Desde
hace décadas, a ritmo cada vez más frenético
de rock and roll, la industria cultural viene poniendo en escena
la exaltación del adolescente. Se han sacralizado los
jeans y la indolencia de James Dean, se reclutan serrallos de
muchachas desganadas y escuálidas a quienes se entrena
con precisión y dureza en el arte de parecer (en pasarelas y tapas
de revistas)
desganadas y escuálidas. Por otro lado se modelan matices
y perfiles diversos del adolescente: desde el nerd enfermizo
y aplicado, hasta el héroe deportivo del vivir peligrosamente
(Pepsi Max); desde la
Lulú -la Lolita rellena de frutilla y chantilly- hasta
neorománticos inverosímiles a quienes el puritanismo,
Verrio Horacio Flaco, Robin Williams y Shakespeare conducen al
sucidio (La
sociedad de los poetas muertos).
Sujeto
y objeto de seducción, el teenager es la figura
central del mercado y del espectáculo. Tal vez el hombre
que la modernidad hizo brillar bajo sus Luces (el hombre en progreso, como esquema
lineal y continuo de desarrollo o maduración racional) antes de borrarse,
"como un rostro de arena en los límites del mar",
según la profecía de Foucault, haya retrocedido
en su itinerario, ensayando un flash back hacia la edad
del pavo. O acaso el hombre inmutable (la naturaleza humana) haya estallado en la absoluta
dispersión de los sistemas y prácticas sociales.
En su lugar deja un denso vacío al que confluyen los fragmentos
descontextualizados, insignificantes, de la dispersión.
Ese agujero negro es el adolescente.
El
absorbe las pulsiones de un universo de sentido inclasificable
y en expansión: Oriente y Occidente, high y low,
surf, tae kwon do, Interbailable, Mozart, house, Beverly
Hill, etc.
La
nueva estrella de occidente, no parece ser entonces la concreción
de un diseño, ni una combinación o montaje cuyas
partes se van conectando según ciertas técnicas
y en función de determinados fines. Se trata más
bien de una mezcla casual a la que convienen las esquirlas del
big bang cultural. De este modo no hay muchacho (sobre todo en nuestros
aledaños)
que no corra el albur de reproducir la tonicidad de Stephen Hawking
y el cociente intelectual de Mike Tyson.
Cómo
construir un adolescente
En 1919
Hermann Hesse publica Demian. El protagonista de esta novela
de iniciación es, al comienzo sólo un niño.
Durante su tránsito por el texto, sin embargo, se va convirtiendo
en un refrito donde se pegotean la marginalidad lumpen de Kolper
(su primer maestro), la música sacra, junto a una maraña
de esoterismo vagamente oriental, hervida en Nietszche y servida por max Demian.
El propio nombre del protagonista es, según ciertos lectores,
una marca anglofrancesa de lo híbrido: Sin Clair.
Hesse y
su héroe son prototipos
de futuros hábitos culturales: el autor no firmó
la primera edición de su obra. Seducido por los jóvenes,
quiso seducirlos fingiéndose uno de ellos, ocultando sus
cuarenta y dos años bajo una falsa indicación etaria
y un gentilicio verdadero: "un joven alemán".
Por su parte el narrador protagonista, postula al muchacho como
contrafigura del hombre (que
salía bastante maltrecho de la Primera Guerra), haciendo explícitas
las operaciones del pastiche con las que se moldea el héroe
contemporáneo.
Aquella
novela se convirtió en manifiesto de las nuevas generaciones
alemanas. Décadas después, tardíos hippies
montevideanos la exhibían junto a Siddharta, al pachuli,
a King Crimson, como señas de identidad.
Los años
noventa han ofrecido otros emblemas. Aunque lejos del empaque
utópico de SinClair, las tortugas Ninja -que tuvieron sus
intensos quince minutos- son engendradas por análogas maniobras
de empaste de alteridades: son anfibios,
practican las artes marciales japonesas, tienen nombres de artistas
del renacimiento, son adictas a la comida basura, viven en el
mundo siempre ominoso de las cloacas: teenage mutant ninja
turtles.
Entre
las dos puntas del siglo, entre Demian y Donatello, se fue conformando
un gueto que al extenderse y globalizarse se transformó
en una suerte de universo paralelo (especie de Tierra II en Superman), donde, transgrediendo
y subvirtiendo fueron siendo desplazadas las prácticas
más prestigiosas de la cultura.
Las emergencias
de estas transformaciones son más visibles y críticas
en algunas instituciones. Una de esas emergencias es el malestar
de la enseñanza.
El
maestro que enseña comenzó por ser identificado
por ciertos pedagogos como una encarnación del amo que
oprime, para terminar siendo caricaturizado como un oficiante
perverso del castigo y la represión (The Wall).
Con
despliegue de contrapicados, primeros planos, efectos especiales
de rudeza expresionista, montaje histérico y sonido acid
(¿o
trash, o speed, o heavy, o happy?) metal, junto a la cargazón
retórica y prosódica de una voz en off hay
un spot de Pepsi que representa con simplicidad este drama
antropológico. Allí un profesor (una bestia peluda con garras y colmillos) aterroriza
a sus alumnos mediante las matemáticas (lenguaje de gruñidos abstrusos).
El liceo es el templo de
un ritual anticuado cuya legalidad cerrada se rige por un tiempo
monumental que apenas mueve los relojes con lentitud exasperante.
Pero de pronto todo estalla: farfullando fórmulas milagrosas
aparece el fantasma de Buddy Holly -entre la alucinación
y la epifanía surge una lata de Pepsi cuyo logotipo se
vuelve todo labios susurrantes que incitan al relajamiento y al
placer. La disciplina y la compulsión, la escritura, han
cedido ante el hedonismo, el rock, el self service.
Aquiles y la tortuga Ninja
Cuando
la enseñanza llega -tarde- a leer las claves de su inoperancia,
intenta una serie de ademanes espasmódicos, de reformulaciones
dispersas e inconexas que, muchas veces, al acumularse, se neutralizan
entre sí. Todas estas reacciones tienden a la mimesis.
Ante la incapacidad para instruir y evaluar, para controlar desde
su autoridad la socialización de determinados saberes,
el aparato educativo quiere copiar los gestos de la cultura adolescente
que lo tiene sitiado. Estos gestos son el packing, el
simulacro: la seducción.
Ya
no existe el discípulo a quien debe hacerse progresar
racionalmente hacia el hombre; tampoco el hombre modélico
en función del cual fromar al estudiante: hay un consumidor
al que se le debe imponer un producto. Y para eso es necesario
adaptarse al leguaje del usuario. Entonces el álgebra
y la gramática se maquillan hasta parecer juego, se aceleran
a ritmo de rock, saltan del pizarrón a la pantalla.
En nuestros liceos, por ejemplo, se incluyen las historietas,
la publicidad, el teleteatro, León Gieco, Jaime Ross,
etc., como opciones en algunos programas de lengua y literatura.
Los reflejos
camaleónicos de la enseñanza, sin embargo, no parecen
ser muy eficaces. Hay testimonios locales y globales de su fracaso.
Uno de los síntomas (acaso el motivo) de esta ineficiencia es el carácter
anacrónico y hasta póstumo de sus procesos miméticos.
Resulta imposible adaptar la temporalidad de Tierra II, donde
los educandos devienen a ritmo de video clip acunados por un sonido
ambiente de sala de maquinitas. Al incorporar en los programas
a Gieco o a Ross, se los convierte en escritura, en letra tan muerta
como la Diana de Montemayor, o la Silva a la agricultura
en la zona tórrida.
La lentitud,
entonces, hace perceptible la maniobra pedagógica, delata
la intención de seducir y mimetizarse, volviéndola
opaca y torpe, dejando en claro que la enseñanza ha sido
seducida (ella
también)
por el adolescente.
El profesor
es un Aquiles que no alcanzará nunca a la tortuga ninja
y, si todo acto didáctico es un acto erótico, el
sitema educativo se comporta como un viejo verde: su tentaviva
de provocar el deseo de los muchachos sólo funciona como
patética evidencia de su propio deseo por ellos. La cosmética,
el lifting, la tintura de pelo chorreado por la cara, sólo
logran enfatizar grotescamente las marcas de la senectud. Pero
la enseñanza no está sola en este rol. Hace ya algunos
cientos de años ciertos sectores de la izquierda empezaron
cambiando plusvalía por alegría, dialéctica
por guitarreada, manifiesto por grafiti. Hoy, con mayor infraestructura
y abundancia de recursos, el Instituto Nacional de la Juventud
es la prótesis política mediante la cual el Estado
uruguayo pretende disimular sus arrugas y rigideces.
Finalmente,
la Corte Electoral también se mostró reblandecida,
tuteando a los jóvenes en una avanzada publicitaria que
pretendía atraerlos a sus padrones. Pero tras el acento
tontuelo de la ninfa que preguntaba (¿a vos te da lo mismo el progreso
que el atraso?)
y aconsejaba (no
te quedés afuera cuando el Uruguay te pregunte hacia dónde
querés ir),
se dejaba oír -como un mal apuntador, como el autor mismo
del libreto- la voz cascada y melosa del viejo verde.
En
cualquier campaña electoral este personaje volverá
a acechar a la salida de los liceos, repartiendo alfajores o
entradas para recitales. Algún descendiente tardío
de Demian tragedizará una respuesta reactiva de negación.
Los demás sólo se distraerán por un momento,
de su pizza y su walkman.
* Publicado originalmente en La República
de Platón, Nº 39.
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