Esta es la versión
integral del texto leído en la presentación de
la novela de Roberto Echavarren Julián, el diablo
en el pelo, (Trilce, 2003).
Existe una versión de este texto en la revista Hermes
Criollo (Nº 9, 2005) que incluye groseras "correcciones"
no autorizadas por el autor..
Buenas noches:
Me permito proponer
que a mi querido amigo Roberto
Echavarren, poeta
de primera línea y agudísimo ensayista, de aquí
en más se le adjudique asimismo el epíteto de "novelista
renuente". Tan renuente como su escurridizo Julián.
En efecto, no sólo ha esperado hasta llegar a la plena
madurez literaria para concedernos su primera novela
sino que ha debido transcurrir toda una década para que
podamos disfrutar de la segunda. Consecuencia del carácter
tardío de su producción novelística es que
estos textos no interrogan al mundo sino que fijan claramente
posiciones. Posiciones opuestas, como veremos, pero a la vez,
complementarias, puesto que, como sabemos, es de paradojas que
esta hecha -en el mejor de los casos- el alma humana, incluida
el alma literaria.
Intento en lo que sigue
reflexionar sobre la relación entre ambos textos partiendo
de la siguiente propuesta: que el segundo, Julián,
el diablo en el pelo, es al primero, Ave Roc, lo que
la dialéctica marxista es a la dialéctica hegeliana.
"La Dialéctica en Hegel
está invertida" nos advertía Marx
con sonrisa de prestidigitador socarrón al principio de
El Capital "no hay más que darle la vuelta
y ponerla sobre sus pies". De la misma manera lo que
media entre Ave Roc y Julián es una operación,
en última instancia filosófica, que va de la idealización
a la desmitificación del objeto de Deseo.
Con lo cual Roberto
reincide de alguna
manera -es decir, a su manera- en el proyecto de otro
gran novelista renuente, Macedonio
Fernández, que se proponía -sin que esto tenga
que ver con la calidad intrínseca de los textos, por supuesto-
escribir la última
novela mala y
la primera novela buena.
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De Ave Roc creo
que puede decirse -sin menoscabo para un objeto literario único
e insuperable en su género-
que Julián hace de sus abstracciones realidades
y al hacerlo corrige los "errores idealistas" -así,
entre comillas, y usando fraseología marxista de barricada-
de su escritura. En Ave Roc Roberto nos
narra -con infinita sutileza en
cuanto a los aspectos psicológicos- el proceso de cristalización
de un mito. El esquema es el que llevara a su primera perfección
El gran Gatsby de Scott Fitzgerald, con un testigo lúcido
y melancólico dando cuenta de la trayectoria brillante
de un transgresor.
Inversamente, Julián
es, antes que nada, el relato de una curación,
el difícil y doloroso proceso de licuado de lo que Stendhal
llamaba una cristalización amorosa -una mitificación,
en otras palabras. Del
individuo y del sujeto
a la imago (como diría
Lezama Lima) en un caso, de la imago
al individuo y al sujeto
en el otro caso: en las dos novelas de Roberto recorremos pues
el mismo itinerario, sólo que en direcciones opuestas.
En Ave Roc la
posesión del objeto de deseo
está de plano excluida, no es en absoluto el tema. El
tema es la adoración, es decir, la construcción
de un objeto digno ya no de la concreción deseosa sino
de la mimesis, de la identificación
total. En Julián,
por el contrario, la concreción voluptuosa del deseo
amoroso es el dato del que se parte, pero a la vez es el límite imposible
de superar. La frustración que esa imposibilidad genera
será lo que empuje a Tom, su protagonista, a emprender
la disolución de la mitificación que lo esclaviza.
En Ave Roc el
narrador, a la manera de un Dr.
Frankenstein, construye a su personaje insuflándole,
inyectándole una memoria clara e inapelable. De
ahí ese hermoso modo retórico que recorre el texto,
en el que el Yo del narrador
-de ese demiurgo disfrazado de testigo- se dirige siempre al
Tú cuya trayectoria inventa indicándole con precisión
cómo fueron las cosas, y qué hizo con su tiempo:
"yo sé lo que hiciste, y te lo voy a decir"
proclama el narrador.
En Julián,
por el contrario, la tarea de deconstrucción de su demonio en la que se embarca
el protagonista pasa precisamente por extraer de ese demonio, por arrancarle
una memoria, memoria frágil y por lo menos dudosa, por
supuesto, pero suficiente como para ser útil al objetivo
terapéutico que motiva la operación. Porque el
repliegue de la pasión de posesión y el despliegue
de la pasión de curiosidad tienen por finalidad salvar
a Tom, cauterizando la herida hasta aniquilar el
misterio seductor.
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Como ustedes ven, una
y otra vez, desde el ángulo que sea, ambos textos se responden
en espejo, es decir,
invirtiendo la imagen.
Parafraseando la jerga de los politólogos diremos ahora
que si nuestra hipótesis de lectura
es correcta, dejando de lado el nivel macro y aplicando la lupa,
la tendencia debiera mantenerse. Veamos.
Decíamos que
la memoria que el narrador de Ave Roc inyecta en su creatura
es inapelable. El estilo
de Ave Roc es, en consecuencia, monocordemente apodíctico.
Estamos en el reino de las certezas, de las evidencias,
de la ausencia de duda propia de la idealización. Cada
momento, o sea, cada invención, es un ladrillo en el monumento
al Ave Roc, Ave Fenix que terminará por levantar el vuelo
eterno desprendiéndose de la gastada envoltura carnal
del héroe convertido
en mito.
Con Julián,
por el contrario, estamos en el reino de la duda, de la
ambigüedad. El camino de retorno del mito a la realidad
no es tan seguro como el camino de ida. Los pliegues, repliegues
y perfiles de su demonio son tan inasibles como sus propios sentimientos,
y por eso Tom oscila todo el tiempo entre el patetismo al que
lo arrastra una pasión imposible de satisfacer, y la furia,
que inyecta en sus palabras
el veneno de la ironía cuando no directamente del desprecio.
Estamos pues en la realidad real donde, como decía Marx,
todo lo sólido se desvanece en el aire. En los extremos
del delirio, tan pronto Tom
fantasea con hacerle a Julián un hijo como planifica la
manera de asesinarlo.
Lo dicho: el camino
de regreso desde el mito no es tan sencillo como el camino de
ida. A las novelas de Roberto consideradas como díptico,
les cabe la reflexión de aquel economista polaco de los
tiempos de la perestroika que, consultado sobre el proceso
de retorno a una economía
de mercado, respondía: "Pasar del capitalismo
al socialismo es como sacar un pez del agua
y hacerlo frito. Es fácil. Regresar del socialismo al
capitalismo es como tomar un pescado frito, lanzarlo al agua
y pretender que nade. No es tan fácil". Tenía
razón.
Una digresión.
Este oscilar entre el sofocado patetismo y la ironía feroz
es lo que explica esa frágil tercera persona narrativa
por la que opta Roberto, tercera persona que disimula mal a la
primera persona que desplaza: me parece que Roberto ha querido
alejar al texto en lo posible de los bamboleos de la emocionalidad
que a la fuerza hubieran sido mucho más intensos de optar
por la narración en primera persona. Es que, como decíamos
al principio, estos textos son hijos de la edad de la razón,
su finalidad no es la catarsis ni el grito sino la claridad y
el esclarecimiento.
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Se puede multiplicar
los ejemplos en este nivel micro de aspectos opuestos y complementarios,
producto de esa inversión filosófica por medio
de la cual dialogan ambos textos. Dos, tres ejemplos más
y termino.
Consideremos el movimiento
narrativo. Ave Roc funciona como una flecha lanzada hacia
el blanco, un blanco nítido, imposible de errar, situado
en las diáfanas alturas. Y cuando ese blanco es alcanzado
la luz que expande es la luz inequívoca del mito.
En cambio Julián,
lejos de la línea recta, funciona circularmente, o más
en bien en espiral hacia la nada.
El acceso hacia el vacío
que es la mente de Julián se produce a base de circunloquios,
retrocesos y repeticiones aderezados con dudas, ambigüedades
e ironías.
Otro ejemplo, Ave
Roc podría ser subtitulada De la imprudencia como
virtud. Morrison -y con él su testigo y cómplice,
cuando cuadra- no se detiene ante nada. Animado por el mesianismo
libertario, por el fuego prometeico de los
sesentas, arremete alegremente contra el conjunto de los códigos
e instituciones que lo oprimen, exponiéndose a todos los
peligros, seguro -sin necesidad de argumentos- de su destino
mítico, y deseando oscuramente su trágico cumplimiento.
Julián..., por el contrario, bien podría
ser subtitulada De la prudencia como virtud. Chúcaro
en su afán de evitarse rechazos, la estrategia básica
de Tom es no mostrar toda su baraja hasta saber con seguridad
si la cosa es recíproca o si está siendo usado,
para evitar -en palabras del autor- "la trampa siempre
suicida del contra-amor".
Un último ejemplo
para terminar, no por detallista menos significativo: de su héroe, el narrador
de Ave Roc dice: "criatura de otro espacio, habitaste
éste", y más adelante lo llama "estirpe
de otro planeta, de otra materia, de otra dimensión",
señalando inequívocamente el domicilio olímpico
que le reconoce: el domicilio de los arquetipos ideales.
Por el contrario, si de
su demonio el protagonista casi narrador de Julián
dirá también que "no es un objeto de su
mundo", se apresurará a aclarar por qué
no lo es: porque es "la amenaza oculta, la muerte
oculta, la parte del diablo". Y, por consiguiente, para
cercar a su diablo Tom no asciende al Empíreo sino que
desciende a los infiernos: léase, al submundo
miserable de la periferia urbana en el que pululan famélicos
los taxi boys, los chorros, los mariquitas y los travestis.
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Con esta acumulación
de ejemplos espero haber dejado demostrada mi hipótesis
de lectura del díptico
novelístico de Roberto en el sentido de que Julián
funciona como la inversión filosófica, y perfectamente
simétrica, de Ave Roc. Como en la representación
gráfico-simbólica del Yin y el Yang, las dos novelas
de Roberto se complementan para formar una figura perfecta en
la que cada una remite puntualmente a la otra.
Esperemos que el novelista
renuente no nos haga esperar otra década para que esta
tesis y esta antítesis alcancen su hegeliana síntesis.
Muchas gracias.
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