El desmontaje de los aparatos de
reproducción ideológica del
Estado fue, durante parte del siglo
veinte, uno de los objetivos de la
crítica, y parte de la épica de
aquellos tiempos. Ahora que toda épica parece haber sido clausurada
("Volvamos a jugar a que el mundo nos necesita", invita un reclame
de Coca-Cola), recordamos con cierta melancolía aquellos
dispositivos que se han convertido -lo he escrito varias veces- en
aparatos de reproducción oncológica del mercado.
Es el caso de los sistemas
educativos públicos, que desde las últimas décadas del siglo pasado
vienen siendo intervenidos por ciertas políticas transnacionales,
designadas genéricamente como "Reformismo". El capítulo uruguayo de
este movimiento comenzó con la reforma educativa de 1996, conducida
por el sociólogo Germán Rama (quien en su momento reivindicaba la
inverosímil originalidad de su plan). Algunos de los formatos y
contenidos que intentaron imponerse entonces, y que configuran una
matriz hegemónica y globalizada, se siguen verificando en cada uno
de los muchos proyectos educativos nacidos, abortados y vueltos a
nacer en los últimos tiempos. La crítica más tenaz y pertinente que
han recibido el Reformismo y sus episodios locales señala que se
trata de una transferencia al campo educativo de una serie de
prácticas y discursos generados desde la producción y el mercado.
Por un lado, el lenguaje que
fundamenta y propone los cambios educativos se impregna de retórica
postaylorista: descentralización, trabajo en redes, flexibilidad,
calidad, eficiencia, excelencia. Esta discursividad invasiva se ha
diseminado en la burocracia pedagógica, favorecida por las bajas
defensas críticas de buena parte del cuerpo docente, y a través de
una proliferación incesante y caótica de proyectos y
microproyectos, los cuales a su vez generan cursos, cursillos,
encuentros, relevamientos, etcétera. Muchas veces esta licuación
propia del capitalismo tardío se infiltra a la manera de una
infección oportunista, solapada en consignas que han formado parte
de las reivindicaciones duras de la resistencia antirreformista: son
frecuentes por ejemplo, las apelaciones a la autonomía y a la
educación permanente. Pero estos conceptos son banalizados o
pervertidos de tal modo que el principio de autonomía (según el cual
la educación pública se emancipa de lo partidario, instituye su
propio presupuesto, decide qué y cómo enseñar) es presentado como
una especie de autogestión toyotista que un liceo cualquiera ejerce
respecto de la centralidad del sistema del que forma parte.
En enseñanza secundaria esto se
tramita mediante proyectos de centro conducidos por directores
convertidos en líderes o gerentes, cuyo objetivo, generalmente, es
revertir indicadores negativos (repetición, deserción) mediante la
adaptación del currículo al mercado. Por ejemplo: aquello que se
enseñe en Bella Unión sólo será significativo si puede vincularse de
alguna manera al cultivo de caña de azúcar; en tanto que en un liceo
público de Punta del Este, todo (ecuaciones cuadráticas, Heráclito,
el paleolítico) deberá relacionarse con la vida real, es decir, con
el turismo. Esta especie de municipalización cerebral intentó, en
tiempos del primer impulso dispendioso del Reformismo, enajenar la
subjetividad (y aun la afectividad) de los profesores mediante
invocaciones al compromiso, a la excelencia, a la pertenencia.
También se puso a los liceos a competir entre sí, para obtener el
financiamiento de tal o cual provecto de centro.
Mientras tanto, el
concepto de educación permanente (frecuentemente asociado a la
famosa necesidad de adaptarse a un mundo continuamente cambiante)
impone un culto a la incertidumbre, una ansiedad, una sensación de incompletitud, muy funcionales al consumo de consignas y modelos
didácticos -o al menos de jergas que remiten a ellos- efímeros y
descartables como las canciones pop en el hit parade:
anteayer había que combatir la deserción, ayer se habló de
desafiliación y hoy se debe hablar de desvinculación.
Por otro lado, más allá de las
mutaciones del lexicón, o de otras instancias del derretimiento
generalizado, ocurren operaciones de mercado mucho más evidentes y
crasas. La anatemización de la transmisión de contenidos desemboca
en un metodologismo que marcha detrás de la consigna "aprender a
aprender"; entonces las ciencias de la educación, las colecciones y
las empresas editoriales dedicadas a ellas jamás han tenido tanto
éxito como ahora (cuando se enseña y se aprende tan poco). Ni
Platón, ni Hegel, ni Shakespeare, ni
Cervantes han sido citados
tantas veces, ni con tanta reverencia, como lo han sido -en tiempos
de reforma- los señores Jimeno Sacristán y Ángel Díaz Barriga. Las
bibliotecas liceales están abrumadas por la fluorescencia satinada
de manuales y libros de (poco) texto, en los cuales frecuentemente
los nombres de los autores apenas asoman por detrás de una marca
transnacional, verbigracia: el Santillana III.
A la sombra del mercado
Y, sin embargo, la maniobra más
espectacular y emblemática de esta colonización de
la educación por
el mercado es percibida unánimemente como la heroica operación de
rescate, aquella que vino a salvar la
educación uruguaya del
anquilosamiento, de la ineficiencia y de la inequidad. Se trata del
Plan Ceibal. Tal vez no haya habido, desde el final de la dictadura,
un acontecimiento que haya suscitado euforias tan dispares (desde
Lacalle a la lista 1001).
El plan, cuyo nombre remite sin inocencia
a la flora y a la heráldica oriental, no es autóctono. Es la
aplicación nacional de un operativo global, proyectado en el
Instituto Tecnológico de Massachusetts y presentado por el ingeniero
Nicholas Negroponte en el Foro Económico Mundial de Davos, a
principios de 2006, con el lema One Laptop Per Child (OLPC). La
empresa es apoyada por Google, Brightstar Corp, Red Hat
y Advanced Micro Devices (AMD) y News Corporation.
Sus objetivos son políticamente correctísimos: nada menos que
combatir la brecha digital, o sea democratizar el acceso a internet.
Para eso, OLPC propone vender directamente a los gobiernos del
tercer mundo computadoras baratas (hechas en China, como todas las
cosas), por cantidades nunca menores a 10.000 unidades. Esa forma de
venta (que evita intermediarios, publicidad, packaging costoso,
etcétera) es, al parecer, la única que hace posible la
universalización de la computadora de cien dólares, la máquina verde
o -entre nosotros- ceibalita. También se inventó (no sé si aún se
practica) otra estrategia, denominada Get one, Give one
(G1G1), dirigida a clientes del primer mundo, quienes podían obtener
una de estas computadoras y, en el acto, donar otra para un niño
pobre, por la módica suma de 199 dólares.
Difícilmente pueda imaginarse
una maniobra de marketing tan eficazmente representativa de las
modalidades actuales del capitalismo, que con una irreprochable
cosmética humanitaria se esparce globalmente, inmiscuido en redes
de ONG, o -como en este caso- en los aparatos estatales. La
invención del producto, la magnificación de la necesidad del
producto, la espectacularización del operativo como un hiperbólico
melodrama filantrópico: todo parece articulado con precisión, en una
perfecta simultaneidad. La izquierda no frenteamplista(1) intentó
confrontar a OLPC difundiendo una genealogía pavorosa que no se
privaba de nada: la CIA, el prontuario infame de la familia
Negroponte, ciertas sociedades secretas y la intención de instaurar
un ciberestado imperial. Pero no hubo éxito: el discurso ultra tiene
poca difusión y no encontró un registro verosímil. Sucede que
algunos rasgos del Plan Ceibal (la generosidad masiva con los niños
pobres, el entusiasmo tecnolátrico que estimula) forman un blindaje
contra los más suspicaces detectores de conspiraciones; cualquier
intervención crítica(2) al
respecto corre el riesgo de ser interpretada como el gesto propio de
un reaccionario, de un analfabeto informático o de alguien que no
ama a los niños.
El proyecto y sus supuestos
efectos pedagógicos han sido amplificados por sus ejecutores (por
motivos obvios), por algunos aliados estratégicos y ocasionales
(para resaltar lo que sus propios adversarios no hacen o hacen mal) y
por la oposición (tal vez por un encandilamiento propio de los
recién llegados ante las TIC). En los tramos finales de su gobierno,
mientras en
Uruguay la campaña electoral transcurría rumbo al
segundo período del Frente Amplio, Tabaré Vázquez decía ante la
Organización de Estados Americanos que "en un rincón en el Sur de
esta América, tan pródiga en levantamientos y enfrentamientos
armados, está ocurriendo una revolución pacífica [...] el Plan
Ceibal es mucho más que asignar a cada niño una computadora [...] es
una revolución en términos de enseñanza y aprendizaje como antes lo
fueron el lápiz, el cuaderno y el libro...".
Se sabe que para cierta opinión
pública uruguaya, una de las fuentes de legitimación que se percibe
con más euforia es la televisión argentina. Ni siquiera eso le ha
faltado al Plan Ceibal: Jorge Lanata, estrella del infotainment
y stand up comedian del Maipo, evaluó -creo que con el
propósito más o menos oblicuo de demostrar la maldad de los
gobernantes argentinos- que el Plan Ceibal era "la medida política
más importante de los últimos diez años en el mundo". La imprecisión
de estos anuncios está menos en la sobrevaloración desmesurada que
en la atribución de una naturaleza política al plan. Hasta ahora,
cuando ya hace tiempo que el proyecto se completó en Primaria y
buena parte de Secundaria, no parece que la distribución de una
computadora por niño haya suscitado una agencia de subjetividad
inaudita o haya mejorado las condiciones para que ese nuevo sujeto
político irrumpa (que es lo que hacen las revoluciones). La
exaltación de Tabaré Vázquez, que contrapone el reparto pacífico de
computadoras portátiles a otras peripecias cruentas de la política
(levantamientos, enfrentamientos armados), propone, en definitiva,
una bondadosa sustitución del drama político por la gestión
progresista y el management corporativo.
Alma Bolón afirma
que la incorporación al aula de tantas computadoras como alumnos
haya en ella favorece las didácticas de lo lúdico, lo cual implica
un ocultamiento de la crueldad (inherente a las relaciones sociales
que nos determinan) mediante la abolición de ciertos aprendizajes
complejos y trabajosos. Ese es el correlato pedagógico de la
revolución desdramatizada que propuso Tabaré Vázquez, sustentada,
tal vez, en una versión infantil del mito de la sociedad de la
información: bastaba con darle una XO a cada escolar para fundar
-sin conflicto, sin peripecia- un territorio emancipado e
igualitario. Y por si todo esto fuera poco, el reparto de ceibalitas
nos iba a integrar de una buena vez al mundo, nos iba a abrir a él
como lo hizo en su momento el Oscar de
Jorge Drexler (autor e
intérprete del jingle institucional del Plan Ceibal) o, más
recientemente, el segundo puesto de
Uruguay en el ranking FIFA.
Continuidad del desastre
Mientras tanto, en lo
específicamente educativo, los mecanismos de evaluación propios del
Reformismo (pruebas estandarizadas cuyos resultados seccionan la
realidad en quintiles y generan una numerología prestigiosa) no
señalan que la aplicación de OLPC haya provocado transformaciones
relevantes en los aprendizajes: dígito más o menos, el desastre
sigue ocurriendo. Profesores y maestros, quienes generalmente sólo
han recibido -junto con su propia laptop- una instrucción somera y
permeada de propaganda, suelen señalar que la proliferación de
computadoras en el salón de clase ha pulverizado todo resto de
capacidad de concentración y atención de los escolares, y ha
contribuido a colocarlos definitivamente fuera del control remoto
de la didáctica. Es comprensible que esto ocurra cuando un espacio
acotado, centralizado por la autoridad del docente (el aula) es
ocupado por una red sin centro ni jerarquías. El Plan Ceibal parece
ser, entonces, nada más que una
máquina autotélica cuyo
funcionamiento sólo produce expertos en operar las computadoras del
Plan Ceibal.
La educación concebida del modo
más tradicional (reproductivista y conservador, si se quiere) es una
actividad mediante la cual se transmiten ciertos contenidos
civilizatorios, ciertas verdades. Otra tradición concibe la
educación como una práctica liberadora, que posibilita la
crítica,
el desmontaje de los procesos de verificación y -a partir de eso- la
construcción del conocimiento. Sea como sea, se trata siempre de un
espacio de suspensión -y aun de subversión- de los modos de devenir
naturalizados, de las inercias según las cuales transcurre la vida:
para aprender una verdad hay que detenerse a contemplarla; para
criticarla hay que distanciarse de ella, dar un paso al costado,
descentrarse. El Plan Ceibal hace estallar ese espacio introduciendo
allí también (con las consignas de educar para la vida, para el
trabajo, para un mundo cada vez más cambiante) el vértigo del
mercado, la urgente obsolescencia de todo, el flujo incesante de la
circulación.
Notas:
1. Gustavo Salles,
'El Uruguay inconcebible" en
<elpolvorin.over-blog.es/article-33107318.html>
2. Conozco unas
pocas, todas hechas por profesores: Alma Bolón, Estela Acosta y
Lara, Carlos Hipogrosso, 'Sobre el Plan Ceibal' en <elpolvorin.over-blog.es/article-uruguay-brecha-en-el-lejanisimo-2008-me-lo-receto-el-presidente-54519920.html>.
Juan de Marsilio, 'El abecedario en los tiempos del Plan Ceibal' en
revista Estudios, Xo 123, julio de 2009.
* Publicado originalmente en la separata de la
revista Caras y Caretas, Tiempo de
crítica Nº 12, 8º de junio de 2012.
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