Un mercado en expansión
Hay una alarmante
proporción de la Humanidad que aspira a dedicarse a la
escritura.
En Montevideo proliferan a tal punto los talleres de escritura que
ya existen algunos que se dedican a formar "coordinadores de
talleres de escritura".
Esta ansiedad por las letras no corre paralela a una dedicación
seria al estudio. Como ciertos amigos de la infancia de
Horacio
Quiroga, muchos quieren "escribir cuentos sin las dificultades
inherentes por común a su composición", según escribió el
cuentista salteño. Entre los principiantes es frecuente el reclamo
de normas de escritura: ¿Cómo se inventa la trama? ¿Cómo se
construye un personaje? ¿Cómo se arman los diálogos? ¿Cómo se
empieza una novela? ¿Cómo se termina?
Contra esta exigencia Henry James escribió su "Arte de la
ficción",
una monografía que redactó para contestar la alegre normativa del
inglés Walter Besant: "Me parece que este señor se equivoca al
pretender decir tan por adelantado y tan concretamente qué clase
de negocio es la buena novela", dice James.
Besant había dado una conferencia en 1884 con el título "El arte
de la ficción", que algunos periódicos comentaron elogiosamente;
tanto, que el conferencista decidió publicarla, con lo cual excitó
la imaginación de no pocos críticos y literatos: además de James, Andrew Lang y Robert Louis Stevenson dedicaron sus esfuerzos a
registrar sus opiniones sobre el arte de escribir. El Art of
Writing de Stevenson es una recopilación de artículos publicados a
partir de esos años, donde habla de prosodia, del oficio de
escribir y de los escritores que lo han influenciado.
Quiroga escribió su famoso
Manual del perfecto cuentista
como broma que nadie entendió (lo cual es quizá un indicio de que
pocos de quienes lo citan lo leyeron); luego, empujado por los
elogios que había recibido aquel texto, produjo una versión que
incluso él comenzó a creer: el Decálogo del perfecto cuentista.
Chesterton trataría de explicitar la broma en Cómo escribir un
cuento policial, donde comienza diciendo: "Que quede claro que
escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he
fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado
muchas veces. Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica
y científica, como la de un gran hombre de Estado o estudioso de
lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la
vivienda". Un admirador de estas joyas de la ironía,
Jorge Luis
Borges, recomienda evitar "en el desarrollo de la trama, el
recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio,
como hacen Faulkner, Borges y
Bioy Casares", en sus 16 consejos
para escritores.
La enseñanza de la escritura
A lo largo del siglo XX
ha habido numerosas irrupciones de textos de escritores ansiosos
por mostrar a cuáles de sus invalorables cualidades se debía su
éxito. Otras veces se trató de la publicación de trabajos
producidos por necesidad (los textos críticos de Joyce), por gusto
(Nabokov y su notable Curso de literatura europea) o por vanidad
(El arte de la Novela, de Kundera, donde si el lector queda en
ayunas acerca del tema del título, aprende bastante sobre lo mucho
que sabe su autor). Inclasificables, simpáticos, inútiles (salvo
para el estudiante de letras necesitado de citas), los textos de Bioy,
Cortázar, García Márquez, o
Bradbury dan testimonio de la
cordialidad con sus egos en la que lograron vivir algunos
novelistas del último medio siglo. En muchos casos, las
reflexiones sobre la propia escritura dan luz sobre motivaciones,
mecanismos y procesos que trascienden al escritor y se convierten
en retratos de una comunidad: Orwell, metido hasta el cuello en
una pelea por la libertad, decía :"Me parece una tontería, en un
período como el nuestro, creer que puede uno evitar
escribir sobre
estos temas [contra el totalitarismo y a favor del socialismo
democrático]". Stephen King muestra, en Mientras escribo (casi
seguramente su mejor libro) que, aunque él mismo no se da cuenta,
confirma la idea de Orwell.
El Siglo XX vio aparecer escritores que simultáneamente eran
profesores de idioma o literatura; algunos de ellos produjeron
textos de apreciable influencia, como E. M. Forster y su Aspectos
de la novela.
Pero ninguno de esos textos da indicaciones precisas ni pautas de
acción que pudieran orientar a los principiantes. Y la difusión
masiva de la educación primaria estaba haciendo crecer por
millones no sólo el mercado de lectores, sino la oferta de
escritores. Luego de pasada la mitad del siglo, instalado
definitivamente el estructuralismo y con la narratología bien
surtida de neologismos, los profesores de idioma y de literatura
comenzaron a disponer de herramientas
(o terminología, que en el
mundo de la escritura es casi lo mismo) aptas para la enseñanza
del arte de escribir.
Fue quizá la industria cinematográfica la que empujó la docencia
de la escritura hacia un camino de normas precisas y manuales
perentorios. Cómo escribir un drama, del húngaro Lajos Egri, es un
manual sobre escritura para
teatro que fue muy usado en Hollywood,
basado en lo que él llama premisa
(en Romeo y Julieta, por
ejemplo, la premisa es "un gran amor supera a la muerte", en
Rey Lear, "la confianza ciega conduce a la perdición", en
Espectros,
"las culpas de los padres recaen en los hijos", etcétera). Se
trata de un artificio bastante poco convincente, pero durante dos
décadas (entre 1950 y 1970) fue casi el único manual de
dramaturgia disponible con pautas precisas. Poco después llegarían Syd Field, Robert McKee y otros popes de los cursos de
escritura
de guión, verdaderas potencias económicas.
(Un seminario de tres
días de McKee, al que asisten un promedio de 800 personas, cuesta
575 dólares. la facturación diaria de este profesor de escritura
es de más de 150.000 dólares).
Durante los años setenta comenzaron a surgir en varias
universidades estadounidenses los llamados Centros de Escritura,
donde un grupo de asesores académicos orientaba a los estudiantes
en la redacción de sus tesis. En poco tiempo comenzaron a expandir
su influencia hacia las áreas de teatro de las universidades y
luego a toda una serie de espacios de escritura creativa que
incluía la ficción y la
poesía. Al mismo tiempo, miles de
egresados universitarios de las carreras de letras abrían sus
espacios privados, que comenzaron a llamarse Talleres de
escritura.
La madurez de la oferta
Janet Burroway,
escritora y docente pionera en la dirección de talleres de
escritura, autora de un libro notable
(Writing Fiction. A Guide to
Narrative Craft)
es una referencia obligada de cualquier curso de
escritura.
David Lodge impulsó un nuevo modelo de análisis, intuitivo, de
buen resultado para la
escritura. Su El arte de la ficción
(una
deliberada referencia a James) no se originó, curiosamente, en su
aula de la universidad, sino en el espacio literario del periódico
The Independent, durante el año 1992. El libro se divide en una
gran cantidad de capítulos que tratan temas que suelen ser más
interesantes para el escritor que para el crítico: Comienzos,
Nombres, Jerga, Voz, y varias decenas más que dan cuenta de la
mayor parte de los asuntos con los que el autor se enfrenta cuando
escribe. también describe asuntos como el surrealismo, la novela
experimental, el teléfono o lo exótico.
En 2006, su compatriota John Mullan llevó al extremo esa
estrategia, aunque con un repertorio un poco más sistemático, y
también a partir de una serie de columnas
(en su caso en The
Guardian), produjo su How Novels Work
(Cómo funcionan las
novelas).
Burroway puso a punto un temario que se ha vuelto clásico:
Proceso, Forma, Mostrar y Contar, Personajes, Tiempo y lugar,
Punto de vista, Comparación, Tema. Mullan va hacia las mismas
zonas, pero agrega capítulos dedicados a dificultades técnicas
específicas: Comienzo,
Género, Detalle, Estilo, Dispositivos,
Finales.
Lodge comenzaba cada capítulo de su libro con una página de un
texto que ilustraba el tema que exponía a continuación; Mullan
trabaja con mayor libertad, aunque con la misma curiosa
restricción: se limita a autores ingleses, con algunas tímidas
incursiones a Norteamérica. Seguramente la decisión, más que al
provincialismo que el británico Ballard considera el rasgo más
característico de sus compatriotas escritores, obedece a la
posible demanda del mercado estudiantil que podrá sacar provecho
del libro para sus cursos regulares.
Los clubes de lectura —grupos de amigos o vecinos que se reúnen a
comentar los libros que están leyendo—, cada vez más difundidos en
todo el mundo, estimularon a Mullan a escribir sus columnas para
The Guardian. La buena calidad promedial de la
escritura
anglosajona puede atribuirse, entre otras cosas, a la buena
formación de sus lectores, que encuentran, en espacios tan
exóticos como un diario de circulación masiva, verdaderos tratados
sobre el oficio de escribir.
* Publicado
originalmente en El País Cultural |
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