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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ESCRITURA, DEMONIO DE LA - MECÁNICA - KAFKA, FRANZ - EN LA COLONIA PENITENCIARIA - MÁQUINA - LO ILEGIBLE - TRASTO - LECTURA/ESCRITURA COMO ACTO FÍSICO - MÁQUINA DE ESCRIBIR -


Mensaje a ciegas*

Amir Hamed
Ese misterioso desgano que suele atacar a los aparatos, dejándolos fuera de servicio o desconectados, recuerda que la razón de ser de la máquina es su funcionamiento


Fue uno de esos accidentes bien festivos de los Tres Chiflados el que dio con una línea por demás alarmante. Algo, un balde, un montón de brea, se ha adueñado de la cara de Larry, que se queja a los gritos de que no puede ver. Curlie está más crispado que de costumbre, un ansioso Moe repite qué te pasa, qué te pasa, y Larry, con una sencillez golpeadora, responde: "tengo los ojos cerrados".

La vinculación con el mundo -he ahí la pequeña revelación- descansa en ciertas mecánicas. Una vez puesta en duda la inercia de la vigilia, el motor enérgico del pestañeo, Larry, así como el resto de los mortales, puede abandonarse a la placidez de quedar conectado solo consigo mismo, cerrar los circuitos y prodigarse una buena ración de noche.

Algo análogo sucede con el negro que comparece en cualquier monitor apagado. Una pantalla ciega, de computadora o televisor, nos advierte que, a pesar de tanta propaganda globalizante, la vida puede dejar de ser pura instantaneidad, y que es posible desentenderse -al menos por un rato- del frugal imperativo de enchufarse a la noria extenuante del planeta.

Ese misterioso desgano que suele atacar a los aparatos, dejándolos fuera de servicio o desconectados, recuerda que la razón de ser de la máquina es su funcionamiento. Así, la más sofisticada computadora, en estado de reposo, se vuelve un museo de sí misma: alcanza tal vez su rudimentario nirvana -ese mundo de paz, exento de palabras-, pero al mismo tiempo no transmite más que la desolación e inutilidad propias de un trasto. En esa ceguera y mudez de aparato en desuso termina actualizándose, casi inercialmente, la queja de Pablo Neruda, aquella de "estoy solo, entre materias desvencijadas".

Evidentemente, el imperialismo del microchip -cerebro impalpable, implacable, vertiginoso- ha transformado al planeta en un emporio de cachivaches de penúltima generación. Es bastante notorio, por otra parte, que el predominio de la virtualidad ha generado cierta melancolía por los obsoletos y chirriantes prodigios de la mecánica. Para corroborarlo basta atender, tanto en películas como en series televisivas, cómo se idolatra cierto proceso creativo.

En estas recreaciones, hipotéticos escritores de hoy lidian con una Remington que ni siquiera conoce la electrónica. Una representación que recurre a modelos de otrora para cuantificar el esfuerzo y el sufrimiento inscripto en cada mensaje. Es decir, esa dimensión física de la lectura y de la escritura, bastante menos advertible en este laberinto de pantallas en el que hemos pasado a movernos.

Por eso, con el dificultoso martilleo de una máquina de escribir se vuelve ligeramente menos dificultoso materializar el balbuceante aterrizaje de las musas en crecientes pilas de papel, o cuantificar la cuota de tracción humana necesaria a toda comunicación medianamente trascendente.

Más aún, se podría considerar que el estrépito de una máquina de escribir -que hoy sólo puede escucharse en películas- es por definición el emblema de ese sufrimiento de la escritura, muy por encima del sosegado protocolo de la pluma de ganso -por más que se escribiera casi sin luz, y casi sin papel-. Las viejas y fugaces máquinas de escribir atesoraron la impronta del golpe, de la violencia de la palabra, la posesión del demonio abrupto de la escritura que busca un cuerpo en un mundo muy poco inspirado.

De esa máquina, y de la más desesperada intrascendencia, supo escribir, como nadie, Franz Kafka en su relato 'En la colonia penitenciaria'. Ahí, un explorador llega donde infinidad de reclusos están a punto de redimirse -esa es la idea de quienes rigen el penal- en el preciso momento de ser ejecutados. Una cruza de cepo, cama y máquina industrial de tejer, que es la joya del penal, graba bien hondo en sus pieles la norma que han transgredido, y hurga -se diría- el alma de los condenados con pulcritud de secretaria. Inscribe, también, el imperativo
(no debo hacer esto, aquello, etc.) repitiendo el santo mandato de que la letra debe injertarse en el corazón. Ya un recluso parece listo para llevarse el gran mensaje de vuelta a los cielos, si los cielos todavía existieran, cuando el explorador disiente y cancela una ejecución. Se consterna el oficial a cargo de gobernar la máquina, quien a su turno decide volverse él mismo carne del mensaje, y morir en paz con la Ley (que es, claro está, una de las variantes de la noticia divina).

Pero, impredecible como toda máquina, o como todo demonio, el mensaje programado no habrá de ser inscripto. Las agujas se ofuscan y agujerean sin criterio, con una grafía idiota, mezclando tinta, sangre y pieles del oficial en trazos poco pudorosos. El resultado es la marca misma de lo ilegible, de lo que no se puede ver.

Una de las moralejas de este relato es tan obvia como contundente. No hay mensaje posible, no hay redención, ni siquiera el silencio es dable. Es esta una máxima que Kafka intenta asordinar con una sugerencia, no menos tormentosa o deslumbrante: Dios era una máquina, pero era antojadiza y dejó de funcionar. Un mensaje que, piadosamente, conviene enfrentar con los ojos cerrados.

* Publicado originalmente en Insomnia

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