Intentaré esbozar un esquema de mi situación de
poeta en el exilio.
Creo
que mi situación es y ha sido especial, porque es el caso
de una escritura elaborada fuera de Uruguay y que se da a conocer
en forma abierta en 1983, es decir durante mi quinto año
de vida en Suecia, a la edad de 35 años.
Pienso
que esta situación es un poco excepcional porque nace literalmente
en el exilio, ya que todos los poemas de estacionario
fueron escritos en un suburbio de Estocolmo (que no es lo mismo que decir
en Estocolmo).
El exilio era para mí una situación nueva, peculiar,
aunque es cierto que en el Uruguay de los setenta ya vivíamos
un exilio interior o incilio, como lo bautizara con acierto Angel
Rama.
Ya habíamos recibido instrucción de parte de los
que creíamos que eran nuestra propia carne y sangre, de
nuestros compatriotas por entonces en el poder, en eso que fue
la dictadura cívico-militar.
Mi escritura
en Uruguay era ya algo marginal,
inseguro, inestable, secreto, tal vez, en el caso de que se hubiese
publicado en forma de libro, prohibido. Aquel país de los
setenta (yo
no alcancé a vivir en el país en los ochenta) era la pesadilla
de todos los creadores, porque el "proyecto cultural"
de la dictadura se propuso establecer un index sobre las personas,
por supuesto, pero también un index -monstruoso producto
de una virtual (y
ojalá imposible) Academia Castrense de la Lengua- de palabras
prohibidas.
El
index sobre las personas estaba respaldado por un tratamiento
en base a torturas, violaciones, censuras, desapariciones y asesinatos
legales, además de la prohibición de todos los
partidos políticos y la sustitución del parlamento
por un organismo títere del gobierno.
El
index sobre las palabras se basaba en listas (que ya pocos parecen recordar) que no se
difundían en comunicados de prensa de la dictadura pero
igualmente llegaba a los medios de prensa era respetado y temido
por la prensa oral y escrita.
Las violaciones a las "normas" dictatoriales fueron
castigadas con una crueldad infrahumana por los representantes
de la dictadura uruguaya, que a diferencia de otras dictaduras
latinoamericanas no tenían nombre ni rostro visible, sino
que se presentó como una gris maquinaria kafkiana que apelando a
supuestos valores "patrióticos", "occidentales"
y "cristianos" estableció en el país la
industria de la tortura síquica y física sistemática.
Prohibir
una sola palabra, una sola grafía es siempre un atentado
contra todo el (¿edificio?) de la lengua y de lo que llamamos
lenguaje. La dictadura cívico-militar -parienta cercana
del fascismo europeo- se especializó en atentados de este
tipo, y castigó a los transgresores con una saña
especialmente característica y sólo comparable a
la del período nazi en Alemania.
¿Necesito
agregar que este habitat de nosotros, pretendidos pichones
de poesía, era la negación absoluta de toda forma
de libertad creadora?
Lo más
siniestro de la situación era la no existencia de una censura
previa; no existían normas que prohibieran nada preciso.
Nada estaba expresamente prohibido en esta vergonzosa republiqueta,
caricatura del Uruguay democrático del que aún
quedaban restos en la década de los 60.
Pero
lo que estaba permitido, eso nadie lo sabía con exactitud,
ni siquiera los juristas -muchos de ellos fueron torturados y
asesinados. La población entera de Uruguay estaba sometida
al terror y al chantaje intelectual. Infundir la incertidumbre
fue la filosofía política de la dictadura, de tal
manera que el rumor -que en su manera más baja toma en
Uruguay el nombre de chisme -era la única forma de informarse
de lo que estaba pasando en este reino del silencio.
La
vida como incertidumbre cotidiana fue la receta aplicada por
los dictadores a la masa despojada del arma más poderosa:
la democracia, la sociedad abierta. En nombre de combatir el
totalitarismo amenazante (el
abominable y totalitario "comunismo") se privó a la gente
de las libertades más mínimas, se condenó
injustamente, se violaron las normas humanitarias más
elementales. Con fines de "salvar la democracia" se
enterró en el país todo atisbo de libertad.
Recuerdo
en especial la función (¿la
llamaré apoética?) funesta y especialmente servil
que jugó un órgano de prensa en esos tiempos oscuros:
el diario El País. Quien revise con espíritu
abierto e imparcial las ediciones de este matutino durante los
años de la dictadura, quedará asombrado de aquella
obsesiva persistencia en la infamia intelectual.
Este
diario cumplió a pie juntillas con el index dictatorial
y glorificó el lenguaje de los bandos militares hasta
el servilismo cotidiano y cantó loas a la barbarie en
el poder. El País fue la cuna misma de aquel pensamiento
y lenguaje fascistoides que nos atormentaban y asqueaban (creo que sobre todo
a los poetas)
por su palpabilidad y su evidencia, mientras que al mismo tiempo
merecían nuestro más sublime desprecio. Nuestra
única salvación consistía en resistir, en
la certeza de que la pesadilla tendría fin.
En este
ámbito de infamia cotidiana de parte del gobierno de fuerza
-que nosotros confundíamos fácilmente con el Estado
mismo- publicamos nuestros primeros poemas y artículos.
Fundamos una revista cultural que se llamó Nexo,
que fue prohibida en silencio y sin comunicados oficiales y por
la cual detuvieron a algunos de los redactores. Durante el interrogatorio
a que fue sometido uno de los del equipo de la revista, se le
preguntó insistentemente por el domicilio de un tal César
Vallejo,
que había publicado unos poemas subversivos.
A partir
de este momento nos quedamos sin voz y comenzamos a pensar en
el exilio como una manera de eludir la barbarie, no sólo
contra nosotros, sino contra nuestras familias, casi todas comprometidas
en algún grado con el movimiento de resistencia.
Esta situación
de apagón cultural (yo diría más bien de crisis
civilizacional)
nos llevó al silencio. Publicar poemas o artículos
en un país como ése -yo lo hice en algunas ocasiones-
tenía algo de obsceno, no porque se sintiese
como un lujo inmerecido, sino porque la realidad era esencialmente
apoética y toda producción intelectual se vivía
como un malentendido, como una incongruencia histórica.
Paradójicamente, vivíamos como un acto obsceno
y hasta de traición el hecho de decir la verdad en un
ámbito en el que una pesadillesca mentira era la verdad
oficial. Toda nuestra energía estaba dirigida a no aceptar
esta Gran Mentira Nacional. Tal era la crisis de valores y el
aislamiento kafkiano que vivía nuestro país.
Silencio y vacío
El exilio
en Suecia me llevó a otro tipo de silencio: el de quien
puede escribir y aun publicar lo que escribe pero se ve privado
de un elemento esencial: el público "natural",
el que comparte la lengua. Escribir en castellano en Suecia es
una experiencia que no le deseo a nadie, porque la vida se divide
entre un cuerpo (y quizá también
un alma)
que vive un proceso histórico y social y una escritura
que uno debe rescatar (en
un acto de fe mucho más extremo que el que hace un escritor
"en su salsa") de un inminente silencio.
En el exilio,
en el vacío idiomático, cultural y social de los
primeros tiempos, el silencio no lo impone la indefinida censura
dictatorial, sino los interminables y mudos bosques nevados que
rodean una especie de estación polar muy bien iluminada
que aprendimos a llamar Suecia mucho antes de saber de qué
se trataba. A esto hay que agregar que las traducciones (cuando logramos que un traductor
se interesara en lo que escribíamos) no sustituyen nunca
la necesidad de un poeta con su público. Y el trabajo de
un escritor traducido es siempre la situación de un bicho
raro. Y alrededor, como un destino repetido, otra vez el silencio.
Nuestras
únicas referencias y contactos con nuestra "profesión"
de poetas eran otros exilados -ni colegas ni lectores- como nosotros.
Esta situación se complicaba debido a que en esta nowhere
land nadie sabía bien quién era quién y los
contactos con la fuente original estaban cortados por tiempo indefinido.
Y, otra vez, como en el Uruguay de las sombras, la situación
escritural era rara, hermética, difícil.
Dentro de
las complicaciones de ser poeta en el exilio social y lingüístico
había otras: la ausencia de crítica especializada,
la ausencia de maestros orientadores, la ausencia de posibilidades
editoriales. Mencionaré aquí algunos de los núcleos
a los que estuve vinculado personalmente, dejando claro que el
movimiento fue múltiple y se desarrolló en diferentes
ciudades de Suecia y por supuesto, en toda Europa. Es cierto que,
a pesar de las dificultades, comenzaron a formarse grupos activos.
A principios de los 80 se funda la editorial Nordan, que inició
la aventura de introducir sistemáticamente la literatura
latinoamericana en versión sueca, traducida por los mejores
especialistas en actividad.
Esta
empresa, fundada por la vieja Comunidad del Sur uruguaya, tuvo
una dimensión única: junto a la presentación
de literatura de alta calidad y ya consagrada por la crítica,
se dio espacio a los jóvenes creadores del exilio. Poco
después, por iniciativa de Ana Valdés surge en
Estocolmo, en 1980, la revista Saltomortal, que para nuestro
asombro recibió el apoyo de muchos intelectuales de prestigio
(latinos
y nórdicos)
y se comenzó a dar espacio a traducciones al castellano
de la hasta entonces casi desconocida literatura sueca contemporánea.
Poco
después, en 1984, se funda la editorial Siesta. Ésta
fue al principio fue un punto de apoyo, un programa de entrenamiento,
un taller literario, un intento de establecer un núcleo
dinámico que recogiera la literatura y la creación
cultural que estaban desarrollando loe latinoamericanos de afuera.
Hoy, repasando los apuntes que quedaron de aquellas actividades,
los libros publicados, las revistas editadas, nos asombramos
de la alta calidad de los resultados y de la perspectiva de la
que estaba cargada la empresa. Los fundadores fueron Mario Romero,
Sergio Altesor y Roberto Mascaró.(1) Al tiempo que mi amigo Mario
Romero - ese poeta telúrico y moderno, empecinado en plantar
su grito aborigen en la almidonada sociedad sueca - fundaba y
bautizaba una editorial, también se ocupaba de dialogar
con un zorro en una plaza de Estocolmo y también de leer
sus poemas en castellano para el boquiabierto público
de un vagón del subterráneo.
Los
padres ausentes y los padres presentes
La
ausencia de maestros orientadores e impulsores de una escritura
en el exilio se debió a que los maestros naturales que
también vivían exiliados no representaron nunca
un papel orientador o de apoyo para nosotros, los desheredados
culturales y editoriales.
Pienso en
escritores uruguayos de éxito editorial que, beneficiados
por su posición pública sobre todo en España,
se ocuparon ante todo de presentar sus propias obras como canon
de escritura uruguaya y latinoamericana (con todo su peso de carga ideológica) y jamás
apoyaron ningún intento de establecer otras escrituras
ni de exilio ni de inilio, jamás extendieron una mano de
colega a los más jóvenes, jamás opinaron
sobre nuestro trabajo. Pienso en Angel Rama, Mario
Benedetti
y Eduardo Galeano como las figuras más visibles de esta
ausencia. Cumpliendo con el síndrome típico de los
intelectuales uruguayos de las últimas décadas y
siguiendo la definición de Fernando Loustaunau, no supieron
ser padres, no sólo en el sentido de apoyar y orientar
en el oficio a los más jóvenes sino también
en el de darles una voz, un espacio intelectual y público
para que desde allí continuasen desarrollando un discurso.
Esta
actitud, paradójicamente, acentuó el peso del silencio
nacional. En su mayoría "gente de izquierda",
de "visión colectivista" (cumplieron fielmente con su papel de
apoyar la línea "revolucionaria" en todas sus
versiones)
fueron sin embargo en la práctica consecuentes escritores
individualistas y a menudo rozaron el umbral del oportunismo
político e intelectual. Es curioso observar que a pesar
de que en cada declaración que les tocó hacer en
el exterior (y
en cada artículo de los que siguen escribiendo en los
periódicos europeos hasta el día de hoy) denunciaron
la diáspora obligada de los uruguayos, pero nunca señalaron
valores visibles en la escritura ni el arte del exilio, que nosotros
realizábamos sin nungún apoyo y sin demasiadas
esperanzas.
Esta actitud
contrastó con la de Julio Cortázar, que fue colaborador
de Saltomortal y de La Bicicleta, fundada esta última
por escritores jóvenes y editada en el Chile de Pinochet.
Fue necesario esperar a la apertura en Uruguay para que escritores
jóvenes (y
sin prestigio entonces) como Uruguay Cortazzo, Gustavo Wociechowski
(Maca), Lalo Barrubia
(Rosario González),
Héctor Bardanca y en general todos los del grupo Ediciones
de Uno y otros escritores que habían vivido el incilio
(Guillermo
Baltar)
recibieran con entusiasmo el trabajo de los exiliados.
Aquí
hay que mencionar la gestión de un poeta que, durante
todo el período de gobierno de fuerza, se las arregló
para alentar a los jóvenes creadores: Washington Benavides.
Él es tal vez sin quererlo el único padre que tuvimos
los chicos de nuestra bautizada con acierto generación
del silencio. Benavides, además de seguir publicando su
impecable poesía sin mayor autocensura, abrió un
camino nuevo para el encuentro de los poetas con los músicos,
y de esta manera también estableció un activo foco
de resistencia poética y también política.
Estableció
por ejemplo el texto poético dentro del área de
los mass media uruguayos a través de la voz de los cantantes:
Eduardo Darnauchans es el ejemplo más claro de esta feliz
confluencia de artistas, pero también don Alfredo Zitarrosa
cantó letras del Bocha. Y fue también Benavides
el que recibió a los poetas exiliados con la apertura
digna de un gurú. Criticar su trabajo fue fácil
para los irritados e iracundos poetas radicales y también
fue fácil criticarlo para los orgánicos de la dictadura;
pero su siembra está allí, en toda la poesía
que se siguió haciendo en el Uruguay de este período
de las sombras.
Poco
después pudimos editar nuestros trabajos en Uruguay y
así encontrarnos con el ansiado público "real".
Esto fue para mí, y lo sigue siendo, una experiencia fascinante
y cada vez más profunda. El desafío que significa
el llegar al terreno de juego poético a veces sin saber
el nombre de los jugadores titulares, ni el de la terna arbitral,
es un verdadero desafío que me enriquece en cada viaje.
Este
proceso de escritura en el exilio es para mí hasta hoy
mismo una realidad cotidiana, aunque la libertad de viajar a
Uruguay cuando quiero y la posibilidad (no tan frecuente como quisiera) de editar
mis libros allí cambia mucho las cosas. Por otra parte,
el exilio se me ha multiplicado considerablemente y ya no sé
bien desde dónde y hacia dónde vivo exiliado.
Digamos que esta situación está ya fundida a mi
vida, como aquella máscara del poema "Tabacaria"
de Fernando Pessoa, que termina pegada al rostro del poeta.
El
silencio también habla
Pero
también es necesario decir que la escritura del exilio
tiene sus ventajas, sus incentivos, sus privilegios. En esa cúpula
silenciosa, afelpada o no, en la que uno se introduce al llegar
al exilio, hay una intensificación de la soledad, que
es siempre la tierra natural de todo escritor. Pienso que toda
escritura es ante todo un diálogo con el silencio. Todo
trabajo literario, y más que nada la poesía, es
un ejercicio de aproximación al silencio. Y si la poesía
es la escritura llevada a su mínima expresión,
la escritura exiliada es un caso más extremo aún.
El silencio no es solamente el silencio de la noche o el del
rumor del viento en los árboles, sino también el
aplastante silencio de la otra lengua que parece invalidar y
neutralizar cada palabra que uno escribe. Y este silencio total
es quizá uno de los incentivos más extremos para
un poeta: se trata de rescatar una lengua que puede morir a cada
instante y ser sepultada por la otra, la dominante. Para no mencionar
el temor al ridículo al que se enfrenta todo poeta cuando
asume el hecho de leer en público sus propios poemas vertidos
a una lengua tan lejana como la sueca. Y cuando hablo de la lengua
no hablo solamente de un instrumento, de un utensilio neutro,
sino de un universo y una visión del mundo a la que aquella
está inevitablemente unida.
Este
ejercicio de disputa con el silencio siempre al acecho -que da
a la vida un sentido por cierto fantasmal- afina el oído
y mantiene aceitados los mecanismos del ritmo. Esta nostalgia
del castellano como rumor, código y melodía obliga
a estar atento, a aprovechar la más menuda resonancia
para mantener viva y en pie la patria lingüística,
la patria cultural. También de este raro silencio nace
el neologismo, la asociación interlingüística,
el contacto con cientos de lenguas extrañas, el interés
por la traducción, la repetida reflexión sobre
el lenguaje, sobre la estructura de la lengua. Y también
la consciencia, hasta entonces no del todo clara, de que el castellano
es apenas una de las muchas lenguas de América.
Por
otra parte, los exiliados políticos en Suecia hemos tenido
una oportunidad única de ver América Latina (que en realidad yo prefiero
llamar América a secas) en toda su diversidad y unidad. Viviendo
en Suecia pudimos encontrarnos al fin con ese milagro de identidad
que es el ser latino. Esta certeza de que América es una
unidad histórica y cultural muy fuerte no podríamos
haberla tenido de la misma manera viviendo en Montevideo, Sucre
o Margarita. Resulta que en Suecia, el latino que desea mantener
su identidad (no
solamente teórica sino también sentimental y cotidiana) puede hacerlo
frecuentando a chilenos, ecuatorianos, salvadoreños, bolivianos,
argentinos, guatemaltecos, mejicanos, etc., además de
a algunos españoles, portugueses, franceses e italianos
que por una razón u otra llegan al país. Y por
supuesto que también está muy cerca la cultura
alemana, la inglesa y también la cultura norteamericana,
que asombrosamente para mí se presentó y se presenta
cercanísima a lo que llamo la identidad latina, con todos
sus claroscuros y a la vez con su papel dominante en la cultura
mundial.
La
práctica de mi castellano rioplatense se enriquecío
(se sigue
enriqueciendo)
con nuevos giros, un aumento considerable de mi capacidad sinonímica
y sintáctica, a la vez que comencé a lucir mi lengua
como una joya en la camisa de fiesta.
Como
los jugadores de fútbol que Uruguay vende a Europa, los
poetas exiliados se ven obligados a aprender técnicas
diferentes y quizá novedosas, pero a condición
de mantener viva y latente la habilidad criolla, porque es esa
habilidad -basada en la lengua materna- la única fuente
inagotable de fabulación y ritmo y, en última instancia,
el único instrumento de escritura y lectura, el entrañable
recurso que nos permite destacar en el extraño y nuevo
campo de juego, el único punto de partida verosímil.
1 El proyecto
editorial Siesta acaba de ser retomado por un grupo de gente
de la ciudad de Malmö, de manera que no estoy hablando de
cosas pasadas, sino de un proceso no se ha detenido aún.
Ojalá el primer número de la revista encuentro
sea el punto de partida para un recomenzar.
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