"El horror", fue el escueto y sensacionalista mensaje
que pudo transmitir Kurtz, uno de los protagonistas de El
corazón de las tinieblas, antes de morir. Esa, una
de las magistrales novelas de Conrad, tuvo la peculiaridad de
haber sido publicada en el emblemático año 1900,
y daba a entender, entre otras cosas, que el mensaje o legado
de un siglo que agonizaba a otro que comenzaba era más
bien traumático. Conrad, polaco de nacimiento, había
sido marino, había recorrido el mundo y después,
como muchos novelistas británicos, se dedicó a
escribir novelas que servían de esparcimiento e información
a los muchos interesados por los viajes, porque hay una estrecha
vinculación entre las novelas y los imperios. Y uno de
los horrores a los que había llegado Kurtz era el de un
victoriano que se interna en la selva africana y queda fuera,
básicamente, de los límites de la lengua inglesa.
Eso equivalía a llegar al corazón de la barbarie.
Conrad, además, admiraba a cierto amigo escritor, que había
nacido en 1841 en la provincia de Buenos Aires y que no habría
de descansar hasta ser naturalizado como súbdito británico
en ese mismo año 1900. En el Río de la Plata lo
habían conocido como Guillermo Enrique Hudson, pero como
escritor fue británico y su firma fue W. H. Hudson (William
Henri). Y Hudson,
en 1885, quiso embaucar a los lectores victorianos con una novela
cuya tesis consistía, en apariencia, en que había
una vez cierto país de nunca jamás que fue perdido
por los británicos. El título era The Purple
Land That England Lost, una tierra que, según el sensacionalista
Hudson, tenía ese color por la mucha sangre que en ella
se derramaba. La aparición de este taimado texto en las
librerías victorianas no tuvo el menor éxito, como
suele sucederle a muchos libros excelentes. Y su autor debió
esperar a 1904 para encontrar cierta fama y reconocimiento con
otra novela, Green Mansions. Pero lo relevante es que, leída
hoy, su novela de 1885, La tierra purpúrea, sigue
resultando una lectura
dichosa.
Hudson, como Conrad, pretende estar exhibiendo la colisión
entre lo bárbaro y lo civilizado, pero el resultado es
distinto. No hay horror en La tierra purpúrea, tampoco
hay crónica roja: hay aventuras y juego, y una intensidad
inusual en una novela decimonónica. Porque si Hudson finge
presentarse en el relato como Richard Lamb, un civilizado hombre
de letras británico, lo cierto es que escribe
como un salvaje, que ríe y juega con las ganas
con que lo hacían los habitantes de la campaña oriental.
Las aventuras de un súbdito de la corona inglesa que se
fuga con su flamante esposa de Buenos Aires y busca amparo primero
en Montevideo y luego trabajo en la campaña oriental, no
sólo no dan respiro sino que además chisporrotean
de malicia.
Aunque, como narrador de La tierra purpúrea, Lamb
se excusa frente al público "civilizado" por
las cosas que está contando, en rigor se comporta como
un paisano más en medio de secuestros de mujeres, revoluciones,
romances mentidamente castos y diálogos chispeantes repletos
de ginebra. Las estrategias narrativas son taimadas como las
de Santa Coloma, el caudillo que se levanta contra el gobierno
de Montevideo, o como los trucos a los que Lamb tiene que recurrir
para que no lo estafen cuando quiere comprar un caballo.
Y en tierras tan salvajes, el narrador, que se había lamentado
de que el imperio británico hubiera perdido la oportunidad
de "civilizar" a la Banda Oriental, descubre, hacia
el final, que tanta sangre y vida era mejor que permanecieran
con aquella pureza. El inglés que se había subido
al cerro para despedirse -aunque definitivamente enamorado de
esa tierra púrpura- descubrió una pureza feroz,
una pureza de un país perdido para siempre jamás
del que pocos testimonios quedan.
Un territorio, en definitiva,
de novela, gozoso y tajante, que cuanto más se asume perdido
más posible se vuelve repasarlo. Una regocijada mancha
púrpura -perdida por Inglaterra, perdida para todo el mundo-
acechando en las entretelas de la memoria.
* Publicado
originalmente en Insomnia, número 16
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