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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



DYLAN, BOB - BLUES - LÍRICA - ESCRITURA, OSCILACIÓN DE LA -


Provisorio como Aquiles*

Amir Hamed
Se puede vislumbrar que, desde siempre, la esritura ha oscilado entre esos dos polos que le son casi inapresables: la plástica y la música


Oscar Wilde, defendiendo a la poesía libresca, afirmó que la música es como la poesía, "pero sin el sentido". Sin embargo, quien se expone a unas líneas como "no te rompo de un tortazo/ por no pegarte en la calle" de la pluma de Razziatti y Maronni, descubre que el problema es un poco diferente.

Las antologías del verso no registran este deslumbrante pseudo trompazo porque el marco implacable y asordinado de la página de un libro no lo tolera. Y sin duda es mejor que estos versos hayan permanecido en el contexto al que fueran dirigidos: la voz de Carlos Gardel, que le supo dar el temblor exacto, la fruición al borde del llanto que no ha encontrado competidores.

Eso sucede con la lírica de las canciones de este siglo, cuyos versos logran comparecer en ocasiones con un vigor que, más de una vez, han perdido ciertos floripondios retoricistas que alimentaron a multitud de parnasos de otrora. Traen, como en el caso de ese tango primerizo, un habla vigorosa. Por ejemplo, en la América del norte, por la misma época que el tango se consolidaba, Jelly Roll Morton asaeteaba el blues con líneas de una osadía mucho más revitalizadora que aquellas que Henry Miller
(cuya "crudeza" le acaparó elogios durante décadas) fuera capaz de conjugar en sus trópicos.
Música trasplantada de negros, tanto el swing insolente del blues como el chamuyo del tango -reinjertado éste en una fabla cacheteadora y desconfiada de inmigrantes europeos- fueron un gran antídoto que estimuló tanto al inglés como a nuestro castellano.

Pero, a pesar de las simetrías iniciales, un destino muy distinto a estas dos líricas. En la misma medida en que nosotros hemos olvidado el tango, aquella verseada de los negros estadounidenses, amplificada y electrificada a través del rock and roll terminó siendo moneda cognitiva casi excluyente de varias generaciones. Como explicó Chuck Berry, sus letras hablaban de cosas que todo el mundo entendía, como mujeres y automóviles. Esta sencillez, más ese lenguaje codificado que interpelaba a la sexualidad y al movimiento, hizo las grandes revoluciones culturales de la segunda mitad de siglo. Sin embargo, los más venerados letristas de rock suenan o baladíes o pretenciosos pasados a la insonora página del libro.

En la mera cámara blanca de la lectura, pueden rescatarse simpatías irónicas y demónicas de Mick Jagger, estridencias de Lou Reed, y, probablemente, pequeñas joyas de muchos otros, pero casi a condición de compilarlas como aforismos. A aquellos que trataron, como Jim Morrison, de transformar esa lírica en algo más convencionalmente "poético", la página impresa, exonerada de acordes y ritmos, en vez de líricos, los devuelve presumidos.

Tal vez una de las excepciones a esta regla sea Leonard Cohen, y es mas que probable que la figura excluyente en este sentido sea cierto individuo que hace más de medio siglo naciera interinamente Robert Zimmerman y que hace bien poco cantara en función privada para el Papa. Le bastó sostener una guitarra, apoyarse sobre una armónica y ponerse la ostensible máscara del fugaz Dylan Thomas (
ése que, precisamente, le pidiera a Dios una máscara). Se lanzó a abrevar de los acordes y punteos del delta del Mississippi y, librescamente, de los poetas modernistas sajones, principalmente de T.S. Eliot.

El resultado fue un artista bastante descomunal, llamado Bob Dylan. De esa máscara salió una voz lírica relampagueante. Tal vez a simple vista no deslumbra, pero comparte con Neruda el arte de versificar, por sobre todo, en base a respiración, y sorprender así, condescendiendo también con la cursilería, con versos desconcertantes, que restallan como latigazos cuando menos se los espera.

Mientras insiste con un "amorcito", puede estar afirmando que "dentro de los museos, el infinito está siendo ajusticiado" o que "el fantasma de la electricidad aúlla en los huesos del rostro de Johanna". O puede esa voz estallar, metaliteraria y dolida, sintiendo miedo porque Ofelia, junto a la ventana, "cumple 22 años/y ya es una solterona".

O puede deambular, como en Temporary like Achilles, tratando fantasmagóricamente de "leer tu retrato" y sintiéndose desvalido "como el hijo de un millonario", para terminar resignándose a que la amada tenga a un guardaespaldas tan arquetípicamente épico y descomunal como Aquiles aporreando al enamorado trovador: "You know I want your lovin´/but honey you are so hard". Es decir, riéndose, pero con citas inmoderadamente cultas, como un negro a la orilla de Mississippi, conjugando dos culturas, y dos tipos de lírica.

Y contrariamente a lo expuesto por Wilde, el tortazo virtual tanguero o los machucones de este Aquiles llevan a una sospecha. Se puede vislumbrar que, desde siempre, la escritura ha oscilado entre esos dos polos que le son casi inapresables: la plástica y la música. Si hay verdad en esto, habría que resignarse -al menos provisoriamente- a concluir que el desgarbado Bob Dylan, quien revolucionó el canto y la música, que -sin llegar a descifrar la pintura de la amada- ametralla con imágenes y que se tropezó con un lenguaje poderoso, ha terminado siendo, casi a su pesar, casi accidentalmente, uno de los artistas más fuertes del siglo que caducó.
  

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 13.

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