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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



JUSTINE O LOS INFORTUNIOS DE LA VIRTUD - SADE, MARQUÉS DE - PIOLÍN Y SILVESTRE - SADISMO - NARRACIÓN PERVERSA


El marqués o el ayuno*

Amir Hamed
La fineza narrativa del presidiario y marqués -más allá de los razonamientos de los libertinos, gravosos como los de cualquier utopista- se sostiene en la ambigua confesión de la protagonista. Sabemos que a Justine le duele, nos enteramos de sus gritos y de ocasionales huidas. Sin embargo, no nos consta que no goce

Durante generaciones hemos festejado una fábula de perversidad inmejorable. Piolín, una cosita amarilla en una jaula, cree haber visto un lindo gatito. El famélico Silvestre hace lo posible por devorarlo, pero el canario, inasible, exasperante, ironiza, impostando cierta simpatía por ese minino aporreado y ayunante.

Si esta fábula conociera su versión erótica, acaso se propusiera para su hipotético productor el destino de Jean-Joseph Girouard, el editor que luego de pagar 300 libras al autor de Justine o los infortunios de la virtud, fue ejecutado en 1793 por "haber impreso obras de aristocracia antirrevolucionaria y obscenidades".

Al autor de ese libro no le fue mucho mejor. Pasó media vida entre rejas por escritor y por sodomita, fue ejecutado en efigie y se le prohibió "cualquier uso de lápiz, tinta, pluma o papel".

Ya muerto, llegó a ser uno de los escritores más venerados por el siglo XX.

No vestía cueros ni látex y habría de alcanzar una apariencia monstruosa; rechazado por todos, hasta su hijo lo dejó sin un peso. Pero lo cierto es que Donatien-Alphone-Françoise, marqués de Sade, es autor de una de las farsas más agotadoras y consternantes de la modernidad. Pese a su fama, poco hay de verdaderamente erótico en ella. No obstante el ingenio de muchas de las situaciones, Justine casi horroriza por su candidez. Es una picaresca enmarcada por una fábula moral, y a su heroína, a caballo entre dos mundos (el de la aristocracia decapitada por la revolución francesa y el nuevo orden burgués de la decencia) no la mueve el hambre sino su empecinamiento por defender su virtud y ayudar al prójimo.

Como invariable recompensa, Justine recibe de aquellos que salva, y de otros con los que tropieza, miles de vejaciones meticulosamente racionalizadas. Ella escapa de unas, que son cruentas, para ir a caer en otras, siempre más incisivas y candentes. Cuanto más se afana en mantener la virtud, más terco el infortunio se ceba sobre su cuerpo. Dado lo aplastante de la ironía, y lo insistente de su reiteración, se supone que debiéramos reír, pero el magisterio de Donatien-Alphonse-Françoise es en verdad doloroso, y su verdadera perversión probablemente esté menos en los cuadros de libertinaje que en el sentido o dirección de la novela.

La fineza narrativa del presidiario y marqués -más allá de los razonamientos de los libertinos, gravosos como los de cualquier utopista- se sostiene en la ambigua confesión de la protagonista. Sabemos que a Justine le duele, nos enteramos de sus gritos y de ocasionales huidas. Sin embargo, no nos consta que no goce.

Y por otra parte tampoco es posible determinar qué nos está diciendo Sade. Es obvio que, para inventariar la procesión de tormentos, se ha enmascarado en una moralina mojigata que debe ser leída a contrario sensu. En rigor, a pesar de que el texto insiste en cerrar con una defensa de la virtud, la desdichada Justine está ahí para convencernos de que el bien nunca paga, y que el Ser Supremo, en caso de existir, es un distraído contumaz.

Por un lado, es dilacerante la liberalidad con la que el marqués agrede a la heroína, hasta fulminarla con un rayo. Pero este manoseo narrativo cobra un nuevo vigor cuando recordamos que los infortunios de Justine coinciden con los de otro personaje, y entonces el sentido se repliega, se pervierte, y termina latigueando sobre otra figura.

Se trata del marqués de Sade, a quien le ha tocado debutar en un mundo sensacionalista, en el cual, para vender sus libros, debe exagerar los vicios, enmascarar sus argumentos, y desdecirse en cada línea. O si se quiere, donde cada línea es desdicha. Nunca podrá terminar de aseverar lo que piensa y siente, y de todos modos, privado de tinta, de pluma, o de vida, será un favorito de la desventura.

Refrenado, desdicho, y entonces perverso, el libro se resuelve en una ironía sorda, resentida y soez, de presidiario. Una ironía que acaso pudiera disiparse si se franquease la historia y fuera llegado el día en el que -belleza de los placeres elementales- Silvestre disfrute su siesta después de haber almorzado.
 

*Publicado originalmente en Insomnia, Nº30

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