británico The Guardian, que asume que Coelho tiene derecho a
su “tonta opinión”,
hasta la tautológica del New York Times que, desde el propio
título, avisa que el brasilero es un idiota.
Semejantes respuestas –argumentum ad hominem– inhibirían de
mayor comentario, si no fuera porque dejan de lado el punto más
interesante: desde qué lugar, además de la
idiocia, se expide
Coelho.
En primer término, cabe advertir que el proverbio latino aquila
non capit muscas (el águila no entiende a las moscas) debería
aplicarse de forma cautelar: no hay manera en que Joyce, en caso de
ser mediado a nuestros días, pueda entender a este detractor,
sencillamente porque ambos viven en dos universos incompatibles, el
irlandés en la obra y en la
comunicación, el brasilero en su mímica.
Si Coelho
se profiere moderno es porque, según él, hace “que lo difícil
parezca sencillo, y así me puedo comunicar con todo el mundo”.
Por el contrario, el demodé
Joyce (ése cuya obra incluía el mundo), sería según él nada más un
obsediado por impresionar a colegas
escritores. Más aún, y he aquí
la clave que abre la anagnórisis en este drama de incomunicación,
Coelho insiste en que, si a Ulises se le quita la cáscara,
“lo que da es un tweet”.
Autor vs
canal
Habría que
hacer pasar la excelencia literaria, según el detractor de Joyce, ya
no por la venta de libros (variable que hubiera hecho por ejemplo en
la década de 1980 a Corín Tellado una pluma superior a la de Dios)
sino por la tecnología. Ulises es un libro poco twiteable, en
tanto los de Coelho, repletos de frases de sabiduría, parecen hechos
a la medida de las redes sociales. No vale la pena discutir ni citar
en cuerpo de texto los tweets que supuran los libros del brasilero;
sí, por el contrario, entender que Coelho, más que un autor, es un
canal: no se leen títulos de Coelho, se leen instancias impresas de
Coelho. Del autor venido canal es epítome el brasilero pero
explicitación Harry Potter, la saga de la británica
J. K. Rowling,
diseñada para acompañar, entrega por entrega, el crecimiento de
sus lectores.
Dicho de otro modo: no importa lo que se diga en Harry Potter, sino
que la siguiente entrega del aprendiz de brujo esté ahí, el año
siguiente, para acompañar al lector
adolescente que ha crecido, como
el personaje, un año. Sócrates, en el Fedro, alertaba sobre
que un mal orador llega a confundir al caballo con la sombra del
burro; aquí de lo que se trata es de abrir el canal a la
identificación, a la instancia a través de la cual el
lector,
evaporado el mensaje, proyecta su propia sombra.
¿Y qué es el canal sino la mímica de la
comunicación,
el entronizamiento de la fática por sobre las demás funciones del
lenguaje, anulando al emisor, al receptor, al contexto
y, por supuesto, y en primer lugar, al mensaje?
El canal, esa instancia que ciega a Coelho, a Mujica, a los cada vez
menos sufribles programas televisivos, a facebook, es un
adelgazamiento por donde nunca podría pasar el mensaje. En ese
sentido, hay un punto en el que el enfervorizado Coelho se queda
corto: la obra (eso a lo que aspiraban los modernos) se resiste al
tweet; canalizarla por estos medios que se ofrecen hoy es,
sencillamente, pasar una manada y media de camellos por el ojo de
una aguja y Ulises, en el cómputo final, no da siquiera un
tweet.
Esto, claro está, porque la
literatura, o ese valor,
lo literario es in-twiteable. Se trata de una resistencia que cae
fuera del marco de referencia no solo de Coelho, sino también del de
Mujica, ambos un aspaviento –ese nada, de nadie para ninguno– que
pretenden hacer pasar por comunicación, ambos enconados contra la
literatura y el
pensamiento. Mientras Coelho se lanza contra Joyce,
Mujica ha acuñado proverbios con vocación a tweet: “la
murga es una
nueva forma de poesía”; “dejate de
literatura”; “estos no son
tiempos para
filosofía”; “al muchacho que quiera ir a
Montevideo a
estudiar Humanidades o
comunicación hay que decirle que no sea gil,
que estudie agronomía”.
Retrato
del canal obsolescente
Si el medio
es el mensaje, el tweet es por definición antiliterario, ya que la
literatura consiste, por sobre todo, en el énfasis en el texto. En
este sentido, Joyce y su HCE, como campeones del mensaje, pueden
pronosticar, refractar y también contenerla en tanto de las nuevas
tecnologías de la información, mientras el canal y sus respectivos
campeones apenas pueden repetir sus genuflexiones ante la opacidad
de la máquina. Tal el caso, por ejemplo, de los últimos intentos por
reformar la enseñanza en
Uruguay: el pasado administrador, Tabaré
Vázquez, entonaba coplas a una supuesta revolución educativa,
consistente en entregar una computadora a cada niño que asiste a la
escuela. El Estado abandonaba aquí su papel de educador, de
transmisor de mensaje y legado, y lo terceriza en unas
máquinas que
los niños cargan como una prótesis de la casa a la escuela,
desterritorializando, en cada aparato, la escena de instrucción. En
la actualidad, lo único que profiere su sucesor, Mujica, es la
necesidad de darle estatuto universitario a la UTU, o Universidad
del Trabajo, para que los jóvenes aprendan unas tecnologías que,
llegado el momento, obsolescerán como margaritas.
No importa cuántas escuelas se construyan, ni cuántas
máquinas se donen, nadie aprenderá nada si el
Estado, o Quien Sea,
sigue falto de mensaje transmisible, es decir, si sigue evitándose
como sujeto.
Doblegado por la opacidad de la tecnología, el Canal Mujica repite
sus diatribas antihumanísticas precisamente porque le está vedada la
comunicación, porque para que haya mensaje es imprescindible
un emisor no fantasmal, uno que no se esconda detrás del fetiche de
la tecnología y, por el contrario, sea capaz de reinstalar aparatos
de reproducción ideológica. Para eso, claro está, debería borrarse
como canal y pasar a convivir con el autor, es decir con el
pensamiento crítico, con las Humanidades, con la
literatura, en fin,
con un emporio de saberes no twiteables, reinsertándose así en una
Edad del Mensaje.
En esa edad, Macbeth, por ejemplo, puede seguir
advirtiendo que la vida es una sombra que camina, un mal actor que
se pavonea y malgasta su momento en el escenario hasta que ya no se
lo escucha, que no es más que un cuento, contado por un
idiota,
lleno de furia y de sonido, que nada significa. Eso es algo mucho
más encomiable que insistir en montarse en la sombra del burro,
habiendo adoptado la investidura del idiota ceremonioso que twitea y
retwitea sus furias insignificantes.
Notas:
[5]
Quien esto escribe, autor de tal vez la primera denuncia
sobre la retirada del Intelecto y pareja entronización de la
estupidez en el Siglo XXI, Mal y neomal: rudimentos de
geoidiocia (Montevideo: Amuleto, 2007), no puede ni debe
descartar la estupidez del declarante. Solo se trata de
advertir las coordenadas desde las cuales se manifiestan la
estupidez y su inquebrantable certidumbre
Para quien no pueda con la curiosidad, apilo aquí un
surtidito twiteable de sabidurías de Coelho.
“Sí tu corazón tiene miedo,
explícale que el miedo a sufrir es peor que el mismo
sufrimiento y que ningún corazón jamás sufrió cuando fue en
busca de sus sueños”; “Necesito tu compañía y me alegra
saber que estas cerca” “No pidas permiso. Hazlo ahora y
arrepiéntete después; “Dios es el mismo, aunque tenga mil
nombres; pero tienes que escoger uno para llamarlo”; “En
el amor, nadie puede dañar a nadie, somos cada uno de
nosotros responsables de nuestros propios sentimientos y no
se puede culpar a otros por lo que sentimos”;
“Nunca
desistas de un sueño. Sólo trata de ver las señales que te
lleven a él”; “Sólo una cosa vuelve un sueño imposible: el
miedo a fracasar”; “Cuando quieres realmente una cosa, todo
el Universo conspira para ayudarte a conseguirla”.
* Publicado originalmente en la separata de la
revista Caras y Caretas, Tiempo de
crítica Nº 23, 24 de agosto de 2012. |
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