Esta ponencia fue
presentada en la mesa Novela y exilio "Letras de Uruguay:
de Oriente a Occidente", Encuentro de escritores Uruguayos
organizado por Casa de América, en Madrid, diciembre de
2006.
Exilio no es otra cosa que vivirse
lejos de casa, sin permiso o sin potestad de retorno. Novela,
por su parte, es género que remite a la novedad, cuya
fundación, no por moderna menos demoledora, está
aquí en España, en un lazarillo maestro en resucitación
y en negarse sus orígenes (madre
que lo dio a luz, hermano, o río que le dio el nombre) o en un señor Quijano
o Quesada que, olvidado de sí, se abandonó a la
quimera de conquistar, por tierra, una Ínsula Barataria
y, en su fiasco, nos legó un género
y sobresalientes sabores del castellano.
Ambos, novela y exilio, son términos emparentados, al
punto que se podría entender que quienquiera emprenda
la tarea de novelar, en este planeta azuzado por el capitalismo
tardío y su quintacolumna, la tecnología, sólo
podría novelar de seres exiliados de sí y de su
entorno: no sólo en las ostensibles crestas de las oleadas
migratorias (sin ir más
lejos, los incontables uruguayos que marcharon a Estados
Unidos o España, en el último lustro, asaeteados
por la bancarrota, o los que desertan del hambre, la guerra
o la peste, en Asia, África, los Balcanes, Europa Oriental)
sino, más
abisalmente, en que el capital
y la tecnología exigen que todo, incluso la intimidad,
se nos vuelva extranjero. Día a día, minuto a minuto,
maquillamos con énfasis de hieródula nuestros saberes
para no vivirnos obsoletos, trasto dejado atrás por un
software último o por cualquier inminente revolución
digital que hará pedazos todo lo que recordábamos
del arte, de la comunicación
o la más crasa sociabilidad. En este sentido, novela y
exilio devienen pleonasmo.
Si esto hoy, qué
decir de algún ayer. Baste una recolección rapsódica
de Lolita, el Dr. Zhivago,
Robinson Crusoe, Viaje al fondo de la noche, En
busca del tiempo perdido, Moby Dick, Crimen y castigo,
El Corazón de las tinieblas, toda novela
epistolar o la aseveración lukacsiana de que el héroe
de la novela realista, por definición, se encuentra escindido
y antagónico a su sociedad (antes,
Goethe, había establecido esta condición para el
artista que llamarían
romántico: demoníacamente enfrentado al abismo
del mundo y destituido del auxilio de Dios). ¿Se trata en algún
punto de elementos intrínsecos al género,
ajenos a otras modalidades ficcionales? Menciónense al
barrer la Ilíada, la Odisea,
la Eneida, las Églogas geórgicas,
la Torah, la Orestíada, Las Suplicantes
o Prometeo encadenado; sígase por las Anábasis
de Jenofonte o Flavio Arriano (y
a propósito de éstas, la obra completa de Saint
John Perse), por
Edipo Rey y Edipo en Colono, por Filoctetes,
Hamlet, King Lear o La tempestad; remátese,
si se quiere, por los Cantos de Maldoror
o las Soledades, por el Poema del Cid o la Divina
Comedia: la lejanía de casa, se diría, convoca
lo ficcional; o la ficción, sea
en clave lírica o prosaica, exige severas dosis de exilio.
Más aún,
se puede entender cualquiera de las obras incluidas en este abrupto
flash como poesía
o hacer y, por tanto, como la suma o plenitud del ostracismo.
Desde que Platón, el primer gran prosista entre los griegos,
expulsara a los poetas de su República, por mentir
(cantar el cambio cuando
el ser, según la dialéctica, es inmutable) y por pergeñar copias de segundo grado
(los carpinteros, más
dotados y capaces de duplicar el arquetipo de la mesa, lo eran
de segundo grado, algo que no dejará de desaguar en el
idealismo de Hegel, fundamentado toda una Fenomenología
del espíritu en la consistencia o materialidad de
un escritorio),
cualquier ficción quedó desterrada de la episteme.
En rigor, los poetas, denegadores de la identidad
del Ser, debían ser desgajados de la armazón de
la ciudadanía, salvo que se limitaran a lo impensable:
cantar himnos a la República.
Advertía, no sin mohín, D.H. Lawrence, que "los
novelistas [entiéndase
preventivamente por ficcionalizadores] son unos malditos mentirosos". De todos modos, habría
que agregar que sus mentiras, que recibimos por escrito, abonan
en la extranjería del olvido, o como mínimo en
la memoria de baja definición, porque esa mentira también
fue definida como impostura. Según Eric Havelock, el cambio
en el pensamiento griego (el
pasaje, básicamente, del mito al logos, hacia el pensamiento
abstracto y a las formas ideales de Platón), tuvo su fuente en la adopción
de la escritura,
que los griegos recibieron en forma de alfabeto, al que, agregándole
la grafía de las vocales, perfeccionaron como remedo de
cada fonema. Sin embargo, bien nos recordó Jacques Derrida
que, en el Fedro, Sócrates establece a la escritura
(invención, en el
contexto del diálogo, de Teuth, el dios egipcio) no como ayuda sino como debilitante
de la memoria. Fomenta, dice el Sócrates del Fedro,
una hipomnesis, memoria muerta, exterior, con la que los
rivales de Platón, los sofistas, intentan replicar el
saber absoluto; en cambio, la mnesis o memoria viva, interior
y presente a sí misma, alcanzaría ese saber absoluto
y, por qué no decirlo, con lo suyo de absolutista.
Como se sabe, en Platón
todo es imitaciones de un arquetipo que se van devaluando; la
semejanza (pariente pobre
de la identidad) nos ayuda a recordar al uno,
hermoso, permanente, pero nunca nos permitirá llegar a
éste. Los mimemata, esas copias
como las pinturas, la danza, el teatro, las artes o la escritura
(para Platón -y luego
para Aristóteles- imitadora de la voz) son respetuosos y buenos, en la medida
en que indican hacia el original; son re-presentaciones fieles
de una idea.
Como nadie ignora, la re-presentación de la re-presentación,
la copia de la copia va perdiendo vigor y certeza óntica,
alejándose de la Verdad; la escritura,
para Platón, no se conforma con ser mimemata, actúa
como eidolon (ídolo,
que pasaría al latín como simulacro)
y es, por tanto,
subversiva. La sedición de los eidola o simulacra
radica en que son impostores, siendo uno de sus ejemplos más
severos la escritura, que
se rebela contra el Logos Padre y se hace pasar por lo verídico,
como en el caso de la Ley: apunta
hacia sí misma y nos hace olvidar la verdad. Por lo que
dice y por el medio en que lo dice -la escritura-,
el hacedor de ficción quedaría no sólo ausente
y extranjero a la verdad y su memorable urbanización,
la Ciudad-Estado ideal, sino también criminalizado: exiliado.
Cabe preguntarse, sin
embargo, por la naturaleza del destierro, o si existe exilio
alguno, en estos términos, que no obedezca a uno previo
y de alguna forma olvidado. A fin de cuentas, ¿qué
otra cosa son las ciudades, esas garantes de genealogía,
sino la faena de extranjeros? El cananeo Cadmo, dador del alfabeto,
fundará Tebas para que Edipo, extranjero en la ciudad
que lo vio nacer y lo mandó morir, devenga hermano de
sus hijos y homicida de su padre; Eneas, perdida para siempre
la Troya que defendió hasta la última sangre, fundará
las bases de Roma, y si no fue él, dos gemelos extranjeros,
empachados con leche de loba.
Algo semejante ocurre
con las instituciones, salvo que a menudo el extranjero muta
en tránsfuga: el mismo fundador de la prosa occidental,
que aseveró haber quemado sus tragedias, en las que se
hicieron humo sus versos, Platón, no fue más que
un golondrino de la sofística que terminó construyendo
la academia; algo equivalente
en Marx, desertor de la filosofía, reclamándola
ciencia nueva, o en Freud, prófugo de la medicina que
a fuerza de libros y casos clínicos se erigió un
santuario, el sicoanálisis. Movimiento de extranjería
al que no escaparía tampoco Nietzsche,
si bien en su caso, en lugar de a la fundación institucional,
se arriba al descampado: abandonado por la filología y
entrampado en su rechazo a la tradición de Platón
y Aristóteles, es decir a la filosofía que abollaba
a martillazos, se definió poeta y se quiso músico,
aunque con los versos resultó un punto menos pésimo
que con el pentagrama. El exiliado no es más que un expatriado
del santuario de su predecesor, y la casa, de la que estamos
lejos, suele no ser en rigor propia. Para decirlo de otro modo,
si bien se suele entender el exilio como una suerte de desgarrón
identitario, en rigor se lo puede comprimir en la humorada del
autor de Huckleberry Finn: "El primer Twain fue un amigo
de la familia". Sin ir más lejos, en Uruguay,
país que nos convoca a este coloquio, el primer criollo
fue una vaca.
Esto, que aquí se marca en parámetro genealógico,
ya Platón lo había definido como ontología.
Tomando de los pitagóricos la doctrina de la metempsicosis
-atribuyéndola al conocimiento universal y a una atracción
que calificó de "natural" del alma hacia el
Uno, el Permanente y el Hermoso- definió a eso que decimos
humano como espíritu caído, "pleno de olvidos",
cuya sola esperanza reside en recuperar, a través de esas
parteras, la educación y la filosofía, la memoria
de sí mismo y de la verdad, y regresar así a su
"verdadera patria". Espléndida quimera del exilio,
se dirá, coagulada en el nostos (fervor
por el regreso) de
los héroes
de la saga troyana.
Finalmente, no seríamos
distintos a Odiseo, memorista empecinado, que se quiso con hijo,
mujer y patria, y le sacó el cuerpo
a las drogas amnésicas de los lotófagos, al sexo divinal de Calipso
y quién sabe a cuánto rocanrol
mitológico para llegar a Ítaca. Pero Odiseo, en último término,
sabe más que Platón: esa patria verdadera, refractaria
a todo olvido, que ya no puede ser el pretérito, jamás
será la suya y quedará condenado a vagabundear,
después de haber casi acanalado el mar, en plena anábasis,
hasta ese lugar donde se desconozca el remo. Llegado allí,
Odiseo devendrá una aparición, quimera de hombre
y maderas inútiles: en términos de Homero, un eidolon,
la irrupción de un dios
desconocido, acaso la proyección de un fantasma.
Los simulacros no fueron
completamente barridos por Platón. La democriteana tradición
tomista, retomada por Lucrecio y Epicuro, rechazó la creencia
en el Ser, en el Uno y en el Todo. Allí todo es átomos
moviéndose y colisionando en la nada, derivando (clinamen),
recomponiéndose; los átomos son disímiles,
su semejanza es de parecido: se trata de las pruebas, según
Epicuro y luego Lucrecio, de la naturaleza. Como en Homero, somos
cuerpos (somata) que fallecen y el sufrimiento
del alma proviene de la ilusión; la de placeres sin término
y su contrapartida, los tormentos sin fin (el
infierno, la vida sin colofón de los infiernos). Para Epicuro, como para nosotros,
la humanidad es, por sobre todo, una ontología "aterrorizada",
más que dolorida: la inquietud del alma es la del miedo a morir
cuando todavía no hemos muerto, pero también de
no estar del todo muertos, cuando hayamos muerto.
De aquí, como señalaba Gilles Deleuze, los simulacros.
De los cuerpos,
o compuestos atómicos, salen incesantes elementos, particularmente
sutiles, fluidos y tenues; compuestos de segundo grado: emanaciones.
Emanan de la profundidad de los cuerpos
o se destacan en la superficie (pieles, túnicas, tejido,
cortezas, envoltorios).
Son ídolos, para Epicuro, o simulacros, para Lucrecio;
pertenecen al objeto, pero se desprenden de él. Hay sin
embargo una tercera serie, distinta de las emanaciones salidas
de la profundidad (por ejemplo,
la voz) y de aquellas
que son destacadas de las superficies de las cosas. Se trata
de los fantasmas, "que gozan, dice Deleuze, de
gran independencia respecto de los objetos y también de
una movilidad extrema. Estos fantasmas son los que generan imágenes
también en extremo inconstantes: muy distantes del objeto
del que han emanado, han perdido toda relación directa
con él y, como ese objeto no las renueva -o diríamos
ahora, retroalimenta- se vuelven por completo inconstantes respecto
a él" ("Se
diría que danzan y hablan, que modifican su tono y sus
gestos al infinito", dice Deleuze). Un ejemplo serían las nubes,
pero hay otro género de fantasmas, el de unos simulacros
particularmente más sutiles, venidos de objetos diversos,
aptos para mezclarse, condensarse y disiparse, tan rápidos
y tenues que ni siquiera se ofrecen a la vista; las imágenes
que corresponden al deseo
y, sobre todo, al sueño. El espíritu, rechazado
por el cuerpo
cuando duerme, se abre a esos fantasmas; el objeto no se da al
cuerpo. Al disfrute del
cuerpo se dan las imágenes,
al deseo, "simulacros
tenues [dice Lucrecio,
que agrega categórico],
miserable esperanza que lleva el viento".
La lección de Odiseo se puede leer desde aquí.
El punto final no estaría en arribar a una patria verdadera
sino al destierro más exacto: allí donde dejamos
de ser lo que alguna vez fuimos para venirnos ajenos, irreconocibles.
Otra especie casi: nuestro fantasma. Acaso se pueda decir que
cierta escritura que
conocemos bajo forma de novela no es cosa otra que la rememoración
del olvido de sí, que es el recordarse ajeno, desprendido.
La voz narrativa de Proust dando vueltas entre sábanas
y colchón, incapacitada de moverse, anclada en un grano,
una emanación de su espalda. Con respecto Á
la recherche du temps perdu, decía Walter
Benjamin que, como sucede con el autor reminiscente, "el
capital no lo desempeña lo que él haya vivido,
sino el tejido de su recuerdo, la labor de Penélope rememorando.
¿0 no debiéramos hablar más bien de una
obra de Penélope, que es la del olvido? ¿No está
más cerca el rememorar involuntario, la mémoire
involontaire de Proust, del olvido que de lo que generalmente
se llama recuerdo? ¿Y no es esta obra de rememoración
espontánea, en la que el recuerdo es el pliegue y el olvido
la urdimbre, más bien la pieza opuesta a la obra de Penélope
y no su imagen y semejanza? Porque aquí es el día
el que deshace lo que obró, la noche. Cada mañana,
despiertos, la mayoría de las veces débiles, flojos,
tenemos en las manos no más que un par de franjas del
tapiz de la existencia vivida, tal y como en nosotros las ha
tejido el olvido. Pero cada día, con labor ligada a su
finalidad, más aún con un recuerdo prisionero de
esa finalidad, deshace el tramaje, los ornamentos del olvido".
Un destierro o desmayo de la ensoñación, transmigración
que se cuenta en una sola biografía. Lázaro, tras
ser aplastado contra un cuerno de toro, no volverá, ni
con la más delgada hebra de pensamiento, a su madre (es el ciego quien, después de
Dios, a la salida de Tormes, le dio la vida). Un desfibrarse de la expectativa que,
convulsa, se repliega en grafía y encarna en novela: ni
Cervantes, ni el Quijote, ni el Buscón Don Pablos, alcanzaron
jamás a las Indias a las que habían ensoñado
arribar. Poco azar hay aquí, ya que no se novela desde
el territorio al que se quiere llegar, siendo que ese lugar nos
es subrepticio: se novela el tránsito, la romería
hacia esa ciudadela o desmayo postremo que recordamos porque
jamás hemos conocido. No es más que niebla o simulacro,
convocatoria del fantasma, desperfectos del olvido.
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