H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



COMUNICACIÓN - FANTASMA - IDIOTA - HUMANIDADES - EDAD DEL MENSAJE - JOYCE, JAMES - COELHO, PAULO - MUJICA, JOSÉ -

La comunicación y sus fantasmas*
 

Amir Hamed
 

Doblegado por la opacidad de la tecnología, el Canal Mujica repite sus diatribas antihumanísticas precisamente porque le está vedada la comunicación, porque para que haya mensaje es imprescindible un emisor no fantasmal, uno que no se esconda detrás del fetiche de la tecnología y sea capaz de reinstalar aparatos de reproducción ideológica

El gran problema de Hamlet, dígase de una buena vez, es tener un padre fantasma. Las cuitas del Príncipe de Dinamarca estaban mucho más lejos de lo existencial, lo bibliográfico o lo edípico, como se ha insistido hasta el estremecimiento, que del drama comunicativo. Tan claro lo tenía Shakespeare que él mismo, actor modesto según los registros, tomaba a su cargo la interpretación del espectral padre, el homónimo rey Hamlet, ése mismo que le encomienda a su hijo la venganza, por haber sido él envenenado por el oído. Y dígase también de una vez: la oscilación entre el ser y el dejar de ser en que para siempre nos dejó Hamlet Jr. no es sino el alcance de un mensaje fantasma, o emitido por un fantasma; la carga letal de un recado envenenado que, tras infectar al heredero, termina arrasando con el entero reino de Dinamarca, al que conquista sin resistencia el noruego Fortimbrás, que al pisar el palacio real solo encuentra un cortejo de cadáveres.

Cuando el mensaje es espectral, las instituciones implosionan: del autor al personaje, del padre al heredero, del rey a sus súbditos, del Estado a sus ciudadanos, de la maestra al educando, todos aquellos involucrados en la transmisión necesitan se instituya un emisor; de lo contrario, la institución se desvanece. Del siglo XIX en adelante, o si se quiere desde que otro danés, Søren Kierkegaard, publicara en 1843 Temor y temblor, vino Dios a ocupar la investidura del fantasma, ese alguien que, si alguna vez le habló a Abraham desde el absurdo, ya se había abandonado al silencio; ahora bien, desde fines del siglo XX en adelante, ha sido el Estado, y con éste sus distintos aparatos de reproducción ideológica, los que se han afantasmado.

¿Qué es un fantasma, finalmente? Una pestilente mímica del ser. Hamlet trata en vano de convencerse de lo que debe emprender, haciendo que unos actores representen lo que la aparición le ha contado. En su tarea aniquiladora el mensaje espectral necesita, para siquiera articularse, de sobrerrepresentación, de sobreactuado. Así Uruguay, sin ir más lejos, padece hoy la fantasmática disolución a la que lo somete un presidente que prefiere abollar la butaca de una radioemisora y no el sillón presidencial. Desde el micrófono, inclaudicable, amonesta al gobierno como si el gobierno no fuera él, o como si él fuera su propia sombra opositora, desdiciéndose un día sí y al siguiente también. Explicita su obligación como “mover la agenda”, cosa que debe hacer “tirando pelotazos”, y es así como, en dengue de taura con resabios de infante danés, se vive o sobreactúa como si fuera y no fuera el presidente, como si, lo mismo que ayer, anduviera recluido en las trincheras de la oposición. Como se desdice incansable, somete a la ciudadanía a vivir en constante ruido comunicativo, en perpetua contramarcha de sentido.

Ahora bien, cabe recordar que fueron precisamente sus dotes de broadcaster los que llevaron a Mujica a la presidencia de la República; en él hablan los vectores de la comunicación de hoy, unos que, más que decir, son la mímica del dicho, la grandilocuencia alucinatoria de un mensaje jamás emitido. Lo que impera en nuestros días es lo que prematuramente atribuló al príncipe de Dinamarca: la mímica de la comunicación, una sobreabundancia de canales que dicen nada, que no dicen otra cosa, como se pasará a ver, que aquí estamos, comunicando nada a nadie.
 

James Joyce, ese nocivo
 

El escándalo comunicativo ha prodigado obras magnas. Shakespeare, claro está, lo manejaba con insistencia (no solo en Hamlet sino también en Macbeth, usurpador de trono que se rompe la crisma tratando de dar sentido a otro mensaje ponzoñoso, en este caso al entreverado augurio de tres brujas, o en los cofres de Porcia, en el Mercader de Venecia, o en los acertijos mortíferos que debe resolver Pericles, príncipe de
Tiro
). Sin embargo, tal vez haya sido en la modernidad donde mejor se lo haya tematizado. Baste pensar en ese  asombroso fiasco comunicativo conocido como “Tertulia lunática”, de Julio Herrera y Reissig
[1], en las suculentas raciones de “no dicho” en que se sostienen los versos de Stéphane Mallarmé, en el evasivo Prufrock de la balada de T.S Eliot[2], y, claro está, también en las obras más cuantiosas de James Joyce, Ulises y Finnegans Wake.

En el caso del irlandés Joyce, de todos modos, no se trata de incomunicación por defecto sin por exceso: basta leer diez, veinte, cincuenta páginas del Finnegans para resignarse a que uno no puede seguir leyendo como acostumbraba, a que es imposible dar otro sentido que no sea fragmentario, siendo que su protagonista HCE (Here comes Everybody) no es uno, un sujeto, sino un alguien, una intensidad fragmentada en todo el mundo. De ventriloquia del Congo trataba Herrera su poema, y de una ventriloquia interminable, en que todo el mundo, en cualquier lengua, muerta o viva, se hace presente en un texto, trata la obra de Joyce. Se dijera que allí, hace más de 70 años, había comparecido, en formato de libro, esa explosión de hipertextos que hoy conocemos como red de redes. En ese sentido, cabría pensar la obra de Joyce como una fuente de la que seguir abrevando para entender, precisamente, el fervor de conectividad que nos hace hoy día; más aún, se debería entender que subsiste en su obra un sentido que recién ahora, en estos días de yo diluido en redes, empieza a desencadenarse. En ese sentido, no deja de resultar paradojal que, a principios de agosto de 2012, una luminaria del mundo impreso avise, en la Folha de Sao Paulo, que la obra de Joyce ha sido, no un preanuncio de mundos, sino un tósigo. 

En efecto, cierto brasileño que vende millonadas de libros, Paulo Coelho, declaró en Folha contra Joyce. En la entrevista, con despampanente imprecisión, Coelho se califica a sí mismo de autor moderno, eso que eran precisamente Joyce o Eliot, o Ezra Pound, o Yeats, modernists, como eran modernistas, en Brasil, Mario y Oswald de Andrade, o subsiguientes monumentos literarios como el Gran Sertón Veredas de João Guimarães Rosa o las Galaxias de Haroldo de Campos. Hasta ayer se tenía a Joyce por uno de los inventores de la literatura del siglo XX, y en particular desde la publicación de Ulises en 1922, obra en la que han abrevado directa e indirectamente, sabiéndolo o no, los mayores escritores de los últimos 80 años, desde Samuel Beckett a Jorge Luis Borges, desde Marguerite Yourcenar a Thomas Pynchon, o incluso desde José Lezama Lima a Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti, pasando por las letras de Bob Dylan. Y si se suponía que eso que algún brasilero llama estilo era una revolución tecnológica, que le dio voz a la duración bergsoniana, al torrente del pensamiento, a la opacidad del subconsciente, en fin, a la encrucijada de tiempos y culturas y a cualquier idea interesante surgida en la modernidad, ahora Coelho, implacable, ha venido a sacar a toda esta prosapia de autores y voces de su miserable error, afirmando sin dobleces que el Ulises “le ha hecho mal a la humanidad”.

Por supuesto, las respuestas no se hicieron esperar, desde la del británico The Guardian, que asume que Coelho tiene derecho a su “tonta opinión”[3], hasta la tautológica del New York Times que, desde el propio título, avisa que el brasilero es un idiota.[4] Semejantes respuestas –argumentum ad hominem– inhibirían de mayor comentario, si no fuera porque dejan de lado el punto más interesante: desde qué lugar, además de la idiocia, se expide Coelho.[5] En primer término, cabe advertir que el proverbio latino aquila non capit muscas (el águila no entiende a las moscas) debería aplicarse de forma cautelar: no hay manera en que Joyce, en caso de ser mediado a nuestros días, pueda entender a este detractor, sencillamente porque ambos viven en dos universos incompatibles, el irlandés en la obra y en la comunicación, el brasilero en su mímica.

Si Coelho se profiere moderno es porque, según él, hace “que lo difícil parezca sencillo, y así me puedo comunicar con todo el mundo”. Por el contrario, el demodé Joyce  (ése cuya obra incluía el mundo), sería según él nada más un obsediado por impresionar a colegas escritores. Más aún, y he aquí la clave que abre la anagnórisis en este drama de incomunicación, Coelho insiste en que, si a Ulises se le quita la cáscara, “lo que da es un tweet”.[6]
 

Autor vs canal
 

Habría que hacer pasar la excelencia literaria, según el detractor de Joyce, ya no por la venta de libros (variable que hubiera hecho por ejemplo en la década de 1980 a Corín Tellado una pluma superior a la de Dios[7]) sino por la tecnología. Ulises es un libro poco twiteable, en tanto los de Coelho, repletos de frases de sabiduría, parecen hechos a la medida de las redes sociales. No vale la pena discutir ni citar en cuerpo de texto los tweets que supuran los libros del brasilero[8]; sí, por el contrario, entender que Coelho, más que un autor, es un canal: no se leen títulos de Coelho, se leen instancias impresas de Coelho. Del autor venido canal es epítome el brasilero pero explicitación Harry Potter, la saga de la británica J. K. Rowling, diseñada para acompañar, entrega por entrega, el crecimiento de sus lectores[9]. Dicho de otro modo: no importa lo que se diga en Harry Potter, sino que la siguiente entrega del aprendiz de brujo esté ahí, el año siguiente, para acompañar al lector adolescente que ha crecido, como el personaje, un año. Sócrates, en el Fedro, alertaba sobre que un mal orador llega a confundir al caballo con la sombra del burro; aquí de lo que se trata es de abrir el canal a la identificación, a la instancia a través de la cual el lector, evaporado el mensaje, proyecta su propia sombra.

¿Y qué es el canal sino la mímica de la comunicación, el entronizamiento de la fática por sobre las demás funciones del lenguaje, anulando al emisor, al receptor, al contexto y, por supuesto, y en primer lugar, al mensaje?[10] El canal, esa instancia que ciega a Coelho, a Mujica, a los cada vez menos sufribles programas televisivos, a facebook, es un adelgazamiento por donde nunca podría pasar el mensaje. En ese sentido, hay un punto en el que el enfervorizado Coelho se queda corto: la obra (eso a lo que aspiraban los modernos) se resiste al tweet; canalizarla por estos medios que se ofrecen hoy es, sencillamente, pasar una manada y media de camellos por el ojo de una aguja y Ulises, en el cómputo final, no da siquiera un tweet.

Esto, claro está, porque la literatura, o ese valor, lo literario es in-twiteable. Se trata de una resistencia que cae fuera del marco de referencia no solo de Coelho, sino también del de Mujica, ambos un aspaviento –ese nada, de nadie para ninguno– que pretenden hacer pasar por comunicación, ambos enconados contra la literatura y el pensamiento. Mientras Coelho se lanza contra Joyce, Mujica ha acuñado proverbios con vocación a tweet: “la murga es una nueva forma de poesía”; “dejate de literatura”; “estos no son tiempos para filosofía”; “al muchacho que quiera ir a Montevideo a estudiar Humanidades o comunicación hay que decirle que no sea gil, que estudie agronomía”.
 

Retrato del canal obsolescente
 

Si el medio es el mensaje, el tweet es por definición antiliterario, ya que la literatura consiste, por sobre todo, en el énfasis en el texto. En este sentido, Joyce y su HCE, como campeones del mensaje, pueden pronosticar, refractar y también contenerla en tanto de las nuevas tecnologías de la información, mientras el canal y sus respectivos campeones apenas pueden repetir sus genuflexiones ante la opacidad de la máquina. Tal el caso, por ejemplo, de los últimos intentos por reformar la enseñanza en Uruguay: el pasado administrador, Tabaré Vázquez, entonaba coplas a una supuesta revolución educativa, consistente en entregar una computadora a cada niño que asiste a la escuela. El Estado abandonaba aquí su papel de educador, de transmisor de mensaje y legado, y lo terceriza en unas máquinas que los niños cargan como una prótesis de la casa a la escuela, desterritorializando, en cada aparato, la escena de instrucción. En la actualidad, lo único que profiere su sucesor, Mujica, es la necesidad de darle estatuto universitario a la UTU, o Universidad del Trabajo, para que los jóvenes aprendan unas tecnologías que, llegado el momento, obsolescerán como margaritas.

No importa cuántas escuelas se construyan, ni cuántas máquinas se donen, nadie aprenderá nada si el Estado, o Quien Sea, sigue falto de mensaje transmisible, es decir, si sigue evitándose como sujeto. Doblegado por la opacidad de la tecnología, el Canal Mujica repite sus diatribas antihumanísticas precisamente porque le está vedada la comunicación, porque para que haya mensaje es imprescindible un emisor no fantasmal, uno que no se esconda detrás del fetiche de la tecnología y, por el contrario, sea capaz de reinstalar aparatos de reproducción ideológica. Para eso, claro está, debería borrarse como canal y pasar a convivir con el autor, es decir con el pensamiento crítico, con las Humanidades, con la literatura, en fin, con un emporio de saberes no twiteables, reinsertándose así en una Edad del Mensaje.

En esa edad, Macbeth, por ejemplo, puede seguir advirtiendo que la vida es una sombra que camina, un mal actor que se pavonea y malgasta su momento en el escenario hasta que ya no se lo escucha, que no es más que un cuento, contado por un idiota, lleno de furia y de sonido, que nada significa. Eso es algo mucho más encomiable que insistir en montarse en la sombra del burro, habiendo adoptado la investidura del idiota ceremonioso que twitea y retwitea sus furias insignificantes.

 

Notas:

[1] Ver, al respecto, Orientales: Uruguay a través de su poesía (Montevideo: Hum, 2010)

[4] The astounding stupidity of Paulo Coelho”, en http://www.nydailynews.com/blogs/pageviews/2012/08/the-astounding-stupidity-of-paulo-coelho

[5] Quien esto escribe,  autor de tal vez la primera denuncia sobre la retirada del Intelecto y pareja entronización de la estupidez en el Siglo XXI,  Mal y neomal: rudimentos de geoidiocia (Montevideo: Amuleto, 2007), no puede ni debe descartar la estupidez del declarante. Solo se trata de advertir las coordenadas desde las cuales se manifiestan la estupidez y su inquebrantable certidumbre.

[7] Esta observación pertenece a Gustavo Espinosa, por entonces mi compañero de clases en Facultad de Humanidades, quien leyendo en una revista del corazón argentina la proeza de Tellado, me dijo así: “¿Te das cuenta? Corin Tellado es mejor autor que Dios.”

[8] Para quien no pueda con la curiosidad, apilo aquí un surtidito twiteable de sabidurías de Coelho. “Sí tu corazón tiene miedo, explícale que el miedo a sufrir es peor que el mismo sufrimiento y que ningún corazón jamás sufrió cuando fue en busca de sus sueños”; “Necesito tu compañía y me alegra saber que estas cerca” “No pidas permiso. Hazlo ahora y arrepiéntete después; “Dios es el mismo, aunque tenga mil nombres; pero tienes que escoger uno para llamarlo”; “En el amor, nadie puede dañar a nadie, somos cada uno de nosotros responsables de nuestros propios sentimientos y no se puede culpar a otros por lo que sentimos”; “Nunca desistas de un sueño. Sólo trata de ver las señales que te lleven a él”; “Sólo una cosa vuelve un sueño imposible: el miedo a fracasar”; “Cuando quieres realmente una cosa, todo el Universo conspira para ayudarte a conseguirla”.

[9] El personaje Potter crece un año con cada entrega, imitando el crecimiento de sus lectores adolescentes.

[10] Con referencia a Twitter, Facebook y la función fática, ver mi entrega anterior en “Tiempo de crítica: Yo bailo el tweet. Estrategias de acicalado cultural”.


 

* Publicado originalmente en la separata de la revista Caras y Caretas, Tiempo de crítica Nº 23, 24 de agosto de 2012.

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia