«Cuando
se tiene carácter, hay en la vida un acontecimiento típico
que se repite constantemente.»
F.
Nietzsche
¿Un
destino inevitable?
"Andan por nuestra historia muchos misterios, sobre los
cuales la muerte ha echado siete llaves", escribía
Carlos Quijano en 1941 intrigado por el silencio que, durante
casi veinte años, cercó la vida de Eduardo Acevedo
Díaz.
"Y no puede dejarse de evocar otros silencios y otras
expatriaciones, que cerraron en este país muy varias carreras
políticas" (Quijano,
1992: 187).
Treinta y dos años después, el aserto se cumplirá
con el ejemplo del propio Quijano, cuando por obra de la dictadura
también se verá obligado a vivir y morir muy lejos
del país.
Si acaso por ajena o propia voluntad, Acevedo Díaz y Quijano
no agotan una lista de uruguayos extrañados. Esos azares
o secretos determinismos son los que, en 1917, llevaron a morir
en la áspera Sicilia a José Enrique Rodó
en medio de una guerra que apenas lo implicaba como corresponsal
de una revista porteña; otras causalidades recluyeron para
siempre a Horacio Quiroga en Buenos Aires
y luego en la selva misionera, donde en 1935 no vaciló
en proclamar "mi argentinidad"; otras impenetrables
razones, más allá de la enfermedad, decidieron a
que Juan
Carlos Onetti
le negara el mítico retorno a su castigado cuerpo pero
también a sus restos, que ofreció a la hospitalaria
tierra española.
Autorrecluido en Buenos Aires, sabiéndose cerca de la
muerte, Acevedo Díaz redactó el 23 de julio de
1919 un breve testamento. En su primera cláusula ordena:
"Si el gobierno uruguayo, o cualquiera corporación
civil, me hiciera el honor de solicitar el repatrío de
mis despojos, mis deudos, espero, lo agradezcan profundamente;
pero, les ruego se dignen declinarlo y manifestar que, por razones
que deseo llevar a la tumba, es una de mis últimas voluntades
que dichos restos descansen en la tierra argentina, que tanto
he amado, patria de mi esposa y de todos mis hijos, y que de
ella no sean removidos jamás" (Acevedo Díaz (h), 1941: 261).
Sería una candidez ver esta resolución postrera
como producto de la modestia personal, cuando se trata de quien
había nacido para estar en los primeros planos de notoriedad
y había hecho lo posible por mantenerse en ellos. Sería
una irreverencia leer sus palabras como un acto de rencor o desafecto
por el país que, sin pizca de exageración, este
hombre expuso su vida en decenas de ocasiones.
La enigmática resolución puede cobrar un sentido
si se la piensa a partir de la reflexión que sirve de
epígrafe a este ensayo biográfico. Como observa
Walter Benjamin, tal perspectiva nietzscheana implica la coincidencia
entre destino y carácter, o sea que "si uno tiene
carácter, su destino es esencialmente constante. Lo cual
a su vez significa [...] que uno no tiene destino" (Benjamin, 1967: 132). Esta relación
de discordia puede llevar al fracaso a quien desee transformar
lo colectivo a imagen y semejanza de su voluntad de dominio.
En eso se cifra la pasión uruguaya de Eduardo Acevedo
Díaz, su grandeza y su ruina.
Construir la nación, construírse a sí
mismo
Hijo de Norberto Acevedo y de Fátima Díaz, nacido
en la villa de la Unión el 20 de abril de 1851, Acevedo
Díaz es el resultado de una larga combinatoria de matrimonios
trenzados en cuatro generaciones patricias. Entre esos apellidos
de la "constelación de individuos que estuvo presente
cuando [...] la nación advino" (Real de Azúa, 1981: 15), hay varios
miembros conspicuos de su amplio círculo familiar por
cualquiera de las dos líneas. El padre de Acevedo Díaz
descendía de un conquistador compañero de Pizarro;
de otro alto funcionario indiano y de un fundador de Montevideo.
La madre había sido engendrada por Antonio F. Díaz,
a quien por su especial relevancia se examinará con cierto
cuidado.
Por el lado que fuere y en el bando político que sea,
estos lazos de sangre siempre lo vinculan a la clase dirigente
en las dos márgenes del Plata: el general César
Díaz (ejecutado
en el Paso de Quinteros), la multifacética y poderosa
familia Rodríguez Larreta, el codificador Eduardo Acevedo,
el prohombre universitario Alfredo Vásquez Acevedo, etc.
Entre 1851 y 1868, mientras Acevedo Díaz crecía,
como era corriente su familia había dividido las preferencias
por el bando colorado o el blanco. No se trata de opciones asumidas
en la convivencia pacífica sino en incesantes y enconadas
disputas que merman a todos los grupos sociales, a todos los
clanes. Apenas una sinopsis de los hechos militares oferta una
medida de las graves vicisitudes por las que entonces atravesó
el país y la comarca. De hecho, la historia colectiva
tiñe la vida particular de Acevedo Díaz desde que
llega al mundo, cuando la internacional "Guerra Grande"
languidece, ya próxima a su término ocurrido el
12 de octubre de 1851. Con todo, sus padres se encontraban a
buen recaudo porque vivían en zona de dominio oribista,
la de sus adhesiones.
En los años sucesivos el país frágil probará
suerte, sin éxitos, con la "política de
fusión"; verá morir casi al unísono
a los principales dirigentes de los dos bandos (Lavalleja, Rivera y Oribe); asistirá
a la "Hecatombe de Quinteros" (1858); atravesará momentos más
difíciles cuando la triunfante invasión de Venancio
Flores con expreso apoyo brasileño (1864-1865), y sabrá de cosas peores
cuando ese Uruguay florista se someta a la "Triple Alianza"
(hegemonizada
por Brasil y Argentina), que entrará en larga y terrible
guerra contra el Paraguay autoritario de Francisco Solano López
(1865-1868).
Toda esta red genealógica y fáctica, muy estrecha
en Acevedo Díaz, explica su intervención prematura
en los quehaceres nacionales: "A los diecinueve años
de edad, -escribió en 1902, cuando ya había pasado
la cincuentena- siendo estudiante de derecho, abandonando mi
carrera y mi porvenir, concurrí como soldado a la gran
reacción de 1870" (Acevedo Díaz (h), 1941: 15).
En esa nota autobiográfica elige el vocablo "porvenir"
como sinónimo de seguridad burguesa, de crecimiento profesional
al que, por el lugar de su familia en la escala social, hubiera
llegado sin mayores incomodidades. En realidad, la selección
del término está asociada a una autoexaltación
del sacrificio por "la tierra libre después de
tanto pelear", como dice su moribundo personaje Ladislado
en Grito de Gloria (p.
337).(1)
Desde sus inicios persiguió esa idea-obsesión con
los principios del dogma "racionalismo y democracia"
(A. Ardao,
1962: 258),
fundamentos de la consolidación nacional. Una difícil
tarea lo esperaba porque para cumplir con esos ideales tenía
que contar con los criollos, quienes no abrigaban "otra
noción moral de la patria que el fanatismo del pago"
(Ismael, p.
149).
Acevedo Díaz buscó un paradigma, un coligante para
esas masas indomesticadas, "y ese hombre, era precisamente
la personalidad típica o sea el caudillo [...] en la personalidad
de José
Artigas,
de suyo dominante, estaba la garantía del éxito" (Ismael, pp. 294-295).
Según ha demostrado Juan E. Pivel Devoto, desde 1816 pueden
encontrarse valoraciones positivas de José G. Artigas.
Hasta los años cuarenta del pasado siglo no había
prosperado y privado la "leyenda negra" sobre
el "archicaudillo" oriental, contándose
a Bartolomé Mitre entre sus detractores más firmes
y prestigiosos (Pivel
Devoto, 1974).
Los escritos del estadista unitario, en particular la tercera
edición de su Historia de Belgrano (1876-79), generaron
reacciones en cadena entre los "principistas"
uruguayos.
Urgida por la debilidad institucional del Estado esta generación
que irrumpió en los años setenta diseñó
la "tesis independentista clásica" del
Uruguay. Dentro de esta tesis circunscribieron a la revolución
artiguista como la raíz de una voluntad colectiva autonómica
conducida por un patriarca liberal, salteándose -sin más
trámite- la injerencia británica en el proceso
de 1825-1830 (Real
de Azúa, 1990).
Acevedo Díaz siguió esa línea interpretativa
del "protocaudillo" hasta su aportación
final: El mito del Plata; comentario al último
juicio del historiador Mitre sobre Artigas (1916). Pero ni el Artigas de los hermanos
Carlos María y José Pedro Ramírez ni el
de Francisco Bauzá adquirió la dimensión
entrañable que tuvo para Acevedo Díaz, ya que para
éste formaba parte de su "novela familiar".
En tan curioso vínculo medió el brigadier general
Antonio F. Díaz, abuelo materno del escritor.
Nacido en La Coruña en 1789 y radicado en Montevideo a los trece años,
en 1807 Antonio Díaz defendió la plaza fuerte española
contra la embestida británica; en 1811 se incorporó
a la revolución oriental; en 1814 se puso al mando del
jefe porteño Carlos María de Alvear, quien lo ascendió
a teniente coronel. Cuando al siguiente año Alvear fue
depuesto, las nuevas jerarquías porteñas -entonces
aliadas de Artigas-, lo encadenaron y lo remitieron junto a otros
seis militares al Cuartel General del caudillo oriental ubicado
en Paysandú. Este, en lugar de ejecutarlos, los liberó.
Entre 1826 y 1828, otra vez al mando de Alvear, Díaz peleó
contra los invasores brasileños. Al fin, adhirió
al Partido Blanco, como tal fue ministro de Oribe en 1838 y también
durante el Gobierno del Cerrito (1843-1851); por último, ocupó
un cargo ministerial en la administración de Gabriel Pereira
(1858-1859).
Según testimonio de Acevedo Díaz, por boca del
admirado ancestro conoció (y revivió) el proceso ulterior de la
Banda Oriental y la entera historia uruguaya; aprendió
a querer y a admirar al caudillo clemente y, sobre todo, se sintió
depositario de una misión colectiva que debía concluir:
afirmar la "sociabilidad", consolidar la patria.
De esto dejó constancia en el primero de sus textos publicado
en El Siglo, el 18 de setiembre de 1869, seis días después
de la muerte del "anciano [que] me refería la
historia de mi patria y de las otras comarcas americanas [...]
los anales uruguayos, pero aquellos anales gloriosos de la patria
única e idéntica, la patria de Artigas!"
(Castellanos,
1981: 211).
Por si fuera poco, además de la transmisión oral
de este pathos familiar, el brigadier Díaz escribió
unas pacientes Memorias que nunca publicó, pero
su hijo -y homónimo- las aprovechó para la Historia
militar y política de las Repúblicas del Plata
(1828-1866)
(Castellanos, 1981: 229). También el nieto las leyó
con avidez. Prueba de tan incontenible apetito es la ansiosa
carta del 7 de diciembre de 1897, en la que reclama con urgencia
estos materiales a su mujer (Galmés,
1979: 59).
Aun más, Acevedo Díaz publicó algunos pasajes
de las Memorias en los periódicos en que tuvo participación
dinámica -sobre todo en El Nacional-; al mismo tiempo
las reelaboró en sus propias ficciones o ensayos, casos
del relato sobre el exterminio de los charrúas ("La cueva del tigre") o de las crónicas
reunidas en Épocas militares en los países del
Plata (1911), entre las
que se cuenta 'Artigas y los siete jefes engrillados' (Pivel Devoto, 1948;
ídem, 1958; Castellanos, 1981).
Esa traza inicial de la admiración por Artigas, visto como
sujeto providencial y como primer hito para una identidad uruguaya, reaparece
en su segundo artículo, ahora en asociación ejemplar
con el pueblo que lo acompañó: "No hay duda,
es la raza de Artigas, la raza que sucumbiera heroica en los valles
del Catalán y renaciera en el Sarandí. Quisiera
penetrar el sueño de esas conciencias varoniles y descubrir
lo grande o lo pequeño de su misión" ('La
víspera y en la hora del silencio', El Siglo, 23/VI/1871).
El autor sumaba en esa fecha veinte años de edad y en
ese texto precoz -escrito en medio de la campaña guerrillera-
se pueden "descubrir sus fuerzas anímicas instintivas
originales, así como las transformaciones y evoluciones
ulteriores de las mismas" (Freud, 1970: 71-72). Porque, por un lado, su incorporación
en marzo de 1870 al levantamiento blanco contra el gobierno de
Lorenzo Batlle quizá no haya sido un arrebato juvenil,
sino una meditada actitud que se funda en la continuidad de ideales
nacionales una vez que ha desaparecido el tótem familiar,
a quien simbólicamente sustituye.
Por otra parte, sólo dos décadas después
de ese doble bautismo de fuego y escritura, estará
preparado para narrar la épica de la derrota artiguista
a través de la exploración de las "conciencias
varoniles" de guerreros criollos y mujeres rústicas,
dispuestos a inmolarse por la libertad, como en "El combate
de la tapera" (1892), episodio ficcional
que no por casualidad ubicó "después del
desastre del Catalán".
Al fin de una guerra que, sin vencidos ni vencedores,
terminó en abril de 1872, el joven Acevedo Díaz
buscó la primacía en filas de los blancos montevideanos.
Con enérgico despliegue irrumpió en la primera línea
de la juventud ilustrada; se convirtió en espiritualista
ecléctico mezclándose con la inteligentsia nacional
que desde el Ateneo combatió a la Iglesia Católica,
"que no es madre sino déspota", como escribió
en 1872 (A.
Ardao, 1971: 212).
De esa forma se inscribió en la tradición antihispánica
que desconfía de la influencia eclesiástica en
los asuntos públicos. Probó ser periodista agudo
y severo en sus críticas al gobierno colorado y, cuando
se produjo el golpe de Pedro Varela en 1875, fustigó al
militarismo. Comienzan entonces los ensayos de destierro en la
otra orilla, el que se hará prolongado y doloroso luego
del fracaso de la "Revolución Tricolor" antidictatorial,
a la que se agrega y de la que sale derrotado por la eficacia
bélica del fusil remington y del coronel Lorenzo Latorre.
Liquidada la "Tricolor", en 1876 Acevedo Díaz
fue perseguido por el jefe militar Máximo Santos y, antes
de perder la vida, debió exiliarse en la otra margen del
Plata. Al principio de ese retiro forzoso que se prolongaría
dos décadas, se radicó en Dolores (provincia de Buenos
Aires),
donde desposó a la joven argentina Concepción Cuevas.
Sin pausas, el matrimonio se cargó de numerosa prole;
el jefe de familia ganó el sustento como procurador, subinspector
de escuelas y periodista, primero en la mencionada localidad
y luego en otros centros urbanos bonaerenses (La Plata y
Florencio Varela).
En esos años sin otro riesgo que el de la dura subsistencia
cotidiana, creció el escritor que apenas se había
insinuado, porque se hallaba en un ambiente mucho más propicio
que el de su convulsionada existencia uruguaya y porque sintió
que había llegado la hora de cumplir, por oficio de la
escritura, la interrumpida misión
histórica.
Hacia fines de los ochentas, en la culminación de su madurez
intelectual y física, podía superar el anquilosamiento
estético de sus narraciones urbanas -como el que fatiga
a "Brenda" (1886), su primer relato
largo- para ensayar el discurso de la "historia en la
novela" (Lanza
y sable, p. 3).
Su pasaje del espiritualismo al positivismo, procesado en esos
años, le acercó el cuadro conceptual para construir
una literatura realista (A. Ardao, 1971: 216). Pero también,
sin claudicar en su fervor liberal y antimilitarista, su fe en la ciencia,
en el progreso humano constante y en la superación de los
individuos dentro del cuerpo social, lo alentó para cumplir
con sus ideales políticos al regreso a su "hermosa
tierra, destinada por la providencia a brindar sus preciosos dones
a 25 millones de hombres", como dijo en 1895 (Rocca, 1995: 17).
Son dos vías confluyentes. Mientras está en suspenso
la obra cívica puede ejecutar el prospecto literario que
incluye las novelas Ismael (1888), Nativa (1890), Grito de Gloria (1893) -y hasta Lanza y sable
(1914)- y el cuento
'El combate de la tapera'. Otra cosa ocurrirá cuando vuelva
al escenario de la historia uruguaya.
Antes que nada, en ese cambio de piel narrativa del romanticismo
al realismo metahistoriográfico, hay que considerar el
peso de la experiencia. Porque, como advirtiera Francisco Espínola,
en los alzamientos de 1870-72 y 1875 pudo "contemplar
nuestro campo tal cual lo cruzaron las turbas emancipadoras:
sin alambrados, sin palos telefónicos, sin vías
de ferrocarril, sin puentes" (Espínola, 1966: 19).
Agréguese las vivencias compartidas con los paisanos en
tantas jornadas de pelea y de privaciones, como él mismo
se lo aclaró a su amigo Alberto Palomeque en 1899: "[en]
dos campañas de vida militar -bien larga una de ellas-
aprendí a conocer un poco los hábitos, los usos,
las tendencias y la idiosincracia en el seno mismo de su masa
cruda -ácida, áspera y fuerte como zumo de limón."
(Castellanos,
1969: 54-55).
Esos hombres de la "masa cruda", como los soldados
que se burlan del negro que será ejecutado en 'El primer
suplicio' (1901), se distinguían
muy poco de los que vivieron entre 1808 y 1838.
Para encarar este tipo de narraciones tuvo que interiorizarse
en los recursos del realismo que ya había dado muestras
de vigorosa salud en Europa (desde
Balzac a Flaubert, desde Pérez Galdós a Tolstoi). Necesitó
plegarse -como lo notara Emir Rodríguez Monegal- a las
técnicas de construcción del folletín, alternando
al uso de "La Comédie humaine [de Balzac], un
elenco básico de personajes [...] en las distintas novelas,
mudando su función de una en otra" (Rodríguez Monegal,
1981: 179).
Observa también este crítico que los ejercitantes
de la novela histórica como Acevedo Díaz y el brasileño
José de Alencar -y, cabría agregar, los argentinos
José Mármol o Vicente Fidel López-, en cuanto
latinoamericanos, escriben desde la marginalidad. La misma posición
ocupó en el área anglosajona la literatura de Walter
Scott.
Hecha en el exilio, desde y para la periferia, la ficción
acevediana se homologa también a la de Henryk Sienkiewicz
(1846-1916), autor de
una trilogía sobre las derrotas de la nación polaca
en el siglo XVII, "de las cuales, sin embargo, el país
sale victorioso gracias a los esfuerzos patrióticos de
los indi-viduos y del pueblo en su conjunto" (Grudzinska, 1995: 65).
En el escritor del país
remoto, pequeño y frágil, adquiere mayor dramatismo
esa búsqueda de un lugar propio en la historia y la necesidad
de configurar una nación que cuenta con población
reducida y mestiza. Visto desde este ángulo, en sus novelas
históricas "mediante respuestas que busca en el
pasado, [intenta] esclarecer el enigma del presente"
(Jitrik, 1995:
19).
En forma simultánea Acevedo Díaz mantuvo en ellas
el proyecto político del romanticismo en cuanto justificación
de la nacionalidad vacilante.
Si bien en un sexenio se convirtió en el narrador que
Uruguay había aguardado durante medio siglo, para él
no era suficiente. Fuera de las cuestiones uruguayas su identidad estaba incompleta, por eso
cuando en 1895 la juventud nacionalista reclamó su presencia
en Montevideo, dejó en Argentina a su mujer y sus siete
hijos (la
menor, Elsa, acababa de nacer) y se entregó entero a cumplir
con su carácter. "Se me respeta aún más
de lo que yo me imaginaba", le escribe, eufórico,
a su lejana esposa el 28 de julio del 95, a diez días
de hacerse cargo de la dirección de El Nacional (Galmés, 1979:
30).
En apariencia durante esa etapa uruguaya que se extiende hasta
1903, por ausencia de tiempo y calma Acevedo Díaz dejó
en un segundo plano la labor literaria que antes había
encarado con disciplina febril. En esa época, cuando su
vida oscila entre el brillante apogeo y la violenta quiebra,
está abocado al periodismo de ideas y de batalla, a la
reorganización del Partido Nacional, al desempeño
de cargos legislativos y hasta se entrevera en una campaña
militar en las cuchillas (1897).
Sin embargo, según lo demuestra el relevamiento de su
trabajo en la prensa periódica, corresponde puntualizar
que hizo y rehizo mucha literatura.(2) En el conjunto dominan los
relatos ciudadanos de asunto sentimental y ninguno se sitúa
en el período artiguista ni en las luchas independentistas.
En consecuencia, Acevedo Díaz sólo recreó
esta época mientras se hallaba desterrado y nunca en suelo
oriental.
Quizá lo hizo para expiar la nostalgia o porque tenía
que cimentar las bases de una nación fragmentada a la
que esforzaba por dar organicidad. Sea como fuere, desde su retorno
en 1895 el esclarecimiento del mito nacional podía esperar,
pues con los pies en su tierra quizá creía que
iba a concretar buena parte de la ilusión.
Notas:
Las citas de
las novelas del ciclo histórico provienen de los volúmenes
editados en Montevideo por la Biblioteca "Artigas",
Colección de Clásicos Uruguayos: Ismael, vol. 4,
1953. Nativa, vol. 53, 1964. Grito de gloria, vol. 54, 1964.
Lanza y sable, vol. 63, 1965.
2 I. Cuentos filiados a la estética romántica consagrada,
de asunto sentimental: "La hamaca de Luisa" (El Nacional,
III, Nº 737, 25/IX/1895; es el mismo relato que antes --y
después-- publicó con el título "Columpio");
"El molino del galgo" (El Nacional, Nos. 738, 739 y
740, 26 al 28/IX/1895; antes publicado, en versión reducida,
con el título "Una trilla"; reimpreso en La
Alborada en 1901). "El sentir de Elena" (El Nacional,
I, Nº 54, 19/XII/1897; antes divulgado como "Detalle
íntimo"); "Salve Dimora..." (El Nacional,
III, Nº 736, 24/IX/ 1895); "El picacho de la duna"
(El Nacional, IV, Nº 884, 22/III/1896; también en
La Alborada, Nº 140, 18/XI/1900); "Nidos y besos. Idilios
precoces" (El Nacional, V, Nº 906, 21/IV/1896); "Aurora
sin luz" (Rojo y Blanco, II, Nº 1, 1/I/1901); "Historias
íntimas. El mundo del egoísmo" (La Alborada,
VI, Nº 203, 2/II/1902); "Date Lilia..." (La Alborada,
VI, Nº 209, 16/III/1902) y "La dama ignota" (Página
Blanca, circa 1903).
II. Cuento político, sobre dos taitas en la época
de Santos y de Herrera y Obes: "Silvestre y Basilio"
(El Nacional, III, Nº 781, 16/XI/1895).
III. Cuentos y estampas de atmósfera rural. "Sin
lápida" (Rojo y Blanco, I, Nº 6, 22/VII/1900)
y "Pasajes del paisaje" (El Nacio-nal, VIII, Nº
2425, 1/I/1902).
IV. Cuentos de asunto histórico. "La cueva del tigre"
(La Albora-da, V, Nº 164, 5/V/1901; se trata de una versión
ficcional de la crónica "La boca del tigre",
publicada en La Epoca en 1890) y "El primer suplicio"
(La Alborada, V, Nº 153, 17/II/1901).
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 25
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