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ISSN 1688-1672

 



LITERATURA - ESCRITURA - LECTURA - LECTOR - FERNÁNDEZ, MACEDONIO - MUSEO DE LA NOVELA DE LA ETERNA -

Pliegues. (Sobre el lector de literatura)

Fernando Guerrero Flórez

Sí, aquí se quiere hablar del lector de literatura, y se quiere dar cabida a la invitación que viene de los que aman alejarse, alejarse en la palabra para retornar en la intensidad de lo escrito, de quienes en la intensidad del texto, buscan modos de internarse en el silencio y el grito provocados en el espacio literario


(… ya que no hay más que huellas amenazadas, embriones de discurso donde hubo articulación de libro, irrefrenable despliegue del vocablo – el libro se hace contra el libro y en consecuencia se deshace simultáneamente para preservar su disponibilidad en forma de libro en devenir. El vocablo se despega del vocablo, para apegarse tras él, en el lugar que cree corresponderle –; y es que todo lo que está al alcance escapa, apenas alcanzado, a la servidumbre, sometido poco a poco en una red de contradicciones que, aún reduciéndolo a su función de signo, de imagen, de sonido, de signo entre signos, de imagen entre otras imágenes, de sonido entre sintonías, lo liberan, al mismo tiempo, del yugo opresor del sentido, de la tiranía de la Totalidad; como si hubiera que convertirse en el Todo de la Nada, para no ser la Nada del Todo.)

Edmond Jabès
El libro de los márgenes


- Quizagenio: ¿De veras, lector eres quien lee, o ahora eres leído por el autor, puesto que te dirige la palabra, habla a la representación que de ti tiene y te sabe como se sabe a un personaje?
Macedonio Fernández
Museo de la novela de la Eterna


 

La invitación viene de afuera, antecede el acto mismo de querer escribir en nombre de la literatura, de lo que implicaría internarse desde la escritura como un “lector de literatura” y a la vez, internarse en una obra que goza de sus excesos, de sus quiebres de espacio y de ese “prodigioso instrumento de conmoción conciencial” (Fernández 25) que provocaría una lectura atenta y minuciosa por cada uno de sus pasajes, de sus pliegues, de aquellas antesalas del libro que en manos del autor se hace un extenso y florido catálogo de instantes que preceden la escritura misma de la novela, “la novela de la Eterna”, la de Macedonio, la del lector que exige ese texto y que a la vez le exige al autor salirse de sí para invitarse como autor/lector de lo que nunca podrá encontrar: un lector que no sea cómplice y traidor a los ideales de la Eterna.

Sí, aquí se quiere hablar del lector de literatura, y se quiere dar cabida a la invitación que viene de los que aman alejarse, alejarse en la palabra para retornar en la intensidad de lo escrito, de quienes en la intensidad del texto, buscan modos de internarse en el silencio y el grito provocados en el espacio literario. En esa espacialidad por la cual resuena cada libro y se torna cada palabra la apertura infinita en el otro, la interrupción incesante de lo que se ha llamado escucha, voz, palabra trazo, grafía, literatura, escritura.

Para acercarme a ese lector, retomare tan sólo uno de los pasajes de la novela, un pasaje que nos llevaría a otros y nos dejaría inmersos en lo que implicaría traducir y traducirse como un lector de literatura, o como un simple lector, o simple y vagamente como alguien que danza entre las letras de un autor/lector en la escritura.

El pasaje de la Eterna se abre desde su autor, se abre y cierra en el autor mismo, en el autor que habla de la bienvenida y con ello, de la hospitalidad en el texto.

“- Autor: No debo decirle al lector: “Éntrese a mi novela”, sino indirectamente salvarlo de la vida. Yo busco que cada lector entre y se pierda a sí mismo en mi novela; ésta irá asilando, encantando lectores, vaciándolos. El primer lector que se desterró a sí mismo y cayó al aire de mi novela… era un estudiante de veintitrés años que volvía suavemente las hojas, trabajando fuertemente su pensamiento en seguirme e identificarse. Leía fumando y a veces caía a mis páginas la ceniza calentada que me inquietaba: en cierto momento cayó él, tibio también, aliviado, en lánguido olvidar…
- Lector: ¿no soy yo?
- Autor: Tal vez. Siento pasos leves y una traviesa sombra en esta página. También tú estás bienvenido”
(181)

Aquí, en este pasaje extraído de la Eterna, lo que nos importaría sería la imagen doblemente retocada del lector y sus restos, lo que queda del lector de una novela y lo que queda de una novela en el lector; lo que queda y excede el acto mismo de la lectura, sea del joven de 23 años que se incorpora en una lectura, o de aquella voz del autor que intenta lanzarse más acá o más allá de sus palabras, en la hospitalidad de su palabra, en lo que quiere y no decir entre los pliegues de su texto.

Quizás, antes de preguntarse sobre el modo en que se produce la lectura de un texto, de este texto, de la Eterna, o de cualquier otro texto en dónde se busque un posible lector de literatura, cabría preguntarse por el acto mismo de leer, por los límites que trae consigo ese acto, y por lo que excede la lectura en su nombramiento. Por la comprensión del autor como lector de los mundos que nombra, y por la distancia en la cual quien lee, se va internando hasta salir de los márgenes en los cuales una historia ha sido contada, una historia que estaría en el límite de lo asible y a la vez disimulando estar al alcance de las manos.

La pregunta desde el lector de la Eterna nos abre y acerca a esas voces que se pasan de una a otra página, voces que nos cuestionan e inquietan, voces que nos dirigen a preguntarnos ¿Quién es el que se recibe en el texto? ¿Quién es el que nos recibe en esa lengua extranjera? ¿Cuál es el doble recibimiento que se da en ese instante, en esa salida de la lengua y la escritura en la página? ¿Quién nos habla desde esa región en la cual cada palabra se hace extranjera? ¿Cómo hacer posible entrar en el quiebre del sentido que se da en la literatura?
Hablar de un lector de literatura es en sí hablar de toda una operación fantasmática y espectral en la cual se sucede una historia al interior de la historia, y, quizás un modo de diseminar una filosofía que opera bajo el acto mismo de la lectura. Operación de escritura y lectura en la cual el umbral entre filosofía y literatura se borra.

En el momento mismo en el que se lee la obra, la palabra se abre en un mundo intraducible por la alteridad de la lengua que en el texto se hace latente, un mundo que sale y excede la firma de quien escribe, un mundo de escrituras en donde se da la seducción y la acogida de una palabra siempre nueva, una palabra que llega y nos aleja del escritor mismo, de la escritura misma, del nombre de la obra, del firmante, de la interpretación del instante en el cual se vislumbra un tránsito por los pliegues de la literatura.

Digamos, en este momento, surgen preguntas y se empieza a danzar entre la palabra que viene y el acto mismo de leerse en la ida al texto; pero: ¿Qué sería entrar en literatura, en la traza, en el texto, en la grafía y el reverso de lo escrito? ¿Qué sería salirse del texto y de la lengua en la cual la obra se escribe? Tal vez pasa algo diferente, la palabra nos hace y deshace en esa diferencia radical que hace de la escritura y la lectura el acto inquietante de abrirse en la epifanía del texto, de hacerse texto y mimetizarse en la alteridad del encuentro con la palabra, de volverse al libro y saber que desde ya, la primera página se ha convertido en el umbral que ha sido cruzado y que ha traído consigo el movimiento de la historia, de otra historia al interior de la propia, la que nunca fue y, sin embargo, simuló ser la nuestra, la historia que nos ha sido removida y en la cual ya no estamos siendo los mismos; porque el libro nos ha abierto, el libro nos ha tocado, y en ese tocarnos, nos ha alejado, y a la vez, nos ha acercado un poco a ese otro desconocido que va y viene en la hospitalidad de la palabra.

Ya se ha expresado en otro lado y con otro tono, la literatura es hospitalidad infinita y apertura de la palabra en lo irreductible del habla; quizás así podríamos acercarnos un poco a la comprensión del acto de leer como el acto de ser extranjero en la apertura de la página, una extranjería que nos demanda entender la lengua en la cual se ha escrito la obra, sea esta una lengua inscrita en un estado-nación, o sea esta ya la lengua extranjera de un autor en la cual él nombra el mas allá de las fronteras del lenguaje, esa alteridad radical que en la página se percibe, y que en el éxtasis de la lectura nos impulsa a deslizarnos por lo que ya no se nombra en el autor, por aquello que se deduce y se vuelve así la salida de los márgenes del texto, de la ley y ficción que encubren al texto, la ley que falseando el acto de lectura, busca buenos o malos lectores, ley impregnada y sostenida por aquella negativa en la cual se rechaza lo que no se ha inscrito, legalizado o establecido a lo largo de la historia, en sí, ley del otro reducido a su interpretación.

Mas allá de esa interpretación, el lugar del lector en una obra es un sin-lugar, él ya no está en el sitio desde el cual recibe la obra, se mueve en el intervalo de la escritura, o que viene y se entrega en la escritura, se aleja de ese lugar al trazar una senda por los surcos del texto y, en ese movimiento se convierte en extranjero de sí y de las páginas que lo reciben. Un texto se convierte así en la región de exilio por donde el autor y el lector se hacen anónimos, sin ley, extranjeros que poco a poco van encontrando los residuos del nombre que llevan, de ese nombre que ya no pertenece a la historia y que excede al texto mismo, un texto en el cual siempre se es extranjero y exiliado desde la primera página, huésped y anfitrión de las hostilidades que el autor disemina en cada hoja.

Las hojas de un texto se hacen hilos que resuenan de manera diferente en cada escritor/lector y hacen posible nombrar de mil maneras aquello que en él se ha leído. Las hojas de un texto son las ventanas de la hospitalidad en la palabra, y es por esas aperturas del texto como morada, que el lector de literatura está abierto a traducir los mundos que en él y por él se viven. Esos mundos que rompen las leyes del encuentro, de la bienvenida y del recibimiento. Transgresión de la ley que permite comprender por qué no existe un lector de literatura como tal, sino que existe un lector de las múltiples e infinitas posibilidades de acoger el libro, de traducirlo, de leerlo y arrancarlo de ese lugar en el cual cada palabra pareciera retornar, de otro modo, al origen. Y es que el acto de leer ya es en sí el acto de volverse y tornarse extranjero y anónimo en la lectura, es el movimiento incontrolable que provoca la salida de sí en el éxtasis que brinda la palabra, en esa embriagués propiciada por el texto y su disolución, en la apertura a la otra palabra que provoca la remoción de los orígenes y los principios en los cuales el escritor, el lector, el anfitrión y huésped se encuentran. 

En ese encuentro, al hablar de un lector posible, tendríamos que hablar de hospitalidad, de acogida, de recibimiento y extranjería, hablar de un instante de creación y a la vez de un momento en el cual el tiempo y el espacio se alteran, se mueven y dislocan, pierden su centro y se hacen infinitud en la palabra, quizás así, en este mismo instante, se puede dar otro movimiento en el lector de lo imposible, momento en el cual leo los signos que atraviesan esta página y los posibles signos en los cuales la persona que se entrega a la lectura ha de asumir sin reserva; signos que se subvierten, transforman y abren en cada interpretación, signos que no están quietos, que se mueven, mutan, pasan, se vuelven inaprensibles y por eso mismo se vuelven signos y umbrales de lo inasible. Traducción de los signos que ya no se revelan en la “epifanía de abducciones”, sino que hacen de esa epifanía el despliegue mostrante de lo que escapa a la palabra, y por ende, a la historia de la literatura en su reducción a simple representación del mundo en la letra. Ya en este instante podría sugerir una entrada a un texto que viene desde otro lado y desde otra manera de deslizare en los pliegues de literatura, un texto que se construye con el cuerpo y se disemina en las palabras que salen de esa experiencia entre excrituras:

Leo algunas páginas de Arguedas, los ríos profundos que resuenan entre piedras y peñascos, entre la caída de la lluvia precipitándose con sus filigranas inmemoriales, en la caída del trueno rompiendo el silencio de la piedra; leo el rostro de una mujer que canta, se sienta entre wamanis y piedras talladas por el agua de las montañas, su rostro es apertura de la noche, sus ojos son la noche, sus ojos son el insistente sonido de los abrazos y el amor que se entreabre con el latir de las palabras, si, esas palabras, esos vocablos que hienden y entran en lo profundo del cuerpo, vocablos que se insinúan en la mirada y se hacen puentes del tiempo que se ha ido y el tiempo que envuelve en el vuelo de las palabras; si señor, si amigo, usted también viene en sus palabras, y tras de usted, viene esa comunidad que va alejándose del sitio en el cual caminamos; amigo, anfitrión y huésped de mi casa cubierta por el humo de los vocablos, esta noche usted me puede preguntar como leo los signos de su cuerpo, la mirada, los poros de su rostro que respiran el miedo y la felicidad de sentir que ha muerto y renacido en cada palabra que me ha dicho. Esta noche usted puede pasar anónimo entre los muebles que se quedan prendidos en el eco de la historia, de las historias de esta morada. Puede abrir ese libro, puede dejar abierta esa página, igual, usted siempre viene a reclamarse en el movimiento de mis manos cuando le saludan y despiden en los cantos de la noche…

La noche de la palabra y el encuentro con esa tempestad que anuncian los textos y sus signos, la noche y el día cruzándose en la llegada de alguien desconocido, la noche vuelta en ese movimiento, en esa fisura en el tiempo, provocada por el acto de apertura en un libro, en un libro que aún se trafica entre neblina y lluvia, en la crisálida de una voz que se rompe y entrega al desconocido autor que siempre quiere llegar más lejos en quien le ha leído. Quizás la lectura se vuelve el acto de soledad infinita y proximidad en la cual los otros también se acercan y alejan, una proximidad que vuelca el acto mismo de sentirse en el interior del libro, de la página, escuchando el resonar de los vocablos en los cuales se abre la historia, escuchando esa lejanía del mundo en el cual cada palabra es la interrupción del sentido en el cual cada uno se inscribe, sentido del mundo que se ha de diseminar por esos pliegues y abismos que en la página se dan, hondas y profundas distancias en las cuales lo que se lee se torna siempre diferente.

Ahora bien, qué es lo que queda de un libro en nosotros, qué es lo que nos une o distancia de lo leído, de la Eterna, del museo de la Eterna, de la “representación que de ti tiene y te sabe como se sabe a un personaje”
(182), qué nos hace rehenes o huéspedes de una escritura, qué hace posible que seamos esa hospitalidad en el trazo, en la grafía, en la palabra, en la escritura, en el otro que nos escribe. Hablar de la lectura es también hablar de lo que se deja venir y lo que se deja ir en cada uno, más allá mas acá de lo que se representa, en aquello que la palabra esconde y deja en evidencia, en indigencia, en ese extraño revelamiento por el cual nunca, o casi nunca, se termina de leer lo que se ha escrito.

Siempre extrañados de si, extranjeros en cada hoja, en cada historia, en cada relato traducido a signos y lenguas diferentes, siempre abiertos y expuestos a la salida de la lengua, a la salida del lenguaje, de lo que se nos ha dicho y de lo que decimos a corazón abierto, siempre igual de inquietos por saber qué pasa en el acto de leer, en el acto de saber si la obra abrió sus pliegues y desdobló sus márgenes en el otro que viaja por los márgenes de la literatura, esos márgenes que se revelan siempre de manera diferente en cada libro, en cada texto en el cual se ha dado hospitalidad al escritor y a lo que de él queda en nosotros.

Cada palabra de la Eterna vuelve con su pliegue de sombra, cada palabra invita a un lector posible, a un lector de lo imposible, y quizás por esa invitación, por ese deseo calculado del autor, su obra, se hace escalón y distancia en lo que cuenta la historia.


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