Maldoror no se considera inferior a
dios, al contrario, le es superior, por lo menos en algunos
respectos, en particular debido a su
capacidad crítica (algo así como el nietzscheano
"filosofar con el martillo"). Tampoco los
hombres son mejores que Maldoror, aunque a esos niños todavía
inocentes, sus víctimas, se les haya inculcado que en el mundo
predomina la bondad.
El mundo es terrible, sí, y es mejor
contemplar las cosas desnudas, seguir la tendencia hasta su
último desarrollo, persistir hasta el desenlace horroroso.
"Le gustaba mucho la
escena en que Edipo, instruido al fin de la terrible verdad,
da gritos de dolor, y con los ojos arrancados maldice su
destino."
Sus escritos tempranos, ejercicios escolares
en el liceo, mostraban ya la fibra de su estilo, la veta de su
gusto gótico:
"Su locura se reveló entera en un discurso
francés donde había encontrado la ocasión de acumular, con un
lujo terrible de epítetos, las más espantosas imágenes de la
muerte. No había más que huesos rotos, entrañas derramadas,
carnes sangrantes, o en ebullición."
Hasta aquí el condiscípulo.
En los Cantos, su protagonista, Maldoror,
"tiene la cara demasiado maquillada por arrugas precoces y una
deformidad de nacimiento".
¿Cuál es esa deformidad? ¿La misma de
Herculine?
Tiene la frente herida por un rayo que le
envió el "Todo Poderoso", cortándole el rostro en dos,
a partir de la frente, "en el sitio donde la herida es más
peligrosa". Maldoror se considera un "perseguido" al haber
sido dividido en dos por un dios que lo "odia".
Esta herida es síquica y física, tiene un soporte mental,
demente "enferma".
"¿Es un delirio de mi razón enferma, es un instinto secreto
que no depende de mis razonamientos, parejo sólo al del águila
desgarrando su presa...?"
La crueldad del impulso (erótico, de
desgarrar) no tiene justificación: ni Maldoror
intenta justificarla. Es una consecuencia de
la propia crueldad de dios. En vez de negarla o
reprimirla, el protagonista
de los Cantos exacerba la tendencia, la vuelve
doblemente criminal- doblemente maldita.
Pasa de la caricia (prohibida)
al desgarramiento. No se considera sólo un
suicida, como Herculine.
Anómalo y suicida, sí lo es, porque no hay
lugar para él en el orden humano y
divino donde se ha criado. Pero, al revés de Herculine. que se
consideraba culpable, Maldoror da una vuelta de tuerca: no
sólo será transgresor, sino que lo será dos veces. Su lujuria
implica el roce tierno (aunque ya
criminal por homoerótico)
pero también el desgarro (criminal por
violento y
asesino).
No sólo no renuncia a la tendencia, sino que
la hiperboliza en agresión física. Esto equivale a sacralizar
el mal, una agresión desaforada para concebir una vivencia
supremamente intensa del placer, gozo, sufrimiento.
Se desliza hacia lo irreconocible a primera
vista, hacia el grave daño físico, paradójicamente más
tolerable para la censura, que acepta la violencia del relato
de aventuras o el naciente policial, más que una desnuda
tendencia aberrante (por más que la homosexualidad no
fuera penada en el código de Napoleón, redactado por
Cambaceres).
Sea como fuere, el acto prohibido por la
Iglesia y la costumbre deviene una fantasía intensiva,
hiperbólica: desgarrar a un adolescente con uñas o látigos, o
ser desgarrado por él.
La destrucción es reversible. Tanto da
atacar como ser atacado, desgarrar o ser desgarrado.
Ahora le toca a Maldoror:
"Adornaré mi cuerpo de guirnaldas
embalsamadas para este holocausto expiatorio, y sufriremos los
dos, yo. de ser desgarrado, tú de desgarrarme... mi boca
pegada a tu boca. Oh adolescente de cabellos rubios, de ojos
tan dulces, ¿harás lo que te aconsejo?"
Esto equivale a la felicidad: "C'est le
bonheur."
Furia, gozo torturante para ambos, placer
hasta un máximo más allá de cualquier
límite, hasta la destrucción de cuerpo.
"Hay que dejarse crecer las uñas durante
quince días. Oh, qué dulce arrancar brutalmente de su lecho al
niño que todavía no tiene bozo en el labio superior, y con los
ojos muy abiertos, fingir que se irá a pasar la mano
suavemente por su frente, volteando hacia atrás sus hermosos
cabellos. Después, de golpe, en el momento en que menos lo
espera, hundir las uñas en su pecho blando."
Sucede que el más bello muchacho,
desembarcado del escenario de los sueños, el doncel cisne de
Wagner, es para Maldoror peatón de una
calle parisina, un Lohengrin de boulevard. Lohengrin sigue
impertérrito, aunque rozándolo, tal se toca al pasar los codos
la gente en una multitud, sin hablar ni apenas detenerse.
La cólera de ver frustrado su intento de
seducir al muchacho, la vierte Maldoror en insultar a dios.
¿Cómo está hecho el mundo si las cosas suceden así? ¿Quién nos
ha mandado esta tendencia torturante, imposible, parece, de
satisfacer en el París del XIX? Entre
tales misterios la existencia "se sofoca".
Un consuelo para Madoror es "expandir sus
sentimientos". Es un derecho que el creador no le negará, o si
se lo niega, él lo arrebata de todos modos, "manejando las
ironías terribles", al atacar a dios de continuo mientras
viva. Actúa en todo caso "de potencia a potencia' con respecto
a él, vuelve un poder reversible, desconstruye una relación
autoritaria.
Maldoror devuelve al acusador (la autoridad, dios)
la acusación en su contra. El "depravado" no es peor que la
divinidad. El cosmos es un lugar donde prevalece esa "crueldad
inútil", gratuita.
"¿No es él (dios) que
me provee de acusaciones contra él mismo?"
Tras su requisitoria desfachatada y cáustica
ante el creador, regresa a su punto de partida:
"Es a causa de Lohengrin que todo lo que
precede ha sido escrito."
Lohengrin es un fetiche pasajero
(equivale a la impresión de una viandante seductora en el
poema "A une passante", de
Baudelaire) pero el
atractivo permanece. Lohengrin basa su atractivo en
la ambigüedad y ternura de una imagen de inocencia
adolescente. Es la causa del
deseo; sostiene el
deseo, y
además alimenta el fuego de la cólera contra dios.
Maldoror pretende impedir que Lohengrin crezca y pierda su
poder, su ascendiente, vale decir que se vuelva ordinario como
los demás hombres. A ese fin,
"yo había de entrada resuelto matarlo a cuchilladas, en el
momento de sobrepasar la edad de la inocencia."
Sin embargo, en esta versión de la fantasía, resuelve
no matarlo: lo deja pasar, lo deja seguir, aunque de todos
modos imagina en detalle su asesinato. Lo deja pasar y se pone en sus manos, unas manos que lo
abandonan. La destrucción es reversible. Le pide entonces que
lo destruya, para no sufrir el
deseo insatisfecho. Le pide que
destruya esc ojo propio que lo tortura con la demanda de una
mirada (del otro) que de todos modos no lo mira:
"Arráncame un ojo hasta que caiga a tierra, no te haré
jamás el menor reproche; soy tuyo, te pertenezco, ya no vivo
por mí. El dolor que me causarás no será comparable a la
felicidad de saber que quien me hiere, con sus manos
homicidas, está impregnado de una esencia más divina que
aquélla de los demás."
Esa esencia "más divina" parece consistir en la
indeterminación de género en el botón de la juventud.
El "hermafrodita" aparece en un episodio de los Cantos;
podría haber sido Herculíne, caso célebre, a causa de su
suicidio, al tiempo en que
Ducasse escribía.
Ese "hermafrodita" es la única figura armónica de los
Cantos, es la más serena, aunque melancólica,
reconcentrada en si. Se aisla por pudor de
hombres y mujeres, teme ser
acusado de monstruo
por ellos, si él se aliara en pareja con alguno. Es un
fugitivo. ¿Quién podrá persuadirlo de que lo quiere de veras?
El hermafrodita sueña que "canta un himno de
amor entre los
brazos de un ser humano de belleza mágica". Pero está
condenado a estar solo. "No es sino vapor crepuscular lo que
sus brazos entrelazan." Mejor dejarlo dormir, concluye Maldoror, para que entre
sueños, estreche uno igual a él. Despertarlo sería hacerlo
sufrir (tal Maldoror sufre).
El hermafrodira es para él lo santo del cosmos.
Quien haya alcanzado un panorama más amplio a través de los
viajes, "a través del
exilio y la intemperie de los climas" y
la experiencia de desarraigo (o sea Isidore Ducassc,
el autor empírico de los Cantos),
mejor apreciará lo sagrado del hermafrodita:
"No toques con la mano, como en un temblor de la brisa,
esos bucles de cabellos, esparcidos por el suelo, y que se
mezclan a la hierba verde... Esta cabellera es sagrada; es el
hermafrodita mismo que lo ha querido... Pero vale mejor creer
que es una estrella auténtica que ha descendido de su órbita,
atravesando el espacio, sobre esa frente majestuosa, que lo
rodea con la claridad del diamante, como una aureola."
El hermafrodita aparece en la cuna de la naturaleza, en un
bosque, donde vive recluido entre árboles y plantas; él es
árbol y planta. Sus bucles de cabellos se mezclan al pasto
verde, un crecimiento rizomático
continúa en el otro, sin solución. Tiene la timidez del
cervatillo. Es como si la naturaleza, vista con ese panorama
amplio y distante que es la virtud de Lautréamont, jugara otra
cuerda, un diapasón que convoca todas las variantes de las
formas vivas y sus aparatos reproductores, hermafroditas o no.
Exiliado del plan de dios para el hombre, el hermafrodita
es de cualquier modo naturaleza. De
allí saca Maldoror su fuerza de
convicción. De advertir esta vivencia y conjurarla extrae un
criterio personal de la justicia.
Él batalla contra dios en nombre de
una causa mayor, la causa de su
deseo; Lohengrin, o el
"hermafrodita", ese foco de claridad que provee el criterio
para toda empresa ulterior y derivativa, como es entre
otras cosas desafiar a dios tirano que mete a cada uno
en el lecho de Procusto del género.
El hermafrodita es completo, mezcla los dos sexos o los
desmiente ambos;
"Sus rasgos expresan la energía más viril, al mismo tiempo
que la gracia de una virgen celeste."
Dios separa los sexos, divide con un rayo el rostro de
Maldoror en dos mitades
(igual que Zeus en El banquete de
Platón, según Aristófanes).
Por eso, las invectivas de Maldoror contra él tienen el
"filo de un diamante", en tanto que la corona o el aura del
fetiche hermafrodita posee "la claridad del diamante". De allí
emana la lucidez que permite atacar a dios.
Tal claridad resulta insoportable. Despierta la agresión de
los "divididos", que no pueden tolerar lo que "dios" no les
toleró a ellos. Exacerbados por el atractivo doble de la
criatura, cuatro matones se arrojan sobre él, lo atan y
empiezan a pegarle. "Él se puso a sonreír en medio de los
golpes." Venciendo su timidez, pleno de sentimiento
e
inteligencia les habló acerca de muchas ciencias humanas que
había estudiado a pesar de sus cortos años, y acerca del
destino de la humanidad en cuya visión demostraba "la nobleza
poética de su alma". Estupefactos al oírlo, los matones le pidieron perdón, se
retrajeron y lo abandonaron, imbuidos de una veneración que no
se otorga de ordinario a los hombres.
Después de tales acontecimientos, de los que mucho se
habló, acerca de un hermafrodita célebre, Maldoror agrega con
ironía:
"Su secreto fue adivinado por todos, pero parece que se
ignora, para no aumentar sus sufrimientos, y el gobierno le
acuerda una pensión honorable," con tal de sacarlo a un
costado, de jubilarlo. de suprimirlo.
Aquí parece residir el entero secreto de donde se balancean
los Cantos. Al excluir al hermafrodita, el mundo se vuelve
intolerable. También es intolerable su creador, dios.
Condenados a vivir bajo ese régimen, sólo cabe denigrarlo con
furia, con ironías terribles, con sarcasmo.
Los dolores de cabeza de Ducasse
(según propio testimonio),
la cabeza "enferma" de Maldoror, son síntomas físicos que
responden a esa condición de "perverso". Síntomas físicos
comparables a los dolores de Herculine
antes de confesar su condición a la autoridad y rendirse a
ella.
Esta apremiante necesidad de determinar el sexo verdadero
perdura. Para Foucault, a pesar de un cambio de
circunstancias, la exigencia social de un "sexo verdadero"
resulta una presión efectiva hoy:
"Se admite, con muchas dificultades es cierto, la
posibilidad para un individuo de adoptar un sexo que no es
biológicamente el suyo, pero la idea de que se deba en último
término tener un sexo verdadero está lejos de haberse
disipado... Por ello la gente no se libra sino difícilmente de
la idea de que las anomalías sexuales sean crímenes."(5)
Él se describe a sí mismo como "un niño educado en un
entorno católico, durante la Segunda Guerra Mundial".
A las reveries silenciosas de Isidore corresponden aquí
otras parecidas:
"De niño viví en un ambiente provincial pequeño burgués en
Francia... Con frecuencia me preguntaba por qué la gente debía
hablar. El silencio puede ser un modo mucho más interesante de
relacionarse," (6)
sobre todo cuando no se pueden confesar las
propias tendencias consideradas por el entorno perversas o
inaceptables.
Ellos comparten -con la diferencia de unas pocas
décadas-aquella educación liceal francesa de sólida tradición
en las humanidades, y el mismo entorno moralista católico.
Su reacción de rebeldes "malditos" de las costumbres los
lleva a incrementar la carga del crimen con un ingrediente
explosivo: un doble crimen, el pecado del sexo y el gozo de un
placer extremo que implica la destrucción de uno u otro de los
participantes.
El placer prohibido se vuelve un umbral de intensidad que
abre a un hiper placer, más allá del fin "natural* de un
placer "contranatura, supranatural y bestial.
Foucault quiere salvarse y a la vez perderse: "es lo
mismo", quiere vivir intenso y no le importa morir.
"Si conozco la verdad, seré transformado. Y quizás me
salve. O quizás me muera, pero para mí es lo mismo, de
cualquier modo." (7)
La criatura anómala, lanzada, según le sugiere el ethos
rebelde, a reconocer y afirmar su tendencia, incurre, según
parece, en un riesgo mayor, la necesidad hiperbólica, que al
realizarla la destruye.
La muerte misteriosa de Isidore Ducasse en París en
noviembre de 1870 pudo haber sido un
suicidio. Hay formas
menos drásticas de suicidarse que tirarse por una ventana. Y
dos años antes, Herculine Barbin lo había hecho con una
estufa de gas.
En diálogo con el director de cine Werner Schroeter,
Foucault se expide acerca de la autoeliminación:
"Soy partidario de un verdadero combate cultural para que
las personas vuelvan a aprender que no hay una conducta que
sea más bella, que, en consecuencia, merezca ser reflexionada
con tanta atención, como el suicidio. Habría que elaborar el
suicidio durante la vida entera." (8)
Pero el suicidio no es visto por Foucault como un corolario
del sufrimiento sin salida -tal el caso de Herculine Barbin-
sino más bien, al modo de Lautréamont, como el advenir un
placer demasiado fuerte para pararlo.
Opone los placeres banales de la buena comida y el vino, a
placeres intensos, los que verdaderamente cuentan para él:
"Es cierto que un vaso de vino, un buen vino añejo, es muy
placentero, pero no lo es para mí. El placer debe ser algo
extraordinariamente intenso... No puedo darme a mí mismo y a
otros esos placeres mediocres que constituyen la vida
cotidiana. Tales placeres no representan nada para raí, y no puedo organizar mi
vida en función de incluirlos en ella...
"Creo que me resulta muy complicado experimentar placer.
Pienso que el placer implica una conducta muy dificultosa. No
es tan sencillo complacerse a sí mismo. Y debo admitir que ése
es mi sueño...
"Debo considerar también el hecho de que algunas drogas son
verdaderamente importantes para mí porque actúan como
mediadoras entre esos gozos increíblemente intensos que estoy
buscando y que no puedo experimentar por mí mismo...
"Porque yo creo que es difícil, y siempre tengo la
sensación de que no siento el placer, el completo y total
placer; lo que para mí se relaciona con la muerte..."
Foucault cuenta haber sido atropellado por un auto en la
calle; por dos segundos tuvo la impresión de que se estaba
muriendo y esta impresión fue acompañada de un placer tan
fuerte, que lo considera una de las experiencias privilegiadas
de su vida.
"Porque yo pienso que el tipo de placer que yo consideraría
como el real placer, sería tan profundo, tan intenso, tan
avasallador, que no podría sobrevivir a él. Me moriría." (9)
El cambio de énfasis en su proyecto de la Historia de la sexualidad
después de la publicación del tomo I en 1976,
(y la
publicación del caso Herculine) está tocado por el palpable
suplicio moral de la "maldita" Herculine.
"Después de escribir el primer tomo de la Historia, tenía
absolutamente la intención de escribir los estudios de
historias sobre la sexualidad a partir del siglo XVI y de
analizar el devenir de ese saber hasta el siglo
XIX.
Haciendo ese trabajo, me di cuenta de que eso no andaba,
quedaba un problema importante. ¿Por qué habían hecho de la
sexualidad una experiencia moral?" (10)
Esto lo lleva de repente mucho más atrás.
La sexualidad es una construcción moral. El caso Herculine
lo revela. La tragedia de su vida se articula a través de la
confesión. Y qué es la confesión sino someter por voluntad
propia los actos de cada uno al criterio de otro, al criterio
del confesor.
El sacrificio de su libertad, el sometimiento de Herculine
al mandato de las autoridades eclesiásticas, médicas y
civiles, esa decisión fatal para ella, esa compulsión interna,
supone un albedrío como condición formal de sus
determinaciones. La libertad es la condición formal de la
moral.
¿Qué llevó a Herculine a confesar, salvo su compulsión
interna, que supone la libertad?
La libertad lleva o bien a someterse, como ella, o bien a
declararse en rebeldía, como Maldoror.
"La preocupación ética acerca de la conducta sexual no
está, en su intensidad o sus formas, siempre ligada a un
sistema de prohibiciones. Sucede con frecuencia que la
solicitud moral es fuerte precisamente donde no hay obligación
o prohibición. En otras palabras, la interdicción es una cosa,
la problematización moral otra. Me parecía, por lo tanto, que
la cuestión que debería guiar mi investigación era la
siguiente: ¿Cómo y en qué forma la sexualidad se constituyó
como un dominio moral?" (11)
Así pasará de su investigación de saberes y poderes
(médico, jurídico) de las instituciones
de vigilancia y castigo, de la clínica y la cárcel, a
preguntarse cómo se ha constituido el sexo en la experiencia
moral de los individuos. Entonces articula una genealogía del
arbitrio moral.
El viraje aborda un terreno no cubierto por él hasta
entonces. Una cuestión latente a lo largo de su obra se vuelve
patente de improviso.
Este foco principal de resistencia, este momento donde se
juega la libertad de cada uno, encuentra para él su punto de
inflexión en Grecia a partir del siglo IV a.C,
cuando los ciudadanos libres asumen el cuidado de sí, consideran la mejor
manera de vivir de acuerdo a
sugerencias higiénicas y consejos de tratados al uso,
discurren acerca del régimen propicio de las prácticas
sexuales, en cada una de sus variantes: con mujeres, con
esclavos, con muchachos.
Foucautt no propone el ethos griego como ejemplo
contemporáneo, ni pretende defender un orden patriarcal
esclavista. Su investigación rescata aquella época en que la
conducta sexual depende, al menos hasta cierto punto, del
libre arbitrio de los ciudadanos, de opciones personales no
prescriptivas. El cultivo de sí puede transformar la vida en
una obra de arte, el cuidado propio desde el cual emana por
añadidura la conducta hacia los demás.
Lo admirable y original del pensamiento clásico según
Foucault fue su busca de un concepto adecuado de estilo. Sus
recomendaciones de higiene moral no estaban vinculadas en
principio a la ley o la prohibición.
Lo menos admirable fue considerar que los estilos de vida
personales, cultivados por algunos ciudadanos privilegiados,
habían de ser lo mejor para el todo el mundo.
El pensamiento antiguo cayó presa de una masiva contradicción
entre la busca de un cierto estilo de vida y el esfuerzo por
hacerlo común a todo el mundo. Ya se esbozaba en el mundo
pagano aquel paso que llevó a la moral sexual obligatoria.
Más tarde, con el predominio de las iglesias cristianas, la
normativa elegida libremente por unos pocos ciudadanos se
convirtió en moral eclesiástica punitiva, inculcada a través
de prácticas de control obligatorio, como la dirección
espiritual y la confesión. Las iglesias intentaron borrar la autonomía de los
individuos preocupados por el cuidado de sí. Ese mismo
cuidado, conducente a opciones libres, fue visto por las
iglesias con desconfianza y considerado egoísta.
Foucault destaca un margen de cuestionamiento moral y por
lo tanto de libertad, un terreno en donde las opciones, un
conflicto interno, juegan al costado, o con cierta autonomía
por encima de la ley y de la prohibición, una dimensión
preciosa de la práctica de cada uno, que reivindica el
creciente discurso cultural sobre la
sexualidad.
"No creo que pueda existir una sociedad sin relaciones de
poder, sí las entendemos como medios por los que los
individuos tratan de conducir, determinar el comportamiento de
los otros. El problema no es tratar de disolverlos en la
utopía de una comunicación perfectamente transparente, sino
darle al propio yo las reglas de la ley, las técnicas
administrativas y también la ética, el ethos, la práctica del
yo, que permitiría jugar estos juegos de poder con un mínimo
de dominación." (12)
(sigue)
Notas:
(5) Michel Foucault. "Le vrai
sexe", en Dits et
écrits,
1954-1988, tomo IV, París,
Gallimard, 1994, p. 118.
(6) Míchel Foucault, "El yo minimalista", diálogo
con Srephen
Riggins, en Ethos, 1-2. Toronto,
otoño de 1983, citado en El yo minimalista y otras conversaciones,
Buenos Aires. La Marea. 2003, p. 91.
(7)
"El yo
minimalista",
ed.
cit. p. 97.
(8)
Michel
Foucault, "Conversation
avec
Werner
Schroeter", 3dic.
1981, en Dits et
écrits
1954-1988, tomo IV, ed. cii..
pp. 251-260.
(9)
"El
yo minimalista",
ed.
cit. p. 91.
(10)
Dits et écrits
tomo IV. ed. cit.,
p. 705
(11)
Michel Foucault,.
The Use
of Pleasure,
New York,
Random House, 1985,
p. 10.
(12)
"El yo
minimalista",
ed.
cit. p. 166.
*Extractos
del libro de ensayo de Roberto Echavarren, Fuera de género.
Criaturas de la invención erótica (Editorial Losada Bs As,
2007). |