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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



PREMIO CERVANTES - EDWARDS, JORGE - PREMIOS LITERARIOS -


Serbantes*

Amir Hamed
Por lo menos desde 1992 (emblemático año del quinto centenario del errático desembarco de Colón en Guanahani), cuando el jurado del Cervantes premiara a la señora Dulce María Loinaz, residente de La Habana, es casi imposible recordar a los ganadores


Para que los premios literarios alcancen verosimilitud es preciso que cumplan con determinadas reglas. Entre ellas, que se dé una adecuación entre lo que la cocarda "promete" y el nivel de lo premiado.

En caso de que se verifique desbalance entre lo premiado y lo ofertado, las reglas de verosimilitud se rompen. Para imponer el premio es por lo general recomendable engrosarlo con un monto de dinero que lo vuelva apetecible o, en su defecto, tramitarse como una distinción para pocos (como otrora sucedía con la Academia Francesa).

Sin embargo, ninguna de estas condiciones aisladas es suficiente. Por ejemplo, por más que a alguien se le ocurra donar una millonada con el fin de promocionar el Gran Buenos Aires, difícilmente un hipotético Premio Barrio Burzaco, que elija entre todos los escritores de lengua castellana, sería muy creíble en caso de distinguir a Gabriel García Márquez. Más allá de los valores que se le quieran adjudicar a Macondo y sus alrededores, la trayectoria del escritor colombiano, que lo transformó en superestrella literaria, colisionaría con el modesto nombre del premio.

Una desmesura semejante se verificaría en caso de que un también hipotético premio Dante Alighieri fuera concedido a los polirritmos que dedicara mi tía Margarita a sus aves parlanchinas -a saber, un loro Pedrito, asesinado por un ladrón que se sintió delatado, y su reemplazo, una cotorra folclóricamente bautizada Míguez, que corrió asimismo trágico fin, desaguándose en su sangre.

Lo expuesto hasta aquí podría servir para ir calibrando la trayectoria de un premio ayer sonoro: creado en 1977, con el casi sideral nombre de Cervantes y una dotación en moneda por demás apetecible, fue distinguiendo a escritores de obra respetable. Si bien sobre valores literarios siempre habrá de discutirse, lo innegable es que cuando el gordo laurel fue cayendo sobre nombres como Juan Carlos Onetti, Octavio Paz, Alejo Carpentier, García Márquez, Mario Vargas Llosa o Adolfo Bioy Casares, entre otros, el Cervantes era verosímil.

Entre el altisonante apelativo del premio y la trayectoria de los elegidos no había gran discrepancia. Cada uno llegaba respaldado por obra y trayectoria, por el impulso de cumplir y mejorar la lengua del autor del Quijote. Con estas obras, los autores, a su turno, "premiaban" al Cervantes, que llegó a adquirir un calificativo no menos sonoro: "el Nobel de literatura en lengua castellana"

Por lo menos desde 1992 (emblemático año del quinto centenario del errático desembarco de Colón en Guanahani), cuando el jurado del Cervantes premiara a la señora Dulce María Loinaz, residente de La Habana, es casi imposible recordar a los ganadores. De los últimos años, además de Camilo José Cela, que lo recibió tarde porque ya era Nobel, el único reconocible es Guillermo Cabrera Infante, autor de un libro de peso, Tres Tristes Tigres. Unos poetas José García Nieto y José Hierro fueron elegidos en el 96 y el 98. En el 99, finalmente, un prosista fácilmente distinguible por lo mediocre recibe el premio. El chileno Jorge Edwards.

Siempre un colista de los autores del boom y del postboom, Edwards fue uno de ésos que alcanzó nombradía gracias al nombre sonoro, para muchos ominoso, de Fidel Castro. En un mal libro que causó escándalo, Persona non grata, narró aspectos del indiscutible -pero por muchos disimulado- estado policial cubano. Otro de sus títulos notorios lo repite como faldero del nombre ajeno, Adiós poeta, biografía heterodoxa, y también pobremente escrita, de Neruda. En el terrreno de la ficción, por otra parte, lo de Edwards por momentos ha lindado lo deplorable. Sin embargo, es el último laureado con el Cervantes.

Algunos argumentan que otro nombre rebotante, el de Pinochet, estaría detrás de la elección del jurado, ya que sería una forma de aliviar tiranteces entre los gobiernos español y chileno, en plena disputa por un dictador retirado. Como se sabe, nunca fue sana decisión de los premios literarios el inclinarse por razones políticas (un elogio de Pinochet, por ejemplo, le valió a Borges una interminable postergación al Nobel) pero, más allá del caso particular, lo que queda en evidencia es que el Cervantes, que en un momento fuera robustecido por la obra de los premiados, parece no contar con muchos autores legítimimamente premiables. Y parece estar hablando, además de sobre el premio, sobre la situación de las letras iberoamericanas. Sus practicantes o no son suficientemente conocidos como para acceder elegantemente al galardón, o ya han sido premiados y disfrutan, provectos de sus réditos, o el premio se olvidó de ellos y quiso acordarse, como ocurriera con José Donoso, un minuto después de que murieran.

Si se repasa la nómina propuesta para este año, probablemente la elección menos injuriosa para el premio hubiera sido la del peruano Alfredo Bryce Echenique, aunque eso tampoco hubiera enriquecido al Cervantes. De haberse volcado por Mario Benedetti, el Cervantes se hubiera resignado a rebajar la literatura al vocingleo sensiblero que caracteriza los títulos del uruguayo.

Pero sin duda la peor elección fue la de Edwards. Luego de ésta, justo cuando claudica el siglo, al premio parece abrírsele una alternativa. Visto lo menguado del rebaño de escritores premiables en el rodeo literario, el Cervantes podría declararse a priori desierto por un período prudencial
(por ejemplo, un lustro). En su defecto, podría morigerar la distancia entre su nombre sonoro y la pobreza de los galardonados rebautizándose Premio Serbantes (por lo que alguna vez tuviera del autor del Quijote y lo mucho que ahora tiene de fiasco).

* Publicado originalmente en Insomnia Nº 104

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