Cuando los relojes marcan la hora
invertida; cuando los árboles de tu calle dejan de saludarte
y te sientes observado como una pantera enferma; cuando esperas
una respuesta que no llega desde el viento ausente, una respuesta
de aquel rostro desconocido, de una botella rota, una respuesta
cualquiera (y no llega); cuando la distancia te invade y pisas
los restos de memoria por el asfalto que no reconoce tus pasos;
cuando el vacío se encabrita sobre tu corazón,
sobre tus ojos, con la furia callada de un saxo seco; cuando
ya no queda ni ayer ni mañana y el cartero no viene; cuando
el neón te devuelve una palabra equivocada; cuando el
rostro de ella deja de pertenecerte... Entonces, muchacho, ya
no hay más excusas: algo así es el exilio.
Desde que Ulises debió
partir de Itaca -o quizás mucho antes- el exilio significó
una pena que por siempre acompañó el destino de
los hombres. El castigo era una compensación a pagar por
una culpa política, pero el costo de la política
(al igual que sucede con
el amor), no es
tan difícil de definir. Ni siquiera la política
en su significado más amplio puede enmarcarse en un rótulo
único y abarcativo sin caer en el simplismo más
absurdo. De modo que el exilio tampoco es suceptible de ser equiparado
a la noción lisa y llana del destierro, por el hecho de
que sería insuficiente. Tan doloroso puede resultar verse
obligado a renunciar a un país o a un paisaje, como al
cuerpo de la mujer amada, a la infancia o al color de un cielo.
Todo ello es exilio y puede estar motivado por causas "políticas"
o no, aunque, lo sabemos, siempre será político.
La sola imposición del no retorno ya denota su
condición política.
El exilio, en consecuencia,
esa tierra de nadie que habita en todos, esa permanente y acechante
sensación de extranjeridad (en
el sentido que Albert Camus le dio a este término), toca de cerca con sus polvos
cuanto nos rodea.
Obviamente, el cine
no podía estar ajeno a esta temática. Mucho menos
si consideramos que en sí mismo, el cine nació
como un arte exiliado del panteón
sagrado, que muchos (muchos) de sus principales artífices,
desde F. Lang a R. Polanski, han sido ilustres exiliados. Andrew
Sarris, por ejemplo, advirtió que las películas
que Robert Siodmak realizó en los Estados Unidos son más
germánicas que las que hizo en Alemania. El caso de Siodmak
se hace más interesante al observar que, en realidad,
nació en Memphis, Tennessee, y que su madre era americana,
aunque bien es cierto que siendo un niño fue llevado a
Alemania. Es de suponer entonces que Siodmak fue un doble exiliado:
en su país natal y en el de adopción.
Esta observación
aparentemente banal plantea complejas cuestiones sobre el estilo colectivo de un
cine nacional, sobre la función del género como
determinante de ese estilo y acerca del campo que, dentro de
un género, pueden abarcar las preocupaciones temáticas
y estilísticas de un artista.
Esta deformación
especular (que refleja
y especula) que
plantea en su condición esencial todo exilio, se paseó
por la obra de numerosos directores y por una diversidad enorme
de filmes. A veces, sin siquiera sospechar que nos estaban hablando
del exilio, éste se constituía como materia prima
revelándonos sus curiosos trajes. Lo que sigue será
un breve recorrido por las sinuosas calles de ese laberinto
sin salida. Es obvio que las posibilidades son ilimitadas y los
filmes que se citarán a continuación constituyen
apenas un breve muestreo de las alternativas de ese tobogán
gigantesco que implica todo exilio: bajamos, pero sin saber dónde
caeremos. Y subir nuevamente será siempre difícil.
El círculo
interior
"Cristo nunca
llegó hasta aquí. Ni llegó el tiempo, ni
el alma, ni la esperanza, ni las causas ni sus efectos, ni la
razón, ni la historia... nadie llegó a estas tierras
sino como conquistador enemigo o visitante incomprensivo. Las
estaciones pasan sobre el cansancio de los campesinos como hace
tres mil años antes de Cristo. En esta tierra oscura,
sin pecado y sin redención, donde el mal no es moral pero
un dolor profundo vive en cada cosa, Cristo no ha descendido".
Allí, en el
punto exacto donde Cristo se detuvo, fue obligado a vivir su
exilio Carlo Levi, desde 1935. Escritor, pintor, médico
sin práctica, Levi debió abandonar su inquieta
vida burguesa en Turín acusado por el gobierno fascista
de conspirar junto a otros intelectuales. Nada demasiado abierto,
ninguna sospecha, pero así es el fascismo. La pena: tres
años de confinamiento en Eboli, un pueblo perdido en la
región de Lucania. El testimonio de Carlo Levi sobre esa
experiencia resulta desgarrador, tanto como la película
de Francesco Rosi, basada en el libro del propio exiliado.
El castigo ya de por
sí denota una primera curiosidad: el exilio debe ser vivido
en el propio país, en el perímetro de un caserío
campesino cuyo límite es el cementerio. Cada día,
el reo debe presentarse a firmar ante la autoridad local, don
Luigino, el registro que certifica su cotidiana prisión.
Pero a medida que pasa el tiempo, Levi advierte que no sólo
él es el prisionero de ese supuesto destierro: todo el
pueblo vive sumergido en él, desde el comienzo de los
tiempos.
Sus habitantes no conciben
más que dos salidas ante este hecho. Por un lado, la resignación
a la que parecen condenados sus miembros más humildes,
sin otra fuga que las historias de supercherías que los
animan. Por otro, la huida hacia un nuevo "exilio",
América, meca improbable de un paraíso incierto,
o África, donde las tropas fascistas luchan en Absinia
bajo las promesas de nuevas tierras. Pero todos saben que no
existen nuevas tierras, que no existe más tierra que esa
porción árida donde se seca la esperanza.
Cuando la hermana de
Levi (Gian María Volonté) lo visita, insiste en intentar
"hacer algo", movilizar en algún sentido la
vida del caserío que se desangra en la espera, prisionero
entre la malaria o la miseria o el hastío. La respuesta
de Carlo es concluyente: "Las cosas se ven distintas
desde aquí. Eboli está más cerca de China
o la India que de Turín". Al despedirla le confiesa:
"No sé... creo que siempre he vivido aquí".
Levi advierte entonces su condición de exiliado perpetuo.
En Turín como en Eboli, es un pasajero entre dos ríos
que no se tocan. Como un modo de superar tal estado, absorbe
también la saga de supersticiones locales, pero acepta
interactuar con la nueva ficción que le da la vida. Cumplirá
su condena, y la llevará para siempre consigo.
En la misma línea
de Cristo se detuvo en Eboli, el chileno Ricardo Larraín
concibió su filme La frontera. En realidad, el
guión elaborado junto al argentino Jorge Goldenberg tiene
más de un punto de contacto con la historia del italiano,
aunque con algunas pinceladas de realismo mágico que no
sólo permite asegurarse el embelesamiento de los espectadores
europeos sino también tomar distancia satírica
respecto al trágico carácter neorrealista del filme
de Rosi. De todos modos, la cercanía argumental no llega
a influir en el resultado final de La frontera. Muy bien
filmada, con excelentes actuaciones individuales (en particular Patricio Contreras) el filme constituye un excelente
testimonio de exilio interior. En este caso es un profesor de
matemáticas, Ramiro Orellana, quien debe pagar su culpa
en un pueblo arrojado al olvido y la furia de una mar que cada
tanto se ocupa de borrar toda huella de vida. También
debe confirmar su cautiverio cada día con presencia ante
la autoridad -que en ese caso aparece como irremediablemente
imbécil- y cumplir con una serie de ritos que lo acercan
a un nuevo tipo de existencia; a descubrir la falsedad de su
libertad pasada y los límites de su encierro actual.
Dos escenas logran
trasmitir con fidelidad las diemnsiones del exilio. La primera,
el encuentro con el viejo exiliado español que se ata
a sus recuerdos como a una balsa en la cual seguir flotando en
la vida. La otra, cuando ingresa en un bar y no encuentra otra
felicidad que un baile entre hombres solos, unidos por el alcohol
y la tristeza. Ramiro entiende: no hay escapatoria. Aunque se
vaya, ya no la habrá. El amor
puede ser una salida, pero incluso el amor
en ese contexto está condicionado.
"Pasaron muchos
años.... Años llenos de guerra y de lo que se suele
llamar historia. Empujado de aquí para allá, a
la aventura, no pude cumplir con mi promesa, dejando a mis campesinos
sin volver a buscarlos. Y ya no sé si alguna vez la cumpliré.
Hoy, encerrado en esta habitación, me es grato volver
con la memoria a ese mundo cerrado, acorralado entre el dolor
y el sufrimiento, negado a la historia y al Estado. Y siempre...
paciente. Esa tierra mía, sin consuelos, sin dulzura,
donde el campesino vive entre miserias y lejanías su inmóvil
civilidad, sobre un suelo árido, sin otra presencia que
la de la muerte".
Un hombre sin atributos.
Con estas palabras Carlos Levi se despedía del mundo,
arrastrando consigo su cualidad de
exiliado permanente.
El trabajo de las sombras
El 5 de diciembre de
1981 pudo ser un día común para la mayoría
de los hombres, pero con seguridad resultará imborrable
para Nowak y sus compañeros polacos. Ese día, Nowak
llegó al aeropuerto de Heathrow, Londres, con una misión.
Debía reformar la casa de su jefe y por ello recibió
1.200 libras, exactamente lo que ganaría por 25 años
de trabajo en Polonia. La coartada que presentó ante el
oficial de inmigraciones era perfecta: llegaron a Inglaterra
para comprar un auto usado. Mostró el dinero y los billetes
de salida. Nada que aducir. El oficial le aclaró que la
visa sólo era válida por un mes y que no podían
trabajar. Nowak dijo "entiendo". Era verdad:
sólo él entendía, ya que sus tres compañeros
no captaban una sola palabra de inglés. El oficial se
apiadó de la rústica humildad de los polacos y
con una sonrisa cómplice preguntó: "¿Pertenecen
a Solidaridad?". Nowak se asustó: "No".
Posiblemetne no mentía,
pero daba igual. Al fin y al cabo sólo llegó a
Inglaterra para hacer un Trabajo clandestino. Con ese
título se conoció en castellano Moonlightning,
excelente testimonio de un célebre exiliado polaco, Jerzi
Skolimowski. La riqueza de su puesta radica en varios niveles,
pero uno de ellos es mostrar los diversos mecanismos por los
cuales un exiliado que llega por motivos económicos se
ve incluido también en el orden de lo político.
Se podrá aducir que el hecho de que puedan retornar a
su país los exime del rótulo de exiliados, pero
el tiempo que viven en la cultura impuesta (un
día, una semana, un mes)
se ve también apresado en las generales de la ley del
exilio.
Jeremy Iron (Nowak)
resulta convincente en su rol de líder que debe asumir
la responsabilidad de incorporar los códigos foráneos.
Aunque, claro, no son los mismos. Skolimowski tuvo la inteligencia
suficiente como para mostrar los choques culturales sufruidos
por los polacos tamizados primero a través del conocimiento
del idioma de su líder y, luego, por el vacío absoluto
que rodeaba a los otros tres, quienes ni siquiera se comunicaban
con su jefe. La deformidad que provoca la incomunicaión
al contrastar con una cultura ajena aparece también, magistralmente,
en el filme suizo The Bus, del director turco Bay Okan.
Allí vemos cómo un ómnibus cargado de campesinos
turcos sin dinero ni documentos, es abandonado en el centro de
Estocolmo. En sus excursiones nocturnas, con el fin de conseguir
algo de comida, los turcos aparecen en una ciudad que les resulta
lo más semejante que uno pueda imaginar a otro planeta.
Sin el más mínimo signo con el que identificarse,
el efecto llega a límites surrealistas.
En el caso de Trabajo
clandestino, sin embargo, Skolimowski apela a métodos
más sutiles para desnudar esa sensación de extrañeza
que provoca la falta de pertenencia. Poco a poco, Nowak descubre
las pequeñas miserias a las que se ve sometido por la
presión de los británicos y la carencia de dinero,
lo que lo lleva a elaborar un comportamiento criminal a partir
de hechos insignificantes (compra
un televisor inservible a un hindú; le roban una bicicleta
y él, a su vez, se ve obligado a robar otra que devolverá
intacta antes de marcharse; cada mañana debe sustraer
el periódico de los vecinos para depositarlo una vez leído,
etc.). Por si fuera
poco, mediando el trabajo se entera del golpe militar de Jeruzelsky,
hecho que oculta a sus paisanos para que no se desconcentren
en la tarea que les ha sido encomendada.
La nostalgia -valor
común a todo exiliado- que siente por su mujer y los fantasmas
que esta ausencia crea, se va transformando poco a poco en un
ingrediente cada vez más opresivo. En el límite
de sus fuerzas, Nowak se confiesa, no por imperativos de la fe
sino para buscar su autoestima perdida. "Los hombres
que traje son idiotas, pero me doy cuenta que no puedo manejarlos.
Soy más débil que ellos".
Aislados, perdidos
en un mundo ancho y ajeno, el 5 de enero de 1982 los polacos
terminan su trabajo. Pero no hay retorno. No los espera más
que la sombra de un territorio sombrío.
Detrás de
la ventana
La evidencia llegó
con el desierto. El Land Rover se atascó en la inmensidad
de la nada. "No me importa", aulló David
Locke al centro de la arena.
Uno de los temas más
recurrentes de este siglo tiene que ver con la problemática
de la identidad: naciones,
pueblos, razas, minorías la reivindican, la reclaman en
la necesidad de desenterrarla de oscuros significados. La literatura primero, y luego
el cine, según su costumbre, no sólo han sido reflejo
de esta obsesión sino que han multiplicado los análisis
sobre el yo y sus inestabilidades hasta entrever -e incluso
postular- su disolución. Ya a finales del siglo XIX, Pirandello
había demostrado mejor que nadie el drama del individuo
que de pronto se transforma en "alguien" para todos.
Es allí donde se encuentra el peligro: en la imagen
que los otros perciben de nosotros y que nos apresa, nos fija,
suscitando el deseo de escapar, de no dejarnos atrapar, aún
a riesgo de frenar nuestros sufrimientos, de doblar el curso
de nuestro destino.
Con seguridad Michelángelo
Antonioni conocía en profundidad estas ideas de Pirandello
en el momento de escoger la historia de Mark Peploe, El pasajero,
para filmarla. David Locke (Jack
Nicholson) siente
que debe partir al exilio de su propio yo, huir de una
vida tan perfecta como vacía junto a una mujer que no
ama, un hijo adoptivo, y una brillante carrera como periodista
televisivo especializado en política africana. La ocasión
se le presenta en un perdido hotel del Sahara, cuando su compañero
de cuarto, un outsider como él, con su propio nombre
(David Robertson) y una fisonomía similar,
fallece de un ataque al corazón. Locke acepta el reto
y asume la personalidad de Robertson. Poco tiempo antes, le había
preguntado: "¿Qué se ve detrás de
la ventana?". Sólo el desierto.
Locke emprende su nuevo
camino enfundado en la piel de un traficante de armas. Por un
momento se considera feliz cuando sobrevuela en un telesférico
el Mediterráneo, agitando los brazos. En cierta ocasión,
su mujer le recriminó:
"Te involucras
en situaciones reales, sin diálogos reales".
"Lo sé", contestó David, "Son
las reglas del juego". Cuando pensaba que podía
saltearse dichas reglas, estas volvieron a atacarlo desde el
pasado.
La conquista de una
forma, de ser un "alguien por sí" no
resultaba tan sencillo para David. Cuando su ocasional compañera
le pregunta de qué huye, Locke le contesta que mire hacia
atrás. No se ve más que un camino vacío.
Antonioni resuelve la tensa encrucujada de esa identidad en el
exilio con la sobriedad de una cámara fija en una ventana.
"¿Qué hay detrás de la ventana?"
quiso saber David una vez más. Una anciana y un niño
que pelean sobre qué camino tomar. Polvo, mucho polvo.
Nada.
Nowhere man
Un turista no se parece
en nada a un viajero: el primero sabe
dónde regresar, el segundo no. La enseñanza de
Port/Paul Bowles caló
hondo en el corazón de Bernardo Bertolucci al hacer Refugio
para el amor. Es curioso: el director italiano debe ser uno
de los más brillantes directores del cine
político de este siglo (su
saga Novecento es un testimonio claro de ello, sin olvidar
películas como El conformista o La estrategia
de la araña),
y sin embargo eligió el amor para dejar un alegato conmovedor
sobre el exilio. Este destierro, además, fue vivido por
director: después de Crónica de un idiota
(1981), su último opus de política
explícita; no volvió a filmar en Italia.
Refugio para el
amor encuentra
también en el desierto un escenario de la reflexión
sobre el vacío ocasionado por el fervor de un amor cuya
intensidad es tan poderosa que acaba por despersonalizar a cada
uno de sus miembros. Port y Kit viajan en el límite
de la desesperación para encontrar un espacio común
que los abarque, sin llegar a sentirse superados por sus sentimientos.
el nomadismo físico al que someten sus existencias es
paralelo a la pasión que los une. Luego de hacer el amor
en el centro de la nada, en ese momento y bajo ese cielo, Port
siente por primera vez algo que lo redime de la distancia. Entonces
afirma: "El cielo aquí es muy extraño.
A veces, cuando lo miro, tengo la sensación de que es
algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo
que hay detrás". Cuando Kit quiso saber qué
había detrás, Port responde: "Nada, supongo.
Solamente oscuridad. La noche absoluta". Y cuando se
hizo la noche absoluta para Port, llegó la hora del peregrinaje para
Kit, ahora sí, obligada a un exilio de su propio yo. La
partida y la disolución de la identidad, en este caso,
está ligada a la pasión. Tal vez, una de las formas
del exilio más terribles que existen.
En ocasiones, entre
la nada y la eternidad, puede haber apenas un paso. Como un ave
extraña, el hombre eleva una pierna sin animarse a dar
ese paso desicivo. Es la figura que dibuja Mastroniani en El
paso suspendido de la cigüeña, del
del griego Theo Angelopoulos.
Un joven reportero
llega hasta un poblado ignoto en una zona fronteriza donde conviven
exiliados de diversas nacionalidades. De hecho, el territorio
no es otra cosa que una sala de espera inútil donde se
aglutinan lenguas y sueños herrumbrosos sobre una vida
en cualquier sitio. Es en esta ciudad donde descubre un rostro
y una imagen. Pertenecen a un conocido político desaparecido
misteriosamente, que eligió exiliarse entre las brumas.
Una línea amarilla separa la zona de la tierra de nadie.
A pocos metros, una línea roja divide a ésta de
lo desconocido. El hombre levanta un pie - como una cigüeña
- y dice: "Si doy un paso más, llego al otro lado...
o muero".
Angelopoulos deja un
testimonio crudo sobre las condiciones de los exiliados de buena
parte del planeta (resulta
conmovedor un casamiento dividido por un río), pero también sobre
los motivos que llevan a un individuo vinculado a las esferas
de poder a encontrar sus pares entre quienes viven suspendidos
en el sueño de un lugar. "El siglo se acerca a
su fin y las esperanzas con las que había nacido fueron
aplastadas", nos dice Angelopoulos. "Hoy nadie
tiene nada que ofrecer. Pero el alma es un ave con un pie elevado:
¿doy ese paso o no?". La respuesta está
en cada uno.
Blanco y negro.
Coda
El exilio toma en su
cuerpo de goma formas
variadas. No se trata de una fórmula química para
aplicar de modo automático sobre un molde de plástico.
Un hombre fuera de su habitat natural por cuestiones ideológicas
no necesariamente es un exiliado. Lo que se da como un supuesto
evidente puede devenir en una imagen grotesca de un fenómeno
tan como el que nos ocupa. Ejemplos sobran, aunque uno de los
más claros fue la absurda machietta de Fernando
Solanas en El exilio de Gardel No basta con reunir anécdotas
extraídas de la peor literatura, sumarla a una pizca de
algo que se identifica con humor,
mostrarnos un París de postal barata y un par de temitas
musicales al gusto de la clase media porteña para definirnos
el "exilio". De acuerdo: pinchar cabinas, participar
en manifestaciones (nunca
tan prolijitas),
idolatrar el mate o el tango es un folklore más o menos
extendido con el que cualquier rioplatense puede identificarse;
pero hacer pasar esto como un "alegato único del
exilio" ya es golpear bajo. En todo caso, a Fernando
Solanas, Pino, no le fue tan mal sacando rédito del fenómeno.
Al menos terminó dedicándose un poco a la política.
Sin pretender reflejar
el exilio, Jim Jarmusch lo logró plenamente en Stranger
than Paradise. Los tres personajes principales, el húngaro
que se niega a hablar húngaro (John
Lurie), su amigo
estadounidense (Richar Edson) y su prima recién llegada
(Eszter Balint), balbucean su odisea intentando
encontrar una respuesta a sus raíces a través de
su recorrido desde Nueva York a los hielos de Cleveland, y de
allí al calor de la Florida. Ninguno de los tres, en ningún
momento, alcanza armonizar con la realidad que le toca vivir,
y los tres disimulan el desamparo por medio de la huida, los
juegos o el silencio. No queda espacio para más. El exilio
es así: como la sonrisa
que extravió la Gioconda.
* Publicado
originalmente en M Cine Nº 3
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