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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ESCRITURA - EXILIO - NOVELA - DESEO - FANTASMA - MIEDO - CUERPO - OLVIDO - SIMULACRO -

Desperfectos del olvido

Amir Hamed
Si bien se suele entender el exilio como una suerte de desgarrón identitario, en rigor se lo puede comprimir en la humorada del autor de Huckleberry Finn: "El primer Twain fue un amigo de la familia". Sin ir más lejos, en Uruguay, país que nos convoca a este coloquio, el primer criollo fue una vaca

Esta ponencia fue presentada en la mesa Novela y exilio "Letras de Uruguay: de Oriente a Occidente", Encuentro de escritores Uruguayos organizado por Casa de América, en Madrid, diciembre de 2006.

 

Exilio no es otra cosa que vivirse lejos de casa, sin permiso o sin potestad de retorno. Novela, por su parte, es género que remite a la novedad, cuya fundación, no por moderna menos demoledora, está aquí en España, en un lazarillo maestro en resucitación y en negarse sus orígenes (madre que lo dio a luz, hermano, o río que le dio el nombre) o en un señor Quijano o Quesada que, olvidado de sí, se abandonó a la quimera de conquistar, por tierra, una Ínsula Barataria y, en su fiasco, nos legó un género y sobresalientes sabores del castellano.

Ambos, novela y exilio, son términos emparentados, al punto que se podría entender que quienquiera emprenda la tarea de novelar, en este planeta azuzado por el capitalismo tardío y su quintacolumna, la tecnología, sólo podría novelar de seres exiliados de sí y de su entorno: no sólo en las ostensibles crestas de las oleadas migratorias
(sin ir más lejos, los incontables uruguayos que marcharon a Estados Unidos o España, en el último lustro, asaeteados por la bancarrota, o los que desertan del hambre, la guerra o la peste, en Asia, África, los Balcanes, Europa Oriental) sino, más abisalmente, en que el capital y la tecnología exigen que todo, incluso la intimidad, se nos vuelva extranjero. Día a día, minuto a minuto, maquillamos con énfasis de hieródula nuestros saberes para no vivirnos obsoletos, trasto dejado atrás por un software último o por cualquier inminente revolución digital que hará pedazos todo lo que recordábamos del arte, de la comunicación o la más crasa sociabilidad. En este sentido, novela y exilio devienen pleonasmo.

Si esto hoy, qué decir de algún ayer. Baste una recolección rapsódica de Lolita, el Dr. Zhivago, Robinson Crusoe, Viaje al fondo de la noche, En busca del tiempo perdido, Moby Dick, Crimen y castigo, El Corazón de las tinieblas, toda novela epistolar o la aseveración lukacsiana de que el héroe de la novela realista, por definición, se encuentra escindido y antagónico a su sociedad (antes, Goethe, había establecido esta condición para el artista que llamarían romántico: demoníacamente enfrentado al abismo del mundo y destituido del auxilio de Dios). ¿Se trata en algún punto de elementos intrínsecos al género, ajenos a otras modalidades ficcionales? Menciónense al barrer la Ilíada, la Odisea, la Eneida, las Églogas geórgicas, la Torah, la Orestíada, Las Suplicantes o Prometeo encadenado; sígase por las Anábasis de Jenofonte o Flavio Arriano (y a propósito de éstas, la obra completa de Saint John Perse), por Edipo Rey y Edipo en Colono, por Filoctetes, Hamlet, King Lear o La tempestad; remátese, si se quiere, por los Cantos de Maldoror o las Soledades, por el Poema del Cid o la Divina Comedia: la lejanía de casa, se diría, convoca lo ficcional; o la ficción, sea en clave lírica o prosaica, exige severas dosis de exilio.

Más aún, se puede entender cualquiera de las obras incluidas en este abrupto flash como poesía o hacer y, por tanto, como la suma o plenitud del ostracismo. Desde que Platón, el primer gran prosista entre los griegos, expulsara a los poetas de su República, por mentir (cantar el cambio cuando el ser, según la dialéctica, es inmutable) y por pergeñar copias de segundo grado (los carpinteros, más dotados y capaces de duplicar el arquetipo de la mesa, lo eran de segundo grado, algo que no dejará de desaguar en el idealismo de Hegel, fundamentado toda una Fenomenología del espíritu en la consistencia o materialidad de un escritorio), cualquier ficción quedó desterrada de la episteme. En rigor, los poetas, denegadores de la identidad del Ser, debían ser desgajados de la armazón de la ciudadanía, salvo que se limitaran a lo impensable: cantar himnos a la República.

Advertía, no sin mohín, D.H. Lawrence, que "los novelistas
[entiéndase preventivamente por ficcionalizadores] son unos malditos mentirosos". De todos modos, habría que agregar que sus mentiras, que recibimos por escrito, abonan en la extranjería del olvido, o como mínimo en la memoria de baja definición, porque esa mentira también fue definida como impostura. Según Eric Havelock, el cambio en el pensamiento griego (el pasaje, básicamente, del mito al logos, hacia el pensamiento abstracto y a las formas ideales de Platón), tuvo su fuente en la adopción de la escritura, que los griegos recibieron en forma de alfabeto, al que, agregándole la grafía de las vocales, perfeccionaron como remedo de cada fonema. Sin embargo, bien nos recordó Jacques Derrida que, en el Fedro, Sócrates establece a la escritura (invención, en el contexto del diálogo, de Teuth, el dios egipcio) no como ayuda sino como debilitante de la memoria. Fomenta, dice el Sócrates del Fedro, una hipomnesis, memoria muerta, exterior, con la que los rivales de Platón, los sofistas, intentan replicar el saber absoluto; en cambio, la mnesis o memoria viva, interior y presente a sí misma, alcanzaría ese saber absoluto y, por qué no decirlo, con lo suyo de absolutista.

Como se sabe, en Platón todo es imitaciones de un arquetipo que se van devaluando; la semejanza (pariente pobre de la identidad) nos ayuda a recordar al uno, hermoso, permanente, pero nunca nos permitirá llegar a éste. Los mimemata, esas copias como las pinturas, la danza, el teatro, las artes o la escritura (para Platón -y luego para Aristóteles- imitadora de la voz) son respetuosos y buenos, en la medida en que indican hacia el original; son re-presentaciones fieles de una idea. Como nadie ignora, la re-presentación de la re-presentación, la copia de la copia va perdiendo vigor y certeza óntica, alejándose de la Verdad; la escritura, para Platón, no se conforma con ser mimemata, actúa como eidolon (ídolo, que pasaría al latín como simulacro) y es, por tanto, subversiva. La sedición de los eidola o simulacra radica en que son impostores, siendo uno de sus ejemplos más severos la escritura, que se rebela contra el Logos Padre y se hace pasar por lo verídico, como en el caso de la Ley: apunta hacia sí misma y nos hace olvidar la verdad. Por lo que dice y por el medio en que lo dice -la escritura-, el hacedor de ficción quedaría no sólo ausente y extranjero a la verdad y su memorable urbanización, la Ciudad-Estado ideal, sino también criminalizado: exiliado.

Cabe preguntarse, sin embargo, por la naturaleza del destierro, o si existe exilio alguno, en estos términos, que no obedezca a uno previo y de alguna forma olvidado. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa son las ciudades, esas garantes de genealogía, sino la faena de extranjeros? El cananeo Cadmo, dador del alfabeto, fundará Tebas para que Edipo, extranjero en la ciudad que lo vio nacer y lo mandó morir, devenga hermano de sus hijos y homicida de su padre; Eneas, perdida para siempre la Troya que defendió hasta la última sangre, fundará las bases de Roma, y si no fue él, dos gemelos extranjeros, empachados con leche de loba.

Algo semejante ocurre con las instituciones, salvo que a menudo el extranjero muta en tránsfuga: el mismo fundador de la prosa occidental, que aseveró haber quemado sus tragedias, en las que se hicieron humo sus versos, Platón, no fue más que un golondrino de la sofística que terminó construyendo la academia; algo equivalente en Marx, desertor de la filosofía, reclamándola ciencia nueva, o en Freud, prófugo de la medicina que a fuerza de libros y casos clínicos se erigió un santuario, el sicoanálisis. Movimiento de extranjería al que no escaparía tampoco Nietzsche, si bien en su caso, en lugar de a la fundación institucional, se arriba al descampado: abandonado por la filología y entrampado en su rechazo a la tradición de Platón y Aristóteles, es decir a la filosofía que abollaba a martillazos, se definió poeta y se quiso músico, aunque con los versos resultó un punto menos pésimo que con el pentagrama. El exiliado no es más que un expatriado del santuario de su predecesor, y la casa, de la que estamos lejos, suele no ser en rigor propia. Para decirlo de otro modo, si bien se suele entender el exilio como una suerte de desgarrón identitario, en rigor se lo puede comprimir en la humorada del autor de Huckleberry Finn: "El primer Twain fue un amigo de la familia". Sin ir más lejos, en Uruguay, país que nos convoca a este coloquio, el primer criollo fue una vaca.

Esto, que aquí se marca en parámetro genealógico, ya Platón lo había definido como ontología. Tomando de los pitagóricos la doctrina de la metempsicosis -atribuyéndola al conocimiento universal y a una atracción que calificó de "natural" del alma hacia el Uno, el Permanente y el Hermoso- definió a eso que decimos humano como espíritu caído, "pleno de olvidos", cuya sola esperanza reside en recuperar, a través de esas parteras, la educación y la filosofía, la memoria de sí mismo y de la verdad, y regresar así a su "verdadera patria". Espléndida quimera del exilio, se dirá, coagulada en el nostos
(fervor por el regreso) de los héroes de la saga troyana.

Finalmente, no seríamos distintos a Odiseo, memorista empecinado, que se quiso con hijo, mujer y patria, y le sacó el cuerpo a las drogas amnésicas de los lotófagos, al sexo divinal de Calipso y quién sabe a cuánto rocanrol mitológico para llegar a Ítaca. Pero Odiseo, en último término, sabe más que Platón: esa patria verdadera, refractaria a todo olvido, que ya no puede ser el pretérito, jamás será la suya y quedará condenado a vagabundear, después de haber casi acanalado el mar, en plena anábasis, hasta ese lugar donde se desconozca el remo. Llegado allí, Odiseo devendrá una aparición, quimera de hombre y maderas inútiles: en términos de Homero, un eidolon, la irrupción de un dios desconocido, acaso la proyección de un fantasma.

Los simulacros no fueron completamente barridos por Platón. La democriteana tradición tomista, retomada por Lucrecio y Epicuro, rechazó la creencia en el Ser, en el Uno y en el Todo. Allí todo es átomos moviéndose y colisionando en la nada, derivando (clinamen), recomponiéndose; los átomos son disímiles, su semejanza es de parecido: se trata de las pruebas, según Epicuro y luego Lucrecio, de la naturaleza. Como en Homero, somos cuerpos (somata) que fallecen y el sufrimiento del alma proviene de la ilusión; la de placeres sin término y su contrapartida, los tormentos sin fin (el infierno, la vida sin colofón de los infiernos). Para Epicuro, como para nosotros, la humanidad es, por sobre todo, una ontología "aterrorizada", más que dolorida: la inquietud del alma es la del miedo a morir cuando todavía no hemos muerto, pero también de no estar del todo muertos, cuando hayamos muerto.

De aquí, como señalaba Gilles Deleuze, los simulacros. De los cuerpos, o compuestos atómicos, salen incesantes elementos, particularmente sutiles, fluidos y tenues; compuestos de segundo grado: emanaciones. Emanan de la profundidad de los cuerpos o se destacan en la superficie
(pieles, túnicas, tejido, cortezas, envoltorios). Son ídolos, para Epicuro, o simulacros, para Lucrecio; pertenecen al objeto, pero se desprenden de él. Hay sin embargo una tercera serie, distinta de las emanaciones salidas de la profundidad (por ejemplo, la voz) y de aquellas que son destacadas de las superficies de las cosas. Se trata de los fantasmas, "que gozan, dice Deleuze, de gran independencia respecto de los objetos y también de una movilidad extrema. Estos fantasmas son los que generan imágenes también en extremo inconstantes: muy distantes del objeto del que han emanado, han perdido toda relación directa con él y, como ese objeto no las renueva -o diríamos ahora, retroalimenta- se vuelven por completo inconstantes respecto a él" ("Se diría que danzan y hablan, que modifican su tono y sus gestos al infinito", dice Deleuze). Un ejemplo serían las nubes, pero hay otro género de fantasmas, el de unos simulacros particularmente más sutiles, venidos de objetos diversos, aptos para mezclarse, condensarse y disiparse, tan rápidos y tenues que ni siquiera se ofrecen a la vista; las imágenes que corresponden al deseo y, sobre todo, al sueño. El espíritu, rechazado por el cuerpo cuando duerme, se abre a esos fantasmas; el objeto no se da al cuerpo. Al disfrute del cuerpo se dan las imágenes, al deseo, "simulacros tenues [dice Lucrecio, que agrega categórico], miserable esperanza que lleva el viento".

La lección de Odiseo se puede leer desde aquí. El punto final no estaría en arribar a una patria verdadera sino al destierro más exacto: allí donde dejamos de ser lo que alguna vez fuimos para venirnos ajenos, irreconocibles. Otra especie casi: nuestro fantasma. Acaso se pueda decir que cierta escritura que conocemos bajo forma de novela no es cosa otra que la rememoración del olvido de sí, que es el recordarse ajeno, desprendido. La voz narrativa de Proust dando vueltas entre sábanas y colchón, incapacitada de moverse, anclada en un grano, una emanación de su espalda. Con respecto Á la recherche du temps perdu, decía Walter Benjamin que, como sucede con el autor reminiscente, "el capital no lo desempeña lo que él haya vivido, sino el tejido de su recuerdo, la labor de Penélope rememorando. ¿0 no debiéramos hablar más bien de una obra de Penélope, que es la del olvido? ¿No está más cerca el rememorar involuntario, la mémoire involontaire de Proust, del olvido que de lo que generalmente se llama recuerdo? ¿Y no es esta obra de rememoración espontánea, en la que el recuerdo es el pliegue y el olvido la urdimbre, más bien la pieza opuesta a la obra de Penélope y no su imagen y semejanza? Porque aquí es el día el que deshace lo que obró, la noche. Cada mañana, despiertos, la mayoría de las veces débiles, flojos, tenemos en las manos no más que un par de franjas del tapiz de la existencia vivida, tal y como en nosotros las ha tejido el olvido. Pero cada día, con labor ligada a su finalidad, más aún con un recuerdo prisionero de esa finalidad, deshace el tramaje, los ornamentos del olvido".

Un destierro o desmayo de la ensoñación, transmigración que se cuenta en una sola biografía. Lázaro, tras ser aplastado contra un cuerno de toro, no volverá, ni con la más delgada hebra de pensamiento, a su madre
(es el ciego quien, después de Dios, a la salida de Tormes, le dio la vida). Un desfibrarse de la expectativa que, convulsa, se repliega en grafía y encarna en novela: ni Cervantes, ni el Quijote, ni el Buscón Don Pablos, alcanzaron jamás a las Indias a las que habían ensoñado arribar. Poco azar hay aquí, ya que no se novela desde el territorio al que se quiere llegar, siendo que ese lugar nos es subrepticio: se novela el tránsito, la romería hacia esa ciudadela o desmayo postremo que recordamos porque jamás hemos conocido. No es más que niebla o simulacro, convocatoria del fantasma, desperfectos del olvido.

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