Capital
Las
sociedades marxistas y, al menos en parte, las sociedades nazis
o filonazis consideraban al estilo como un instrumento de propaganda,
o bien lo suprimían. Podemos preguntarnos qué pasa
en las sociedades capitalistas. Aquí aparece la noción
de moda. Todo tiende a explicarse por la moda. Es cierto que
ésta es un fenómeno no ajeno a las sociedades marxistas,
pero allí depende de las tiendas del estado, y de un diseño
desde arriba casi confundido con los designios de la jerarquía
política, o se limita a los vestigios elitistas de las
tiendas especiales.
En el
capitalismo el flujo del mercado se abre a diseños que tienen
una genealogía aristocrática. Si consideramos por
ejemplo la clase alta francesa -el rey y la nobleza- previa a
la Revolución, advertimos que la moda era algo que los
modistos, en connivencia con el poder real, creaban para la misma
realeza y para los estamentos más encumbrados y poderosos
de la sociedad. Un aristócrata era un bicho muy diferente
en su aspecto a un burgués, a un artesano, a un campesino.
Se vestía a la moda, vivía rodeado de objetos, muebles,
adornos que dependían de una puesta al día de la
moda, y así se habla del modelo Luis XIII, Luis XIV, XV,
XVI, que todavía se venden en nuestras mueblerías.
Desde las pelucas, hasta la ropa, hasta los colores con que se
pintaba un cuarto, el arte que era apreciado, que se consideraba
interesante o vigente, la moda era el imperio de un diseño
que venía de arriba, que concernía antes que nada
a las castas superiores, y que iba cambiando.
Cada rey, cada momento del poder, traía su acento particular.
La moda era el arte de diseñar el mundo desde arriba,
desde los poderosos y los ricos. Con el predominio decimonónico
de la burguesía, la moda se convirtió en el arte
de vestir y adornar a los burgueses, junto a los restos de la
aristocracia. Vestir a quien tenía dinero.
Pero entonces
surge algo diferente, un nuevo tipo que no era discernible del
todo dentro de las esferas aristocráticas del siglo anterior.
Ese nuevo tipo es lo que se empieza a llamar el dandy. El dandy
se desprende del núcleo señero, pero ya no es un
mero aristócrata, y también resulta una anomalía
con respecto al mundo burgués, a cómo se vestían
los burgueses. En el ensayo titulado "El pintor de la vida
moderna" Baudelaire afirma que el dandy posee una cierta
nobleza o aristocracia, pero no es la nobleza de la sangre. Trata
de discernir en qué consiste esa distinción, esa
nobleza que no es de casta, de familia. Llega a decir que un dandy
puede ser "un Hércules desempleado que se pasea
por el Bosque de Bolonia".
Aquí emerge otra situación, la del
marginal, la del desempleado. Pasamos de la moda como una din
mica del aspecto y el comportamiento, una escuela del gusto, atuendo
y actitudes, opiniones y sentimientos, que tiene que ver con las
clases elevadas, a esta otra cuestión de la apariencia
del dandy que tiene que ver con el marginal, con el desempleado,
ni siquiera con el obrero, menos con el burgués medio.
Se están tocando vertiginosamente los polos.
Por un lado, el alto polo de la moda y, por otro, el polo que,
a través del dandy y su tangencia marginal, es el del
estilo. El estilo aparece en Baudelaire ligado a la falta de
dinero, al desempleo, al no trabajo, a un lujo marginal o un
lujo de pacotilla, efímero o sin valor, y al derecho a
la pereza, que también roza, o puede rozar, la prostitución.
El socialista
Paul Lafargue, en su ensayo El derecho a la pereza, de
1880, denuncia las largas jornadas de trabajo que se exigían
a los obreros entonces. Intenta convencer a los patrones que jornadas
más cortas, como las que ya eran ley en Inglaterra (diez
horas como máximo),
no disminuyen la productividad sino la aumentan, ya que un obrero
menos cansado trabaja mejor. Piensa que tres horas de trabajo
al día por persona es suficiente, o debería serlo,
para asegurar un nivel satisfactorio de producción. Insta
a los patrones a convertir a sus obreros en consumidores de los
bienes (en
muchos casos suntuarios) que fabrican, en lugar de competir por mercados
externos alrededor del mundo. Arenga a los obreros para que, en
vez de reclamar un derecho al trabajo con un máximo de
horas, reclamen un derecho al ocio, con lo cual serían
capaces de disfrutar de la vida y de eliminar el desempleo, ya
que otros obreros se turnar n para completar los horarios en que
ellos dejan de trabajar. Según Lafargue, las máquinas eliminarán
progresivamente la necesidad de los operarios, o al menos disminuir
en el tiempo que ellos dedican al trabajo.
El
dandy constituye una nueva aristocracia, no de la sangre, señala
Baudelaire, sino del estilo. Encarna al individuo que se crea
a sí mismo, que adopta un estilo de vida que le permite
disfrutar de cada momento, abandonarse a una investigación
y formulación de un modo de ser nacido de un ejercicio
de discriminación y de una desvergonzada aceptación
de sus propias inclinaciones. En vez de producir para el patrón,
para el sistema, se produce a sí mismo.
Esto se revela en el aspecto que adquiere, su modo de vestir,
de presentarse, de caminar, de vivir, los lugares donde se lo
encuentra y las horas a las que concurre. No incorpora las virtudes
burguesas y/o obreras de la previsión y el ahorro. Gasta
lo que no tiene, o todo lo que obtiene se lo echa sobre el cuerpo. Depende en muchos
casos de la generosidad de los otros. No tal vez según
un régimen de prostitución organizada sino según
cierto espíritu vividor.
En
efecto, los dandies ingleses de principio del siglo XIX solían
provenir de familias empobrecidas que habían accedido
sin embargo a la educación, a los colegios de la aristocracia,
y que se codeaban y jugaban a las cartas con sus amistades más
ricas. El dinero que procuraban era a través de los juegos
de azar, con sus rachas de fortuna ayudados por la destreza,
o la posible pérdida y compromiso a deudas que por sí
no podrían pagar. Dependían de una noche de suerte
o de la generosidad de sus amigos ricos.
El dinero que obtenían era gastado ipso facto en
su propia apariencia. Se distinguían, llamaban la atención
por un singular porte, una elegancia en estado puro, sin respaldo
de dinero o títulos, sin la solidez de una familia aristocrática.
Eran mantenidos, entretenidos y entretenedores, ya que adquirían
valor como especialistas en el arte de gustar, especialistas
del ocio y la diversión. Sentaban el tono, eran la sal
de las reuniones, de las excursiones, de los desfiles o de los
paseos en carricoche. Eran los que más se lucían
y los que realzaban los lugares y los ambientes.
Los dandies cuando envejecían terminaban en la más
extrema y abyecta pobreza, como chicharras que no sobrevivían
a su propio verano, arruinados y olvidados de todos cuando terminaba
su juventud y ese período en que estaban en boga y apogeo.
Observador de la urbe, de las calles de París, Baudelaire,
un poco más avanzado el siglo, ya no ubica al dandy en
las reuniones aristocráticas sino en las aceras. El dandy
es un fenómeno callejero que encontramos en un nuevo boulevard
abierto por Hausmann, entre las multitudes. Destaca su figura,
destaca por algo, quizá por el corte del abrigo, por el
modo en que cae un pliegue, un no sé qué. Y ese
no sé qué es discernido por alguien que, si no
es él un dandy, es al menos un conocedor, un especialista
en dandies. Ese especialista es el pintor de la vida moderna,
el que ve los rasgos nuevos y los puede pintar, el artista a
quien se refiere Baudelaire en su ensayo.
El
dandy es el singular, el diferente. El estilo es un rasgo, una
aberración, y nunca una moda en el sentido de que no se
generaliza. La moda es un diseño que tiende a la uniformidad,
sea para un grupo o el conjunto de los ciudadanos: ahora se usa
esto o aquello.
En el poema de Baudelaire "A una pasante" se capta el
frenesí, el golpe de efecto que produce alguien que emerge
de entre la multitud y atrae por sus características singulares.
Pero no se llega a conocerla, el observador no llega a hablarle.
Ella se da toda en un momento, en un aspecto y un modo de caminar.
Alguien a quien no se conoce y tal vez nunca más, en la
turba anónima, se volverá a ver. Y sin embargo capta
nuestra visión, es una mirada que nos mira, nos
convoca y toca o descubre algo que está dentro de nosotros,
un secreto para nosotros mismos. Es una aparición cuasi
alucinatoria, como si fuera el objeto de un sueño nuestro.
El que discierne a alguien fuera, a su paso rápido, lo
discierne porque de alguna manera está dentro de él.
Ahí estamos nosotros, ahí fuera, extrañados.
Es una radiografía de lo que ya conocíamos de modo
oscuro y ahora reconocemos: el aire, el gesto, el movimiento,
algo nuestro y ajeno, entrañable e inaccesible a la vez,
próximo y en fuga. Algo que escapa, aunque lo rescatamos
con un interés propio. El que descubre el estilo se reconoce
a sí mismo en ese rasgo anómalo que otro expresa
y que le llega desde fuera, le llega por sorpresa como la cifra
de lo que él quisiera ser, o le fascina porque es un misterio
de su propia alma, próximo e incomprendido hasta entonces
por él mismo.
Podría aquí recuperarse el término de fetiche,
sin que estemos obligados a agregarle explicaciones. Queda para
cada cual la aventura de desentrañarlo, de arrancarle
una interpretación, o de dejarlo en suspenso, sin palabras,
sin explicaciones que lo profanen.
Baudelaire incluye en el ensayo un viaje de su artista a
Estambul. Allí descubre lo que para él es el ápice
del estilo. Se trata de un derviche, un místico que alcanza
el éxtasis bailando como un trompo. Esta aparición
es intrigante porque tiene el pelo largo, unos faldones peculiares,
y
resulta imposible decidir si se trata de un hombre o de una mujer. Con esta singularidad
desconcertante, esta aberración extrema, culmina el ensayo
de Baudelaire.
El estilo, lo vemos en este ejemplo, es algo que rebasa los límites,
la suposición de un límite. Borra lo que antes se
podía distinguir, o separar. Los versos de la "Oda
a la alegría" de Schiller dicen: "Tu magia vuelve
a unir/ lo que la moda había con fuerza (o determinación, o
nitidez) separado"
(Deine
Zauber bindet wieder/ Was die Mode streng geteilt).
El estilo sería esa magia que rompe los límites.
Vuelve ambiguo lo que era claro y distinto, rompe con nuestros
hábitos de percepción. En este sentido lo podemos
vincular con lo que Sklovski y los formalistas rusos consideraban
era el efecto artístico: el extrañamiento (ostranenie). Y si, según
Kant en la Crítica del juicio, cada obra de arte establece,
o debería establecer, sus propias reglas, el estilo encarnado
sienta las propias reglas de ese individuo, un modo de ser.
El estilo es un modo de ser que se aparta de las prescripciones
genéricas de la moda. Bajo este aspecto es el adversario
de la moda, la cual está guiada por valores de prestigio.
La moda va a lo seguro, consagra el poder adquisitivo, los modelos
privilegiados por caros, la conformidad con lo que se ve bien,
la variación dentro de lo esperable. El estilo en cambio
es un modo de ser singular, es un diferir y, en tanto existe o
se manifiesta, hace política. Pero no una política
partidista entendida como la estrategia de un grupo o de una clase
en vistas al control o toma de un poder central, de un gobierno,
sino la política como surge en los Estados Unidos en los
años sesenta: los movimientos de minorías que abren
un espacio propio, con sus consiguientes derechos. Trátese
de la música, las tecnologías y conductas asociadas
con ella y los lugares, vehículos o canales por donde se
la oye, o el momento del día o de la noche, o el número
de horas de su escucha o de su práctica. O de los grupos
y ámbitos que consumen drogas, en relación o no
con la música, las drogas de elección, la frecuencia,
los canales de abastecimiento, el espíritu o actitudes
con que se las consume. O de los grupos de mujeres que siguen
tal o cual estrategia para lograr o bien una paridad de derechos
con los hombres, o nuevas modalidades de vivir independientes
o en familia. O los homosexuales, que después
de Stonewall se organizaron en grupos de activistas, con sus marchas
y sus múltiples tareas en vistas a forjarse una comunidad
y la tolerancia y aceptación por parte de los demás.
O los negros que salieron de sus ghettos para luchar por
la integración racial a través de pacíficas
demostraciones o de grupos armados como los Black Panthers, y
exasperados llegaron a incendiar los centros de algunas ciudades.
O los indios quienes se rebelaron contra la vida reglamentada
de las reservaciones, o volviendo de las ciudades procuraron revivir
un espíritu autóctono repoblando algunas reservaciones
en decadencia como Pine Creek, con los costos subsiguientes de
vidas en su lucha contra las maniobras del FBI.
No
intento canonizar las minorías en entes inamovibles. No
creo que pueda hablarse de cultura de los homosexuales, o identidad
gay. Me parece
un error de procedimiento el intentar describir identidades.
Es adecuado en cambio hablar de identificaciones momentáneas
o durables en tanto guían una acción práctica,
un ciclo o cadena de decisiones orientadas. Esas decisiones resultan
transversales con respecto a los variables integrantes del grupo,
ya que implican a unos más que a otros, y aún recorren
direcciones divergentes dentro de cierta problemática.
Baste pensar en las opciones estratégicas varias que pueden
adoptar individuos pertenecientes a una raza, a una preferencia
sexual.
Las tendencias que sigue cada microgrupo serán de diversidad
o singularidad creciente. Hablaremos de un componente de raíz
negra en ciertos fenómenos artísticos o de estilo,
hablaremos de un componente homoerótico, o bisexual, con
respecto a otros fenómenos. Pero no es cierto que los
homosexuales en cuanto tales, o las mujeres en cuanto tales,
tengan un estilo. Los estilos se elaboran al sesgo de los contingentes
de la población. Se trata entonces de considerar no las
minorías en sí, sino las estrategias lábiles,
las crispaciones y explosiones de accidentes o decisiones que
reconfiguran un contexto.
El
estilo es una apuesta de vida, una serie de estrategias para
expresar actitudes o modos de ser que habían sido previamente
suprimidos, censurados. Pone en escena aspectos, prácticas
que antes resultaban inconvenientes o impensables. Frente a la
moral positiva dictada por una supuesta revelación religiosa,
o imbricada a partir de una teoría del derecho natural,
o requerida como comportamiento laboral impuesto por los patrones,
el estilo es la punta de lanza que rompe con esas exigencias.
Es una excrecencia sorpresiva, una monstruosidad excedente que se
manifiesta de un momento a otro y persiste hasta deshacer lo que
antes era corrección o conveniencias. Burla y sobrepasa
el moralismo religioso, los requisitos (corte de pelo, vestimenta, actitudes) reclamados para
tal o cual trabajo, el modo de vestir o actuar requerido por los
padres a los hijos en el seno de la vida familiar. La lucha entre
el estilo y la moda es permanente y microscópica, desde
el uso o no de una corbata por un empleado bancario, desde el
cortarse o no el pelo un adolescente para entrar a trabajar en
un supermercado o una oficina.
Las innovaciones
estilísticas invaden nuestras vidas desde diversos campos:
el deporte, la ciencia ficción, la música. La vestimenta
relacionada con la práctica de deportes hizo mucho para
cambiar la vestimenta general. Hasta principios de siglo las mujeres
debían usar largas e incómodas faldas para andar
a caballo o jugar al tenis. A partir de los años veintes
se vuelve aceptable el usar faldas cortas para la cancha y pantalones
para cabalgar. De la ciencia ficción derivan algunas vestimentas
y aspectos como por ejemplo la imagen de David Bowie en la etapa
de Ziggy Stardust, imitada por sus seguidores. Los mutantes del espacio exterior pueden ser
correlatos de los mutantes terrestres.
La música,
a lo largo del siglo, pero sobre todo desde Elvis
Presley
en adelante, ha promovido una serie de estilos que fueron blanco
de ataques por parte de las autoridades civiles y religiosas y
por grupos de opinión pública. Presley fue el epicentro
de un sismo cultural. Su primera etapa, antes de sufrir un corte
de pelo e iniciar el servicio militar, resultó la más
inquietante.
Sus fotos
en las revistas provocaron un escándalo mayor. Las chicas
aullaban como ménades y se revolcaban en los conciertos.
Cuando aparece en televisión, en el show de Ed Sullivan,
que era un programa popular, la cámara no puede fotografiarle
las caderas, se limita a enfocar desde la cintura para arriba,
porque esas caderas se agitan
demasiado y un hombre no las puede mover así, por más
que sea al son de la música que él mismo compuso.
En sus primeras películas, como Jailhouse Rock,
siempre otros hombres le propinan unas palizas terribles, como
si debiera pagar, nuevo San Sebastián, por la atracción
inadmisible que suscita. La agresión masculina es un modo
de responder a esa magia imantada, de Dionisos doble.
El relieve
de cierta foto del Che Guevara
exhibida a perpetuidad, ubicua, en afiches y camisetas, el atractivo
de esa estampa, tiene más que ver con la latencia ambigua
de un fetiche que con las acciones o decires del personaje. Esos
rasgos son descifrados en un verso de la "Oda al Che Guevara"
de Allen Ginsberg: "femenino lampiño radiante pibe". Esta y otras
declaraciones merecieron al poeta su expulsión de Cuba
durante los años sesenta.
En los cincuentas fue escandaloso el jopo o pompadour
de Elvis y lo que entonces se consideraba pelo largo. En los
sesentas el estilo se vuelve aún más inverosímil.
Los hombres se dejan el pelo más abajo de los hombros,
usan joyas, se visten de cuero al estilo de los motociclistas
que Marlon Brando lleva al cine, usan telas como el raso, o colores
antes asociados en exclusiva con las mujeres, botas de plataforma,
abrigos de piel femeninos de segunda mano, y todo esto generado
en ciertos enclaves, que no son los enclaves del diseño
de la moda, sino donde surge la música de rock o el estilo
hippie, por ejemplo Haight Asbury, en San Francisco.
Estas
manifestaciones no dependen de un diseño de moda, sino
que la moda, después, busca apropiarlas, o tamizarlas,
para ofrecer una versión aceptable que vender en proporciones
masivas.
En
los sesentas corren paralelos la alta costura, los desfiles de
los diseñadores famosos, emblemas de elegancia según
la moda como Jacqueline Kennedy o la modelo Twiggy, con algo
más, los aspectos contrastados de los estilos callejeros,
que brotan y se articulan al margen del diseño de moda.
Esta se apropia de rasgos de estilo, los coopta pero los banaliza,
los priva de una inscripción contextual y en cierto modo
auténtica, vinculada a los modos de ser de grupos en ciertos
enclaves. Pagando más dinero se puede encontrar la versión
"refinada" de los estilos callejeros. Pero el diseño
de moda es oportunista y frívolo, y los estilos, alterados
o no, resisten a la moda como armazones que se adhieren a ciertos
modos de vida, a cierta música.
La vieja
noción de moda resulta inoperante para describir los nuevos
fenómenos de estilo. Libros como los de Roland
Barthes, El sistema de la moda, son ciegos a la lucha del
estilo contra la moda. Gilles Lipovetski, en El imperio de
lo efímero, considera al estilo bajo la óptica
de la moda y no llega a discernir el importe y el peso que tiene
en cuanto opositor de la moda. A través de los fenómenos
de estilo se registra una mayor individuación, o progresiva
singularidad, hasta que se construye escalón por escalón
una textura densa de estilos que podemos discernir sobre todo
a partir de los años cincuenta, explotando en los sesentas
y continuando. Tenemos el estilo del rock psicodélico al
final de los sesentas y primeros setentas, el estilo punk
de la segunda mitad de los setentas, el glam de los ochentas
y el grunge de los noventas.
Pero además,
y sobre todo, tenemos ahora, y desde cierto tiempo, la posibilidad
de coexistencia sincrónica de varios estilos. Encontramos
en un curso de la secundaria a un punk, con cresta armada y endurecida
con gel o jabón, ropa negra y camisetas de cierto grupo
de rock que prefiere, o chicos de pelo
largo y aros en las orejas y otras combinaciones que tienen que
ver en cada caso con una elección propia o la elección
de un grupúsculo de amigos, afinidades que van cristalizando
por caminos particulares.
Para
muchos jóvenes estadounidenses de los ochentas la inspiración
del estilo vino a partir del grupo Kiss de los setentas,
cuyos integrantes diseñaban su rostro con maquillaje como
si fueran bestias o demonios, no humanos, no hombres, no mujeres,
algo que a lo sumo evocaba las pinturas rituales de una tribu.
El aspecto glam de los ochentas hereda de Kiss
el despliegue de la pintura facial, aunque al servicio de un
glamour antropomórfico, pero que sin embargo no
distingue entre lo masculino y lo femenino. Hereda también
de Alice Cooper, que tuvo su etapa más cumplida en la
década de los setenta. Y recupera componentes del estilo
visual de David Bowie y de los New York Dolls, de principios
de los setentas.
El glam
es el estilo que ha ido más lejos para desinvestir la imagen masculina de los
rasgos biológicos secundarios y de cualquier moda que permita
reconocer a un hombre en oposición a una mujer. Basta que
piensen en varios grupos de Los Angeles, como el aspecto original
de Poison. O en Michael Monroe de Hanoi Rocks, o
en cierta etapa de Motley Crue, o en Steve Tyler de Aerosmith,
que resurgió, despus de una interrupción,
durante el período punk, para volverse uno de los
iconos más notorios de los ochentas.
El énfasis en la imagen de estos grupos, que jugaban con
lo llamativo aberrante, hizo que algunos los llamaran poseurs,
más dandies que músicos. Pelo largo, batido, teñido,
pulseras o esclavas que recubrían toda o casi toda la
extensión del brazo, uñas pintadas de malva o violeta,
fundación fluida para homogeneizar el rostro, lápiz
subrayando ojos y labios, pendientes largos en ambas orejas,
o grandes aros, camisas sueltas de telas brillantes, pantalones
collants de cuero o de goma o plástico, botas con muchas
hebillas. Ocasionales polleras o quilts tableados, como
las que solía usar Axl Rose y otros.
Y sin embargo,
cosa que hay que notar, estos personajes no parecen travestis,
nadie los tomaría por tales. Un travesti, un transformista,
o un transexual sólo fortalecen los polos opuestos del
hombre y de la mujer. Se mimetizan o se transforman
en las apariencias del contrario biológico y cultural de
un hombre. Simulan una mujer que puede resultar excesiva, exagerada,
más mujer o más adornada que una mujer verdadera,
pero en definitiva crean la imagen de una prostituta femenina.
Este
traspaso, que se practicaba de modo clandestino en el siglo diecinueve
y comienzos del veinte, se vuelve más frecuente y notorio
en los clubes nocturnos de Berlín durante la segunda década
del siglo. Mujeres disfrazadas de hombre, hombres disfrazados
de mujer.
Uno de los testimonios más notables en este sentido, aunque
algo posterior en el tiempo, también referido a Berlín,
es las memorias de un travesti, Charlotte von Mahlsdorf, tituladas
Yo soy mi propia mujer.(12)
Charlotte
fue un adolescente bajo Hitler, y bajo Hitler se vestía
de mujer y era arrestado por la policía. Mató a
su propio padre, que era una nazi violento. Su tía se vestía
de hombre durante la primera posguerra y tenía una amante
que había sido enviada a un campo de concentración.
Desde
principios de siglo y entre las dos guerras funcionó en
Berlín el Instituto de Investigaciones Sexuales, fundado
y dirigido por un homosexual, Magnus Hirschfeldt, quien reunió
una amplia documentación, tanto acerca de las aberraciones
biológicas como acerca de los travestis. Esos materiales
fueron destruidos por los nazis cuando ocuparon el Instituto.
Pero los
fenómenos estilísticos de la segunda mitad del siglo
hacen ver al travesti como algo anacrónico. Esa primera
transgresión mantiene los polos, el hombre es diferente
de la mujer, sólo que un hombre puede adquirir, mediante
la ropa y el maquillaje, el aspecto de una mujer, y una mujer
el de un hombre. Las diferencias de género no se rompen, al
contrario, parece que se las quiere reforzar. Un travesti resulta
anacrónico en la medida en que hoy las mujeres se han vuelto
más andróginas y los hombres asimismo se han vuelto
más andróginos. El acento, el énfasis puesto
en el travesti como hipermujer queda algo descolocado.
El
film reciente de Robert Altman, Pret a porter, sólo
reconoce como manifestación indumentaria la moda, sin
tomar en cuenta casi los hechos de estilo. Sólo el diseñador
negro que aparece en el film parece apreciar el estilo callejero,
apropiándoselo para diseñar sus modelos que expone
en una estación del tren subterráneo. Gilles Lipovetski,
en su ensayo El imperio de lo efímero, aunque no
considera al estilo como una práctica autónoma,
va bastante lejos al reconocer que desde los años sesenta
la moda tiende a igualar los sexos. No examina la relación
de lo que él llama moda con maneras de ser o modos de
vivir.
No dice por qué hay modas que tienden a borrar, sin eliminar,
la diferencia entre los sexos. No relaciona lo que él llama
nuevas modas con estilos de vida, estilos que tienen que ver con
la música, con las drogas, con la vida sexual.
Le
parece que la última palabra la tiene siempre el diseño.
Y a cierto nivel tiene razón. Al nivel del diseño
de moda se mantiene siempre una diferencia que parece última,
que parece insuperable, entre el hombre y la mujer.
Sólo
que Lipovetski, quien escribe este libro al final de los ochentas,
admite que en ese momento los hombres pueden llevar pendientes
en las orejas, pelo largo, pero no pueden ni usar pollera ni
maquillarse. Cosa desmentida por el look glam del
rock de los ochentas. Es difícil maquillarse m s, o de
un modo más notorio, que ciertos rockeros glam.
No sólo ellos adoptaron o adoptan las polleras. En los
clubes de Nueva York por esa época se veía a los
chicos con faldas largas tipo sarong, y zapatos de plataforma
de corcho, una vuelta a las plataformas de los primeros setentas,
usadas en el calzado masculino, y no sólo femenino, como
las plataformas de finales de los cuarentas. Lipovetski no lo
ve desde París, decrépito centro de la moda.
Formula
un non plus ultra que suena ingenuo, pueril, y sí,
papal. Parece aterrado por posibilidades de confusión
de géneros y proclama su encíclica refugiado en
los biombos de la moda: no habrá faldas ni maquillaje
para los hombres. Si Lipovetski, por otra parte, hubiera escrito
su libro en los años cincuenta habría afirmado
que los hombres no podrían jamás ponerse pendientes
en las orejas, no podrían jamás dejarse el pelo
largo, porque los diseñadores de moda no lo aceptarían.
Y de hecho otro francés, Baudrillard, cuando escribe América
jamás habla de los fenómenos musicales y de los
estilos ligados a la música en Estados Unidos; habla del
paisaje, de la arquitectura, pero su visión de las ciudades
y de las actitudes urbanas no supera la mirada atolondrada de
un turista. En un ensayo posterior, La transparencia del mal,
menciona a Michael Jackson sin relacionarlo con el ámbito
de la música, y con torpeza igualadora que no tiene en
cuenta diferencias entre las opciones de estilo y sus contextos,
lo asimila a una supermujer como la Cicciolina, o a los travestis.
En
principio no hay límite para los saltos del estilo. Constatamos
un rebasamiento constante. Sólo que la moda tiende a domesticar
el estilo. A hacerlo más manso, y a reiterar las tautologías,
esas diferencias aparentemente radicales: un hombre es un hombre
es un hombre, y una mujer idem.
Lipovetski
reconoce la crisis de la alta costura, que ya la moda no es sólo
la moda para la aristocracia, o para la gente que tiene dinero.
Reconoce la primacía de lo que él llama la moda
joven, que lo más importante no es hoy día usar
ropas caras sino parecer joven. Llega, además, a reconocer,
aunque sólo a través de la moda, cierta afirmación
de los valores raciales. Cita el caso del rastafarian,
el estilo de pelo de una secta jamaiquina, o de Bob Marley y
el reggae. También reconoce que puede haber una
moda que sea la expresión de la fealdad (él considera el estilo punk
una moda).
Pero no puede dar el paso hacia lo ilimitado del estilo.
Se
arriesga apenas a utilizar el término antimoda, pero dentro
de un juego interno a la dinámica de la moda. No llega
a concebir un estilo autónomo y por así decir previo
al diseño de moda.
No
es que las diferencias en el aspecto del hombre y de la mujer
vayan a desaparecer, pero tampoco van a desaparecer, pienso,
las diferencias entre mujeres y mujeres, o entre hombres y hombres.
No hay un límite para lo que un hombre pueda hacer, o
los recursos que pueda emplear para devenir otra cosa que hombre
sin confundirse con una mujer, sin copiar cabalmente la imagen
de la mujer. Un estilo, justamente, configura una singularidad,
una diferencia, lo diverso, en que cada cual asume un modo de
ser.
El estilo parece jugado de un modo vertiginoso a trastrocar cada
límite, cada punto de resistencia, que la moda, y de un
modo más general la convención, citan como infranqueables,
entre el hombre y la mujer.
Es más
permisiva nuestra sociedad y se tolera más el narcisismo
también, pero creo que cierta preocupación por el
aspecto personal no es sólo un síntoma de narcisismo,
como piensa Lipovetski. Al representar un modo de ser que, por
representado, deviene otro, el estilo se abre a una pérdida
de identidad, a un desdoblamiento. Es una grafía, un tatuaje
indetenible que rebasa la mera réplica especular. A pesar
de que es o puede ser deliberado, con una dirección que
implica decisiones netas, los resultados son experimentales, transitivos. Insiste,
o se repite, según módulos fatales y a primera vista
misteriosos, pero esas recurrencias resultan encontradas, sorpresivas.
Es homólogo de expresiones como la escritura o la creación
musical.
No pueden
atribuirse esas tareas estéticas sólo al narcisismo,
al menos entendido en el sentido corriente y banal en que parece
usar el término Lipovetski. El mismo pone en cuestión
su propio criterio cuando afirma que hay una moda de la fealdad.
Si yo quiero parecer feo como un grotesco punk, hay
un desafío, una provocación, entonces no soy sólo
narcisista, no quiero ser lindo en el sentido convencional del
término. Articulo y exhibo, a través de mi aspecto,
el supuesto proceso de mi experiencia. Construyo un modo de ser
contextual, un jeroglífico de mi elección y actitud:
confronto y represento, más allá de las expectativas,
una deriva que arrasa con la mera complacencia.
Los límites y las diferencias no van a desaparecer, no
vamos hacia la uniformidad. Hacia la uniformidad iban las sociedades
socialistas, iba por ejemplo la China de Mao: todos debían
ponerse la chaqueta azul, hombres y mujeres. Al contrario, el
estilo busca establecer la máxima diferencia. Pero esas
diferencias pasan siempre por lugares distintos. No hay un non
plus ultra. Los límites están siempre siendo rotos.
Las diferencias se reconstruyen, pero son otras, en campos diversos.
Por lo tanto no se puede erigir una frontera fija, como pretende
Lipovetski, una especie de fin de la historia de estos desarrollos.
No podemos decir lo que ser el aspecto de la gente dentro de cinco
o de diez años.
La moda, aunque está en crisis la alta costura, será
dictada desde un punto de vista superior, por el que pone en
circulación esas ropas para el consumo. Esa persona diseña
tautológicamente para no asustar demasiado, mantiene una
cierta continuidad para que la gente compre los artículos
de vestir. De otro modo no los usar nadie, o muy pocos. Esta
es la estrategia del diseñador, por audaz que quiera parecer,
por excepción, en ciertos modelos gratuitos, la firma
de su extravagancia y de su ingenio. Pero un estilo no surge
del diseñador, sino de una cultura que viene de abajo.
Si no ya del mundo obrero, como pensaban las sociedades socialistas
que de ahí venía la inspiración, sí
del desempleado, del lumpen, del marginal.
La moda ha tendido en ciertos momentos a borrar la diferencia
entre los hombres y las mujeres. Piensen en la invención
del traje sastre que perfeccionó Cocó Chanel en
los años diez y veinte. El usa traje y ella usa traje,
pero el propósito de acercar los sexos es facilitar el
ingreso femenino al mundo del trabajo. El tailleur es
una ropa respetable pera la secretaria o la ejecutiva. Se trata
del traje diseñado por Jaumandreu para Eva Perón,
quien lo usaba con el severo rodete para atender en su despacho.
La moda por decreto de las sociedades socialistas también
neutraliza, o masculiniza, a las mujeres, porque los dos, hombre
y mujer, con la chaqueta azul de Mao, se parecen bastante: son
masas uniformizadas de trabajadores. El estilo, al revés,
tiene que ver con el desafío del desempleo y la celebración.
Compone un lujo de pacotilla, con baratijas realzadas por una
expresión de efluvio erótico y de malgasto, que
no es exhibición de lo caro, sino exceso y derroche de
lo que no tiene precio, de lo desdeñable.
Mientras la moda construye identidades - ecretaria, ama de casa,
matrona de fiesta, obrero, ejecutivo, estudiante, profesor- el
estilo socava esa noción. No tiene que ver con lo que los
sociólogos llaman status. Un hombre tiene identidad, una
mujer tiene identidad, un obrero tiene identidad. En Estados Unidos
corre un cliché que dice: tal novela o película
relata la búsqueda por parte de algún
personaje de su identidad. Pero si iba en busca de algo singular,
por un camino diferente a otros, constante en la creación
de diferencias, ¿qué tiene que ver eso con la identidad?
Que es el concepto de algo estético, algo que permanece
igual a sí mismo, que no admite variación. El estilo,
que ofrece un aspecto de contumaz perseverancia opuesto al dictado
frívolo de la moda, no construye sin embargo una identidad,
sino que abre vías de realización que antes no
existían. Rompe con lo conveniente, con lo correcto, con
lo esperable, y nos deja en un lugar abierto donde podemos de
modo creciente explorar nuestro propio ser ambiguo, tendencias
que nos han de sorprender a nosotros mismos.
No pienso
que la androginia del estilo consista en la eliminación
de las diferencias, entre otras la eliminación de las diferencias
sexuales. Veo al andrógino como una rotura de lo que se
consideran identidades, y apenas una dirección. Adorno
escribía: el arte es la única utopía que tenemos, porque
no creía en el proyecto utópico de las sociedades
socialistas. Y agregaba: es poco, pero es algo.
El estilo consiste en una autoformación, una creación
equivalente a lo que llamamos obra de arte. Lo andrógino
entonces, en lo que tiene que ver con el estilo, es apenas una
dirección, nunca un objeto en sí, más bien
un campo de cambios posibles, que mantiene el dinamismo de esos
cambios. Si el hombre y la mujer tienden al andrógino,
serán dos andróginos diferentes, cada cual sobrepasando
los límites históricos
de su sexo y condición.
12 Versión
castellana en Barcelona, Tusquets, 1995.
* Este texto
es la segunda parte del capítulo I de Arte andrógino:
estilo versus moda, libro de Roberto Echavarren (Montevideo:
Los libros de Brecha, 1997). También hay edición
argentina (Buenos Aires: Colihue, 1997).
|
|