Nadie habrá
dejado de observar que la pintura occidental de los últimos
cinco siglos no registra sonrisas en los rostros de los ricos.
Póngase uno a buscar entre los millones de retratos que
legiones de comerciantes, obispos, generales y príncipes
han encargado de sí mismos a miles de pintores desde que
los hermanos Van Eyck impusieron la pintura al óleo, y
se encontrará con una sorprendente unanimidad de expresiones
serias.
Dos excepciones notables
confirman la regla: un autorretrato temprano de Rembrandt, que
lo muestra bebiendo junto a su esposa, exhibiendo una risa que
llama la atención por su falta de convicción, y
la semisonrisa de la mujer de Giocondo, que le ha valido a la
obra de Leonardo una fama que no tiene paralelo con ningún
otro bien cultural de la humanidad.
Algunos retratos de personas poderosas muestran expresiones de
satisfacción, e incluso, con un esfuerzo
de la voluntad, se podría admitir que hay un a sospecha
de sonrisa; pero nunca, jamás, un personaje importante
muestra los dientes.
En cambio, las casas
de los ricos estaban llenas de cuadros con gente sonriente: pobres
pescadores ofreciendo su mercadería, mendigos harapientos
queriendo congraciarse con el observador, jorobados arrinconados
en su tugurio, borrachos abrazando alguna mujer en un tabernucho.
Todos ellos sonríen o ríen francamente, exhibiendo
maltratadas dentaduras marrones o gingivitis enmarcadas por una
piel basta y maltratada por la intemperie.
Uno diría que
los ricos tenían más motivos para mostrar alegría
que los desamparados, los hambrientos y los tullidos, pero al
parecer, cuando se mostraban a sí mismos preferían
señalar que mantenían sus emociones bajo control,
y que cuidaban con celo los objetos de su propiedad, generalmente
mostrados en los mismos cuadros que los retrataban.
Los pobres, en cambio, poseedores de nada, dejaban al descubierto
sus emociones desencadenadas: intemperancia, lujuria, irresponsabilidad.
Todo ello a través de sonrisas sumisas, tímidas,
resignadas; o mediante la mostración de carcajadas congeladas
por el pincel de los artistas.
Así mirado,
el arte del pasado se parece más a un instrumento de los
clientes que a una expresión de los artistas. ¿No
será que cierta seudocrítica ha legitimado tanto
la obra de muchos pintores que hemos terminado por creer que
se trata de arte, cuando no estamos más que frente a señales
de poder, signos de clase?
Si examinamos la pintura del siglo XX, que se trata a sí
misma como alejada de los compromisos con el poder,
y se postula como democratizadora del arte, nos encontramos con
la misma seriedad inquietante.
Los retratos de Derain, Picasso, Warhol, Hockney o Mapplethorpe
muestran a clientes tan severos como los príncipes de
antaño. El tema ha sido despreciado por
algunos a partir de la mala comprensión de los manifiestos
y postulados de los ismos de las vanguardias de este siglo. Pero
el microtema "persona rica seria" es tan repetido,
abundante y característico de toda la historia de la pintura
occidental, que se merece la sospecha de que algo raro se está
tramando.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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