Para toda una tradición
filosófica que comenzó en el siglo pasado y que
ha construido el nuestro, la angustia contemporánea proviene
de cierta retirada de Dios. Si Dios se ha retirado o ha dejado
de hacerlo es un problema metafísico, que puede encontrar
las más disímiles respuestas, pero es indudable
que, en términos culturales, alguien se ha retirado (tal vez no la divinidad, tal vez los humanos). De esto se trataba la famosa
muerte de Dios, preconizada por Nietzsche
hace más de un siglo: no tanto del fallecimiento de lo
divino como de un concepto de 'humanidad' que, indudablemente,
ha caducado. Ante esta gran ausencia y alejamiento, Nietzsche
intentó ensanchar los límites de lo humano, llevándolo
hasta la medida, todavía inimaginable para nosotros, del
superhombre.
Nietzsche declaró haber fracasado en su deicidio porque
no pudo vencer a la gramática; Marguerite Yourcenar, por
su parte, no siendo filósofa y sí novelista, se
inspiró en una frase del epistolario de Flaubert, que
establece que 'hubo un momento único en la historia,
justo cuando los dioses habían dejado de existir y Cristo
no había llegado ... en que el hombre estuvo solo'.
Esta frase pudo haber inspirado al mismo Nietzsche, a Kierkegaard
o a Heidegger. Podría usársela para corroborar
que en Occidente nos venimos pensando solos y desligados de la
trascendencia. Lo indiscutible es que generó, mediante
la inspiración de Yourcenar, Memorias de Adriano,
una novela con un temple único.
La vida de Adriano, a quien Yourcenar consideró uno de
los pocos hombres sabios, transcurre en ese momento histórico
marcado por Flaubert. Fue un emperador romano del siglo II de
nuestra era, un individuo ilustrado que también supo escribir
y filosofar. Como emperador, Adriano en poco coincidía
con nuestro concepto de lo humano. Como imperator, era
considerado por encima del resto de los mortales, un ser semidivino
que fue uno de los grandes edificadores del esplendor de Roma.
Sin embargo, en su novela, Yourcenar desde la primera página
lo muestra muriendo, y todo ese gran repaso de su vida y de su
Roma son un ajuste de cuentas de quien se prepara para su última
jornada.
No contamos ya con ese tipo de serenidad, del individuo que se
sabe solo y que ha usurpado, probablemente a su pesar, el lugar
de los viejos y revenidos dioses. A sus sesenta años,
hinchado por la hidropesía -o por los confines interminables
sobre los que ha imperado-, ya incapaz de sostenerse sobre las
piernas que otrora fueran las del guerrero, Adriano medita y
recuerda. Su escritura está prácticamente desprendida
de su cuerpo y flota en el umbral de esa 'desconocida región'
que canta su famoso poema. Pero en vez de agonía hay serenidad,
una calma de hombre a solas.
Su situación particular hace de ésta la única
novela verdaderamente buena de Yourcenar. En este caso el estilo
marmóreo y suntuario de la escritora se contrapesa con
una situación tan conmovedora como la autobiografía
que acompaña, paso a paso, los estertores de lo que fuera
un semidiós y ahora, menos que un hombre, es un alma abandonada
por su cuerpo. Un alma haciendo sus balances y rumiando su legado.
Y una prosa impasible nos va llevando, memoria a memoria, a ese
ineludible punto final que la autora tuvo el buen tino de entretejer
con el poema del mismo Adriano. Almita gentil, fugaz,
errante, amiga y compañera de este cuerpo que fuera tu
huésped, vas a descender a esos lugares pálidos,
duros y desnudos. Y con este viaje último hacia
lo desconocido, Yourcenar nos muestra uno de los más tenaces
y sosegados combates de la escritura
contra el olvido.
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 7
|
|