Oscar
Wilde, defendiendo a la poesía libresca, afirmó
que la música es como la poesía, "pero sin
el sentido". Sin embargo, quien se expone a unas líneas
como "no te rompo de un tortazo/ por no pegarte en la
calle" de la pluma de Razziatti y Maronni, descubre que
el problema es un poco diferente.
Las antologías
del verso no registran este deslumbrante pseudo trompazo porque
el marco implacable y asordinado de la página de un libro
no lo tolera. Y sin duda es mejor que estos versos hayan permanecido
en el contexto al que fueran dirigidos: la voz de Carlos Gardel,
que le supo dar el temblor exacto, la fruición al borde
del llanto que no ha encontrado competidores.
Eso sucede con la lírica de las canciones de este siglo,
cuyos versos logran comparecer en ocasiones con un vigor que,
más de una vez, han perdido ciertos floripondios retoricistas
que alimentaron a multitud de parnasos de otrora. Traen, como
en el caso de ese tango primerizo, un habla vigorosa. Por ejemplo,
en la América del norte, por la misma época que
el tango se consolidaba, Jelly Roll Morton asaeteaba el blues
con líneas de una osadía mucho más revitalizadora
que aquellas que Henry Miller (cuya
"crudeza" le acaparó elogios durante décadas) fuera capaz de conjugar en
sus trópicos.
Música trasplantada de negros, tanto el swing insolente
del blues como el chamuyo del tango -reinjertado éste
en una fabla cacheteadora y desconfiada de inmigrantes europeos-
fueron un gran antídoto que estimuló tanto al inglés
como a nuestro castellano.
Pero, a pesar de las simetrías iniciales, un destino muy
distinto a estas dos líricas. En la misma medida en que
nosotros hemos olvidado el tango, aquella verseada de los negros
estadounidenses, amplificada y electrificada a través
del rock and roll terminó siendo moneda cognitiva casi
excluyente de varias generaciones. Como explicó Chuck
Berry, sus letras hablaban de cosas que todo el mundo entendía,
como mujeres y automóviles. Esta sencillez, más
ese lenguaje codificado que interpelaba a la sexualidad y al
movimiento, hizo las grandes revoluciones culturales de la segunda
mitad de siglo. Sin embargo, los más venerados letristas
de rock suenan o baladíes o pretenciosos pasados a la
insonora página del libro.
En la mera cámara blanca de la lectura,
pueden rescatarse simpatías irónicas y demónicas
de Mick Jagger, estridencias de
Lou Reed, y, probablemente, pequeñas joyas de muchos otros,
pero casi a condición de compilarlas como aforismos. A
aquellos que trataron, como Jim Morrison, de transformar esa lírica
en algo más convencionalmente "poético",
la página impresa, exonerada de acordes y ritmos, en vez
de líricos, los devuelve presumidos.
Tal vez una de las excepciones a esta regla sea Leonard Cohen,
y es mas que probable que la figura excluyente en este sentido
sea cierto individuo que hace más de medio siglo naciera
interinamente Robert Zimmerman y que hace bien poco cantara en
función privada para el Papa. Le bastó sostener
una guitarra, apoyarse sobre una armónica y ponerse la
ostensible máscara del fugaz Dylan Thomas (ése que, precisamente, le pidiera a
Dios una máscara).
Se lanzó a abrevar de los acordes y punteos del delta del
Mississippi y, librescamente, de los poetas modernistas sajones,
principalmente de T.S. Eliot.
El resultado fue un artista bastante descomunal, llamado Bob
Dylan. De esa máscara salió una voz lírica
relampagueante. Tal vez a simple vista no deslumbra, pero comparte
con Neruda el arte de versificar, por sobre todo, en base a respiración,
y sorprender así, condescendiendo también con la
cursilería, con versos desconcertantes, que restallan
como latigazos cuando menos se los espera.
Mientras insiste con
un "amorcito", puede estar afirmando que "dentro
de los museos, el infinito está siendo ajusticiado"
o que "el fantasma de la electricidad aúlla en los
huesos del rostro de Johanna". O puede esa voz estallar,
metaliteraria y dolida, sintiendo miedo porque Ofelia, junto
a la ventana, "cumple 22 años/y ya es una solterona".
O puede deambular, como en Temporary like Achilles, tratando
fantasmagóricamente de "leer tu retrato" y sintiéndose
desvalido "como el hijo de un millonario", para terminar
resignándose a que la amada tenga a un guardaespaldas tan
arquetípicamente épico y descomunal como Aquiles aporreando al enamorado trovador:
"You know I want your lovin´/but honey you are so
hard". Es decir, riéndose, pero con citas inmoderadamente
cultas, como un negro a la orilla de Mississippi, conjugando dos
culturas, y dos tipos de lírica.
Y contrariamente a lo expuesto por Wilde, el tortazo virtual
tanguero o los machucones de este Aquiles llevan a una sospecha.
Se puede vislumbrar que, desde siempre, la escritura ha oscilado
entre esos dos polos que le son casi inapresables: la plástica
y la música. Si hay verdad en esto,
habría que resignarse -al menos provisoriamente- a concluir
que el desgarbado Bob Dylan, quien revolucionó el canto
y la música, que -sin llegar a descifrar la pintura de
la amada- ametralla con imágenes y que se tropezó
con un lenguaje poderoso, ha terminado siendo, casi a su pesar,
casi accidentalmente, uno de los artistas más fuertes
del siglo que caducó.
* Publicado originalmente en Insomnia,
Nº 13.
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