(… ya que no hay más que huellas amenazadas,
embriones de discurso donde hubo articulación de libro, irrefrenable
despliegue del vocablo – el libro se hace contra el libro y en
consecuencia se deshace simultáneamente para preservar su
disponibilidad en forma de libro en devenir. El vocablo se despega
del vocablo, para apegarse tras él, en el lugar que cree
corresponderle –; y es que todo lo que está al alcance escapa,
apenas alcanzado, a la servidumbre, sometido poco a poco en una red
de contradicciones que, aún reduciéndolo a su función de signo, de
imagen, de sonido, de signo entre signos, de imagen entre otras
imágenes, de sonido entre sintonías, lo liberan, al mismo tiempo,
del yugo opresor del sentido, de la tiranía de la Totalidad; como si
hubiera que convertirse en el Todo de la Nada, para no ser la Nada
del Todo.)
Edmond Jabès
El libro de los márgenes
- Quizagenio: ¿De veras, lector eres quien lee, o ahora eres
leído por el autor, puesto que te dirige la palabra, habla a la
representación que de ti tiene y te sabe como se sabe a un
personaje?
Macedonio Fernández
Museo de la novela de la Eterna
La invitación viene de afuera,
antecede el acto mismo de querer
escribir en nombre de la
literatura, de lo que implicaría internarse desde la
escritura como
un “lector de literatura” y a la vez, internarse en una obra que
goza de sus excesos, de sus quiebres de espacio y de ese “prodigioso
instrumento de conmoción conciencial” (Fernández 25) que provocaría
una lectura atenta y minuciosa por cada uno de sus pasajes, de sus
pliegues, de aquellas antesalas del libro que en manos del autor se
hace un extenso y florido catálogo de instantes que preceden la
escritura misma de la
novela, “la
novela de la Eterna”, la de
Macedonio, la del
lector que exige ese texto y que a la vez le exige
al autor salirse de sí para invitarse como autor/lector de lo que
nunca podrá encontrar: un lector que no sea cómplice y traidor a los
ideales de la Eterna.
Sí, aquí se quiere hablar del lector de
literatura, y se quiere dar
cabida a la invitación que viene de los que aman alejarse, alejarse
en la palabra para retornar en la intensidad de lo escrito, de
quienes en la intensidad del texto, buscan modos de internarse en el
silencio y el grito provocados en el espacio literario. En esa espacialidad por la cual resuena cada
libro y se torna cada palabra
la apertura infinita en el otro, la interrupción incesante de lo que
se ha llamado escucha, voz,
palabra trazo, grafía,
literatura,
escritura.
Para acercarme a ese lector, retomare tan sólo uno de los pasajes de
la novela, un pasaje que nos llevaría a otros y nos dejaría inmersos
en lo que implicaría traducir y traducirse como un lector de
literatura, o como un simple lector, o simple y vagamente como
alguien que danza entre las letras de un autor/lector en la
escritura.
El pasaje de la Eterna se abre desde su autor, se abre y cierra en
el autor mismo, en el autor que habla de la bienvenida y con ello,
de la hospitalidad en el texto.
“- Autor: No debo decirle al lector: “Éntrese a mi novela”, sino
indirectamente salvarlo de la vida. Yo busco que cada lector entre y
se pierda a sí mismo en mi novela; ésta irá asilando, encantando
lectores, vaciándolos. El primer lector que se desterró a sí mismo y
cayó al aire de mi novela… era un estudiante de veintitrés años que
volvía suavemente las hojas, trabajando fuertemente su pensamiento
en seguirme e identificarse. Leía fumando y a veces caía a mis
páginas la ceniza calentada que me inquietaba: en cierto momento
cayó él, tibio también, aliviado, en lánguido olvidar…
- Lector: ¿no soy yo?
- Autor: Tal vez. Siento pasos leves y una traviesa sombra en esta
página. También tú estás bienvenido”(181)
Aquí, en este pasaje extraído de la Eterna, lo que nos importaría
sería la imagen doblemente retocada del lector y sus restos, lo que
queda del lector de una novela y lo que queda de una novela en el
lector; lo que queda y excede el acto mismo de la
lectura, sea del
joven de 23 años que se incorpora en una
lectura, o de aquella voz
del autor que intenta lanzarse más acá o más allá de sus palabras,
en la hospitalidad de su palabra, en lo que quiere y no decir entre
los pliegues de su texto.
Quizás, antes de preguntarse sobre el modo en que se produce la
lectura de un texto, de este texto, de la Eterna, o de cualquier
otro texto en dónde se busque un posible lector de literatura,
cabría preguntarse por el acto mismo de leer, por los límites que
trae consigo ese acto, y por lo que excede la
lectura en su
nombramiento. Por la comprensión del autor como lector de los mundos
que nombra, y por la distancia en la cual quien lee, se va
internando hasta salir de los márgenes en los cuales una
historia ha
sido contada, una historia que estaría en el límite de lo asible y a
la vez disimulando estar al alcance de las manos.
La pregunta desde el lector de la Eterna nos abre y acerca a esas
voces que se pasan de una a otra página, voces que nos cuestionan e
inquietan, voces que nos dirigen a preguntarnos ¿Quién es el que se
recibe en el texto? ¿Quién es el que nos recibe en esa lengua
extranjera? ¿Cuál es el doble recibimiento que se da en ese
instante, en esa salida de la lengua y la
escritura en la página?
¿Quién nos habla desde esa región en la cual cada
palabra se hace
extranjera? ¿Cómo hacer posible entrar en el quiebre del sentido que
se da en la literatura?
Hablar de un lector de literatura es en sí hablar de toda una
operación fantasmática y espectral en la cual se sucede una historia
al interior de la historia, y, quizás un modo de diseminar una
filosofía que opera bajo el acto mismo de la
lectura. Operación de
escritura y
lectura en la cual el umbral entre filosofía y
literatura se borra.
En el momento mismo en el que se lee la obra, la palabra se abre en
un mundo intraducible por la alteridad de la lengua que en el texto
se hace latente, un mundo que sale y excede la firma de quien
escribe, un mundo de escrituras en donde se da la seducción y la
acogida de una palabra siempre nueva, una palabra que llega y nos
aleja del escritor mismo, de la escritura misma, del nombre de la
obra, del firmante, de la interpretación del instante en el cual se
vislumbra un tránsito por los pliegues de la
literatura.
Digamos, en este momento, surgen preguntas y se empieza a danzar
entre la palabra que viene y el acto mismo de leerse en la ida al
texto; pero: ¿Qué sería entrar en literatura, en la traza, en el
texto, en la grafía y el reverso de lo escrito? ¿Qué sería salirse
del texto y de la lengua en la cual la obra se escribe? Tal vez pasa
algo diferente, la palabra nos hace y deshace en esa diferencia
radical que hace de la escritura y la lectura el acto inquietante de
abrirse en la epifanía del texto, de hacerse texto y mimetizarse en
la alteridad del encuentro con la palabra, de volverse al libro y
saber que desde ya, la primera página se ha convertido en el umbral
que ha sido cruzado y que ha traído consigo el movimiento de la
historia, de otra historia al interior de la propia, la que nunca
fue y, sin embargo, simuló ser la nuestra, la historia que nos ha sido
removida y en la cual ya no estamos siendo los mismos; porque el
libro nos ha abierto, el libro nos ha tocado, y en ese tocarnos, nos
ha alejado, y a la vez, nos ha acercado un poco a ese otro
desconocido que va y viene en la hospitalidad de la palabra.
Ya se ha expresado en otro lado y con otro tono, la
literatura es
hospitalidad infinita y apertura de la palabra en lo irreductible
del habla; quizás así podríamos acercarnos un poco a la comprensión
del acto de leer como el acto de ser extranjero en la apertura de la
página, una extranjería que nos demanda entender la lengua en la
cual se ha escrito la obra, sea esta una lengua inscrita en un
estado-nación, o sea esta ya la lengua extranjera de un autor en la
cual él nombra el mas allá de las
fronteras del
lenguaje, esa
alteridad radical que en la página se percibe, y que en el éxtasis de
la lectura nos impulsa a deslizarnos por lo que ya no se nombra en
el autor, por aquello que se deduce y se vuelve así la salida de los
márgenes del texto, de la ley y
ficción que encubren al texto, la
ley que falseando el acto de lectura, busca buenos o malos lectores,
ley impregnada y sostenida por aquella negativa en la cual se
rechaza lo que no se ha inscrito, legalizado o establecido a lo
largo de la historia, en sí, ley del otro reducido a su
interpretación.
Mas allá de esa interpretación, el lugar del lector en una
obra es
un sin-lugar, él ya no está en el sitio desde el cual recibe la
obra, se mueve en el intervalo de
la escritura, o que viene y se entrega en la
escritura, se aleja de ese lugar al trazar una senda por los surcos
del texto y, en ese movimiento se convierte en extranjero de sí y de
las páginas que lo reciben.
Un texto se convierte así en la región de exilio por donde el autor
y el lector se hacen anónimos, sin ley, extranjeros que poco a poco
van encontrando los residuos del nombre que llevan, de ese nombre
que ya no pertenece a la historia y que excede al texto mismo, un
texto en el cual siempre se es extranjero y exiliado desde la
primera página, huésped y anfitrión de las hostilidades que el autor
disemina en cada hoja.
Las hojas de un texto se hacen hilos que resuenan de manera
diferente en cada escritor/lector y hacen posible nombrar de mil
maneras aquello que en él se ha leído. Las hojas de un texto son las
ventanas de la hospitalidad en la
palabra, y es por esas aperturas
del texto como morada, que el lector de
literatura está abierto a
traducir los mundos que en él y por él se viven. Esos mundos que
rompen las leyes del encuentro, de la bienvenida y del recibimiento. Transgresión de la ley que permite comprender por qué no existe un
lector de literatura como tal, sino que existe un lector de las
múltiples e infinitas posibilidades de acoger el libro, de
traducirlo, de leerlo y arrancarlo de ese lugar en el cual cada
palabra pareciera retornar, de otro modo, al origen.
Y es que el acto de leer ya es en sí el acto de volverse y tornarse
extranjero y anónimo en la lectura, es el movimiento incontrolable
que provoca la salida de sí en el éxtasis que brinda la palabra, en
esa embriagués propiciada por el texto y su disolución, en la
apertura a la otra palabra que provoca la remoción de los orígenes y
los principios en los cuales el escritor, el lector, el anfitrión y
huésped se encuentran.
En ese encuentro, al hablar de un lector posible, tendríamos que
hablar de hospitalidad, de acogida, de recibimiento y extranjería,
hablar de un instante de creación y a la vez de un momento en el
cual el tiempo y el espacio se alteran, se mueven y dislocan,
pierden su centro y se hacen infinitud en la palabra, quizás así, en
este mismo instante, se puede dar otro movimiento en el lector de lo
imposible, momento en el cual leo los signos que atraviesan esta
página y los posibles signos en los cuales la persona que se entrega
a la lectura ha de asumir sin reserva; signos que se subvierten,
transforman y abren en cada interpretación, signos que no están
quietos, que se mueven, mutan, pasan, se vuelven inaprensibles y por
eso mismo se vuelven signos y umbrales de lo inasible.
Traducción de los signos que ya no se revelan en la “epifanía de
abducciones”, sino que hacen de esa epifanía el despliegue mostrante
de lo que escapa a la palabra, y por ende, a la historia de la
literatura en su reducción a simple representación del mundo en la
letra.
Ya en este instante podría sugerir una entrada a un texto que viene
desde otro lado y desde otra manera de deslizare en los pliegues de
literatura, un texto que se construye con el
cuerpo y se disemina en
las palabras que salen de esa experiencia entre excrituras:
“Leo algunas páginas de Arguedas, los ríos profundos que resuenan
entre piedras y peñascos, entre la caída de la lluvia precipitándose
con sus filigranas inmemoriales, en la caída del trueno rompiendo el
silencio de la piedra; leo el rostro de una mujer que canta, se
sienta entre wamanis y piedras talladas por el agua de las montañas,
su rostro es apertura de la noche, sus ojos son la noche, sus ojos
son el insistente sonido de los abrazos y el
amor que se entreabre
con el latir de las palabras, si, esas palabras, esos vocablos que
hienden y entran en lo profundo del cuerpo, vocablos que se insinúan
en la mirada y se hacen puentes del tiempo que se ha ido y el tiempo
que envuelve en el vuelo de las palabras; si señor, si amigo, usted
también viene en sus palabras, y tras de usted, viene esa comunidad
que va alejándose del sitio en el cual caminamos; amigo, anfitrión y
huésped de mi casa cubierta por el humo de los vocablos, esta noche
usted me puede preguntar como leo los signos de su cuerpo, la
mirada, los poros de su rostro que respiran el miedo y la felicidad
de sentir que ha muerto y renacido en cada palabra que me ha dicho.
Esta noche usted puede pasar anónimo entre los muebles que se quedan
prendidos en el eco de la historia, de las historias de esta morada.
Puede abrir ese libro, puede dejar abierta esa página, igual, usted
siempre viene a reclamarse en el movimiento de mis manos cuando le
saludan y despiden en los cantos de la noche…”
La noche de la palabra y el encuentro con esa tempestad que anuncian
los textos y sus signos, la noche y el día cruzándose en la llegada
de alguien desconocido, la noche vuelta en ese movimiento, en esa
fisura en el tiempo, provocada por el acto de apertura en un libro,
en un libro que aún se trafica entre neblina y lluvia, en la
crisálida de una voz que se rompe y entrega al desconocido autor que
siempre quiere llegar más lejos en quien le ha leído.
Quizás la lectura se vuelve el acto de soledad infinita y proximidad
en la cual los otros también se acercan y alejan, una proximidad que
vuelca el acto mismo de sentirse en el interior del libro, de la
página, escuchando el resonar de los vocablos en los cuales se abre
la historia, escuchando esa lejanía del mundo en el cual cada
palabra es la interrupción del sentido en el cual cada uno se
inscribe, sentido del mundo que se ha de diseminar por esos pliegues
y abismos que en la página se dan, hondas y profundas distancias en
las cuales lo que se lee se torna siempre diferente.
Ahora bien, qué es lo que queda de un libro en nosotros, qué es lo
que nos une o distancia de lo leído, de la Eterna, del museo de la
Eterna, de la “representación que de ti tiene y te sabe como se sabe
a un personaje”
(182), qué nos hace rehenes o huéspedes de una
escritura, qué hace posible que seamos esa hospitalidad en el trazo,
en la grafía, en la palabra, en la escritura, en el otro que nos
escribe.
Hablar de la lectura es también hablar de lo que se deja venir y lo
que se deja ir en cada uno, más allá mas acá de lo que se
representa, en aquello que la palabra esconde y deja en evidencia,
en indigencia, en ese extraño revelamiento por el cual nunca, o casi
nunca, se termina de leer lo que se ha escrito.
Siempre extrañados de si, extranjeros en cada hoja, en cada
historia, en cada relato traducido a signos y lenguas diferentes,
siempre abiertos y expuestos a la salida de la lengua, a la salida
del lenguaje, de lo que se nos ha dicho y de lo que decimos a
corazón abierto, siempre igual de inquietos por saber qué pasa en el
acto de leer, en el acto de saber si la obra abrió sus pliegues y
desdobló sus márgenes en el otro que viaja por los márgenes de la
literatura, esos márgenes que se revelan siempre de manera diferente
en cada libro, en cada texto en el cual se ha dado hospitalidad al
escritor y a lo que de él queda en nosotros.
Cada palabra de la Eterna vuelve con su pliegue de sombra, cada
palabra invita a un lector posible, a un lector de lo imposible, y
quizás por esa invitación, por ese deseo calculado del
autor, su
obra, se hace escalón y distancia en lo que cuenta la historia.
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