cine y exilios
 
 
 

 



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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



EXILIO - CINE Y EXILIO - LEVI, CARLO - ANGELOPOULOS, THEO - BERTOLUCCI, BERNARDO - SKOLIMOWSKI, JERZI - OKAN, BAY - LARRAÍN, RICARDO - ANTONIONI, MICHELANGELO - BERTOLUCCI, BERNARNDO - SOLANAS, FERNANDO PINO

Cine y exilios*

Christian Kupchik
El exilio, en consecuencia, esa tierra de nadie que habita en todos, esa permanente y acechante sensación de extranjeridad (en el sentido que Albert Camus le dio a este término), toca de cerca con sus polvos cuanto nos rodea


Cuando los relojes marcan la hora invertida; cuando los árboles de tu calle dejan de saludarte y te sientes observado como una pantera enferma; cuando esperas una respuesta que no llega desde el viento ausente, una respuesta de aquel rostro desconocido, de una botella rota, una respuesta cualquiera (y no llega); cuando la distancia te invade y pisas los restos de memoria por el asfalto que no reconoce tus pasos; cuando el vacío se encabrita sobre tu corazón, sobre tus ojos, con la furia callada de un saxo seco; cuando ya no queda ni ayer ni mañana y el cartero no viene; cuando el neón te devuelve una palabra equivocada; cuando el rostro de ella deja de pertenecerte... Entonces, muchacho, ya no hay más excusas: algo así es el exilio.

Desde que Ulises debió partir de Itaca -o quizás mucho antes- el exilio significó una pena que por siempre acompañó el destino de los hombres. El castigo era una compensación a pagar por una culpa política, pero el costo de la política (al igual que sucede con el amor), no es tan difícil de definir. Ni siquiera la política en su significado más amplio puede enmarcarse en un rótulo único y abarcativo sin caer en el simplismo más absurdo. De modo que el exilio tampoco es suceptible de ser equiparado a la noción lisa y llana del destierro, por el hecho de que sería insuficiente. Tan doloroso puede resultar verse obligado a renunciar a un país o a un paisaje, como al cuerpo de la mujer amada, a la infancia o al color de un cielo. Todo ello es exilio y puede estar motivado por causas "políticas" o no, aunque, lo sabemos, siempre será político. La sola imposición del no retorno ya denota su condición política.

El exilio, en consecuencia, esa tierra de nadie que habita en todos, esa permanente y acechante sensación de extranjeridad (en el sentido que Albert Camus le dio a este término), toca de cerca con sus polvos cuanto nos rodea.

Obviamente, el cine no podía estar ajeno a esta temática. Mucho menos si consideramos que en sí mismo, el cine nació como un arte exiliado del panteón sagrado, que muchos (muchos) de sus principales artífices, desde F. Lang a R. Polanski, han sido ilustres exiliados. Andrew Sarris, por ejemplo, advirtió que las películas que Robert Siodmak realizó en los Estados Unidos son más germánicas que las que hizo en Alemania. El caso de Siodmak se hace más interesante al observar que, en realidad, nació en Memphis, Tennessee, y que su madre era americana, aunque bien es cierto que siendo un niño fue llevado a Alemania. Es de suponer entonces que Siodmak fue un doble exiliado: en su país natal y en el de adopción.

Esta observación aparentemente banal plantea complejas cuestiones sobre el estilo colectivo de un cine nacional, sobre la función del género como determinante de ese estilo y acerca del campo que, dentro de un género, pueden abarcar las preocupaciones temáticas y estilísticas de un artista.

Esta deformación especular (que refleja y especula) que plantea en su condición esencial todo exilio, se paseó por la obra de numerosos directores y por una diversidad enorme de filmes. A veces, sin siquiera sospechar que nos estaban hablando del exilio, éste se constituía como materia prima revelándonos sus curiosos trajes. Lo que sigue será un breve recorrido por las sinuosas calles de ese laberinto sin salida. Es obvio que las posibilidades son ilimitadas y los filmes que se citarán a continuación constituyen apenas un breve muestreo de las alternativas de ese tobogán gigantesco que implica todo exilio: bajamos, pero sin saber dónde caeremos. Y subir nuevamente será siempre difícil.

El círculo interior

"Cristo nunca llegó hasta aquí. Ni llegó el tiempo, ni el alma, ni la esperanza, ni las causas ni sus efectos, ni la razón, ni la historia... nadie llegó a estas tierras sino como conquistador enemigo o visitante incomprensivo. Las estaciones pasan sobre el cansancio de los campesinos como hace tres mil años antes de Cristo. En esta tierra oscura, sin pecado y sin redención, donde el mal no es moral pero un dolor profundo vive en cada cosa, Cristo no ha descendido".

Allí, en el punto exacto donde Cristo se detuvo, fue obligado a vivir su exilio Carlo Levi, desde 1935. Escritor, pintor, médico sin práctica, Levi debió abandonar su inquieta vida burguesa en Turín acusado por el gobierno fascista de conspirar junto a otros intelectuales. Nada demasiado abierto, ninguna sospecha, pero así es el fascismo. La pena: tres años de confinamiento en Eboli, un pueblo perdido en la región de Lucania. El testimonio de Carlo Levi sobre esa experiencia resulta desgarrador, tanto como la película de Francesco Rosi, basada en el libro del propio exiliado.

El castigo ya de por sí denota una primera curiosidad: el exilio debe ser vivido en el propio país, en el perímetro de un caserío campesino cuyo límite es el cementerio. Cada día, el reo debe presentarse a firmar ante la autoridad local, don Luigino, el registro que certifica su cotidiana prisión. Pero a medida que pasa el tiempo, Levi advierte que no sólo él es el prisionero de ese supuesto destierro: todo el pueblo vive sumergido en él, desde el comienzo de los tiempos.

Sus habitantes no conciben más que dos salidas ante este hecho. Por un lado, la resignación a la que parecen condenados sus miembros más humildes, sin otra fuga que las historias de supercherías que los animan. Por otro, la huida hacia un nuevo "exilio", América, meca improbable de un paraíso incierto, o África, donde las tropas fascistas luchan en Absinia bajo las promesas de nuevas tierras. Pero todos saben que no existen nuevas tierras, que no existe más tierra que esa porción árida donde se seca la esperanza.

Cuando la hermana de Levi (Gian María Volonté) lo visita, insiste en intentar "hacer algo", movilizar en algún sentido la vida del caserío que se desangra en la espera, prisionero entre la malaria o la miseria o el hastío. La respuesta de Carlo es concluyente: "Las cosas se ven distintas desde aquí. Eboli está más cerca de China o la India que de Turín". Al despedirla le confiesa: "No sé... creo que siempre he vivido aquí". Levi advierte entonces su condición de exiliado perpetuo. En Turín como en Eboli, es un pasajero entre dos ríos que no se tocan. Como un modo de superar tal estado, absorbe también la saga de supersticiones locales, pero acepta interactuar con la nueva ficción que le da la vida. Cumplirá su condena, y la llevará para siempre consigo.

En la misma línea de Cristo se detuvo en Eboli, el chileno Ricardo Larraín concibió su filme La frontera. En realidad, el guión elaborado junto al argentino Jorge Goldenberg tiene más de un punto de contacto con la historia del italiano, aunque con algunas pinceladas de realismo mágico que no sólo permite asegurarse el embelesamiento de los espectadores europeos sino también tomar distancia satírica respecto al trágico carácter neorrealista del filme de Rosi. De todos modos, la cercanía argumental no llega a influir en el resultado final de La frontera. Muy bien filmada, con excelentes actuaciones individuales (en particular Patricio Contreras) el filme constituye un excelente testimonio de exilio interior. En este caso es un profesor de matemáticas, Ramiro Orellana, quien debe pagar su culpa en un pueblo arrojado al olvido y la furia de una mar que cada tanto se ocupa de borrar toda huella de vida. También debe confirmar su cautiverio cada día con presencia ante la autoridad -que en ese caso aparece como irremediablemente imbécil- y cumplir con una serie de ritos que lo acercan a un nuevo tipo de existencia; a descubrir la falsedad de su libertad pasada y los límites de su encierro actual.

Dos escenas logran trasmitir con fidelidad las diemnsiones del exilio. La primera, el encuentro con el viejo exiliado español que se ata a sus recuerdos como a una balsa en la cual seguir flotando en la vida. La otra, cuando ingresa en un bar y no encuentra otra felicidad que un baile entre hombres solos, unidos por el alcohol y la tristeza. Ramiro entiende: no hay escapatoria. Aunque se vaya, ya no la habrá. El amor puede ser una salida, pero incluso el amor en ese contexto está condicionado.

"Pasaron muchos años.... Años llenos de guerra y de lo que se suele llamar historia. Empujado de aquí para allá, a la aventura, no pude cumplir con mi promesa, dejando a mis campesinos sin volver a buscarlos. Y ya no sé si alguna vez la cumpliré. Hoy, encerrado en esta habitación, me es grato volver con la memoria a ese mundo cerrado, acorralado entre el dolor y el sufrimiento, negado a la historia y al Estado. Y siempre... paciente. Esa tierra mía, sin consuelos, sin dulzura, donde el campesino vive entre miserias y lejanías su inmóvil civilidad, sobre un suelo árido, sin otra presencia que la de la muerte".

Un hombre sin atributos. Con estas palabras Carlos Levi se despedía del mundo, arrastrando consigo su cualidad de
exiliado permanente.


El trabajo de las sombras

El 5 de diciembre de 1981 pudo ser un día común para la mayoría de los hombres, pero con seguridad resultará imborrable para Nowak y sus compañeros polacos. Ese día, Nowak llegó al aeropuerto de Heathrow, Londres, con una misión. Debía reformar la casa de su jefe y por ello recibió 1.200 libras, exactamente lo que ganaría por 25 años de trabajo en Polonia. La coartada que presentó ante el oficial de inmigraciones era perfecta: llegaron a Inglaterra para comprar un auto usado. Mostró el dinero y los billetes de salida. Nada que aducir. El oficial le aclaró que la visa sólo era válida por un mes y que no podían trabajar. Nowak dijo "entiendo". Era verdad: sólo él entendía, ya que sus tres compañeros no captaban una sola palabra de inglés. El oficial se apiadó de la rústica humildad de los polacos y con una sonrisa cómplice preguntó: "¿Pertenecen a Solidaridad?". Nowak se asustó: "No".

Posiblemetne no mentía, pero daba igual. Al fin y al cabo sólo llegó a Inglaterra para hacer un Trabajo clandestino. Con ese título se conoció en castellano Moonlightning, excelente testimonio de un célebre exiliado polaco, Jerzi Skolimowski. La riqueza de su puesta radica en varios niveles, pero uno de ellos es mostrar los diversos mecanismos por los cuales un exiliado que llega por motivos económicos se ve incluido también en el orden de lo político. Se podrá aducir que el hecho de que puedan retornar a su país los exime del rótulo de exiliados, pero el tiempo que viven en la cultura impuesta (un día, una semana, un mes) se ve también apresado en las generales de la ley del exilio.

Jeremy Iron (Nowak) resulta convincente en su rol de líder que debe asumir la responsabilidad de incorporar los códigos foráneos. Aunque, claro, no son los mismos. Skolimowski tuvo la inteligencia suficiente como para mostrar los choques culturales sufruidos por los polacos tamizados primero a través del conocimiento del idioma de su líder y, luego, por el vacío absoluto que rodeaba a los otros tres, quienes ni siquiera se comunicaban con su jefe. La deformidad que provoca la incomunicaión al contrastar con una cultura ajena aparece también, magistralmente, en el filme suizo The Bus, del director turco Bay Okan. Allí vemos cómo un ómnibus cargado de campesinos turcos sin dinero ni documentos, es abandonado en el centro de Estocolmo. En sus excursiones nocturnas, con el fin de conseguir algo de comida, los turcos aparecen en una ciudad que les resulta lo más semejante que uno pueda imaginar a otro planeta. Sin el más mínimo signo con el que identificarse, el efecto llega a límites surrealistas.

En el caso de Trabajo clandestino, sin embargo, Skolimowski apela a métodos más sutiles para desnudar esa sensación de extrañeza que provoca la falta de pertenencia. Poco a poco, Nowak descubre las pequeñas miserias a las que se ve sometido por la presión de los británicos y la carencia de dinero, lo que lo lleva a elaborar un comportamiento criminal a partir de hechos insignificantes (compra un televisor inservible a un hindú; le roban una bicicleta y él, a su vez, se ve obligado a robar otra que devolverá intacta antes de marcharse; cada mañana debe sustraer el periódico de los vecinos para depositarlo una vez leído, etc.). Por si fuera poco, mediando el trabajo se entera del golpe militar de Jeruzelsky, hecho que oculta a sus paisanos para que no se desconcentren en la tarea que les ha sido encomendada.

La nostalgia -valor común a todo exiliado- que siente por su mujer y los fantasmas que esta ausencia crea, se va transformando poco a poco en un ingrediente cada vez más opresivo. En el límite de sus fuerzas, Nowak se confiesa, no por imperativos de la fe sino para buscar su autoestima perdida. "Los hombres que traje son idiotas, pero me doy cuenta que no puedo manejarlos. Soy más débil que ellos".

Aislados, perdidos en un mundo ancho y ajeno, el 5 de enero de 1982 los polacos terminan su trabajo. Pero no hay retorno. No los espera más que la sombra de un territorio sombrío.

Detrás de la ventana

La evidencia llegó con el desierto. El Land Rover se atascó en la inmensidad de la nada. "No me importa", aulló David Locke al centro de la arena.

Uno de los temas más recurrentes de este siglo tiene que ver con la problemática de la identidad: naciones, pueblos, razas, minorías la reivindican, la reclaman en la necesidad de desenterrarla de oscuros significados. La literatura primero, y luego el cine, según su costumbre, no sólo han sido reflejo de esta obsesión sino que han multiplicado los análisis sobre el yo y sus inestabilidades hasta entrever -e incluso postular- su disolución. Ya a finales del siglo XIX, Pirandello había demostrado mejor que nadie el drama del individuo que de pronto se transforma en "alguien" para todos. Es allí donde se encuentra el peligro: en la imagen que los otros perciben de nosotros y que nos apresa, nos fija, suscitando el deseo de escapar, de no dejarnos atrapar, aún a riesgo de frenar nuestros sufrimientos, de doblar el curso de nuestro destino.

Con seguridad Michelángelo Antonioni conocía en profundidad estas ideas de Pirandello en el momento de escoger la historia de Mark Peploe, El pasajero, para filmarla. David Locke (Jack Nicholson) siente que debe partir al exilio de su propio yo, huir de una vida tan perfecta como vacía junto a una mujer que no ama, un hijo adoptivo, y una brillante carrera como periodista televisivo especializado en política africana. La ocasión se le presenta en un perdido hotel del Sahara, cuando su compañero de cuarto, un outsider como él, con su propio nombre (David Robertson) y una fisonomía similar, fallece de un ataque al corazón. Locke acepta el reto y asume la personalidad de Robertson. Poco tiempo antes, le había preguntado: "¿Qué se ve detrás de la ventana?". Sólo el desierto.

Locke emprende su nuevo camino enfundado en la piel de un traficante de armas. Por un momento se considera feliz cuando sobrevuela en un telesférico el Mediterráneo, agitando los brazos. En cierta ocasión, su mujer le recriminó:

"Te involucras en situaciones reales, sin diálogos reales". "Lo sé", contestó David, "Son las reglas del juego". Cuando pensaba que podía saltearse dichas reglas, estas volvieron a atacarlo desde el pasado.

La conquista de una forma, de ser un "alguien por sí" no resultaba tan sencillo para David. Cuando su ocasional compañera le pregunta de qué huye, Locke le contesta que mire hacia atrás. No se ve más que un camino vacío. Antonioni resuelve la tensa encrucujada de esa identidad en el exilio con la sobriedad de una cámara fija en una ventana. "¿Qué hay detrás de la ventana?" quiso saber David una vez más. Una anciana y un niño que pelean sobre qué camino tomar. Polvo, mucho polvo. Nada.

Nowhere man

Un turista no se parece en nada a un viajero: el primero sabe dónde regresar, el segundo no. La enseñanza de Port/Paul Bowles caló hondo en el corazón de Bernardo Bertolucci al hacer Refugio para el amor. Es curioso: el director italiano debe ser uno de los más brillantes directores del cine político de este siglo (su saga Novecento es un testimonio claro de ello, sin olvidar películas como El conformista o La estrategia de la araña), y sin embargo eligió el amor para dejar un alegato conmovedor sobre el exilio. Este destierro, además, fue vivido por director: después de Crónica de un idiota (1981), su último opus de política explícita; no volvió a filmar en Italia.

Refugio para el amor encuentra también en el desierto un escenario de la reflexión sobre el vacío ocasionado por el fervor de un amor cuya intensidad es tan poderosa que acaba por despersonalizar a cada uno de sus miembros. Port y Kit viajan en el límite de la desesperación para encontrar un espacio común que los abarque, sin llegar a sentirse superados por sus sentimientos. el nomadismo físico al que someten sus existencias es paralelo a la pasión que los une. Luego de hacer el amor en el centro de la nada, en ese momento y bajo ese cielo, Port siente por primera vez algo que lo redime de la distancia. Entonces afirma: "El cielo aquí es muy extraño. A veces, cuando lo miro, tengo la sensación de que es algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo que hay detrás". Cuando Kit quiso saber qué había detrás, Port responde: "Nada, supongo. Solamente oscuridad. La noche absoluta". Y cuando se hizo la noche absoluta para Port, llegó la hora del peregrinaje para Kit, ahora sí, obligada a un exilio de su propio yo. La partida y la disolución de la identidad, en este caso, está ligada a la pasión. Tal vez, una de las formas del exilio más terribles que existen.

En ocasiones, entre la nada y la eternidad, puede haber apenas un paso. Como un ave extraña, el hombre eleva una pierna sin animarse a dar ese paso desicivo. Es la figura que dibuja Mastroniani en El paso suspendido de la cigüeña, del
del griego Theo Angelopoulos.

Un joven reportero llega hasta un poblado ignoto en una zona fronteriza donde conviven exiliados de diversas nacionalidades. De hecho, el territorio no es otra cosa que una sala de espera inútil donde se aglutinan lenguas y sueños herrumbrosos sobre una vida en cualquier sitio. Es en esta ciudad donde descubre un rostro y una imagen. Pertenecen a un conocido político desaparecido misteriosamente, que eligió exiliarse entre las brumas. Una línea amarilla separa la zona de la tierra de nadie. A pocos metros, una línea roja divide a ésta de lo desconocido. El hombre levanta un pie - como una cigüeña - y dice: "Si doy un paso más, llego al otro lado... o muero".

Angelopoulos deja un testimonio crudo sobre las condiciones de los exiliados de buena parte del planeta (resulta conmovedor un casamiento dividido por un río), pero también sobre los motivos que llevan a un individuo vinculado a las esferas de poder a encontrar sus pares entre quienes viven suspendidos en el sueño de un lugar. "El siglo se acerca a su fin y las esperanzas con las que había nacido fueron aplastadas", nos dice Angelopoulos. "Hoy nadie tiene nada que ofrecer. Pero el alma es un ave con un pie elevado: ¿doy ese paso o no?". La respuesta está en cada uno.

Blanco y negro. Coda

El exilio toma en su cuerpo de goma formas variadas. No se trata de una fórmula química para aplicar de modo automático sobre un molde de plástico. Un hombre fuera de su habitat natural por cuestiones ideológicas no necesariamente es un exiliado. Lo que se da como un supuesto evidente puede devenir en una imagen grotesca de un fenómeno tan como el que nos ocupa. Ejemplos sobran, aunque uno de los más claros fue la absurda machietta de Fernando Solanas en El exilio de Gardel No basta con reunir anécdotas extraídas de la peor literatura, sumarla a una pizca de algo que se identifica con humor, mostrarnos un París de postal barata y un par de temitas musicales al gusto de la clase media porteña para definirnos el "exilio". De acuerdo: pinchar cabinas, participar en manifestaciones (nunca tan prolijitas), idolatrar el mate o el tango es un folklore más o menos extendido con el que cualquier rioplatense puede identificarse; pero hacer pasar esto como un "alegato único del exilio" ya es golpear bajo. En todo caso, a Fernando Solanas, Pino, no le fue tan mal sacando rédito del fenómeno. Al menos terminó dedicándose un poco a la política.

Sin pretender reflejar el exilio, Jim Jarmusch lo logró plenamente en Stranger than Paradise. Los tres personajes principales, el húngaro que se niega a hablar húngaro (John Lurie), su amigo estadounidense (Richar Edson) y su prima recién llegada (Eszter Balint), balbucean su odisea intentando encontrar una respuesta a sus raíces a través de su recorrido desde Nueva York a los hielos de Cleveland, y de allí al calor de la Florida. Ninguno de los tres, en ningún momento, alcanza armonizar con la realidad que le toca vivir, y los tres disimulan el desamparo por medio de la huida, los juegos o el silencio. No queda espacio para más. El exilio es así: como la sonrisa que extravió la Gioconda.

 

* Publicado originalmente en M Cine Nº 3

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