Gracias a Dios estas páginas están en blanco. Claro
que ahora, y gracias a este "Gracias a Dios estas páginas
están en blanco" ya no lo están más.
No, no están en blanco en lo absoluto. Comenzarán
a hablar, con una apremiante y desorientada verborrea, de J.
D. Salinger, ese escritor tan infinitamente denso y breve y concentrado
como la misma manzana del origen.
Es eso lo que, principalmente y si es que queremos ser sensatos,
deberíamos decir primero: la obra de este eremita que
se ha escondido en New Hampshire marea hasta la náusea,
revuelve y asfixia y pincha todas las plácidas y cómodas
conceptualizaciones occidentales, que por tradición irremediable,
y con trabajo, alegría y saludable aleccionamiento hemos
logrado reunir, como tiernos cachorritos, alrededor de nuestro
inflado sillón de adultos. Seguridades sobre el Conocimiento,
la Vanidad, la Alegría, la Inteligencia, el Amor, la Sabiduría
y todos los demás absolutos con mayúscula que el
lector tenga en mente.
Hay un momento en que el conocimiento aturde; es el momento de
regresar, de jugar con sólo dos o tres pinochas sobre la
baldosa, limitarse a ellas y sus posibilidades de movimiento,
y así, de lo simple y aparentemente controlable, empezar
concéntricamente a intentar escalar los círculos
complejos. Vaciar y empezar de nuevo. Esto es lo que sucede con
Salinger si es que se lee de un tirón. Embriaga y obliga
a silencio. A desarmarse. ¿Cómo definirlo así,
en cuatro líneas graves? ¿Cómo hacer que
Jerome David Salinger se sienta cómodo aquí, en
esta obligación sintética del comienzo? ¿Y
de qué hablar, cómo cortar la manzana? ¿Que
ha entregado su vida a una ejemplificación tan mística
como paradójica de lo que significa suicidar el concepto
de autoría intelectual, y que es el paradigma del eremita
literario del siglo XX o qué (como quieren otros) es el
mayor operador publicitario que conocieran las letras del siglo
XX?
De acuerdo, es un comienzo bastante arrogante. Lo bastante sensacionalista
como para impresionar a quienes el nombre de Salinger remite
simplemente a un adolescente con visera roja rondando una Nueva
York en los 1940's en un libro que se llama The Catcher in
the Rye (El guardián en el centeno o El
cazador oculto en español) y que hizo que un hombre
que no importa, alegara estar inspirado en sus páginas
cuando asesinó a John Lennon. ¿O decir eso no importa,
qué importa, e ir a hurgar sólo en su obra? Y de
su obra: ¿qué? ¿Su desesperado, casi demente
rodeo sobre en qué consiste la vanidad de los hombres,
de dónde viene y a qué conduce? Esa machacona y
urgida meditación sobre los pequeños egos de cuantos
tienen la horrible y pueril necesidad de ser considerados para
después considerarse Alguien? ¿O tal vez inquirirlo
con pompa orientalista, sobre la inevitable actualización
del Zen a Occidente, acosarlo en esa bella y triste indigesta
del Nuevo y el Viejo Testamento, los textos del Taoísmo
y el Zen clásico, y los escritos del Budismo Mahayana?
¿Hablar mejor del amor,
del verdadero amor que
hay en sus páginas por los niños y todos los demás
seres un poco frágiles que son sublimemente sabios y sublimemente
inconcientes de su sabiduría? ¿Decir, con Seymour,
su personaje mesiánico, que las páginas de Salinger,
una vez que las tocas, dejan cicatrices de por vida en tus manos?
I
Después de
todo había que comenzar
Quien enfrenta la tarea
de escribir un artículo sobre J. D. Salinger se enfrenta
a las mismas dudas y problemas que se enfrenta todo el que desee
escribir cualquier artículo, y también a aquellas
que provienen de querer redactar unas páginas decentes
sobre un autor que lo conmueve. (El lector ya habrá advertido
que el aserto es cobardemente tramposo: hace firuletes para declarar
una admiración y no tener que recurrir a la primera persona).
Esas dudas y problemas provienen del hecho de que, cuando un autor
conmueve de verdad, obliga a quienquiera haya sido el conmovido
lector, a un martirizante esfuerzo por respetar, en la medida
de las naturales posibilidades, la difusa pero espesa ética
que este lector cree reconocer,
primeramente en su obra, y luego (y esto es más complicado)
en el modo en que este hombre ha querido y ha podido plantarse
como artista en este "planeta conmovedor".
El hecho es que, con este autor en particular, las cosas se complican
aún un poco más (agudizan las dudas y problemas
del articulista). Eso sucede desde que J. D. Salinger renunció
categóricamente a la publicación y a la reedición,
al antologamiento indiscriminado, a las citas y refritos abusivos,
a las fotografías
de portada y a las fotografías
en general, y -por supuesto- a las entrevistas, charlas, mesas
redondas, conferencias, ferias y todos las demás formas
conocidas de publicidad literaria.
Todo esto se precipitó después de 1951, fecha de
publicación de The Catcher in the Rye (una verdadera
excentricidad en la historia de la edición: es uno de
los best-sellers de Estados Unidos por excelencia, y al mismo
tiempo la mayor obra de culto de la narrativa norteamericana).
Aunque, como señala Warren French (1), uno de sus críticos
más atendibles, Catcher "no obtuvo inmediatamente
el éxito enorme que el plantel de sus adoradores imagina
retrospectivamente, fue escalando penosamente peldaño
tras peldaño durante dos años hasta llegar a establecerse
en la cumbre del montón de chatarra de la literatura de
posguerra."
Fue durante ese período
de tiempo que Salinger comenzó a reconocer una suerte
de agitación que no disminuiría, y que resolvió
su mudanza a Westport (Cornish, New Hampshire), en donde aún
vive, a la vera de un camino de tierra, protegido por un alta
valla que él mismo construyó. Y, se presume, escribiendo
todavía entre las cuatro paredes del pequeño refugio
de cemento armado que ideó, según conjetura French
no sin cierta libertad imaginativa, a la manera del estrecho
castillo de Muzot en donde Rainer María Rilke (uno de
los 'sagrados' de Salinger) escribiría las Elegías
de Duino y los Sonetos a Orfeo.
La digresión ha sido abusiva, así que tal vez el
lector haya perdido el hilo: lo anterior viene
a cuento porque la reclusión de Salinger y su militante
entrega progresiva a dejar de existir como autor, compromete,
para quien escribe sobre él, algunas quisquillosas -y también
ociosas- dudas: ¿deben, o mejor, interesa publicar sus
dos o tres fotografías disponibles en el incontrolable
mundo electrónico? ¿No sería eso, en cierta
forma, traicionar la única y legítima petición
que un hombre honestamente arrepentido, tiene para hacernos? Al
margen, completamente al margen de todo ese embrollo teórico
tan ruidosamente fascinante de la vida pública vs la vida
privada: ¿no hay algo en el gesto literario de Salinger
que nos está enfrentando directamente con nosotros mismos
y nuestra rudimentaria sed fetichista?
¿No le está hablando directamente a nuestros ojos
para aconsejarles sobre donde depositar la mirada?
Por muchas raras razones, la evolución
de la obra de Salinger (de comenzar a publicar en un formato "inteligentemente
comercial" en las revistas conocidas como slick -Story,
Collier's, Esquire, el Saturday Evening Post,
Mademoiselle, Cosmopolitan- , pasar luego a la retórica
definida del New Yorker, y dentro ya de esa retórica,
trascenderla completamente) marca un cambio, progresivo pero radical,
de lo que los críticos literarios suelen definir en su
jerga como "lector implícito". Esto es, el lector
presupuesto por la naturaleza misma de la obra.
El lector presupuesto por Salinger en su última producción
es, directamente, un adepto. Un hermano. Un feligrés que
pertenece a su y a nuestra comunidad religiosa, a nuestra comunidad
ética, y estética, y todo lo demás. Esta
última declaración, naturalmente discutible, busca
tan sólo expresar esa agudización de dudas y cuestionamientos
éticos que referíamos en un comienzo. Salinger
nos enfrenta con la ética artística casi todo el
tiempo. También con la ética, así, sola
en la frase. Por ausencia o por presencia él es, no puede
dejar de serlo, el Gran Predicador. Y estará observándote.
II
Uno no debe temer
a J. D. Salinger
Uno no debe temer a
J. D. Salinger por muchas razones que atañen a la lógica
más pura: porque no es un espantapájaros; porque
no es un sacerdote; porque es dogmático de un dogma desparramado
y huidizo como el aire y por lo tanto inaprensible en tanto dogma;
porque no es, nunca, sectario, siendo siempre escalofriantemente
moral; porque es un asesino sólo de su autoría;
porque es un criminal (ambiguo y contradictorio) sólo
de su ego; porque ama las almas huérfanas de vanidad y
la sabiduría de quienes sólo encuentran el placer
que demuestran en sus caras sin ningún mínimo atisbo
de desear demostrar nada con ellas; porque cree en los niños
de una manera que raya en la idolatría, y porque se cortaría
las manos antes de endigarles un abuelo como el de Heidi; porque
escribió algunas de las páginas más tiernas,
furiosas, ambiguas, tan minadas de preguntas y contradicciones
últimas, tan dulces y tan al mismo tiempo desmoralizadoras,
y que activa la savia de todas las preguntas que andan corriendo
por las venas de quienes creen que ya saben algo. Uno no debe
temer a J. D. Salinger por esas razones. Pero uno puede temer
a Salinger por otras.
Uno puede temer a J. D. Salinger porque todos quienes se han
parado delante de su Vanidad y le han declarado la guerra, y
han sacado la espada y herido de muerte sólo algunas partes,
y dejado a otras susurrando un poco todavía, suplicantes;
esos hombres, quienes han luchado con su Vanidad, y aunque la
hayan herido a medias, y sean o no escritores, dan miedo. Sobretodo
si se trata de hombres que necesitaron ser consecuentes con su
obra, a pesar y mas allá de las contradicciones, dan miedo.
Alguna vez, Salinger confió en los hombres. Una vez que
decidió no quería ser Truman Capote, ni Norman
Mailer, ni ninguna otra cosa que se emparentara con la clase
de escritor superstar. Mas o menos cuando el éxito de
Catcher se lo estaba comenzando a tragar. Mas o menos
cuando decidió que no sabía lidiar, sin que eso
significara una profunda estafa a sí mismo, con la vida
declaradamente pública y publicitada de un escritor de
éxito. Entonces confió en los hombres; se atrevió
con las esferas más dominables y pequeñas de la
publicidad literaria. Optó por el mundo y el éxito
mas o menos comunitario y doméstico de los alrededores.
Fue cuando se mudó a Hampshire.
El ya citado Warren French se demora en los pormenores de la
amistad que trabó entonces con algunos estudiantes secundarios;
asistía a partidos de básquetbol con ellos, los
recibía en su casa para escuchar música. Fue entonces
cuando concedió una entrevista (célebre entrevista)
a Shirley Blaney, una entrevista que -la chica se comprometió
a ello- se publicaría en la página de noticias
del colegio secundario del Daily Eagle de Claremont, New
Hampshire.
Shirley Blaney (o quien fuera que la haya intimidado, no importa)
no hizo eso, y la entrevista fue editada como el GRAN EDITORIAL de la publicación. Eso fue en
1953. 1954 se lo reservó para sí mismo. Y todos
los demás años de su vida, siguen siendo su reserva.
Pasa muchos días en bufetes de abogados, atento a posibles
casos de violación del copy-right. Ganó el juicio
que le realizó a Ian Hamilton y a Random House, responsables
de In search of J. D. Salinger, biografía que integraba
fragmentos de algunas de las historias voluntariamente no-reeditadas
por Salinger, y un grupo de cartas del autor encontradas durante
la investigación en bibliotecas públicas. Exigió
también a Luke Seeman, autor de The Holden Server,
una página que reproducía grandes citas de Catcher
en pantalla, a retrirarlas del servidor. Cosa a la que Seeman
accedió, no sin antes declarar públicamente la
injusticia.
Nada pudo hacer hasta ahora, sin embargo, con Joyce Maynard (aunque
es probable que siga estudiando el caso), joven periodista que
a principios de los 70's sostuvo un breve affaire con el escritor,
y ha decidido que vale la pena sacarle provecho al asunto editando
un libro de memorias, At Home in the World (1988),
obscenamente excusado en su relación con Salinger. Maynard
remataría más tarde un set de catorce cartas que
el escritor le habría enviado durante la relación,
a doscientos mil dólares. J. D. Salinger antes tenía
una pelea con la Vanidad. Ahora tiene una pelea inacabable para
que se respete su pelea, su legítima pelea, con la Vanidad.
Este artículo no quiere extenderse mucho más en
este asunto, porque probablemente acabaría tragándose
todas sus páginas, y todavía no hemos dicho nada,
o hemos dicho muy poco, de su literatura.
Sólo una última cosa: J. D. Salinger destinó
su vida a encarnar el ejemplo de lo que escribió, realizó
la tarea que sus personajes predican (quiso con mayor o menor
éxito, suicidar su ego, ver a Dios en "el vaso y en
la leche", "verter a Dios en Dios", amar a "la
Dama Gorda", comprender que todos somos "la Dama Gorda",
Dios incluído) y sin embargo la vida (el contexto) le devolvió
el HORRIBLE MALENTENDIDO.
El silencio de Salinger
fue la publicitación perfecta; una de las mayores operaciones
de marketing literario. El silencio cuando hacer ruido (si hasta
parece un koan-zen de lo más berreta). Esto es lo que
pasa en Occidente cuando viras de camino, cuando quieres retornar,
cuando tienes la peregrina idea o necesidad de ser otro. Tal
vez hubiera sido mejor el Anonimato, desde un comienzo. Pero
lo hecho está hecho, así que Salinger recogió
todo eso y lo anudó en una bolsa y se lo llevó
consigo a casa. Ahora, ese manojo del pasado, sólo evidencia.
Es la más clara (y didáctica) evidencia de que
el pasado se cobra caro, y de que el presente no tiene, ni por
asomo, lo que se dice escrúpulos o simple respeto.
(1) French, Warren.
J. D. Salinger. Los libros del Mirasol, Compañía
General Fabril Editora, S. A., Buenos Aires, 1969. (En este libro
el lector encontrará fechada y comentada toda la obra
de Salinger no disponible en volumen. También puede recurrir
a los sitios de Internet 'The Holden Server' y 'Bananafish',
fácilmente encontrables si inicia la búsqueda a
través de"J. D. Salinger.")
* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 101
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