Artigas no es un héroe
nacional. No es, históricamente hablando, el caudillo
que conformó la independencia de la República
Oriental del Uruguay. Artigas
es una figura controvertida y malentendida por una doble tradición.
Si la historia está escrita por los vencedores, los vencedores
fueron los porteños y ellos, Bartolomé Mitre entre
otros, escribieron a lo largo del siglo diecinueve lo que puede
considerarse la leyenda negra sobre Artigas, convirtiéndolo
en un caudillo despótico a la manera del Facundo.
Por otro lado, la Banda Oriental,
independizada sólo en su mitad del Imperio del Brasil
en 1830, necesitaba un mito nacional y ese fue José
Gervasio Artigas. Pero una u otra lectura
tienen poco o nada que ver con el Artigas
histórico, que murió en 1856 en el Paraguay sin
haber querido jamás regresar a su "supuesto"
país.
Esta es la etapa conocida como "el silencio de Artigas",
que se negó siempre a apadrinar uno u otro bando político
en la entelequia inventada por Lord Ponsonby, el mediador inglés
entre la nueva República bonaerense y el Emperador del
Brasil. Este estado-tapón, esta ciudad-estado que es el
Uruguay
nada tiene que ver ni con el proyecto artiguista ni con su realización
efectiva a partir de 1915: las Provincias Unidas del Río
de la Plata, que eran Córdoba, Mendoza, Misiones, Entre
Ríos, Corrientes y la ya mencionada Banda
Oriental, unión estructurada a través de una
constitución federalista similar a la de los Estados
Unidos de Norteamérica, que aseguraba cierta protección
aduanera de las manufacturas de cada región ante los intentos
de dominación y las pretensiones centralistas de Buenos
Aires y a través de ella de las metrópolis extranjeras
como Inglaterra que tenía interés en asegurarse
la penetración de mercados para sus productos. Las Provincia
Unidas triunfaron frente a Buenos Aires. Fue sólo más
tarde, en 1817, que Buenos Aires, la derrotada, traicionó
al resto del ex-Virreinato y solicitó la intervención
armada del Rey de Portugal, cuyos ejércitos fueron los
efectivos vencedores de Artigas
en 1919.
Artigas puede ser leído
en estos términos como un Washington o un Jefferson de
nuestra zona, que sólo fue obstaculizado e impedido en
su lúcido e ilustrado proyecto por una intervención
extranjera que resultó a corto y a largo plazo en sustanciales
pérdidas de territorio para la región, tanto de
las Misiones como de la Banda
Oriental. No voy a entrar en los detalles de esta perspectiva
que inquieta tanto a los canonizadores del nacionalismo bonaerense
como a los teóricos de la supuesta identidad
nacional del Uruguay.
El imperativo de ambas tendencias es desacreditar o simplemente
ocultar u olvidar la índole y proyecciones del ideólogo
Artigas.
Mi propósito aquí es sólo aludir al horizonte
histórico, muy diferente al oficial de ambas márgenes,
en que se mueve Artigas
Blues Band, el libro
de Amir Hamed. Y digo libro porque no puedo llamarlo
novela, por más
que se trate en sentido amplio de una obra narrativa. Esta obra
es un artefacto desestabilizador, tanto de los conceptos reificados
sobre Artigas, como de los modelos de novela histórica
que se han acreditado en el Uruguay.
Estamos acostumbrados a reconstrucciones más o menos minuciosas
pero sobre todo chatas y pedestres de ciertos episodios menores
o por lo menos muy parciales de nuestro pasado. No estamos acostumbrados
a un cuestionamiento mayor de nuestra tradición histórica
ni estamos acostumbrados a una escritura
que vaya más allá de lo lineal y denotativo. Artigas
Blues Band abre en la literatura
uruguaya un nuevo registro, el de una escritura
neobarroca que cuenta con algunos precedentes en Latinoamérica.
A diferencia sin embargo de ciertos autores neobarrocos, Lezama Lima en particular,
no se trata aquí de construir una resistencia de imágenes
como un escudo frente a las inanidades insulsas de un mero transcurrir.
Se trata más bien de investigar un tono, o una pluralidad
de tonos, de un ejercicio sintáctico que por permanentes
derivas y desvíos evoca aquel título de Blanchot,
L'entretien infini.
El volumen de Balnchot
comienza relatando el encuentro de dos amigos que apenas pueden
decir algunas frases, dominados por un cansancio medular que
les impide casi el pensamiento. Lo que sigue son migajas interminadas,
inacabables. Hablar a partir de un cansancio aniquilador, he
aquí la escritura.
En una tarde de verano
abrir el libro de Amir Hamed puede producirnos el mismo cansancio,
cansancio que sin embargo no es hastío. Nos encontramos
ante un libro inabarcable y por eso en rigor ilegible. La aventura
de deslizarnos a lo largo de esta conversación infinita,
de derivar tangencialmente por el espesor de sus estratos, es
una empresa que nos produce un cansancio anticipado. Se trata
de un cansancio sublime, o de un cansancio frente a la impresión
de lo sublime, es decir, frente a lo que supera nuestras facultades
de concentración y seguimiento. El poeta estadounidense
John Ashbery dijo en una entrevista que no esperaba que el lector
pudiese concentrarse uniformemente para seguir sus poemas largos.
Sólo pedía una atención discontinua, que
mordiese restos de frases, repentinas impresiones inconexas en
un horizonte indefinido. Confesaba que esa era su manera de leer
poesía y conjeturaba que era
la única posible.
Una obra sublime, la "soledad confusa" o silva o selva
selvaggia de Góngora, pongamos por caso, convoca
a una lectura insuficiente. Macedonio
Fernández a su vez pedía para El museo de
la novela de la eterna un lector
"salteado". Y sólo podemos ser lectores salteados
de Artigas Blues Band. Ser malos lectores: paradojalmente
los único buenos, o tout court los únicos.
Una línea se pierde en una perspectiva de distracción
y de sombra. El supuesto
héroe nacional, que
sólo se veía en líneas claras tiradas a
plomo de los manuales de historia de la escuela
deviene aquí este mamotreto indescifrable, esta siempre
parcial, dudosa y extraña iluminación de un continente
perdido, de una aventura americana.
He aquí dos cuestiones: una tiene que ver con la dimensión:
dimensión inconmensurable, coherencia virtual de lo sublime.
Otra con un temple ético: asumir que, parafraseando a
Heidegger, todavía
no estamos pensando.
Habría que pensar más allá de la identidad,
de la nación, de la patria, y en general de las categorías
ideológicas de un cierto contexto geopolítico.
El texto de Hamed se mantiene en el umbral de un pensamiento
geopolítico, entre las hablillas y las habladurías
y un pensamiento auténtico pero imposible.
Esta escritura funda
un nuevo verosímil, un pensamiento debilitado pero naciente
que sobrepasa, tentativo y proyectivo, las verosimilitudes de
la novela en general y de la novela histórica en particular.
Collage de "momentos"
textuales, la novela de Hamed sería un buen ejemplo de
lo que Macedonio Fernández esperaba fuere la escritura
del futuro: una novela
"por estados", en el sentido de una escritura
condicionada por impulsos y momentos de la música
más que narratológicos. He aquí Blues
Band. Cierta manera oblicua y elusiva de contar, alternando
la narración directa y la indirecta, con dejos coloquiales
del rioplatense, fragmentos de frases de circunstancias que apuntan
a una emoción o comprensión no dicha o indecible
cuya intensidad brota de repente donde menos se la esperaba,
a la manera de ciertos pasajes de Rayuela
o de Siberia Blues con la cual comparte además
una palabra del título.
Artigas no es aquí un personaje sino un principio engendrador,
a la vez estético y ético. Estético en el
sentido de una impresión sublime frente a lo inacabado
y gigantesco, ético como un temple de acometimiento frente
a lo imposible. Este es el costado estrafalario, siniestro del
Artigas histórico que Amir Hamed rescata como un principio
de composición textual.
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