Para que los premios literarios alcancen verosimilitud es preciso
que cumplan con determinadas reglas. Entre ellas, que se dé
una adecuación entre lo que la cocarda "promete"
y el nivel de lo premiado.
En caso de que se verifique
desbalance entre lo premiado y lo ofertado, las reglas de verosimilitud
se rompen. Para imponer el premio es por lo general recomendable
engrosarlo con un monto de dinero que lo vuelva apetecible o,
en su defecto, tramitarse como una distinción para pocos
(como otrora sucedía
con la Academia Francesa).
Sin embargo, ninguna de estas condiciones aisladas es suficiente.
Por ejemplo, por más que a alguien se le ocurra donar
una millonada con el fin de promocionar el Gran Buenos Aires,
difícilmente un hipotético Premio Barrio Burzaco,
que elija entre todos los escritores de lengua castellana, sería
muy creíble en caso de distinguir a Gabriel García
Márquez. Más allá de los valores que se
le quieran adjudicar a Macondo y sus alrededores, la trayectoria
del escritor colombiano, que lo transformó en superestrella
literaria, colisionaría con el modesto nombre del premio.
Una desmesura semejante se verificaría en caso de que
un también hipotético premio Dante Alighieri fuera
concedido a los polirritmos que dedicara mi tía Margarita
a sus aves parlanchinas -a saber, un loro Pedrito, asesinado
por un ladrón que se sintió delatado, y su reemplazo,
una cotorra folclóricamente bautizada Míguez, que
corrió asimismo trágico fin, desaguándose
en su sangre.
Lo expuesto hasta aquí
podría servir para ir calibrando la trayectoria de un premio
ayer sonoro: creado en 1977, con el casi sideral nombre de Cervantes
y una dotación en moneda por demás apetecible, fue
distinguiendo a escritores de obra respetable. Si bien sobre valores
literarios siempre habrá de discutirse, lo innegable es
que cuando el gordo laurel fue cayendo sobre nombres como Juan
Carlos Onetti, Octavio Paz, Alejo Carpentier, García
Márquez, Mario Vargas Llosa o Adolfo
Bioy Casares, entre otros, el Cervantes era verosímil.
Entre el altisonante apelativo del premio y la trayectoria de
los elegidos no había gran discrepancia. Cada uno llegaba
respaldado por obra y trayectoria, por el impulso de cumplir
y mejorar la lengua del autor del Quijote. Con estas obras, los
autores, a su turno, "premiaban" al Cervantes, que
llegó a adquirir un calificativo no menos sonoro: "el
Nobel de literatura en lengua castellana"
Por lo menos desde
1992 (emblemático
año del quinto centenario del errático desembarco
de Colón en Guanahani),
cuando el jurado del Cervantes premiara a la señora Dulce
María Loinaz, residente de La Habana, es casi imposible
recordar a los ganadores. De los últimos años,
además de Camilo José Cela, que lo recibió
tarde porque ya era Nobel, el único reconocible es Guillermo
Cabrera Infante, autor de un libro de peso, Tres Tristes Tigres.
Unos poetas José García Nieto y José Hierro
fueron elegidos en el 96 y el 98. En el 99, finalmente, un prosista
fácilmente distinguible por lo mediocre recibe el premio.
El chileno Jorge Edwards.
Siempre un colista
de los autores del boom y del postboom, Edwards fue uno de ésos
que alcanzó nombradía gracias al nombre sonoro,
para muchos ominoso, de Fidel Castro. En un mal libro que causó
escándalo, Persona non grata, narró aspectos
del indiscutible -pero por muchos disimulado- estado policial
cubano. Otro de sus títulos notorios lo repite como faldero
del nombre ajeno, Adiós poeta, biografía
heterodoxa, y también pobremente escrita, de Neruda. En
el terrreno de la ficción, por otra parte, lo de Edwards
por momentos ha lindado lo deplorable. Sin embargo, es el último
laureado con el Cervantes.
Algunos argumentan que
otro nombre rebotante, el de Pinochet,
estaría detrás de la elección del jurado,
ya que sería una forma de aliviar tiranteces entre los
gobiernos español y chileno, en plena disputa por un dictador
retirado. Como se sabe, nunca fue sana decisión de los
premios literarios el inclinarse por razones políticas
(un elogio de Pinochet, por
ejemplo, le valió a Borges una
interminable postergación al Nobel) pero, más allá del caso particular,
lo que queda en evidencia es que el Cervantes, que en un momento
fuera robustecido por la obra de los premiados, parece no contar
con muchos autores legítimimamente premiables. Y parece
estar hablando, además de sobre el premio, sobre la situación
de las letras iberoamericanas. Sus practicantes o no son suficientemente
conocidos como para acceder elegantemente al galardón,
o ya han sido premiados y disfrutan, provectos de sus réditos,
o el premio se olvidó de ellos y quiso acordarse, como
ocurriera con José Donoso, un minuto después de
que murieran.
Si se repasa la nómina
propuesta para este año, probablemente la elección
menos injuriosa para el premio hubiera sido la del peruano Alfredo
Bryce Echenique, aunque eso tampoco hubiera enriquecido al Cervantes.
De haberse volcado por Mario
Benedetti, el Cervantes se hubiera resignado a rebajar la
literatura al vocingleo sensiblero que caracteriza los títulos
del uruguayo.
Pero sin duda la peor elección fue la de Edwards. Luego
de ésta, justo cuando claudica el siglo, al premio parece
abrírsele una alternativa. Visto lo menguado del rebaño
de escritores premiables en el rodeo literario, el Cervantes
podría declararse a priori desierto por un período
prudencial (por ejemplo,
un lustro). En
su defecto, podría morigerar la distancia entre su nombre
sonoro y la pobreza de los galardonados rebautizándose
Premio Serbantes (por lo
que alguna vez tuviera del autor del Quijote y lo mucho que ahora
tiene de fiasco).
* Publicado originalmente en Insomnia
Nº 104
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