El
vienés sin atributos
Viena, 1936. El director de una corrosiva publicación periodística
camina por la ciudad. Sufre de agorafobia, y el sólo cruzar la calle
puede ser un trabajo penoso. Es, sin embargo, un orador eximio y
letal, un purista del lenguaje, y un adelantado en la
crítica a los
“medios de comunicación
masiva”, aunque la expresión aún no exista como tal. Es
también un visionario que en 1910 había alertado que “el progreso
fabrica portamonedas de piel humana”. Cuentan que la calle estaba oscura,
y que el ciclista no pudo evitarlo. El accidente fatal,
agrava una vieja dolencia cardiaca, y pone irónico final a los días
de Karl Kraus, uno de los mayores escritores satíricos del siglo XX,
y la pluma más temida de la Viena imperial y de entreguerras.
“El canto del cisne”
Su obra es casi un
misterio fuera del medio literario alemán dadas las
complejidades de
traducción. Recién en los años noventa el lector en español pudo
conocer Los últimos días de la Humanidad (Die letzten Tage
der Menschheit), pieza delirante y monumental ideada para “un
teatro del planeta Marte” y también su
obra cumbre. Eso le ha
valido una tardía ubicación entre los nombres más emblemáticos de la
literatura alemana de la primera mitad del siglo XX: Robert Musil,
Franz Kafka, Thomas Mann y Bertolt Brecht. Como autor satírico, se
lo suele colocar a la par de Juvenal y Jonathan Swift, y su
influencia ha sido decisiva en la
obra de
escritores como Elias
Canetti, quien lo ha reconocido como su maestro, titulando incluso
la segunda parte de su autobiografía como La antorcha al oído, en
alusión a la revista insignia de Kraus, La
antorcha (Die Fackel).
Karl
Kraus nació burgués y judío en la pequeña ciudad de Jicín, Bohemia
(hoy Gitschin, Checoslovaquia), el 28 de abril de 1874, y fue el
noveno hijo de Jakob Kraus, fabricante de papel y Ernestine Kantor.
En 1877 el traslado del negocio familiar hace que los Kraus se
instalen en la macrocefálica capital austríaca. Ya adolescente,
Kraus ingresa al Gymnasium Franz-Joseph, donde un cruce de palabras
con un profesor de religión afecta un rendimiento destacado,
especialmente en latín. La Viena finisecular y de principios de
siglo era, en ese momento, un potente polo de atracción para los
intelectuales de las márgenes del debilitado Imperio, en especial
para los
judíos. Las letras, el arte y el saber se vieron especialmente
favorecidos, exhibiendo un esplendor sólo comparable al de los
mejores tiempos de la historia de Occidente. Es la Viena de Robert
Musil y de los pintores Oskar Kokoschka y Gustav Klimt, del filósofo
Ludwig Wittgenstein y del dramaturgo Frank Wedekind, del
arquitecto Adolf Loos, del músico Gustav Mahler y del padre del psicoanálisis,
Sigmund Freud. Sin embargo, esta “Atenas del siglo XX” llevaba en sus
entrañas la fórmula de su propia destrucción. Y si ésta para muchos
representó, en palabras de Hermann Broch, un “Apocalipsis feliz”,
para Kraus fue sólo la antesala del Apocalipsis; la felicidad
debería estar en otra parte. Es en ese sentido que Kraus no
comparte la candidez con la que algunos
intelectuales, como Stefan
Zweig, la mitificaron: “Difícilmente haya una ciudad europea
donde la aspiración a la
cultura fuera más apasionada que en Viena”. Muy por el
contrario, en la Viena de Kraus: “a los niños se les da papilla y
a los hombres tormento”.
Hijo
de su época, Kraus fue conciente del distanciamiento entre
apariencia y realidad que impregnó la
literatura postnietzscheana. Y
es así como a sus ojos, la Viena de los Habsburgo transcurrió como
un gran baile de máscaras. Impugnar ese fingimiento que también
revelaría Musil en El hombre sin atributos, fue el gran
motivo de su obra. Y de la misma manera en que su amigo Adolf Loos
buscó la simplicidad de la forma arquitectónica, Kraus hizo lo
propio con el lenguaje, procuró su pureza más absoluta, y advirtió
la íntima y riesgosa relación entre palabra y acto: “la frase y
la cosa son una y la misma”. Con este lacónico aporte a la
lingüística de su tiempo, Kraus coloca a la lengua en el centro de
sus preocupaciones. Para él “la lengua es la madre, y no el aya
del pensamiento”, y sólo así se puede entender la dimensión
moral de su causa, porque “jamás una frase entera pudo salir de medio hombre”. No es raro entonces que la prensa se
transformara en el blanco de su crítica. Vio en ella a la gran
moldeadora de conciencias que a través de subterfugios prosísticos
legitimó una guerra: “No
es que la prensa pusiera en marcha la maquinaria de la
muerte (...) pero nos socavó el corazón de tal modo que no
pudimos ni imaginar lo que nos aguardaba: ¡por eso es culpable
de esta guerra!”. Sin
embargo, es claro que hizo de su “enemiga” la herramienta de su
propio combate. Y si por definición periodista es la persona
que periódicamente informa sobre eso que otros no ven, Kraus fue un
periodista en el sentido más puro del término. Eso sí, supo intuir
de manera sorprendente la barbarie de los totalitarismos, donde los
medios de comunicación
masiva jugaron un papel decisivo.
Die fackel
Sus coqueteos con el
periodismo comienzan en 1892 con la publicación de reseñas
literarias. El mundo académico
no cuaja con él, y pronto abandona sus estudios en la Facultad de
Derecho, y más tarde en la de Filosofía para dedicarse por entero a
la actividad periodística. Ya en 1898 Kraus trabaja en la revista vienesa Die Waage y, en
1899, se da el lujo de rechazar un puesto en el periódico
más representativo de la monarquía, la Neue Freie Presse.
Entre 1892 y 1897 se integra al grupo de la llamada “Joven Viena” (Jeun
Wien), cuyo punto de reunión era el Café Griensteidl. Allí tuvo
contacto con un grupo de jóvenes talentos literarios, tales como
Hugo von Hofmannsthal y Arthur Schnitzler. Todo funciona de
maravillas hasta que en enero de 1897 el palacio Herberstein donde
se ubicaba el Café, es transformado en un edificio de apartamentos.
Ante el cierre, Kraus detona un pequeño escándalo local cuando da a
conocer “La literatura demolida” (Die demolierte Literatur),
un artículo cuya primera frase ironiza “Viena está siendo
demolida para ser una gran ciudad”: en el texto, Kraus satiriza al
grupo de escritores “marginados”, en especial a Bahr, su figura
central, contra quien perderá un juicio por corrupción en 1901,
cuando acusa a Bahr de crítico teatral a sueldo. El panfleto le supondrá
un éxito rotundo y también los puñetazos de Felix Salten, el futuro
autor de Bambi, una vida en el bosque.
Dos
años más tarde, Kraus vuelve a instalar la polémica con otro
artículo controvertido, “Una corona para Sión” (Eine Krone fur
Zion), donde comienza a esbozar su alejamiento del judaísmo,
que se vuelve definitivo en 1899, cuando rompe con la comunidad
israelita. Cree encontrar entonces respuestas en el catolicismo, y
es así como en 1911, oficiando de padrino Adolf Loos, recibe el
bautismo católico. En estos hechos, y en el ataque a propagandistas
y escritores judíos, una lectura muy superficial supo diagnosticar
el supuesto “auto-odio judío” de Kraus. Este juicio no toma en cuenta
sus discrepancias con la Iglesia Católica, las mismas que en 1923 lo
alejaron definitivamente de ella. Tampoco toma en cuenta su
arremetida contra poetas y sacerdotes que glorificaron la muerte en
combate y, en definitiva, contra todo lo infundadamente consagrado.
Una arremetida justa, según palabras de Canetti: “Kraus era tan
justo que no acusaba inmerecidamente a nadie. Jamás se equivocaba:
no podía equivocarse. Todo lo que alegaba era rigurosamente exacto;
hasta entonces no había existido escrupulosidad semejante en la
literatura”.
Pero
para que este “sumo pontífice de la verdad”, como lo llamó el
poeta Georg Trackl, impartiera justicia, necesitó de un medio propio
donde expresarse libremente. Fallecida su madre en 1891 y su padre en
1899 y, como si la independencia económica lo hubiese alentado a
emprender una empresa arriesgada, el 1º de abril de 1899 Kraus pone
en circulación el primer número de Die Fackel (La antorcha),
que hasta su clausura en 1936, dos años antes de la anexión de
Austria a Alemania, fue lo que se propuso desde el título: una
luz en medio de un entorno sombrío.
“Ojalá
La Antorcha ilumine una tierra en la que, a diferencia del
imperio de Carlos V, nunca se alza el sol”, anunciaron sus primeras líneas. Y bajo la mirada
burlona del sátiro y de la comedia de su portada, la sátira fue la
mejor aliada en esa cruzada contra la hipocresía. Con una
característica tonalidad roja y una frecuencia mensual, la revista
también tuvo su redacción en Berlín hacia el año 1909, y al año de
su cierre, habían circulado 912 números. El saldo final es de 30 mil páginas, por las que desfilan ensayos, poemas, estudios, aforismos y
fragmentos teatrales. Los nombres más reputados del arte, el
psicoanálisis, el periodismo, la justicia y la política fueron
puestos en el banquillo. Todo indicio de corrupción fue denunciado
con nombre y apellido, rematando cada nota editorial con una ácida
gentileza: “Con la más alta consideración”. Es posible que Kraus haya encontrado inspiración para su Die Fackel en La
Lanterne, publicación francesa de Rochefort-Lucay, que criticó
duramente y por años, el gobierno de Napoleón III.
Los
enemigos no tardaron en sumarse y tampoco se callaron, pero a Kraus
no le importó: a Moriz Benedikt, jerarca del Neue Freie Presse,
Kraus lo llamó “el Señor de las hienas”, o “el gran judío
sentado a la caja registradora de la historia universal, anotando su
balance diario en sangre”, en alusión a su propaganda belicista.
En 1927 una salvaje e histórica represión de la policía vienesa,
contra una manifestación obrera, hizo que Kraus empapelara la ciudad con la
consigna: “Al presidente de la Policía de Viena, Johann Schober,
le exijo que dimita. Karl Kraus, editor de Die Fackel”. Nunca
fue tan oportuna la ayuda de su abogado y
amigo Oskar Samek, con quien superó los cientos de querellas en las
que se vio envuelto. Querellas que, muchas veces, el propio Kraus
emprendía contra algún medio por la errónea publicación de alguno de
sus textos. Es que para Kraus, un error gramatical no era sólo eso, una equivocación, sino un documento fehaciente contra la moral
dudosa de su autor.
Juez solitario
Dos
años después de la creación de Die Fackel, Kraus funda la
editorial Verlag der Fackel y comienza a trabajar con la imprenta
Jahoda & Siegel. Son, sin embargo, tiempos duros, porque ese mismo año
fallece de tuberculosis su amante, una joven llamada Anna Kaldwasser,
más conocida como Annie Kalmar
(1877-1901). Actriz de escaso
reconocimiento, blanco de las críticas de la prensa local, Kalmar
fue una mujer crucial en la vida de Kraus. Rechazada ella, temido
él, es conmovedor el cuidado que Kraus le prodigará aún después de
muerta. En su tumba mandó colocar una lápida con la
inscripción: “Dedicada a su memoria por Karl Kraus”, y se
encargó de la manutención del predio por medio de su testamento. En 1923, Kraus le dedicará a su amada, su
Teatro onírico (Traumtheater),
llevada a escena en 1924 en Viena y Berlín, y en 1928 en Munich.
Durante sus primeros años, desde 1899 hasta 1905, Die Fackel
encuentra su blanco en todos aquellos casos que conciernen a la
“moral pública” que, más tarde, en 1908, Kraus recogerá bajo el
nombre de “Moralidad y Criminalidad”. “Si la moral no
empujase, no se lesionaría”, advierte Kraus para criticar a una
sociedad incapaz de disociar la vida pública de la privada; una sociedad
represiva que impone especial atención a la moral sexual de sus
ciudadanos. Es que la defensa de prostitutas, adúlteras,
homosexuales, y todo lo que la prestigiosa psiquiatría vienesa
calificó
de “degenerado”, fue parte de una campaña solitaria. En palabras de Krieghofer,
Kraus: “Fue un protector de mariposas y poetas, defendía a putas
y princesas cuya vida privada ridiculizaba la prensa, abogó a favor
de los perros maltratados y de un sucesor al trono cuya memoria no
se respetaba como correspondía, luchó contra la moral sexual
opresora de las iglesias cristianas (...) en Austria fue una de las
primeras voces que se pronunciaron a favor de la despenalización de
la homosexualidad entre adultos y de exigir penas más duras para los
padres que maltrataran a sus hijos. Luchó en contra de que se
persiguiese penalmente a las mujeres que habían abortado y a favor
de una ley de prensa más severa que protegiera la intimidad”.
Acerca de la incipiente psicología, Kraus mostró escepticismo: “Un
cierto psicoanálisis consiste en el celo profesional de
racionalistas lascivos que a todo en el mundo lo retrotraen a causas
sexuales, menos a su profesión”. Tampoco se salvaron los
historiadores: “El periodismo ha apestado al mundo con cierto
talento; el historicismo con ninguno”. Lo que subyace a tanto
inconformismo es una crítica feroz a la modernidad, y a una
civilización consagrada en el paradigma de la “Ciencia, la Bolsa,
la Prensa, y el Progreso” que, en lugar de emancipar, conduce a
la destrucción. Técnica y progreso fueron malas palabras en su
diccionario: “No hay nada que agradecer a la técnica. Habrá que
inventarlo”. Kraus encontró en la prensa el ejemplo arquetípico de
la sumisión de la palabra a la técnica capaz de engendrar el tópico
periodístico, signo inequívoco de la nefasta “triple alianza de
tinta, técnica y muerte”. Porque para Kraus, “lo que vive del
tema, muere con él. Lo que vive en el
lenguaje, vive con él”.
Este rechazo
al arquetipo y su apetencia por los clásicos, cuestionaron la
modernidad de la obra de Kraus. Pero en su condición de “maestro
de la repetición”, tal como lo llamó Sousa Ribeiro, y en el
“inventor de la cita”, como él mismo se definió, queda implícita
su capacidad innovadora, refrescante. Prueba de ello es que ante la
censura de prensa impuesta durante la Primera Guerra Mundial, y casi al mismo tiempo
que Marcel Duchamp exponía en París sus readymades, Kraus
empezó a poblar las páginas de Die Fackel con fragmentos de
artículos periodísticos de sus “colegas”; sólo
cambiarles el título alcanzaba para lograr un efecto satírico. El collage, técnica propia de las
vanguardias, se transformó así en el
ardid predilecto para satirizar los discursos de su tiempo y
despistar a los censores.
Es
así que, ante la inminencia de la guerra, Kraus no se mantuvo al
margen y Die Fackel, nacida como revista política primero y,
luego, definitivamente abocada a la crítica literaria, comienza a
partir de 1908 a publicar titulares como “El terremoto” o
“Apocalipsis”, que preludiaban la destrucción. Cuando la
guerra es
un hecho, Kraus se pronuncia por primera vez contra la monarquía, y
se ubica en las filas pacifistas de Shnitzler y Rilke al publicar
un texto antibelicista pero controvertido titulado “En estos grandes
tiempos”: “...en esta época estridente que retumba por la
horripilante sinfonía de
hechos que producen informaciones y de informaciones que originan
hechos: en esta época no esperen ustedes de mí ninguna palabra
propia. (...) Demasiado profundo cala en mí el respeto por la
inamovilidad y subordinación del
lenguaje ante la desgracia”. Ante la sinrazón, Kraus, el vengador de la palabra,
opone el silencio. El primero de sus tan significativos silencios.
Aforismos
En 1905 Kraus ya había
encontrado una fórmula de lujo para combinar su talento literario
con su capacidad satírica: el aforismo. Desde ese año, los aforismos
invaden las páginas de Die Fackel poblando, a veces, números
completos. En 1909 recoge una selección de éstos en “Dichos y
contradichos” (Spruche und Widerspruche) y, en 1910, aparece
“La Muralla China”, otra recopilación de artículos. Más tarde
aparecerá “Contra los periodistas y otros contras” (Pro domo et
mundo), donde no deja títere con cabeza a la hora de hablar
de la sociedad, los artistas, los psicólogos, la mujer, y por
supuesto, los periodistas.
En 1911 y hasta el final de su vida, decide trabajar en la más
completa soledad. Se convierte así en el director, corrector y único
redactor de Die Fackel. Buscar erratas, clisés y todo tipo de
ornamento prosístico que denotara la amoralidad de sus “colegas”,
fue rutina diaria en la solitaria redacción. Y así, “recorre de
noche las construcciones lingüísticas de los diarios y, tras la
rígida fachada de las frases hechas, espía en los interiores,
descubre en las orgías de la “magia negra” el estupro, el martirio
de las palabras”, recordaría después su buen amigo, Walter
Benjamin. También en su vida personal la soledad fue ganando
terreno; una soledad que crecía conforme aumentaba su popularidad. No obstante sus detractores, Kraus supo tener buenos amigos
con quienes reunirse en algún café hasta altas horas de la
madrugada, y también un público fiel que le prodigó su admiración en
miles de cartas que él, por supuesto, desdeñaba. Y es que Kraus fue
un outsider muy particular, dueño de un prestigio que en 1926
hizo que un grupo de profesores parisinos lo propusiera para un
Premio Nobel de Literatura que nunca obtuvo.
En el terreno político, Kraus fue un personaje casi inclasificable.
Su procedencia burguesa y cierta tendencia conservadora no lo
hicieron dudar, sin embargo, a la hora de apoyar a los
socialdemócratas a partir de 1916. Incluso en 1919 Karl Seitz,
presidente de la República, de orientación socialdemócrata, felicita
a Kraus por los veinte años de Die Fackel. Pero en 1933 los
socialdemócratas no parecían frenar una posible alianza con el
nacionalsocialismo alemán, y es entonces cuando se alía con los
socialcristianos, apoyando en 1934 al canciller Dollfuss. Esto tiene
consecuencias negativas para Die Fackel, ya que en 1936,
luego de una fuerte crítica al gobierno socialdemócrata, pierde el
grueso de sus lectores. Así se fue apagando esta Antorcha que
en su apogeo contó con la galería de lectores
(muchos de ellos
también colaboradores) más envidiable de su tiempo: Adolf Loos,
Arnold Schonberg, Ludwig Wittgenstein, Peter Altenberg, Alban Berg,
Georg Trakl, Sigmund Freud, Bertolt Brecht, Elias Canetti, Else
Laske-Schuler, Max Horkheimer, Theodor W. Adorno y Walter Benjamin,
estos tres últimos, fundadores de la decisiva Escuela de Frankfurt.
A
la distancia, y luego de treinta y siete años de publicación
ininterrumpida Die Fackel sigue siendo un ejemplo
paradigmático de periodismo independiente, y un ejemplo contundente
de simbiosis entre obra y autor. Los años fermentales de Kraus, que
son también los años fermentales de Die Fackel, quedan
patentados en este recuerdo de su amigo Oskar Kokoschka, al
retratarlo por primera vez en 1909:
“Retraté a Karl Kraus en su apartamento. Sus ojos fulguraban
febriles tras la lámpara. Tenía aspecto juvenil, atrincherado tras
sus grandes ojos como tras unas espesa cortina, gesticulando vivaz
con sus manos nerviosas, delgadas y huesudas. Su voz era tajante.
Loos, cuya sordera había empeorado, podía seguir cada una de sus
palabras. Kraus era una persona apremiante por naturaleza. Mediante
un salto digno de gato montés, echó mano a uno de los rojos
ejemplares de Die Fackel y arrancó una página para convencer a Loos
de lo certero de determinada frase”.
El teatro
“Soy
quizás el primer caso de un escritor que vive su escritura
histriónicamente”. Nada más
elocuente que esta frase suya, para reflejar el lugar que Kraus le dio
al teatro en su obra. El vínculo surgió temprano tal como cuenta la
anécdota familiar; al parecer, el traslado de la familia a
Viena hizo que un Kraus todavía niño temiera perderse en las calles
de la gran ciudad, así que, durante sus paseos, nadie podía
desprenderlo de su objeto más preciado: un “teatrillo de
marionetas”.
Los primeros intentos de Kraus en la actuación datan de su época
universitaria, cuando participa en algunas obras estudiantiles. En
enero de 1893 prueba suerte con su papel de Franz Moor en Los
bandidos de Friedrich Schiller, pero fracasa. El tropiezo no
reprime, sin embargo, esa capacidad para la parodia que hizo de sus
lecturas públicas un verdadero espectáculo. Las famosas “Lesungen”
(Lecturas),
realizadas entre 1910 y 1936 y que en total llegaron a la
apabullante cantidad de 700, fueron conferencias o recitales que
maravillaron y horrorizaron en igual medida a su auditorio, y a
estos eventos concurrirían personalidades de la talla de Elias Canetti o
Stefan Zweig. En estas lecturas, que lograban desbordar las
instalaciones de la Sala de Actos de la Asociación de Arquitectos y
las salas de la Konzerthaus, montó su teatro andante y a escala, que
también paseó por Checoslovaquia, Alemania y París. En el escenario,
al igual que en su prosa, abogó por un cuidadoso despojamiento: una
mesa, una silla y una lámpara eran más que suficientes. Sólo en
algunas oportunidades solía acompañarlo algún pianista que
permanecía detrás de un biombo. Kraus obraba entonces como un líder
frente a la masa, leyendo de memoria y mimetizándose con sus
personajes. Al mínimo ruido, la lectura se interrumpía, ejerciendo
así un poder que, al igual que en Die Fackel, lo consagró
como un juez solitario, un líder innato ante una multitud alucinada
y expectante. El recuerdo de su amiga Salka Viertel, guionista y
actriz, recrea el ambiente de esas lecturas: “... la sala estaba repleta ya de gente. Kraus
hizo su aparición en el podio. Era un hombre frágil, de cabellos
grises, encorvado, y con un hombro más alto que otro. Cuando
empezó a hablar me asombró la fuerza y sonoridad de su voz, su
magnífica dicción y su increíble vitalidad. Tenía un rostro noble y
bien cincelado, y unas manos muy expresivas. En 1916 requería mucho
valor protestar contra la guerra
y ridiculizar a los señores de la
guerra, muchos de los cuales eran miembros de la familia
imperial. Citó a los escritores, y a los poetas líricos que
glorificaban la muerte en combate, mientras ellos se resguardaban
detrás de la mesa de un editor. El público gritó, lloró, rió y se
mofó de ellos”.
Shakespeare y los clásicos
El primer
reconocimiento de las lecturas llegó con Los tejedores de
Gerhart Hauptmann. En 1912 incluyó en su repertorio algunas escenas
de Shakespeare y, de allí en más, la proporción de textos ajenos fue
en aumento. Pero el gran reconocimiento popular llegó el 24 de mayo
de 1916 cuando lee en forma completa Las alegres comadres de
Windsor, y en 1925 fue más que elocuente en designar su ciclo de
lecturas bajo el nombre de “Teatro de la poesía” (Theater der
Dichtung). La última “Lesungen” fue el 2 de abril de 1936,
un par de meses antes de su muerte. Los autores más recurrentes de las
“Lesungen” fueron Shakespeare, Goethe, Gogol, Raimund, y los más contemporáneos: Ibsen,
Strindberg, Hauptmann y Wedekind. Con Shakespeare, Kraus mantuvo un
idilio fiel: “La estupidez del mundo hace imposible cualquier
trabajo excepto sobre Shakespeare”, escribiría en su última
carta a su amante Sidonie Nádherný, el 12 de junio de 1936. Además
de la insoslayable maestría literaria, seguramente el altísimo
sentido moral de las obras de Shakespeare haya sido la condición
decisiva para cimentar esa admiración.
El 29
de mayo y el 16 de junio de 1905 Kraus pone en escena la
entonces prohibida obra de Wedekind La caja de Pandora. Kraus
la dirige y representa un pequeño papel como Kungu Poti. Esta
iniciativa será decisiva en la creación de la ópera Lulú,
puesto que Alban Berg asistirá al estreno. Su compromiso con el
teatro también se extendió a la crítica, y al redimensionamiento de
un autor casi caído en el olvido: Johann Nestroy. Es así que en 1912 Kraus organiza un acto público multitudinario bajo el nombre
de “Nestroy y la posteridad”. Su olfato crítico también lo ayudó a
reflotar la figura del músico franco-alemán Jacques Offenbach, de
quien recitará operetas en varias oportunidades. Adaptó catorce de ellas,
y entre 1930 y 1932, participó en Berlín de un ciclo radiofónico de
quince programas dedicados al músico; lo que más le atraía de su
obra era el carácter irracionall y satírico que tanto contrastaba
con la superficialidad de la opereta de principios de siglo en
Viena. Ni los excesos ornamentales de Max Reinhardt ni el
teatro politizado de Piscator, fueron de su agrado: precisamente de
ambos, rechazó una oferta de representación de Los
últimos días de la humanidad.
La
parca ríe
Hablar de Los últimos días de la humanidad es sumergirse en lo que alguien ha llamado con
acierto “un diario del Apocalipsis”. Inspirada en el caos de la
Primera Guerra Mundial, y concebida en cinco actos, esta obra
“irrepresentable” es un alegato antibelicista paradigmático,
y su obra más difundida. Es también un gran collage que, al igual
que Die Fackel, recoge citas, fragmentos de artículos y
frases hechas que combina en una obra complejísima para la época:
“Los públicos de este mundo no podrían soportarlo, porque se
trata de la sangre de su sangre, y lo que en ella ocurre es tan
irreal, impensable e inaccesible incluso para una mente despierta,
que no es posible recordarla y sólo subsistirá como la sangrienta
pesadilla donde unos personajes de vodevil representan la tragedia
de la Humanidad”.
Kraus comienza a concebir
Los últimos días de la humanidad durante el verano de 1915, año en el que también viaja a Italia en
el marco de una misión de paz. “La última noche”, su epílogo, será
llevado a escena por primera vez en noviembre de 1918. Sólo hacia el
final de la Primera Guerra, entre 1918 y 1919, Los últimos días
de la humanidad se publica en entregas. Pero la complejidad de
la obra obliga a Kraus a adaptarla, reduciendo el número de escenas
y eliminando las intervenciones del Criticón y el Optimista, dos de
sus personajes más significativos. La versión definitiva es leída en
una “Lesungen”, los días 22 y 23 de febrero de 1930. Por los
intersticios de la obra circulan personajes ficticios y reales,
aristócratas y mendigos, generales y soldados moribundos, masas
enardecidas y máscaras de gas parlantes, reporteros armados con sus
Kodak y una lluvia de meteoritos, turcos, judíos, serbios, alemanes
y hasta el mismísimo Dios, que frente a la carnicería humana se
limita a expresar: “Yo no lo he querido”. El resultado es un
conjunto heteróclito, polifónico y rico en referencias históricas y
geográficas, dotado además de una fuerte intertextualidad, la misma que
atraviesa toda la obra de Kraus: “Que mi estilo se apodere de
todos los ruidos de mi tiempo. Eso provocará, estoy seguro, el
desagrado de mis contemporáneos. Pero que los que vengan después lo
escuchen como si sostuvieran al oído una concha de donde sale la
música de un océano de cieno”.
En 1921, Kraus escribe otra obra teatral,
Literatura o Ya
se verá, donde denuncia satíricamente las relaciones entre
prensa, literatura y
dinero, respondiendo así a las burlas de Franz
Werfel, quien había sido colaborador de Die Fackel, y
quien lo atacara en 1920 desde su obra El hombre espejo. Pero ni
Literatura... ni su otra obra dramática La casa del cuco en
las nubes, de 1923, una adaptación de Los pájaros de
Aristófanes, fueron llevadas a escena. “Ya veréis, el efecto será
enorme, la cruz adoptará forma gamada” profetiza con terrible
precisión, una frase de ésta última. En 1928 Kraus escribe la última
de sus obras dramáticas, Los insuperables (Die
Unuberwindlichen), donde se reserva, en clave de anagrama, el
papel de Arkus.
Secreto y poesía
Su
relación con la Baronesa Sidonie Nádherný von Borutin fue un secreto
celosamente guardado durante veintiséis años. Sólo tras la muerte de
Kraus, un cúmulo de 1.061 cartas, y algunos pasajes de un diario
íntimo, rompieron el hermetismo. La suya fue una pasión tortuosa,
como casi todas, y quizás a ella se deban los poemas amorosos que
Kraus escribirá entre 1915 y 1917, cuando emprende con la Baronesa
un largo viaje por Suiza. No deben haber sido pocos los recaudos que
una persona tan expuesta como Kraus tuvo que manejar, durante casi
la mitad de su vida, para evitar un escándalo que, al parecer, no
hubiera favorecido a ninguno de los dos.
Epílogo
En 1933, el ascenso de Hitler era
una palpable realidad. Ante la gravedad de la situación, los
seguidores de Kraus le reprocharon su silencio, un silencio que ya
lo había paralizado en 1914. En 1936, poco antes de morir, Kraus
hace frente a los reclamos explicando en forma casi enigmática: “La
palabra expiró cuando aquel mundo despertó”. Si
en el comienzo fue el verbo, al final sólo podía ocurrir su muerte,
el asesinato de la palabra.
La vigencia de Kraus está intacta. Su cruzada contra la
“estupidez humana” (y eso que no conoció los contenidos de la
televisión) vuelven
su obra una lectura obligatoria habida cuenta de la insistencia humana en su
autodestrucción. Quizás el mayor legado de Kraus se resuma en eso
que él definió como “la aventura tecnorromántica”,
advirtiendo que la guerra nace de las palabras, y que la falta de
imaginación opera como su mejor aliada. Al igual que en
Baudelaire, la literatura de Kraus interpela a su
tiempo y se impregna de él, pero sus silencios vienen a formular esa
pregunta que una y otra vez se ha resistido a toda respuesta: ¿es
posible la literatura después de la guerra, el hambre, los campos de
concentración, Hiroshima o los niños iraquíes mutilados?
Aquel día de 1936, la bicicleta que salió de la oscuridad le
significó a Kraus un ataque cerebral, la supresión del habla y las
complicaciones cardíacas que derivaron en su muerte, el 12 de junio
de 1936, a los 62 años de edad. Antes de salir a la calle, había
dejado sobre su escritorio un libro que jamás publicaría, La
tercera noche de Walpurgis. Escrito durante el verano de 1933,
las trescientas páginas de La tercera noche... son un
racconto de la barbarie nazi por adelantado, una fotografía de
sus campos de concentración y de la negación cínica de sus
responsables. Su primera frase vuelve a reafirmar el silencio:
“sobre Hitler no se me ocurre nada”. No había más que decir para
Kraus; el crimen que presintió no era expresable en palabras de este
mundo. Fue afortunado, quizás, en no comprobar lo acertadas que
habían sido sus predicciones.
*Publicado originalmente
en El País Cultural. Nro. 816. |
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