Durante generaciones
hemos festejado una fábula de perversidad inmejorable.
Piolín, una cosita amarilla en una jaula, cree haber visto
un lindo gatito. El famélico Silvestre hace lo posible
por devorarlo, pero el canario, inasible, exasperante, ironiza,
impostando cierta simpatía por ese minino aporreado y
ayunante.
Si esta fábula
conociera su versión erótica, acaso se propusiera
para su hipotético productor el destino de Jean-Joseph
Girouard, el editor que luego de pagar 300 libras al autor de
Justine o los infortunios de la virtud, fue ejecutado
en 1793 por "haber impreso obras de aristocracia antirrevolucionaria
y obscenidades".
Al autor de ese libro
no le fue mucho mejor. Pasó media vida entre rejas por
escritor y por sodomita, fue ejecutado en efigie y se le prohibió
"cualquier uso de lápiz, tinta, pluma o papel".
Ya muerto, llegó
a ser uno de los escritores más venerados por el siglo
XX.
No vestía cueros
ni látex y habría de alcanzar una apariencia monstruosa;
rechazado por todos, hasta su hijo lo dejó sin un peso.
Pero lo cierto es que Donatien-Alphone-Françoise, marqués
de Sade, es autor de una de las farsas más agotadoras y
consternantes de la modernidad. Pese a su fama, poco hay de verdaderamente
erótico en ella. No obstante el ingenio de muchas de las
situaciones, Justine casi horroriza por su candidez. Es
una picaresca enmarcada por una fábula moral, y a su heroína,
a caballo entre dos mundos (el
de la aristocracia decapitada por la revolución francesa
y el nuevo orden burgués de la decencia) no la mueve el hambre sino su empecinamiento
por defender su virtud y ayudar al prójimo.
Como invariable recompensa,
Justine recibe de aquellos que salva, y de otros con los que tropieza,
miles de vejaciones meticulosamente racionalizadas. Ella escapa
de unas, que son cruentas, para ir a caer en otras, siempre más
incisivas y candentes. Cuanto más se afana en mantener
la virtud, más terco el infortunio se ceba sobre su cuerpo.
Dado lo aplastante de la ironía,
y lo insistente de su reiteración, se supone que debiéramos
reír, pero el magisterio de Donatien-Alphonse-Françoise
es en verdad doloroso, y su verdadera perversión probablemente
esté menos en los cuadros de libertinaje que en el sentido
o dirección de la novela.
La fineza narrativa
del presidiario y marqués -más allá de los
razonamientos de los libertinos, gravosos como los de cualquier
utopista- se sostiene en la ambigua confesión de la protagonista.
Sabemos que a Justine le duele, nos enteramos de sus gritos y
de ocasionales huidas. Sin embargo, no nos consta que no goce.
Y por otra parte tampoco
es posible determinar qué nos está diciendo Sade.
Es obvio que, para inventariar la procesión de tormentos,
se ha enmascarado en una moralina mojigata que debe ser leída
a contrario sensu. En rigor, a pesar de que el texto insiste
en cerrar con una defensa de la virtud, la desdichada Justine
está ahí para convencernos de que el bien nunca
paga, y que el Ser Supremo, en caso de existir, es un distraído
contumaz.
Por un lado, es dilacerante
la liberalidad con la que el marqués agrede a la heroína,
hasta fulminarla con un rayo. Pero este manoseo narrativo cobra
un nuevo vigor cuando recordamos que los infortunios de Justine
coinciden con los de otro personaje, y entonces el sentido se
repliega, se pervierte, y termina latigueando sobre otra figura.
Se trata del marqués
de Sade, a quien le ha tocado debutar en un mundo sensacionalista,
en el cual, para vender sus libros, debe exagerar los vicios,
enmascarar sus argumentos, y desdecirse en cada línea.
O si se quiere, donde cada línea es desdicha. Nunca podrá
terminar de aseverar lo que piensa y siente, y de todos modos,
privado de tinta, de pluma, o de vida, será un favorito
de la desventura.
Refrenado, desdicho,
y entonces perverso, el libro se resuelve en una ironía
sorda, resentida y soez, de presidiario. Una ironía que
acaso pudiera disiparse si se franquease la historia y fuera
llegado el día en el que -belleza de los placeres elementales-
Silvestre disfrute su siesta después de haber almorzado.
*Publicado
originalmente en Insomnia, Nº30
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