Fue uno de esos accidentes bien festivos de los Tres Chiflados
el que dio con una línea por demás alarmante. Algo,
un balde, un montón de brea, se ha adueñado de
la cara de Larry, que se queja a los gritos de que no puede ver.
Curlie está más crispado que de costumbre, un ansioso
Moe repite qué te pasa, qué te pasa, y Larry, con
una sencillez golpeadora, responde: "tengo los ojos cerrados".
La vinculación con el mundo -he ahí la pequeña
revelación- descansa en ciertas mecánicas. Una
vez puesta en duda la inercia de la vigilia, el motor enérgico
del pestañeo, Larry, así como el resto de los mortales,
puede abandonarse a la placidez de quedar conectado solo consigo
mismo, cerrar los circuitos y prodigarse una buena ración
de noche.
Algo análogo sucede con el negro que comparece en cualquier
monitor apagado. Una pantalla ciega, de computadora o televisor,
nos advierte que, a pesar de tanta propaganda globalizante,
la vida puede dejar de ser pura instantaneidad,
y que es posible desentenderse -al menos por un rato- del frugal
imperativo de enchufarse a la noria extenuante del planeta.
Ese misterioso desgano que suele atacar a los aparatos, dejándolos
fuera de servicio o desconectados, recuerda que la razón
de ser de la máquina
es su funcionamiento. Así, la más sofisticada computadora,
en estado de reposo, se vuelve un museo de sí misma: alcanza
tal vez su rudimentario nirvana -ese mundo de paz, exento de palabras-,
pero al mismo tiempo no transmite más que la desolación
e inutilidad propias de un trasto. En esa ceguera y mudez de aparato
en desuso termina actualizándose, casi inercialmente, la
queja de Pablo Neruda, aquella de "estoy solo, entre materias
desvencijadas".
Evidentemente, el imperialismo del microchip -cerebro impalpable,
implacable, vertiginoso- ha transformado al planeta en un emporio
de cachivaches de penúltima generación. Es bastante
notorio, por otra parte, que el predominio de la virtualidad
ha generado cierta melancolía por los obsoletos y chirriantes
prodigios de la mecánica. Para corroborarlo basta atender,
tanto en películas como en series televisivas, cómo
se idolatra cierto proceso creativo.
En estas recreaciones, hipotéticos escritores
de hoy lidian con una Remington que ni siquiera conoce la electrónica.
Una representación que
recurre a modelos de otrora para cuantificar el esfuerzo y el
sufrimiento inscripto en cada mensaje. Es decir, esa dimensión
física de la lectura
y de la escritura, bastante menos advertible en este laberinto
de pantallas en el que hemos pasado a movernos.
Por eso, con el dificultoso martilleo de una máquina de
escribir se vuelve ligeramente menos dificultoso materializar
el balbuceante aterrizaje de las musas en crecientes pilas de
papel, o cuantificar la cuota de tracción humana necesaria
a toda comunicación medianamente trascendente.
Más aún, se podría considerar que el estrépito
de una máquina de escribir -que hoy sólo puede escucharse
en películas- es por definición el emblema de ese
sufrimiento de la escritura, muy por encima del sosegado protocolo
de la pluma de ganso -por más que se escribiera casi sin
luz, y casi sin papel-. Las viejas y fugaces máquinas de
escribir atesoraron la impronta del golpe, de la violencia de
la palabra, la posesión del demonio abrupto de la escritura
que busca un cuerpo en
un mundo muy poco inspirado.
De esa máquina, y de la más desesperada intrascendencia,
supo escribir, como nadie, Franz Kafka en su relato 'En la colonia
penitenciaria'. Ahí, un explorador llega donde infinidad
de reclusos están a punto de redimirse -esa es la idea
de quienes rigen el penal- en el preciso momento de ser ejecutados.
Una cruza de cepo, cama y máquina industrial de tejer,
que es la joya del penal, graba bien hondo en sus pieles la norma
que han transgredido, y hurga -se diría- el alma de los
condenados con pulcritud de secretaria. Inscribe, también,
el imperativo (no debo hacer
esto, aquello, etc.)
repitiendo el santo mandato de que la letra debe injertarse en
el corazón. Ya un recluso parece listo para llevarse el
gran mensaje de vuelta a los cielos, si los cielos todavía
existieran, cuando el explorador disiente y cancela una ejecución.
Se consterna el oficial a cargo de gobernar la máquina,
quien a su turno decide volverse él mismo carne del mensaje,
y morir en paz con la Ley (que
es, claro está, una de las variantes de la noticia divina).
Pero, impredecible
como toda máquina, o como todo demonio, el mensaje programado
no habrá de ser inscripto. Las agujas se ofuscan y agujerean
sin criterio, con una grafía idiota, mezclando tinta,
sangre y pieles del oficial en trazos poco pudorosos. El resultado
es la marca misma de lo ilegible, de lo que no se puede ver.
Una de las moralejas de este relato es tan obvia como contundente.
No hay mensaje posible, no hay redención, ni siquiera
el silencio es dable. Es esta una máxima que Kafka intenta
asordinar con una sugerencia, no menos tormentosa o deslumbrante:
Dios era una máquina, pero era antojadiza y dejó
de funcionar. Un mensaje que, piadosamente, conviene enfrentar
con los ojos cerrados.
* Publicado originalmente en Insomnia
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