Entre dos intimidades, el trabajoso entramado de grafías
que llamamos escritura y el arte
de leer, se han movido
los siglos de Occidente. Existen quienes, como el francoargelino
Derrida, han propuesto que la escritura
precede al humano, y quienes, a su turno, han hecho anteceder
la lectura a lo que escribe. Entre estos últimos, no es
ilícito contar a cualquiera que, desde los estoicos, pasando
por San Agustín, los escolásticos, Lutero, Marx,
Nietzsche y decenas de logias académicas
de las últimas décadas, ha defendido la interpretación.
El arte de interpretar,
borroneado, tal vez inintencionalmente, por Platón, constituye
en asignar a un signo un significado segundo, más allá
de su materialidad. Si vemos humo, decía Agustín,
debemos inferir que hay fuego; si soñamos que se nos caen
los dientes, afirma Freud, es que un deseo anegado, la inseguridad
o una madre con tijeritas nos están acechando.
El siglo XX, heredero
de la versión de Marx acerca de las ideologías
y de la conclusión nietzscheana de que no existen los
hechos sino sus interpretaciones, fue de arduo combate interpretativo.
En las sombras de la doxa, alejados del paraguas protector de
la verdad, quedamos todos los que desde entonces hemos querido
leer, porque habíamos asumido que la lectura, necesariamente,
consistía en interpretar.
Sin embargo, sería
oportuno conjeturar acerca de ese entreacto entre lo escrito y
la lectura, alejándose de la obstinación interpretativa
(aunque no necesariamente
de la tradición de leer)
o de la lucha institucional por anteponer el acto de leer a lo
escrito, o viceversa. Lo
cierto es que alguien (¿Alguien?
¿algo?),
alguna vez escribió y, de ahí en más, el
resto siguió escribiendo. ¿Para comunicarse? Acaso.
¿Para que lo leyeran? Tal vez. ¿Por qué sí?
Más que probable ¿Para la escritura?
Definitivamente.
Desde esa
primera inscripción, que fue un tajo que se le dio
al tiempo (por algo se inventarió
la noción de que, antes de la escritura, no nos fue dada
la Historia), leemos
y escribimos. Alguien,
algo (¿qué?
¿quién?)
leyó al escribir y escribió mientras (se)
estaba leyendo. O acaso Alguien fueron dos, porque basta pensar
que esa instancia inicializó un proceso por el cual usted,
benévolo lector, y quien esto garabatea se han urdido a
las letras. Estamos los dos ahí, en el texto: yo acabo
de escribir, tal vez porque está usted leyendo; usted me
lee, posiblemente porque mientras acumulaba perplejidades se fue
llenando con letras una página.
De todos modos, queda sin
señalar lo fundamental. Usted lee, sencillamente, porque
tiene ganas, o porque tiene un vicio incurable de leer, en tanto
esto se está escribiendo porque sobre un teclado están
las dos manos de un incorregible adicto a esa forma de leer que
es la escritura.
Y esto último (sea
ganas, sea vicio, pecado o lesa
equivocación) como
ambos sabemos, nunca es un mal comienzo. Y como no hay nada como
las ganas, el vicio, el descarrío y el error para mover
humanos y cosas, esta columna habrá de estirarse.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 110
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