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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



POESÍA Y EXILIO/INCILIO URUGUAYO -

El gran silencio del Uruguay kafkiano

Roberto Mascaró
Prohibir una sola palabra, una sola grafía del léxico es siempre un atentado contra todo el (¿edificio?) de la lengua y de lo que llamamos lenguaje. La dictadura cívico-militar uruguaya se especializó en atentados de este tipo


Intentaré esbozar un esquema de mi situación de poeta en el exilio.

Creo que mi situación es y ha sido especial, porque es el caso de una escritura elaborada fuera de Uruguay y que se da a conocer en forma abierta en 1983, es decir durante mi quinto año de vida en Suecia, a la edad de 35 años.

Pienso que esta situación es un poco excepcional porque nace literalmente en el exilio, ya que todos los poemas de estacionario fueron escritos en un suburbio de Estocolmo (que no es lo mismo que decir en Estocolmo). El exilio era para mí una situación nueva, peculiar, aunque es cierto que en el Uruguay de los setenta ya vivíamos un exilio interior o incilio, como lo bautizara con acierto Angel Rama. Ya habíamos recibido instrucción de parte de los que creíamos que eran nuestra propia carne y sangre, de nuestros compatriotas por entonces en el poder, en eso que fue la dictadura cívico-militar.

Mi escritura en Uruguay era ya algo marginal, inseguro, inestable, secreto, tal vez, en el caso de que se hubiese publicado en forma de libro, prohibido. Aquel país de los setenta (yo no alcancé a vivir en el país en los ochenta) era la pesadilla de todos los creadores, porque el "proyecto cultural" de la dictadura se propuso establecer un index sobre las personas, por supuesto, pero también un index -monstruoso producto de una virtual (y ojalá imposible) Academia Castrense de la Lengua- de palabras prohibidas.

El index sobre las personas estaba respaldado por un tratamiento en base a torturas, violaciones, censuras, desapariciones y asesinatos legales, además de la prohibición de todos los partidos políticos y la sustitución del parlamento por un organismo títere del gobierno.

El index sobre las palabras se basaba en listas (que ya pocos parecen recordar) que no se difundían en comunicados de prensa de la dictadura pero igualmente llegaba a los medios de prensa era respetado y temido por la prensa oral y escrita.
Las violaciones a las "normas" dictatoriales fueron castigadas con una crueldad infrahumana por los representantes de la dictadura uruguaya, que a diferencia de otras dictaduras latinoamericanas no tenían nombre ni rostro visible, sino que se presentó como una gris
maquinaria kafkiana que apelando a supuestos valores "patrióticos", "occidentales" y "cristianos" estableció en el país la industria de la tortura síquica y física sistemática.

Prohibir una sola palabra, una sola grafía es siempre un atentado contra todo el (¿edificio?) de la lengua y de lo que llamamos lenguaje. La dictadura cívico-militar -parienta cercana del fascismo europeo- se especializó en atentados de este tipo, y castigó a los transgresores con una saña especialmente característica y sólo comparable a la del período nazi en Alemania.

¿Necesito agregar que este habitat de nosotros, pretendidos pichones de poesía, era la negación absoluta de toda forma de libertad creadora?

Lo más siniestro de la situación era la no existencia de una censura previa; no existían normas que prohibieran nada preciso. Nada estaba expresamente prohibido en esta vergonzosa republiqueta, caricatura del Uruguay democrático del que aún quedaban restos en la década de los 60.

Pero lo que estaba permitido, eso nadie lo sabía con exactitud, ni siquiera los juristas -muchos de ellos fueron torturados y asesinados. La población entera de Uruguay estaba sometida al terror y al chantaje intelectual. Infundir la incertidumbre fue la filosofía política de la dictadura, de tal manera que el rumor -que en su manera más baja toma en Uruguay el nombre de chisme -era la única forma de informarse de lo que estaba pasando en este reino del silencio.

La vida como incertidumbre cotidiana fue la receta aplicada por los dictadores a la masa despojada del arma más poderosa: la democracia, la sociedad abierta. En nombre de combatir el totalitarismo amenazante (el abominable y totalitario "comunismo") se privó a la gente de las libertades más mínimas, se condenó injustamente, se violaron las normas humanitarias más elementales. Con fines de "salvar la democracia" se enterró en el país todo atisbo de libertad.

Recuerdo en especial la función (¿la llamaré apoética?) funesta y especialmente servil que jugó un órgano de prensa en esos tiempos oscuros: el diario El País. Quien revise con espíritu abierto e imparcial las ediciones de este matutino durante los años de la dictadura, quedará asombrado de aquella obsesiva persistencia en la infamia intelectual.

Este diario cumplió a pie juntillas con el index dictatorial y glorificó el lenguaje de los bandos militares hasta el servilismo cotidiano y cantó loas a la barbarie en el poder. El País fue la cuna misma de aquel pensamiento y lenguaje fascistoides que nos atormentaban y asqueaban (creo que sobre todo a los poetas) por su palpabilidad y su evidencia, mientras que al mismo tiempo merecían nuestro más sublime desprecio. Nuestra única salvación consistía en resistir, en la certeza de que la pesadilla tendría fin.

En este ámbito de infamia cotidiana de parte del gobierno de fuerza -que nosotros confundíamos fácilmente con el Estado mismo- publicamos nuestros primeros poemas y artículos. Fundamos una revista cultural que se llamó Nexo, que fue prohibida en silencio y sin comunicados oficiales y por la cual detuvieron a algunos de los redactores. Durante el interrogatorio a que fue sometido uno de los del equipo de la revista, se le preguntó insistentemente por el domicilio de un tal César Vallejo, que había publicado unos poemas subversivos.

A partir de este momento nos quedamos sin voz y comenzamos a pensar en el exilio como una manera de eludir la barbarie, no sólo contra nosotros, sino contra nuestras familias, casi todas comprometidas en algún grado con el movimiento de resistencia.

Esta situación de apagón cultural (yo diría más bien de crisis civilizacional) nos llevó al silencio. Publicar poemas o artículos en un país como ése -yo lo hice en algunas ocasiones- tenía algo de obsceno, no porque se sintiese como un lujo inmerecido, sino porque la realidad era esencialmente apoética y toda producción intelectual se vivía como un malentendido, como una incongruencia histórica.

Paradójicamente, vivíamos como un acto obsceno y hasta de traición el hecho de decir la verdad en un ámbito en el que una pesadillesca mentira era la verdad oficial. Toda nuestra energía estaba dirigida a no aceptar esta Gran Mentira Nacional. Tal era la crisis de valores y el aislamiento kafkiano que vivía nuestro país.


Silencio y vacío

El exilio en Suecia me llevó a otro tipo de silencio: el de quien puede escribir y aun publicar lo que escribe pero se ve privado de un elemento esencial: el público "natural", el que comparte la lengua. Escribir en castellano en Suecia es una experiencia que no le deseo a nadie, porque la vida se divide entre un cuerpo (y quizá también un alma) que vive un proceso histórico y social y una escritura que uno debe rescatar (en un acto de fe mucho más extremo que el que hace un escritor "en su salsa") de un inminente silencio.

En el exilio, en el vacío idiomático, cultural y social de los primeros tiempos, el silencio no lo impone la indefinida censura dictatorial, sino los interminables y mudos bosques nevados que rodean una especie de estación polar muy bien iluminada que aprendimos a llamar Suecia mucho antes de saber de qué se trataba. A esto hay que agregar que las traducciones (cuando logramos que un traductor se interesara en lo que escribíamos) no sustituyen nunca la necesidad de un poeta con su público. Y el trabajo de un escritor traducido es siempre la situación de un bicho raro. Y alrededor, como un destino repetido, otra vez el silencio.

Nuestras únicas referencias y contactos con nuestra "profesión" de poetas eran otros exilados -ni colegas ni lectores- como nosotros. Esta situación se complicaba debido a que en esta nowhere land nadie sabía bien quién era quién y los contactos con la fuente original estaban cortados por tiempo indefinido. Y, otra vez, como en el Uruguay de las sombras, la situación escritural era rara, hermética, difícil.

Dentro de las complicaciones de ser poeta en el exilio social y lingüístico había otras: la ausencia de crítica especializada, la ausencia de maestros orientadores, la ausencia de posibilidades editoriales. Mencionaré aquí algunos de los núcleos a los que estuve vinculado personalmente, dejando claro que el movimiento fue múltiple y se desarrolló en diferentes ciudades de Suecia y por supuesto, en toda Europa. Es cierto que, a pesar de las dificultades, comenzaron a formarse grupos activos. A principios de los 80 se funda la editorial Nordan, que inició la aventura de introducir sistemáticamente la literatura latinoamericana en versión sueca, traducida por los mejores especialistas en actividad.

Esta empresa, fundada por la vieja Comunidad del Sur uruguaya, tuvo una dimensión única: junto a la presentación de literatura de alta calidad y ya consagrada por la crítica, se dio espacio a los jóvenes creadores del exilio. Poco después, por iniciativa de Ana Valdés surge en Estocolmo, en 1980, la revista Saltomortal, que para nuestro asombro recibió el apoyo de muchos intelectuales de prestigio (latinos y nórdicos) y se comenzó a dar espacio a traducciones al castellano de la hasta entonces casi desconocida literatura sueca contemporánea.

Poco después, en 1984, se funda la editorial Siesta. Ésta fue al principio fue un punto de apoyo, un programa de entrenamiento, un taller literario, un intento de establecer un núcleo dinámico que recogiera la literatura y la creación cultural que estaban desarrollando loe latinoamericanos de afuera. Hoy, repasando los apuntes que quedaron de aquellas actividades, los libros publicados, las revistas editadas, nos asombramos de la alta calidad de los resultados y de la perspectiva de la que estaba cargada la empresa. Los fundadores fueron Mario Romero, Sergio Altesor y Roberto Mascaró.(1) Al tiempo que mi amigo Mario Romero - ese poeta telúrico y moderno, empecinado en plantar su grito aborigen en la almidonada sociedad sueca - fundaba y bautizaba una editorial, también se ocupaba de dialogar con un zorro en una plaza de Estocolmo y también de leer sus poemas en castellano para el boquiabierto público de un vagón del subterráneo.

Los padres ausentes y los padres presentes

La ausencia de maestros orientadores e impulsores de una escritura en el exilio se debió a que los maestros naturales que también vivían exiliados no representaron nunca un papel orientador o de apoyo para nosotros, los desheredados culturales y editoriales.

Pienso en escritores uruguayos de éxito editorial que, beneficiados por su posición pública sobre todo en España, se ocuparon ante todo de presentar sus propias obras como canon de escritura uruguaya y latinoamericana (con todo su peso de carga ideológica) y jamás apoyaron ningún intento de establecer otras escrituras ni de exilio ni de inilio, jamás extendieron una mano de colega a los más jóvenes, jamás opinaron sobre nuestro trabajo. Pienso en Angel Rama, Mario Benedetti y Eduardo Galeano como las figuras más visibles de esta ausencia. Cumpliendo con el síndrome típico de los intelectuales uruguayos de las últimas décadas y siguiendo la definición de Fernando Loustaunau, no supieron ser padres, no sólo en el sentido de apoyar y orientar en el oficio a los más jóvenes sino también en el de darles una voz, un espacio intelectual y público para que desde allí continuasen desarrollando un discurso.

Esta actitud, paradójicamente, acentuó el peso del silencio nacional. En su mayoría "gente de izquierda", de "visión colectivista" (cumplieron fielmente con su papel de apoyar la línea "revolucionaria" en todas sus versiones) fueron sin embargo en la práctica consecuentes escritores individualistas y a menudo rozaron el umbral del oportunismo político e intelectual. Es curioso observar que a pesar de que en cada declaración que les tocó hacer en el exterior (y en cada artículo de los que siguen escribiendo en los periódicos europeos hasta el día de hoy) denunciaron la diáspora obligada de los uruguayos, pero nunca señalaron valores visibles en la escritura ni el arte del exilio, que nosotros realizábamos sin nungún apoyo y sin demasiadas esperanzas.

Esta actitud contrastó con la de Julio Cortázar, que fue colaborador de Saltomortal y de La Bicicleta, fundada esta última por escritores jóvenes y editada en el Chile de Pinochet. Fue necesario esperar a la apertura en Uruguay para que escritores jóvenes (y sin prestigio entonces) como Uruguay Cortazzo, Gustavo Wociechowski (Maca), Lalo Barrubia (Rosario González), Héctor Bardanca y en general todos los del grupo Ediciones de Uno y otros escritores que habían vivido el incilio (Guillermo Baltar) recibieran con entusiasmo el trabajo de los exiliados.

Aquí hay que mencionar la gestión de un poeta que, durante todo el período de gobierno de fuerza, se las arregló para alentar a los jóvenes creadores: Washington Benavides. Él es tal vez sin quererlo el único padre que tuvimos los chicos de nuestra bautizada con acierto generación del silencio. Benavides, además de seguir publicando su impecable poesía sin mayor autocensura, abrió un camino nuevo para el encuentro de los poetas con los músicos, y de esta manera también estableció un activo foco de resistencia poética y también política.

Estableció por ejemplo el texto poético dentro del área de los mass media uruguayos a través de la voz de los cantantes: Eduardo Darnauchans es el ejemplo más claro de esta feliz confluencia de artistas, pero también don Alfredo Zitarrosa cantó letras del Bocha. Y fue también Benavides el que recibió a los poetas exiliados con la apertura digna de un gurú. Criticar su trabajo fue fácil para los irritados e iracundos poetas radicales y también fue fácil criticarlo para los orgánicos de la dictadura; pero su siembra está allí, en toda la poesía que se siguió haciendo en el Uruguay de este período de las sombras.

Poco después pudimos editar nuestros trabajos en Uruguay y así encontrarnos con el ansiado público "real". Esto fue para mí, y lo sigue siendo, una experiencia fascinante y cada vez más profunda. El desafío que significa el llegar al terreno de juego poético a veces sin saber el nombre de los jugadores titulares, ni el de la terna arbitral, es un verdadero desafío que me enriquece en cada viaje.

Este proceso de escritura en el exilio es para mí hasta hoy mismo una realidad cotidiana, aunque la libertad de viajar a Uruguay cuando quiero y la posibilidad (no tan frecuente como quisiera) de editar mis libros allí cambia mucho las cosas. Por otra parte, el exilio se me ha multiplicado considerablemente y ya no sé bien desde dónde y hacia dónde vivo exiliado.

Digamos que esta situación está ya fundida a mi vida, como aquella máscara del poema "Tabacaria" de Fernando Pessoa, que termina pegada al rostro del poeta.

El silencio también habla

Pero también es necesario decir que la escritura del exilio tiene sus ventajas, sus incentivos, sus privilegios. En esa cúpula silenciosa, afelpada o no, en la que uno se introduce al llegar al exilio, hay una intensificación de la soledad, que es siempre la tierra natural de todo escritor. Pienso que toda escritura es ante todo un diálogo con el silencio. Todo trabajo literario, y más que nada la poesía, es un ejercicio de aproximación al silencio. Y si la poesía es la escritura llevada a su mínima expresión, la escritura exiliada es un caso más extremo aún. El silencio no es solamente el silencio de la noche o el del rumor del viento en los árboles, sino también el aplastante silencio de la otra lengua que parece invalidar y neutralizar cada palabra que uno escribe. Y este silencio total es quizá uno de los incentivos más extremos para un poeta: se trata de rescatar una lengua que puede morir a cada instante y ser sepultada por la otra, la dominante. Para no mencionar el temor al ridículo al que se enfrenta todo poeta cuando asume el hecho de leer en público sus propios poemas vertidos a una lengua tan lejana como la sueca. Y cuando hablo de la lengua no hablo solamente de un instrumento, de un utensilio neutro, sino de un universo y una visión del mundo a la que aquella está inevitablemente unida.

Este ejercicio de disputa con el silencio siempre al acecho -que da a la vida un sentido por cierto fantasmal- afina el oído y mantiene aceitados los mecanismos del ritmo. Esta nostalgia del castellano como rumor, código y melodía obliga a estar atento, a aprovechar la más menuda resonancia para mantener viva y en pie la patria lingüística, la patria cultural. También de este raro silencio nace el neologismo, la asociación interlingüística, el contacto con cientos de lenguas extrañas, el interés por la traducción, la repetida reflexión sobre el lenguaje, sobre la estructura de la lengua. Y también la consciencia, hasta entonces no del todo clara, de que el castellano es apenas una de las muchas lenguas de América.

Por otra parte, los exiliados políticos en Suecia hemos tenido una oportunidad única de ver América Latina (que en realidad yo prefiero llamar América a secas) en toda su diversidad y unidad. Viviendo en Suecia pudimos encontrarnos al fin con ese milagro de identidad que es el ser latino. Esta certeza de que América es una unidad histórica y cultural muy fuerte no podríamos haberla tenido de la misma manera viviendo en Montevideo, Sucre o Margarita. Resulta que en Suecia, el latino que desea mantener su identidad (no solamente teórica sino también sentimental y cotidiana) puede hacerlo frecuentando a chilenos, ecuatorianos, salvadoreños, bolivianos, argentinos, guatemaltecos, mejicanos, etc., además de a algunos españoles, portugueses, franceses e italianos que por una razón u otra llegan al país. Y por supuesto que también está muy cerca la cultura alemana, la inglesa y también la cultura norteamericana, que asombrosamente para mí se presentó y se presenta cercanísima a lo que llamo la identidad latina, con todos sus claroscuros y a la vez con su papel dominante en la cultura mundial.

La práctica de mi castellano rioplatense se enriquecío (se sigue enriqueciendo) con nuevos giros, un aumento considerable de mi capacidad sinonímica y sintáctica, a la vez que comencé a lucir mi lengua como una joya en la camisa de fiesta.

Como los jugadores de fútbol que Uruguay vende a Europa, los poetas exiliados se ven obligados a aprender técnicas diferentes y quizá novedosas, pero a condición de mantener viva y latente la habilidad criolla, porque es esa habilidad -basada en la lengua materna- la única fuente inagotable de fabulación y ritmo y, en última instancia, el único instrumento de escritura y lectura, el entrañable recurso que nos permite destacar en el extraño y nuevo campo de juego, el único punto de partida verosímil.

 

1 El proyecto editorial Siesta acaba de ser retomado por un grupo de gente de la ciudad de Malmö, de manera que no estoy hablando de cosas pasadas, sino de un proceso no se ha detenido aún. Ojalá el primer número de la revista encuentro sea el punto de partida para un recomenzar.

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