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En medio del edificio
barroco de la
televisión, en medio de su funcionamiento recalentado e
incesante, en medio de su barullo, su mezcla y su carencia radical
de estilo, un decorado
simula el living de la casa del burgués ilustrado. Allí,
en sus respectivas poltronas, entre cuadros y chirimbolos, el
dueño de casa Jorge Traverso discurría reposadamente
sobre literatura con su visita,
Mario Vargas Llosa. El
anfitrión, cuya condición advenediza se transparenta
en su cuerpo y en su
lenguaje, usa frases como "hacer el amor con las palabras"
(quizá la gran causa
literaria lo redima por tanta osadía lanzada al aire). Una musiquita absurda, en segundo
plano, acompaña su frase; pero sólo por un instante,
antes de que la devore definitivamente la ráfaga de la
tanda.
Un icono
cliqueable (qué tentación
la expresión "icono cliqueable", qué delicia
en la boca ese calembour liviano y crocante, como una galletita
diet) contiene la
forma misma de la archiescritura: se despliega un texto que remite
a otro y a otro: el editorial de un semanario, un documento de
un movimiento político minoritario o marginal, el texto
de una reforma constitucional a plebiscitar, el currículum
de un profesional, el abstract de un libro de historia,
una declaración de amor.
Dos mujeres, por la televisión,
hablan del tiempo (en el sentido
metereológico de la palabra). Se disponen a presentar a un terapeuta floral.
Algo desconocido (desconocido
para nosotros, los mirones) las hace vacilar. Comienzan a hacer comentarios
sobre Melanie Griffith de Banderas, sobre Hermeto Pascoal, sobre
el apéndice del Papa, sobre la fecundación in
vitro, sobre Brad Pitt. Se disponen a presentar nuevamente
al terapeuta demorado. Vuelven a vacilar, se ríen, se miran
entre ellas con ligero desconcierto. En un bizqueo o una mirada
a través (como
la de algunos pacientes siquiátricos) advertimos
una consulta muda a algún técnico detrás
de cámaras. Abren un Times, leen y comentan alguna
noticia. Elllas, con dificultad, están aprendiendo la lección
obscena de la postevé: nada debe ocultarse (nada:
ningún error, ningún blooper, ninguna conspiración
escondida de la luz pública, ninguna actividad oscura,
y menos aún aquellas, doblemente pecaminosas, que son ejercidas
por actores públicos).
2
Un rayo de intensa luz
violeta surge de alguna parte (y
esta indeterminación, "alguna parte", esconde
una sobredeterminación: se trata del Edificio Libertad,
el centro ejecutivo de Uruguay), atraviesa el cielo de Ciudad Gótica
y se pierde entre las nubes superiores. Estamos en tiempos del
contacto final, se acerca el anhelado encuentro del tercer tipo.
Se escenifican las grandes promesas del siglo 21: globalización,
apertura, comunicación, transparencia. Este momento místico,
de algarabía y regocijo religiosos, se pone en escena a
través de un wagnerianismo tecno, grandilocuente y demodé
(¿hay alguna otra estética
capaz de sostenerlo?).
Su manifestación sólo puede ser aparatosa y teatral.
Son tiempos de una estética infantil y celebratoria: la
estética ovni de Emil Montgomery. Una telaraña láser
alarga los brazos desesperados del centro del país en la
búsqueda de otras civilizaciones, en los remotos confines
de la galaxia.
El mundo nos está
mirando, dicen los carteles de Ted Turner en el cuartel general
de la CNN en Atlanta (finalmente
se supo: la máquina
de mirar al mundo en realidad funciona porque se siente mirada) -ahora todos parecemos sentir esa
especie de inversión histérica del principio panóptico:
estamos en el centro del mundo, una luz potentísima nos
ilumina, un gigantesco artefacto fotográfico nos enfoca
y nos obliga permanentemente a dar nuestro mejor perfil, a peinarnos
y abonitarnos, a proyectarnos anticipadamente en imagen.
Una metáfora curiosa
e inquietante: a los pies de esta ansiedad exploratoria y comunicativa,
en los jardines del Edificio Libertad, hay un museo. El
show technicolor, explosivo y caliente, tiene un núcleo
frío e introvertido: el de los valores librescos y seculares
de este país. En el corazón mismo del circo
tecno, o detrás de su superficialidad faraónica
y un poco tonta, reposa un mensaje austero, profundo e inocente,
como la Verdad misma: nuestros valores culturales y artísticos,
nuestra escencia y nuestra marca.
Lanzados al espacio, condenados
a la extroversión circense del cambio
de siglo, nuestros viejos valores culturales (isla helénica y apolínea calvada
en un continente exótico y barullento) parecen entregados a una especie
de prostitución sagrada: travestidos
de láser y lentejuelas, mariposones de luz, su vestuario
espectacular tiene como objetivo enganchar al otro y aparearse,
pero solamente para fecundarlo con su belleza elemental, desnuda,
verdadera. (Pienso inevitablemente
en la cara entre distraída y resignada de Borges,
con ochenta y tantos años, sorprendido por el fotógrafo
mientras está siendo peinado y emperifollado por María
Kodama antes de presentarse a una entrevsita.)
Políticos ilustrados, libros, esculturas, músicos,
pintura de caballete, discursos y filósofos son el patrimonio
supremo que ha decidido lanzarse a través del último
vehículo, el ingenio retórico del láser y
del abonitamiento tecnológico. La fabricación de
Montevideo Capital Cultural presupuso en su momento la
inevitable reunión, en un solo cuerpo
problemático, del foro
letrado y del kitsch de la feria
barrial.
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Mantenemos la esperanza
de haber entrado en una crisis de hipercomunicación (aunque no en vano esta palabra recuerda a
hiperoxigenado o hiperventilado, lo útil
o lo necesario en dosis excesivas o dañinas). Y esta crisis, oh novedad, dispara
el láser azul de una escritura
trivial o barroca. La escritura,
máquina ligera, ha dejado de ser la utopía
de una pausa reflexiva o tematizadora, un mapa o un proyecto,
para empezar a ser un artefacto nervioso y espectacular de puzzle o de collage.
La escritura parece empezar
a obedecer a una especie de ideal ecológico.
Escribir es aquello que hay que cargar en el proceso de
la biodegradación (carga
residual, pero empecinada en vivir y en seguir siendo útil). La escritura
como material de reciclaje.
(Escribo: todavía es
necesario escribir alfabéticamente, todavía debemos
seguir usando este papel, hasta que su propio descenso en la escala
biológica lo deje afuera y le dé el descanso de
una muerte absoluta, indialéctica -o mejor quizá:
hasta que el último de sus átomos se fusione con
lo Vivo Superior.) Son
tiempos de excritura.
El Partido Colorado, de
todas maneras, desde el gobierno, pretende conservar viva y diseminar
la esperanza de una escritura liberal y moderna. Quiere reflexionar,
hacer de la circunspección la garantía de la libertad
y el progreso. Organizaba foros, mesas y debates internacionales,
donde la vieja filosofía liberal decía seguir siendo
la gran estrella. Felipe González, Camdessus o Touraine
parecían habernos visitado para que, entre tanto láser
y tanto festival de tango y milonga,
entre tanta supertorre
y telefonía celular, entre tanta ciudad malaya y entre
tantas noches, luces, vodevil, podamos seguir durmiendo en paz. La discursividad
reflexiva quiere mostrar que todavía es capaz de captar
el pasaje de siglo. Debemos aliviarnos al saber que una casta
solitaria de hombres sabios que piensan, administran y proyectan,
siguen haciendo la Historia -o por lo menos, que están
de pie ante momentos históricos decisivos, ante transiciones,
crisis y pasajes, y los reconocen y los adivinan.
Sanguinetti de América
citaba a Tocqueville en la cumbre de Chile, y ese gesto, aparentemente
trivial, nos plantaba en el centro mismo de las formas modernas
de la Historia. El auditorio aplaudía a rabiar, y creo
entender que aplaudía menos al mencionado o al orador (por
separado), que al procedimiento retórico
de la cita que los hermana e iguala, que hace de Sanguinetti un
digno heredero de su cultura, que demuestra su capacidad para
pasearse por la historiografía del siglo pasado, y que
nos confirma a todos dentro del viejo orden de la escritura
-la historia como un libro desmesurado que vamos aumentando y
perfeccionando colectivamente.
4
Pero, por otro lado,
en forma directa u oblicua y desde fuera del gobierno, el Partido
Colorado mantiene y tramita a dos verdaderos himnos nacionales
de excritura: las revistas Posdata y Tres. Un ground
gráfico sobre papel satinado, con figuras geométricas
irregulares en amarillo, púrpura o verde fluo,
parece verdaderamente colgar (llevar colgada o de arrastro,
como el pájaro uy-uy-uy su taramanguanga) una escritura
póstuma, apagada, que ya ha terminado su ciclo biológico.
La escritura,
sintiéndose amenazada, se mimetiza y compone el simulacro
ingenuo de un formato televisivo. Ese mimetismo, como estrategia
de sobrevivencia, lo arrasa todo. Todo parece flotar, todo es
arrastrado por una especie de antigravitación: fotografías,
dibujos, colores, tipos, letras, palabras, temas. Todo, en las
nuevas formas uruguayas de escritura periodística, es fotogénico,
televisable. Hasta el tema de la corrupción política
(qué descanso hablar
de "temas" y no de estilos
o géneros
por ejemplo; qué alivio saber que grandes bloques o continuidades
semánticas organizan el discurso), y sobre todo el tema de la corrupción
política, es típicamente fotográfico. Como
una especie de show off, como las escenas malogradas que
Jackie Chan engancha epilogalmente a sus películas, o como
las "perlas" de Susana Giménez, la nueva luz
de los medios pone el blooper
privado en el centro hueco de la escena pública.
La Pourestauración
de la administración Lacalle se convertía en el
tema de la excritura de la glasnost de administración
Sanguinetti, a través de Posdata y Tres,
simulacros televisivos. La furia de transparencia del nuevo periodismo,
las formas blancas de escritura colorada, aparecen como los grandes
enemigos de la corrupción. En realidad, resulta claro,
aunque difícil de confesar, que la denuncia de la corrupción
es el gran pretexto, el gran invento de la escritura blanca.
Y más aún: la propia democracia se ha reducido
a un procedimiento de vigilancia y castigo de la corrupción
pública.
El problema de la escritura
sanguinética de los noventa, vermelha como sangre, fue inventar un anclaje
y un contrapeso a la fuerza antigravitacional que la suspende
y la aliviana. El arpa láser de Posdata necesita
del museo del jardín del Edificio Libertad: los grandes
valores democráticos a ser defendidos y cuidados contra
la corrupción tanática. Pero todos sabemos que es
al revés. La escritura blanca del neoperiodismo no defiende
los eternos valores de la democracia: los inventa.
* Publicado originalmente en Platón
txt Nº 1
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