Más
que por decisión propia, Uruguay nació por defecto: las alternativas
eran rechazadas por uno u otro vecino (Brasil y las Provincias Unidas)
e
inconvenientes para los británicos.
El surgimiento de una iconografía nacional encontró
similares dificultades, hasta que el hallazgo del olvidado José
Gervasio Artigas
dio sustento, paradojalmente, a una visión opuesta a la
que sustentó el hombre de carne y hueso.
En un país que surgió a la vida independiente de
manera bastante accidentada, es difícil encontrar héroes nacionales. La
fallida independencia declarada en 1825, la intervención
inglesa de 1828, la muerte del proyecto que nos integraría
a las Provincias Unidas del Río de la Plata, confunden
las aguas.
Y mucho más las confundieron aquellos que, como Pablo Blanco
Acevedo en 1930, estuvieron encargados de redactar, desde el parlamento
nacional, la historia oficial de la nación. El proyecto
narrativo triunfante fue el de la uruguayidad,
en oposición al de la orientalidad (que implicaba la asociación federada
de la Banda Oriental con el resto de las provincias de lo que
hoy es Argentina),
que era el que el artiguismo proponía. Y para mayor confusión,
Juan Pivel Devoto, el historiador máximo del Partido Nacional,
fue el encargado de sedimentar y abonar a lo largo de los años
la versión colorada (es
decir, la uruguayidad) de la identidad nacional. En medio de este
panorama José Gervasio Artigas fue, como es sabido,
el único (o
el mejor)
icono consensual que
se pudo encontrar a fin de catalizar las energías que podían
acumular en dirección a una narrativa de la nación.
Sin embargo, en tanto que símbolo de una nación,
el prócer presentaba una serie de falencias, la principal
de las cuales fue su condición de perdedor. No sólo
en materia militar (elemento
fundamental en la construcción de mitos nacionales), ya que ganó
tan sólo un puñado de batallas, sino también
en lo ideológico, ya que su proyecto de nación
fue derrotado en ambas márgenes del Plata.
Cuando lo recordamos, entonces, estamos recordando a un personaje
histórico que perdió casi siempre y cuyos proyectos
quedaron olvidados. Tal vez por ello lo que se ha preferido eternizar
son sus frases célebres, que parecen como pensadas para
que la posteridad las ponga en letras de bronce: "Mi autoridad
emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana",
"nada podemos esperar que no sea de nosotros mismos",
"clemencia para los vencidos". Son todas sentencias
memorables que se prestan a ser usadas por proyectos políticos
de muy diversa índole. De ahí que no deba extrañarnos
que tanto los militares como los partidos
tradicionales
y las fuerzas de izquierda del país se hayan sentido libres
de usar ese reservorio de frases cuando más les convino.
Sin embargo, no todas son rosas en la trayectoria de este icono que empezó
siendo objeto de una leyenda negra por parte de las fuerzas más
retardatarias de la región (los unitarios argentinos, desde Sarratea
y Mitre hasta Sarmiento) y que encontró en el iracundo libro
de Guillermo Vázquez Franco (Los mitos de la historia) su versión
más reciente. En esta última entrega de la leyenda
negra, que se disfraza de objetividad histórica, lo que
se dice del prócer es que el mito que se ha creado en torno
a él tiene poco que ver con el salvaje autoritario, el
obcecado político que en realidad era. En otras palabras,
lo que Vázquez Franco quiere decirnos es que la imagen
de Artigas que tenemos es falsa y que hubo, en realidad, un personaje
histórico de carne y hueso cuya trayectoria, dichos y hechos,
se pueden reconstruir científicamente.
De más está decir que este tipo de planteo es,
por lo menos, ingenuo, porque parte de la base de que hay un
pasado que se puede recuperar objetivamente. La historiografía
de las últimas décadas en todo el mundo parece
ser bastante más conciente de las limitaciones del método
historiográfico y se contenta con proponer aproximaciones
menos totalizadoras y pretenciosas, a las cuales Vázquez
Franco permanece impermeable.
La otra actitud posible ante el caudillo patrio es la que han
tomado autores como Carlos Maggi y Danilo Antón. En el
caso del primero (en
Artigas y su hijo el caciquillo), hay un intento de demostrar
que esa figura de bronce, que dejaba caer frases como si fuera
una antología de aforismos viviente, era en realidad un
indio pampa. Su hipótesis se basa en un vacío documental
que abarca varios años del periodo formativo de la vida
de Artigas (parte
de su adolescencia y juventud), época en que según Maggi
pasó entre los charrúas.
De esos indígenas habría aprendido algunas de las
lecciones que le permitieron desarrollar su credo y su estrategia
política. Lamentablemente, su fecunda hipótesis
degenera, en determinado momento, hasta convertirse en un intento
de probar que uno de los tenientes indígenas del ejército
artiguista era hijo del caudillo.
Pero lo importante de su libro, en un país donde las etnias
indígenas no tienen el más mísero lugar
en la narrativa de la nación, es la reivindicación
del componente aborigen en el proyecto artiguista. Posición
ideológica que Danilo Antón ha llevado a su máxima
expresión en una serie de libros (Uruguaypirí, El pueblo
jaguar, entre otros) dedicados a los legados indígena
y africano a la sociedad uruguaya actual.
Según este autor, las tropas de
Artigas estaban fuertemente nutridas de aborígenes y africanos,
quienes habrían sido el componente más leal de sus
ejércitos. Su proyecto político, entonces, se nos
presenta como el único intento de cambio social basado
en la asociación de las diversas etnias que poblaban el
territorio. Esta afirmación es de lo más inusual
en un país como el Uruguay actual, donde la
imagen predominante es
la de una sociedad de inmigrantes. Lo cual no es totalmente falso:
basta caminar por las calles de Montevideo para percatarse
de que el fenotipo predominante es de origen europeo-mediterráneo.
Y si se consulta los websites oficiales del gobierno uruguayo
se verá que existe una especie de orgullo en ser el país
menos indígena del continente; un orgullo no siempre explícitamente
expresado y que tal vez se base en que ni siquiera los argentinos
(quienes sí,
por lo general, lo expresan), campeones de la europeización,
fueron capaces de eliminar el componente indígena de su sociedad
totalmente, como lo atestiguan los miles de descendientes que
moran en Tucumán y otras provincias.
Es en este contexto que el carácter multiétnico
que Antón atribuye a la revolución artiguista debe
leerse.
Si bien debe aclararse que los métodos usados por Antón
no son los más académicos, es justo decir que más
allá de las imprecisiones en las que incurre y de las arriesgadas
y a veces infundadas hipótesis que avanza, su agenda de
investigación parece interpretar adecuadamente cierta necesidad
de parte de la sociedad uruguaya actual: la búsqueda
de raíces y tradiciones no-europeas en un país que
siempre se ha jactado de su europeísmo.
Otra representación reciente del caudillo se la debemos
al Cuarteto de Nos, quien nos lo presenta como un borracho inclinado
a prácticas sexuales poco tradicionales en una sociedad
patriarcal. Como es sabido, a pesar de su carácter jocoso,
la canción que habla del prócer en términos
por algunos considerados como irreverentes, despertó todo
tipo de reacciones "patrióticas". La condena
de esta juguetona presentación de Artigas (sólo la gente
muy necia puede tomársela en serio) se basa en el dogma que dice
que los héroes son intocables,
cosa que se nos inculca desde la más temprana infancia
a través de los programas escolares.
Por último, hay otra versión, otra pintura de Artigas
que quisiera recordar aquí. Se trata de la novela
Artigas
Blues Band, de Amir Hamed, que hace resucitar al caudillo
para enfrentarlo al mundo de hoy. Eterno Quijote, vuelve a la vida
con la intención de llevar a cabo la revolución
que nunca pudo realizar. Su fiel escudero Ansina, quien parece
haber podido observar el devenir histórico desde su confortable
muerte, le sirve de guía en un mundo que ha cambiado acaso
demasiado. Las andanzas del prócer y su lazarillo no interesan
tanto como la visión del personaje histórico que
propone Hamed.
Esa
nueva versión de Artigas se basa menos en una reconstrucción
minuciosa de los detalles históricos (a pesar de la abundante presencia de
fragmentos de sus discursos, sus cartas y otros documentos de
época)
que en una nueva hermenéutica con base en nuestro presente.
Esa estrategia interpretativa consiste en privilegiar la recepción
de su figura histórica por sobre la labor propiamente
historiográfica. En ese sentido, su narrativa artiguista
depende menos de lo que haya hecho o dicho el caudillo nacional
que de lo que hagamos nosotros con sus dichos y hechos.
Hamed parecería estar diciéndonos aquello que Jacques
Derrida
decía en su análisis de la obra de Friedrich
Nietzche:
un autor, un emisor de discursos
nunca es totalmente dueño de sus dichos, sino que está,
más bien, sujeto a las diferentes actualizaciones a que
lo someten los lectores que la posteridad
le ha deparado. Cada vez que lo leemos de manera diferente, nos
apropiamos de (le
estamos poniendo la firma a) sus textos.
Algunos intérpretes de nuestro presente, menos filosóficos
que Derrida, han preferido ver este fenómeno en términos
menos solemnes. Por ejemplo, el cantautor uruguayo Rubén
Rada, quien en un famoso tema ("Mambo
liberador") se
atreve a desear: "ojalá viviera Artigas pa' bailar
el mambo". Si mal no interpreto a esa otra gloria nacional,
lo que el popular músico propone es algo parecido: incorporar
a Artigas a nuestro imaginario, darle protagonismo
y construirlo, si es necesario, como compañero de baile.
Y también, lo cual no es menos importante, pensar que ese
mambo liberador es una continuación, de alguna manera,
del legado de Artigas a nuestro presente.
En todo caso, tanto en su avatar danzarín como en su rol
de autor esperando nuestra firma, Artigas siempre podrá
ser lo que queramos que sea. Y de hecho, así ha ocurrido
a lo largo de la historia. Una excesiva confianza
en el método historiográfico pierde de vista que
la objetividad histórica simplemente no existe y que puede
tener como consecuencia la atribución de una imagen única
y fija para los personajes del pasado.
El aporte del propio Vázquez Franco, creyente en esa objetividad,
es prueba de que las firmas que le vamos poniendo a los textos
del pasado transforman la historia discursiva de un personaje
histórico. Y esa historia discursiva es, para bien o para
mal, lo único que nos queda de ese complejo no discreto,
desorganizado, de hechos, pasiones, vidas y muertes, que seguramente
fue el pasado histórico. Umberto Eco, en buen latín,
dijo una vez que de la rosa sólo nos queda el nombre ("stat rosa pristina
nomine/ nomina nuda tenemus"). Como tantos aforismos, aun los
más acertados, afirma algo razonable al tiempo que omite
decirlo todo. En este caso, lo que no dice sobre la supervivencia
de la rosa en el presente es que, a pesar de que la heredamos
sólo en forma de discurso, hay otro dato que da vida a
la rosa: nuestra lectura de ese texto que
alguna vez fue flor.
Con Artigas pasa lo mismo: a ese monumento discursivo los que
le damos vida somos nosotros, los lectores del presente. Al hacerlo,
nos apropiamos de su ontología. A veces una lectura se vuelve mas popular
que las otras, a veces coexisten varias al mismo tiempo (por
ejemplo la de Vázquez Franco, la narrativa oficial del
prócer y la del Cuarteto de Nos), pero predomine cual predomine,
estamos siempre reescribiendo nuestra historia. Créame
el amable lector: no hay que tenerle miedo a nuestras propias
versiones de Artigas. Por eso, en esta fecha patria, anímese
y a Artigas póngale su firma.
* Publicado
originalmente en Escenario2
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