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FIN DE LA HISTORIA - ESTRUCTURA HISTÓRICA - MOTOR DE LA HISTORIA - TERRORISMO - BECKETT, SAMUEL - QUANTUM LEAP - IDENTIDAD - PERSONALIDAD MÚLTIPLE - LECTURA - ESCRITURA -

Historia de la locura, locura de la historia*

Martín Gómez Chans
Ahora el terrorismo es la emergencia gestual de la catástrofe de la dialéctica. Es el triunfo definitivo del accidente, del acontecimiento (lo no pensable, lo irracional, lo inconmensurable) sobre la estructura. El terrorismo no tiene signo (es económico, político, religioso, estatal, privado)


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Si el motor de la historia es la lucha de clases, una vez conquistada la sociedad sin clases, la historia (es decir, una estructura dialéctica de hechos o de eventos) se detiene, llega a su punto terminal. Tal una objeción, un poco ingenua, aparentemente, que Benedetto Croce hacía el marxismo.

Occidente se fascina, se atemoriza y se fastidia nuevamente con la hipótesis del fin de la historia. La historia es un discurso, una estructura narrativa y un cuerpo mitológico, en el sentido, un poco laxo, de ficcional. Desde el Iluminismo o Hegel -itinerario de incremento y perfeccionamiento- al marxismo -caída y progresiva alienación, pérdida de identidad a recuperar en el salto revolucionario- la historia, en todo el siglo pasado, no cesa de ser un programa narrativo que propone un origen, un estado actual y una meta, y por tanto, una sobreordenación de roles, papeles, agentes y funciones.

La historia es un programa narrativo, y por lo tanto, es la posibilidad teórica de prever, de anticiparse, de diseñar hipótesis sobre lo que vendrá. Ahora bien. Un capitalismo global sin oponentes empieza a inhibir el artefacto dialéctico que funcionaba como el motor de la máquina histórica, en sus versiones de derecha o izquierda hegelianas. La guerra (dos ideas, dos fundamentos que se enfrentan: el Este y el Oeste, el Norte y el Sur, lo Sagrado y lo Profano, Oriente y Occidente, lo Racional y lo Irracional, el Ayer y el Mañana, la Burguesía y el Proletariado, en fin) había sido, tradicionalmente, la forma misma de la historia: la épica.

Ahora el terrorismo es la emergencia gestual de la catástrofe de la dialéctica. Es el triunfo definitivo del accidente, del acontecimiento (lo no pensable, lo irracional, lo inconmensurable) sobre la estructura. El terrorismo no tiene signo (es económico, político, religioso, estatal, privado), no tiene doctrina, no tiene enemigos: es puro procedimiento, un golpe (de dados) indialéctico, sangriento, aparatoso. Es la imposibilidad misma de cálculo conceptual, de anticipación teórica, que desata, como contrapartida, una fiebre paranoica de prevención policial.

Es el nuevo ingreso accidental de la historia, el desplazamiento del eje público: del editorial político a las páginas rojas.

Hay una historia laxa, accidentada, microscópica, que fluye desde lo público a lo privado, desde los ejércitos nacionales a las brigadas corporativas, desde los grandes enfrentamientos irreductibles a un murmullo mortal e incesante que todo lo penetra, como un gas japonés (detrás del inquietante y venenoso sarín, un gas intrusivo, expansivo, letal, incontrolable: 180.000 sectas religiosas en Japón).

Si el accidente y el terrorismo son la helada explosión de la locura de esta historia, la ecología es el ejercicio de la vigilancia higiénica, del control y de la prevención.

Greenpeace vigila al Pacific Pintail: quiere prevenir otro Chernobyl, evitar el accidente radiactivo: una tormenta, una ola, un maremoto (i.e. el terrorismo natural) lo pueden desatar en cualquier momento. Una policía verde para controlar el desborde de la crónica roja.

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Sam Beckett (el físico, el protagonista de Quantum Leap) vuela de historia en historia, retrocede: se vale de esa capacidad que se reserva la cultura occidental de haber hecho, ya, la Historia, para empezar a jugar con ella, citarla, revisarla, parasitarla. Los fragmentos, retazos de la Historia reciente de los Estados Unidos, son los episodios de la serie, historias privadas y pequeñas, dramas triviales donde un negro en los '50, una prostituta en los '60, un marine en los '70 o un niño en los '40, son tomados por el espíritu parásito del hombre del 2000. La física cuántica parece ser el tesoro del Saber Absoluto ya conquistado, el último peldaño de la escalera hegeliana. Sam Beckett, el superhombre, carece de identidad: condenado a una migración incesante de cuerpo en cuerpo, su alma no coincide con ese envase que un espejo le devuelve siempre sorpresivamente.

De pronto, cae en el cuerpo de un paciente siquiátrico que está siendo sometido a un intenso electroshock.

La cosa se complica: su cerebro se trastorna y todo el proyecto cuántico también. Beckett regresa de sus sucesivos desmayos siendo una personalidad distinta, con la que ha vivido, antes, alguna de sus aventuras migratorias. Para la institución siquiátrica en la que está recluído, se trata de un caso particularmente espectacular de personalidad múltiple: las personalidades del paciente pertenecen al futuro, habla permanentemente (no importa qué personalidad lo resida en ese momento) con una entidad alucinatoria (es el holograma de su socio en el futuro), no hay en el pasado del paciente algo que pueda explicar una explosión sicótica tan repentina como extravagante y grave.

La curiosidad científica, la necesidad de investigarlo, explorarlo y conocerlo hacen peligrar el proyecto de deriva cuántica, amenazan con dejar al héroe internado para siempre en un manicomio. La ciencia no respeta, pues no reconoce a sus propios dioses: es capaz de encarcelarlos y abrirles el cuerpo para ver qué tienen dentro.

La medicina siquiátrica de los '50 no podría entender que en el 2000 la Historia ya ha concluído. Para ellos empieza la aventura creciente de conocer. "Nadie detendrá el avance de la ciencia", dice el siquiatra, ignorando que su paciente, su sucesor, su futuro, el Dr. Samuel Beckett, es precisamente, un punto de retroceso.

Aquello, la epistemofilia carnívora, el deseo ilimitado de saber y conocer del siquiatra de los '50, ha posibilitado esto, el juego migratorio trans y retro del 2000, pero también, extraña magia retrospectiva, está a punto de hacerlo colapsar.

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Esta literal locura del futuro viene del enloquecimiento de la historia, la de una época que ya no puede tener una Historia sino solamente pasados, muchas historias (en el sentido de cuentos). Esa multiplicidad que me antecede no puede sino provocar mi crisis de personalidad múltiple: no me reconozco como la consecuencia de una Historia unitaria o como la herencia de una estirpe, no soy el depósito de una memoria coherente, fabulativa, parabólica o alegórica, no hay una épica detrás de mí, que me sostenga o me conceda una forma, como un don. Hay, ahora sí, y finalmente, un enloquecimiento de la Historia, que se descompone y multiplica en pasados, en personalidades múltiples, en distintas voces, identidades, colores, sexos, edades.

Un relato fantástico. Podría pensarse que la cultura europea, una vez planteado el final de las formas dialécticas de la historia, llegado su punto terminal, puede vivirse como la conclusión necesaria o inevitable de ese gran proceso unitario, como su producido, su objetivo definitivo, acabado, completo, fuera ya de todo proceso y libre de todo proyecto. El debate ha concluido, la construcción del conocimiento y su crítica también (la aventura colonial ha concluido).

Sólo resta mirar, contemplar, reflexionar con esa herencia, es decir, repetirla o recitarla, mientras se espera la muerte literal, definitiva, indialéctica. (Esta especie de muerte en vida puede ser una clave de lectura interesante para una escritura como la de Baudrillard -renuncia a métodos, teorías o protocolos, adopción de una escritura de actualidad, "periodística", indiscriminada, irónica, fría, cínica).

Ahora bien. Por otro lado, curiosamente, pasa otra cosa, y hasta cierto punto podría decirse que pasa lo contrario. Una vez alcanzado o una vez que se adivina el famoso fin de la historia se ensayan incesantes retrospectivas y viajes al pasado, para advertir que esa Historia que me ha construido y de la que provengo, no es sino una operación: su unidad es ilusoria y su necesidad también. Es precisamente lo que pasa en Quantum leap. Es también eso lo que pasa en De Certeau, o en la arqueología (migración absoluta al pasado) y la genealogía (invención de una historia alternativa) de Foucault. Ambos franceses son el Dr. Samuel Beckett (que escribió en francés).

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El problema consiste en saber qué pasa con culturas de la periferia europea fuera del primer mundo. El caso uruguayo es particularmente extravagante y ya hemos escrito, en La República de Platón, bastante sobre él. La urgencia, un poco atolondrada, de releer (en el sentido, un poco forzado, de reescribir) la historia, de inventar alternativas, de descubrir minorías desplazadas o discursos sepultados bajo formas hegemónicas brutales, suele colisionar con la actitud sicológica de una cultura que incesantemente plantea su imaginario como problema, para desplazar la sospecha atroz de que ella no es sino imaginario, fantasma.

Es el caso de Quantum leap (o Foucault), pero en espejo. Allá, el héroe, llegada la conclusión de un proceso, el fin paradisíaco de la dialéctica hegeliana, el nacimiento de un producto final (él mismo), se vuelve para desdibujar el proceso que lo fabrica, para desmentirlo, para verificar que allí donde se fingía una unidad, no había sino barullo. Acá, por el contrario, no parece haber habido más que barullo, las crisis de identidad múltiple (aquello que al héroe, allá le cuesta tanto conseguir o simular) son permanentes, comunes y hasta triviales. Sin embargo nada parece poder detener el impulso neurótico de querer organizar, continentar y dar forma de proceso racional al barullo.

Si el sujeto, el yo, es una construcción imaginaria que nace en cambio de procesos, por así decirlo, "reales" (prácticas, escrituras, discursos), en Uruguay la "tecnología del yo" ha sido usada, en forma radical y completa, para crear un efecto de realidad corporal, de proceso unitario, allí donde no hay nada. Acá no se escribe, y esa trivialidad es decisiva, como síntoma y también como conflicto -escribir es el proceso: inventar, fabular, narrar, diagramar, esquematizar, interpretar.

Por eso molesta doblemente el cinismo de las posturas oficiales que se han alternado en Uruguay los últimos quince años: apresurarse a abrazar al mercado, al consumo, a los servicios, a la causa ecológica, insistir con el terrorismo, con la droga y los fundamentalismos, plantear al Estado en una función policíaca -el discurso neoliberal herrerista- o redialectizar la historia a cualquier precio, situarse en "la modernidad como proyecto inacabado", revitalizar la épica civil - el proyecto intelectual socialdemócrata del partido Colorado, o mejor, del Foro Batllista.

Una ignorancia alegre, simpática y ligeramente irresponsable allá; una sabiduría ciega, empecinada, ingenua y (auto) continentadora acá. Ahora se juntan.

* Publicado originalmente en La República de Platón, Nº 71

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