Trabajo leído
el 8 de setiembre de 2005 en el Cabildo de
Montevideo.para presentar la edición de
Bitácora de una persecución amorosa..
Quisiera presentar
este primer libro de Ana
Grynbaum (Bitácora
de una persecución amorosa, Lapzus/Artefato, 2005), proponiéndoles un
breve y modesto elogio de la ambigüedad.
No la ambigüedad en el sentido vulgar de lo confuso, lo
oscuro, lo de difícil lectura
o interpretación, sino de la ambigüedad entendida
correctamente en el sentido de que propone más de una
lectura, perfectamente clara
cada una, y argumentable cada una en función del texto
y del contexto, pluralidad de lecturas a partir de la cual estamos
en situación de elegir la nuestra.
Frente al texto -en este sentido- "ambiguo" estamos
como cuando Hamlet le señala a Polonio una nube, diciéndole:
¿Ves aquella nube que tiene casi la forma de un camello?
y Polonio responde: Ciertamente que se parece a un camello,
y entonces Hamlet le dice: Pues para mí se parece más
a una comadreja, y Polonio concede: Tiene el lomo como
de comadreja, y entonces Hamlet dice: ¿O lo tiene
como una ballena? a lo que Polonio responde: Es muy parecido
al de una ballena.
Como ante un cielo
con nubes, frente a lo ambiguo -entendido como recurso literario
deliberada y cuidadosamente utilizado- estamos frente a una multiplicidad
de interpretaciones, ninguna de las cuales es más válida
que la otra.
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Teóricos de lo literario, como Gerard Genette o Roman
Jakobson, han subrayado que la ambigüedad es una característica
intrínseca, inalienable del lenguaje de la poesía.
Bastante menos ha sido analizada como recurso narrativo, aunque,
como veremos, no faltan los ejemplos.
La ambigüedad carga al texto con un juego de tensiones internas.
Esas tensiones chocan y finalmente se resuelven -o no- en la
mente del lector. Por esa razón -o sea, porque en dosis
elevadas puede resultar agobiante- es un recurso que normalmente
se emplea en cuentos o en
relatos más bien breves. Pero existen asimismo novelas
que recurren a la ambigüedad en sus capítulos finales.
Es un recurso que da orígen a una forma de final abierto
frente al cual el lector no tiene más alternativa que
optar por una interpretación del texto para poder cerrarlo,
completarlo.
Por ejemplo, el final
perfectamente imprevisible de El inocente, de Graham Greene,
obliga al lector a una interpretación del sentido del
texto, de la idea de la peripecia humana que lo motiva y sustenta,
y sin esa interpretación -del color que sea- el texto
permanece enigmático, o directamente, absurdo.
Otro ejemplo: al final
de El joven Buenhombre Brown, de Nathaniel
Hawthorne, el lector se ve enfrentado por el autor mismo,
explícitamente, a la alternativa siguiente: lo relatado
¿ha sucedido realmente? ¿o ha sido todo un sueño?
El dilema parece perfectamente razonable dadas las características
del relato. El detalle está en que las consecuencias a
extraer de una u otra alternativa no son en ningún caso
tranquilizadoras, sino que son a cuales peor.
La novela El hombre
que mira de Alberto Moravia también va elaborando
cuidadosamente un dilema para el lector, dilema que sólo
se despliega con total evidencia en la última página
y que para ser resuelto exige que pongamos en juego no sólo
nuestra comprensión de la psiquis humana sino también
nuestra comprensión de la dimensión política
de los conflictos intergeneracionales tan típicos de la
segunda mitad del siglo pasado.
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Me atrevo a proponer a Bitácora de una persecución
amorosa como texto paradigmático cuando se trate de
ejemplificar en nuestras letras actuales el recurso a la ambigüedad.
Funciona realmente como un anillo de Moëbius. Nunca sabemos
si estamos caminando por el lado de dentro o por el de fuera,
por el derecho o por el revés, o sea, nunca sabemos si
este es el relato de una paranoia o si se nos está dando
cuenta objetivamente de los hechos. Y la línea final La
puerta cruje... -estereotipo literario, si los hay- no cumple,
como debiera, con el cometido de resolver la duda sino que aplaza
esa resolución al infinito, asegurándonos que la
duda podría resolverse si el relato se extendiera unas
pocas líneas más, cosa que no hace.
Quisiera comenzar mostrando
cómo en Bitácora... -a pesar de la llaneza
y la aparente transparencia de lenguaje que caracteriza al personaje
que narra- es precisamente sobre la instancia del lenguaje que
se construye ese delicado equilibrio, esa ambigüedad, que
caracteriza al conjunto -a la Forma, digamos- del relato.
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Como se sabe, la opción
por la narración en primera persona tiene por primera
finalidad marcar, hacer visibles los límites de lo que
el narrador sabe, conoce y comprende acerca de los hechos a los
que se refiere. Vino a sustituir -en tiempos de ateísmo
teórico- al narrador demiúrgico y omnisciente.
Sea en tanto protagonista o en tanto mero testigo de los hechos
el narrador en primera persona -a menos que haga trampa- nos
está diciendo que lo que narra -y lo que narrando interpreta-
es lo que es capaz de entender acerca de lo sucedido. Estos límites,
estas marcas pueden estar más o menos explicitados. El
narrador puede directamente declarar los límites de su
testimonio, como sucede habitualmente en las novelas de Joseph
Conrad. O los límites de ese testimonio pueden estar implícitamente
dados por la manera en que el narrador se expresa. Es el caso
de la protagonista y narradora de Bitácora...:
la manera, el cómo cuenta, la materia misma de su lenguaje
nos dice cuáles son los límites de su comprensión
respecto de lo que le sucede.
En primer lugar, el
discurrir de Marina no es nunca reflexivo. La correntada del
acontecer la arrastra y nunca tiene el margen suficiente como
para distanciarse y encuadrar su peripecia en un marco conceptual
-el que sea- que le permita elaborar estrategias un poco más
sutiles que las que caracterizan al ratón de laboratorio.
No tiene distancia para reflexionar acerca de la conducta de
Jorge, su marido (asume sencillamente
que no lo entiende);
ni tiene distancia para reflexionar acerca de la naturaleza de
la relación conyugal que han anudado (sólo
puede dar cuenta de las caracteristicas más exteriores
de la relación);
ni puede reflexionar acerca de su propia irreflexiva y extremosa
conducta.
En realidad, un sólo
tema indica en el relato algún nivel de reflexión:
trata de comprender qué significa estar narrando, estar
escribiendo lo sucedido, pero esa comprensión deriva de
la prolijidad inicial (Este escrito consiste en un esfuerzo
por decir cómo se fue tejiendo el universo donde fui a
parar dice) a la dificultad para controlar el esfuerzo intelectivo
(Mis pensamientos rebotan sin fin en las concavidades vecinas.
Si no los bajo al papel voy muerta dice Marina, sin explicar
qué es eso de las concavidades vecinas) y finalmente aterriza
en la impotencia del callejón sin salida (Sabiéndome
encerrada recularé como una bestia. Escribiendo intento
encontrar otra salida dice ya cerca del final del testimonio).
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Esa incapacidad de Marina para reflexionar su peripecia está
prefigurada en la materialidad misma de su lenguaje, hecho de
ingenuidades, frases hechas y humor involuntario.
Marina cree que no
todas las mujeres son capaces de la hazaña (...) de irla
llevando en un anonimato de quejas amortiguadas, inconfesables,
sostenidas por la conciencia de tener que soportar valientemente
el dolor de la existencia cruda y pura. No sabe que eso que
llama hazaña no es sino la condición común
de la mujer, según el imaginario feminista.
Cuando la ingenuidad
de Marina toca fondo se parece bastante a la estupidez y roza
el humor involuntario: Los heladeros son buena gente asegura
su profesión misma los inviste en la generosidad y
solidaridad con sus congéneres.
En cuanto al componente
de frases hechas: los no se puede ganar la lotería
sin jamás comprar un número y los nadie
es tan reservado como quien no tiene nada para contar son
la argamaza misma que puntúa el discurrir, para no referirnos
a la marea, menos pomposa y significativa, de calcificaciones
elementales de la expresión (la fantasía es florida,
las empresas son descabelladas, etc).
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La sensibilidad de la autora para con los pliegues y repliegues
del lenguaje le permite comprender que un lenguaje de esta índole,
saturado de ingenuidades y frases hechas y siempre al borde del
humor involuntario, no excluye la posibilidad de la poesía
sino que, por el contrario, le abre puertas inesperadas.
Así, por ejemplo,
cuando describe las sensaciones del tardío despertar sexual:
El mundo crepitaba candoroso derritiéndome. Víboras
de nuditos se retorcían sin fondo a lo largo de mi cuerpo,
visitando rincones inauditos. Ese día me acompañó
hasta la puerta de mi casa y se fue, dejando cuidadosamente mi
incredulidad violarse a fuego lento, sabio como resultó
ser en el manejo de mí.
O cuando opta por una
curiosa forma de suicidio
consistente en no dejar de mirar el cielo: Si nada distrae
a alguien embarcado en la inmensidad azul luminosa, concentrado
de lleno en el mirar, la vida -esa cosa ordinaria de sobrevivir-
termina sencillamente diluyéndose por redundante. La lucha
por la supervivencia pierde frente a quien, superando las barreras
del cansancio, se entrega al cielo. Y no hay otra manera de meterse
en el cielo que abrirse para que el azul avasallador disponga
de uno. Los ojos fijos como poros, agujeros de colador, entrada
suprema al infinito.
El filo poético
es precisamente lo que nos sorprende cuando Marina decide ir
a fondo, a su manera, en su relación consigo misma: Empecé
a cortar despacio, suave, con leve temblor al comienzo; más
afianzada en cada nuevo corte, obtenía mayor precisión
en las líneas del dibujo; ninguno se parecía al
anterior. Comencé por los tobillos -mis simpáticos
tobillos finos- y fui subiendo con los arabescos a lo largo de
las piernas.
Un último ejemplo,
es difícil expresar toda la desolación a la que
puede llegar una relación conyugal con -a la vez- la ingenuidad
y la precisión de estas lacónicas líneas:
Que se trata de su respiración no me cabe la menor
duda: es lo único que he escuchado de él en los
últimos largos tiempos de convivencia.
En el fondo el texto
de Grynbaum funciona en la misma vena que el Cándido
de Voltaire, una inteligencia refinada se esfuerza por expresar
su otredad radical: la mente del ingenuo. Sólo que en
los tiempos que corren no hay moraleja que cierre el tour
de force y asegure un sentido.
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Pero volvamos a lo que íbamos. Este discurrir carente
de reflexión, este lenguaje ingenuo, de frases hechas
y humor involuntario de la protagonista que narra está
ahí, decíamos, para evidenciar los límites
de la comprensión que Marina tiene de la circunstancia
que vive. Y a la vez, postulábamos, esos límites
son la condición de posibilidad del efecto de ambigüedad,
de cinta de Moëbius que caracteriza al conjunto del relato.
Los límites
son estos: su nivel de comprensión de lo que vive no está
por encima de su nivel de uso del lenguaje. No comprende a su
marido, como ella misma declara, y como se desprende de la ingenuidad
por momentos pueril de su relato, pero responde a sus actos con
conductas que implican una interpretación precisa de los
actos de él. Aunque los actos y actitudes de él
nunca sean en sí clara y deliberadamente malvados o perversos
ella responde con conductas primero de defensa y luego de desesperación
tales y como si estuviera siendo prisionera de un psicópata
asesino.
Cuando Marina deja
de ser objeto de atención sexual entra en un proceso de
abandono y apatía, y padece fantasías -por el momento
bastante metafóricas- de autoeliminación.
Cuando comprende que Jorge ha cambiado la cerradura de la casa
y no le ha dado copia de la llave huye lanzándose desde
una ventana. Cuando es sometida a un tratamiento con fármacos
y pone rejas en sus ventanas deja de comer, no se comunica en
absoluto e intenta ya más concretamente suicidarse asándose
al sol. Para conseguir salir de la casa finge una peritonitis.
Cuando ve que Jorge tiene una pistola se tajea el cuerpo
con una navaja, y así siguiendo en una escalada de final
abierto en la novela -la línea final de la novela, como
dije no resuelve sino que agudiza el dilema y, también,
aparentemente, la escalada de violencia.
O sea: el relato de
Marina implica que la conducta de Jorge sea maligna, pero es
incapaz de mostrar de manera concluyente que lo es. A cierta
altura del relato inevitablemente empezamos a preguntarnos cómo
debemos evaluar la conducta de Jorge y cuál es la verdadera
naturaleza de su relación con Marina. Comenzamos, por
consiguiente, a releer y a reinterpretar el relato.
¿Qué
ha sido primero? ¿el huevo o la gallina? ¿La conducta
malvada de él ha generado una respuesta desesperada en
ella?¿O a ella la ordenada felicidad doméstica
a que aspira Jorge le dispara una crisis y un delirio persecutorio?
¿Todo el relato es una invención delirante o narra
los hechos reales y concretos de una persecución amorosa,
o peor, de una perversidad criminal?
¿Es Jorge otra cosa que un tipo sin muchas luces que trata
de manejar una situación complicada como mejor puede?
¿O estamos frente al relato canónico de una mujer-víctima,
destruida psicológicamente por un marido frío,
sádicamente brutal? ¿Estamos caminando por el lado
de dentro o por el lado de fuera del anillo de Moëbius?
¿Esta escalera -como en los grabados de Escher- sube o
baja?
Creyéndose al
final mismo de su vida Marina escribe una bitácora de
su peripecia. Pero para nosotros, lectores desconcertados, su
bitácora es la de un viaje con destino indefinido o sospechoso,
quizá la de un viaje a Ninguna Parte.
*****
Ambigüedad total: sin más datos que provengan de
otra fuente, no podemos resolver el dilema.
Y ¿entonces?
¿qué hacemos con ese efecto de ambigüedad
tan cuidadosamente construido?¿esa superficie tersamente
ambigua es un fin en sí, o a qué remite? ¿es
ese efecto, la exhibición de una técnica literaria
impecable, la finalidad misma del relato?
Ciertamente que no.
Ya vimos cómo en los ejemplos de Greene, de Hawthorne
y de Moravia la finalidad de este recurso a la ambigüedad
es poner a trabajar al lector, obligarlo a cerrar por su cuenta
el sentido del relato.
Así, cuando
la objetividad del relato de Marina comienza a volverse sospechosa
el lector suspende el juicio que se ha ido formando de los hechos.
En su mente se pone a funcionar la dialéctica más
íntima del texto, su dispositivo formal más sutil
y su finalidad más refinada. En la imposibilidad de fijar
la verdad del relato y la naturaleza verdadera de sus personajes
nuestra respuesta como lectores es la de oscilar entre dos imaginaciones:
por un lado, la imaginación del marido abnegado, ejemplar
y edificante que hace cuanto puede frente a la locura galopante
de su cónyuge (una
especie de Leonard Wolf, digamos),
y por otro lado, la imaginación del marido como monstruo
gótico, babeando una maldad implacable e inagotable
(como el pater familias demente
de El resplandor);
por un lado la imaginación de Marina como víctima
inocente y por otro la imaginación de Marina como delirante
que gota a gota ha terminado por perder todo sentido de la realidad.
La ambigüedad
es, entonces, la escenografía, el lugar para que en tanto
lectores despleguemos una imaginación oscilante que en
realidad no puede ser sino idéntica a la que padece la
protagonista y narradora. En otras palabras: la ambigüedad
es el lugar desde el que podemos padecer los hechos desde la
identificación total con Marina, desde su misma piel,
desde su misma oscilación paranoica y dándoles
la misma respuesta que ella les da.
No hace mucho en un
artículo que publiqué en Relaciones mostraba
cómo éste crear un espacio en el cual despleguemos
en tanto lectores nuestra imaginación -como medio o artilugio
para lograr una identificación más profunda con
el personaje- es la estrategia que caracteriza al cuento El
infierno tan temido de Juan
Carlos Onetti.
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Recapitulando, entonces:
-la autora construye
su personaje desde el lenguaje, desde la peculiar manera de expresarse
su personaje, considerada en tanto denotador de unas posibilidades
de comprensión de su circunstancia,
-sobre esos límites
de comprensión, aplicados a peripecias concretas, la autora
elabora la Forma del relato, lo que hemos llamado efecto de ambigüedad
o de cinta de Moëbius,
-finalmente, sobre
ese efecto de ambigüedad, la autora construye la actitud
del lector hacia el relato: un imaginar oscilante que a nada
remite sino a la actitud básica de la protagonista misma,
cimentándose de esta manera un efecto de identificación
absoluta entre la narradora y su lector.
Con lo cual podemos
concluir diciendo que en su primera novela Ana Grynbaum deja
en claro por lo menos dos cosas:
-que -y esto no puede
sorprendernos- está en condiciones explorar los "secretos
del alma humana" a partir de la materialidad misma del lenguaje,
sin entramparse en estereotipos y suspendiendo el juicio hasta
donde sea posible suspenderlo,
-pero además,
que es capaz de convertir sus intuiciones en imagen, en representación,
gracias a un seguro manejo del instrumento lingüístico
y de los artificios propios de la expresión literaria.
Muchas gracias.
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