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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



POESÍA LATINOAMERICANA DEL SIGLO XX - POESÍA DE FIN DE SIGLO - NARRATIVIDAD DE LA POESÍA


Visión de la poesía latinoamericana actual*

Eduardo Milán
Las dos líneas dominantes en la poesía latinoamericana que se produce hoy son una inventiva y otra restitutiva, una que sigue el espíritu de búsqueda de las vanguardias históricas y una que intenta un entronque con lo que llamé una poesía de la lengua



A la luz de Gina Soto;

A Gabriela, mi mujer;

A Leonora, Andrés y Alejandro;

A José Miguel Ullán


1

Detrás de la fachada caótica hay dos manifestaciones de la poesía latinoamericana actual: la que desciende de la incidencia que en América Latina tuvieron las vanguardias históricas mediante una lectura muy precisa, fundada en el juego del lenguaje; y otra, la que supone una vuelta al pasado poético y busca, de una manera no muy crítica, instalarse en un territorio que mediante una ilusión óptica, casi temporal, promete una estabilidad frente al caos dominante no sólo en la poesía sino en el aparato de valores del mundo contemporáneo. Son dos manifestaciones que, con suerte, podrían alimentarse mutuamente si lograran sortear la paradoja que arrastran de un modo no siempre consciente: el hecho de provenir ambas de ese fenómeno irrefutable llamado vanguardia, el cual me parece un catalizador sin cuestión dentro del marco de nuestra poesía. Creo que es imposible, pese al empecinamiento de cierto pensamiento acrítico, considerar no sólo a la poesía latinoamericana sino también a la poesía del siglo XX al margen de las repercusiones del vanguardismo histórico.

La primera de las evidencias posicionales de nuestra poesía desciende de la línea esbozada por Vicente Huidobro con Altazor (1919) y el creacionismo, por César Vallejo y Tricle (1922), Pablo Neruda y las Primera y Segunda residencia (1929), y Oliverio Girondo con su libro En la masmédula (1954).

Ese esbozo de lineamiento más o menos consciente –muy programático en Huidobro, por ejemplo– será reelaborado luego por la generación que llamo maestros herederos de las vanguardias y que integraran, entre otros, José Lezama Lima
(1910), Nicanor Parra (1914) y Octavio Paz (1914). Con estos tres poetas, la herencia de la vanguardia se ramifica pero ya con posiciones muy claras: la primacía de la visión por la imagen, en el caso de Lezama Lima; el cuestionamiento radical del quehacer poético en Nicanor Parra mediante la puesta en duda del habla poética y de la figuración del hablante lírico; y, en Octavio Paz, la conciencia crítica del lenguaje.

Llamo la atención sobre la diferencia entre habla poética, en el caso de Parra, y lenguaje poético en el de Octavio Paz, por lo que significa considerar a la poesía como proveniente de un habla cotidiana radicalizada hasta el límite, en el caso del poeta chileno, y a la poesía como una forma finalmente aurática del lenguaje, producto de la invención, en el caso del poeta mexicano. Ambas visiones del lenguaje serían, por decirlo así, materiales en comparación con la visión sustancial del lenguaje poético en Lezama Lima.

La segunda manifestación clara de la poesía latinoamericana se sostiene en la confirmación en nuestro presente de un pasado poético: el pasado de la lengua que abarcaría, más que una idea precisa de la tradición, una historia de la literatura en lengua española en su relación con América Latina, donde cabrían ejemplos tales como las Crónicas de Indias, el Primero sueño de sor Juana Inés de la Cruz o Purgatorio y Anteparaíso del poeta chileno Raúl Zurita., nacido en 1951. En contraste con la posición contestataria respecto de la historia de la lengua de los poetas anteriormente mencionados –Parra y Lezama, especialmente– y que todavía inciden de manera individual, identificándose ante el lector con sus poéticas, la segunda manifestación se ampara en la historia de la lengua y de la literatura, de ahí que su relación con el lector, desde un punto de vista autoral, sufra un desplazamiento y remita siempre a otros textos ubicados en el pasado de la literatura. Grosso modo: quizás el enfrentamiento se produce, de nuevo, por la confrontación y reconocimiento del fenómeno histórico de las vanguardias por parte de Parra, Lezama Lima y Paz y del concepto de la poesía como lenguaje que de ahí se extrae y por el soslayamiento, no tanto la refutación o la crítica, de la vanguardia por parte de los cultores del pasado que ven en la lengua el único cobijo seguro ante la inestabilidad formal del presente.

El problema tiene un nivel de resonancia más general y me gustaría intentar ubicarlo en la dimensión que alcanzo a ver, ya que la bifurcación de la poesía latinoamericana se plantea en forma nítida a partir de 1970 con el libro Contra natura de Rodolfo Hinostroza (1941). En términos formales hay una ruptura muy evidente entre la práctica de una estética del fragmento y el comienzo de una poesía narrativa que no me parece casual ni considerable en el mero nivel de la superficie. Tienen que ver con el momento histórico y con una interpretación de ese momento histórico. Puesto a elegir la forma idónea del repertorio formal de las vanguardias, no dudaría en identificar el fragmento como la más característica, no sólo por ser un momento clave dentro del sueño de la obra de arte total del romanticismo alemán.

Tampoco porque el fragmento sea el destilado formal perfecto –valga la paradoja– del sentido desintegrador de las vanguardias, coletazo a la izquierda de la epifanía hegeliana. Menos aún por considerar el fragmento como el último residuo de una imposibilidad, la de escribir, practicada en este siglo de manera maestra por Samuel Beckett y del mismo modo teorizada por Blanchot. No. Mucho más pragmática: la forma del fragmento se vuelve idónea en nuestro siglo por ser la representación de la idea de un derrumbamiento (en realidad: de un arruinamiento) del mundo.

Si se quiere correr el riesgo de ir más allá todavía, el fragmento es la representación cabal en términos estéticos
de la relatividad einsteniana, una respuesta formal a la sustitución del concepto de tiempo por el espacio-tiempo.

Es posible que el fragmento comience a ceder frente a la poesía narrativa por agotamiento perceptivo. Pero, de cara
a la historia, la llamada posmodernidad en lo relativo al también llamado "fin de la historia", al también llamado "fin de las utopías", a la clausura de los discursos legitimadores y totalizantes y a toda la pragmática desencantada que habita las páginas de Jean-François Lyotard y de Francis Fukuyama, en apariencia opuestos, cuya desembocadura fácil son los últimos trabajos de Gilles Lipovetsky.

Simplificando: la narratividad en poesía ocuparía un costado marginal del fragmento, considerado como piedra de toque del repertorio formal de la vanguardia. Sin embargo, creo que hay que ver cómo la narratividad puede ser un recurso ideológicamente usado en el marco de una negación de la historia. La narratividad pasa a ser el sentido de la historia, como si dijéramos: "la historia vista como transformación, como cambio o motor de cambio, continúa en la narratividad, en el discurso, ya que en la vida es imposible".

Por su parte, la historia soporta ya un vaciamiento de significado (vaciamiento de la idea de cambio, de la idea de transformación): ya no se hace historia, hay hechos y, luego, versión de los hechos. ¿Cómo se ha llegado a esto? En lo que a estética se refiere, la política de la posmodernidad absorbe la conciencia de que los lazos con el pasado están rotos definitivamente. En este terreno juega bien la frase: "Todas las formas y todos los tiempos están aquí".

El pensamiento desencantado, el pensamiento del presente sin salida, legitima la consideración del fin de la historia pero autoriza volver al pasado en busca de las crestas eufóricas
de ese tiempo, de los momentos de mayor prestigio y, en un efecto de mimesis atemporal, autoriza "recuperar" para el presente momentos lujosos de un tiempo que ya nada tiene que ver con el pasado y presente mediante la instalación de un canon que "brillantiza" el pasado por considerar clausurado el futuro. El futuro, para este planteamiento, correspondería a la ya probada imposibilidad de un cambio en lo social. Pero –y esto hay que destacarlo especialmente en el contexto en el que estamos hablando– el futuro también correspondería, por devenir histórico, al silencio
de la escritura.

Desde esta perspectiva, la narratividad poética corre el riesgo de ser legitimadora, también ella, de un discurso histórico vacío ya que la poesía, al contrario de la narrativa, se propone como transformación en sí misma: es una utopía del aquí. Siguiendo la línea de pensamiento, el ideal de cambio histórico, bloqueado en la práctica, se llevaría a cabo como representación en la poesía narrativa, es una especie de épica de fundacional pero, hasta ahora, sin un héroe, sin un Nadie, sin un Here comes everybody. América Latina tiene una tradición narrativa interrumpida por el modernismo finisecular de Darío, que abrió las puertas a la vanguardia.

La manipulación narrativa de la poesía considerada como
un fenómeno a discutir excede, me temo, el marco poético latinoamericano. La ruptura genérica, la desidentificación funcional entre poesía y prosa, característica del último tramo de la modernidad y en especial de este siglo, afectó, más que a la función, al género. La caracterización de la función poética de la palabra ("cosa" para Sartre, "trocadillo" para nosotros, "paranomasia" para Roman Jakobson) identificó el problema de la palabra poética en cuanto a su función pero, caída la pretensión ontológica de la palabra poética (esto es: la palabra y su relación con la idea, característica de la poesía prevanguardista), sirvió para des-generizar, o, en términos de una consideración macrológica del problema, para des-formalizar.

La narratividad poética combatiría el concepto de poesía lírica heredado de la tradición y retrotraería a la poesía latinoamericana a las funciones épicas de la lengua. Siguiendo este razonamiento casi irónico, en este momento estaríamos en la escritura del Cantar del Mío Cid o en los Cantos de Nezahualcóyotl pero seguramente ya pasamos a sor Juana Inés y a san Juan de la Cruz.

Llegado a este punto, defino: las dos líneas dominantes en la poesía latinoamericana que se produce hoy son una inventiva y otra restitutiva, una que sigue el espíritu de búsqueda de las vanguardias históricas y una que intenta un entronque con lo que llamé una poesía de la lengua que, por su obediencia a ciertos cánones muy marcados, no me atrevería a llamar una poesía de la tradición. La poesía inventiva estaría bien representada por los poetas alineados como neobarrocos: José Kozer (1940), Roberto Echavarren (1944), Néstor Perlongher (1948), David Huerta (1949), a quienes Perlongher, en una antología publicada en Sao Paulo, Brasil, en 1992, agrupó con el nombre de "transplatinos".

La antología se llama Caribe transplatino e incluye, en un gesto sincrónico-antológico inusitado en América Latina, una amplia divisoria de poetas que se desplazan del Río de la Plata, río que separa Uruguay y Argentina, a La Habana; desde el joven poeta Wilson Bueno hasta el legendario José Lezama Lima, pasando por Severo Sarduy. La publicación en Sao Paulo de la antología de Nestor Perlongher no es gratuita. No se trata de un mero ademán de difusión en la otra gran lengua latinoamericana, el portugués, de una serie de poetas hispanoamericanos vinculados retóricamente entre sí. Es también un homenaje a quienes fueron pioneros teóricos de una poesía inventiva en América Latina, los poetas concretos de Sao Paulo: Augusto de Campos, Haroldo de Campos y Décio Pignatari.

Para el grupo de poetas neos o transplatinos, el vínculo con la poesía concreta es muy importante, sobre todo con Haroldo de Campos. La ensayística de Haroldo de Campos, no sólo la escrita en apoyo de la práctica poética del grupo concreto en las décadas de los cincuenta y sesenta, sino más precisamente en su última fase, la de O secuestro do barroco na formaçao da literatura brasileira
(1989),
en donde fundamenta la posición neobarroca como característica no exclusiva de una línea de constante emergencia en la poesía latinoamericana sino del arte contemporáneo en general. Si se toma en cuenta la presencia de Haroldo de Campos en relación a la escritura de Blanco
(1966) y de Topoemas (1968), se puede entender la importancia de este escritor brasileño, un verdadero puente inventivo entre distintos momentos de la herencia vanguardista en América Latina.

Y, en efecto, la ensayística haroldiana corre en apoyo del poema neobarroco (o neobarroso, como lo denominó el mismo Néstor Perlongher, al parodiar también al neobarroco desde el punto de vista del lamento de Jorge Luis Borges, quien revela el bajo nivel del río por el cual lo fundaron: barro hay debajo del Río de la Plata). Podría describirse un poema neobarroco como un texto proliferante donde el poeta hace énfasis en la no-identidad del que habla y lo ubica en una lógica deleuziana de devenires. Pero ahora ya no, como ocurre en los textos canónicos de la vanguardia latinoamericana, para resaltar una orfandad autoral o para proclamar que "el sujeto es el lenguaje".

El texto neobarroco es un texto minado que nunca estalla porque el estallido sería la condición de su final. Propuesto como interminable, sin final, su sentido es continuamente diferido por el juego de palabras. Una nueva impronta, en relación a la vanguardia, adquiere el poema en manos, por ejemplo, de Perlongher: la entrada de una subjetividad implacable que critica desde el margen, desde el no-sujeto,
al estatuto objetivo del poema. Si el sujeto está en discusión, ahora también el objeto poema lo está: Perlongher no permite la posibilidad de un sublime objetual que sustituya
al sujeto ausente. Entre los poemas neobarrocos, Néstor Perlongher, fallecido en 1993, alcanza el mayor nivel de fidelidad a una propuesta cuestionante del hablante, del poema y del mundo.

Síntesis de la crítica del hablante (Nicanor Parra), de la crítica del lenguaje (Octavio Paz) y de la imaginación sintáctica del surrealismo (Lezama Lima), la poesía de Perlongher es un acto revulsivo aun contra el lector. El amaneramiento retórico, a veces limitando con el rococó,
a punto de legalizar una aformalidad definitiva y una anormalidad pansexualizante como tema obsesivo, chocan contra el lector tradicionalmente preparado para la poesía lírica entendida como manifestación sublimada de un yo profundo. La resistencia a la belleza es característica también de Roberto Echavarren y de José Kozer, una resistencia ejercida como por programación. Lo que mantiene vivo al poema es el juego, el lenguaje en estado de alerta continuo en donde muy poco está encargado a la memoria poética del lector. Una belleza que se sacrifica siempre es un eco tardío del estallido de la vanguardia.

Ahora bien, no debe confundirse una poesía de la manipulación narrativa con una parte sustancial de la obra del nicaragüense Ernesto Cardenal
(1925). Me refiero a El estrecho dudoso (1966), libro que apunta más a una conmemoración, a la ratificación de una memoria, que a una práctica poética en lugar de un escamoteo del futuro. El texto de Cardenal no corresponde a una desesperanza ni a una pérdida de fe ni a la actualización de un fracaso sino a una presentificación. Lo mismo ocurre con la poesía de Álvaro Mutis (1923) posterior a Caravansary (1981) y Los emisarios (1984). No hay más desencanto presente que desencanto pasado en Mutis: hay una búsqueda de legitimación producto de una conciencia que ve en América Latina la lógica del desastre, un desastre que lo lleva a conceptualizar –esta es una diferencia importante– a la lengua española, al castellano precisamente, como un lugar poético no contaminado por la hybris del habla latinoamericana. Pero no hay todavía una vivencia poética de la lengua materna desde su interior: hay una celebración, un homenaje o un pedido de rescate pero no todavía un diálogo.

Identificando las narrativas de los dos poetas anteriores para evitar cualquier confusión, habría que situar al grupo de poetas de la lengua al margen de cualquier pretensión lingüística experimental por considerarla una forma de corrupción no sólo de la lengua: también del mundo y, sobre todo, de la palabra, dicha así esencializada.

Sin embargo, tampoco hay que confundir esta nostalgia por la esencialidad con una poética, digámoslo así, de lo sagrado. Lo sagrado implica una restricción límite y una ofrenda a ese equilibrio: implica una preservación de una teogonía o de una cosmología, no un lamento. El lamento por la pérdida del aura tiene una clara filiación secular: en general es frío, no restringe ni esconde. Sin conciencia clara o con conciencia de ello, los poetas de la lengua viven la misma contradicción de Heidegger en cuanto a la esencialidad de la palabra.

Ya no se trata aquí de la desconfianza en la metáfora
como alejamiento del origen. Se trata de la capacidad de alejamiento del modelo, del tiempo del paradigma, para decirlo así. En efecto, ¿por qué el Hölderlin elegido es el neoclásico armónico y no el loco que alteró su sintaxis?,
¿por qué desoye Heidegger la filiación presocrática del poeta y del adivino, su asimilación con una función mántica?
La locura de Hölderlin aparece para Heidegger como aliada de la historia, no se llama Goethe ni Schiller sino historia y derrumba la armonía y la encarnación de la palabra. La pregunta a formular sería: ¿Dónde acusa el lenguaje el olvido del ser? ¿Dónde está esa zona del lenguaje donde no hay lenguaje y no se autoriza un vacío que actúe como memoria de lo que fue? ¿Dónde hay nada y por qué no se la permite? Desde Gadamer a Vattimo hay el pedido de no des-historizar a Heidegger. ¿Pero acaso no hay una deshistorización del lenguaje en Heidegger? ¿Dónde está lo que no está, el enigma ("la huella de lo indecible" en el lenguaje, como lo llama Colli), en la visión de lo poético?

Si la historia es el derrumbamiento, cualquier retiro del concepto del escenario es favorable, cualquier retorno legítimo. Sin embargo, detrás de la negación de la historia concebida en los términos de no-reino, de no-paraíso hay poco más que una positivación de lo trágico: hay el intento de abrigarse en las formas de la fachada y el no reconocimiento del carácter histórico de las formas.

Del no reconocimiento de la historicidad de las formas se pasa a una formalización de la lengua. Volver a la lengua
es un retorno que corresponde a un repertorio de formas implícitas. No es solo horror el horror a la vanguardia: es
un horror al siglo, un horror al tiempo, un horror a la historia y una renuncia al futuro. Francisco Cervantes
(1938), Giovanni Quessep (1939), Francisco Hernández (1944), Enrique Varistegui (1950) son ejemplos de una postura que defiende de manera pronunciada o de manera oculta un alejamiento y rechaza cualquier proyección.

Una variante del movimiento de retorno es la variante temática. La tematización de la infancia como tiempo paradisíaco adquiere una presencia rectora en José Luis Rivas (1950), la infancia como lugar al margen de la urbanización tomada como metáfora de la prosa.
La postura neorromántica de la asociación libre con la naturaleza remite nuevamente al tópico del coin intime
pero ahora con un modelo pasional, abarcador, enérgico
e insuperable: Saint John Perse. Una tematización más
aguda de la infancia es planteada por Arturo Carrera
(1948), aunque aquí el sujeto no es el niño: es el habla del niño en un intento de arremeter contra la etimología infans ("lo que no habla").

Carrera asume la ficción de hacer hablar lo que no habló y corre con el riesgo de la identidad, ya planteada en uno de sus libros más significativos: Arturo y yo
(1948). Más que la aplicación de la lógica del heterónimo hay en Arturo Carrera la convicción de que, efectivamente, el niño es otro, que en nosotros hubo otro antes, ahora extraño, más cerca no del origen sino del nacimiento y sólo en ese sentido más puro.

En el doblaje infantil Carrera encontró una mina difícil de explorar en territorio enemigo. Descendiente de la vanguardia vía la poética de Haroldo de Campos y de la prosa de Severo Sarduy, Carrera invierte la propuesta inventiva que exaltó la vanguardia latinoamericana al considerar al juego lingüístico como generador de sentido. Por el contrario, la identificación de un sentido primario, callado, extrañamente común a los adultos, muestra que los temas en poesía pueden ser resignificados con auxilio, justamente, del tiempo. Quizás en la poesía de Carrera no hay historia pero hay edad.

2

Ahora podemos preguntarnos: ¿dónde está la evidencia, el rasgo de estilo de una poética considerada globalmente?, ¿dónde está la fidelidad que debe cumplir para seguir siendo lo que es? La diferencia está, cuando es asumida como coincidencia, en la necesidad de transgresión de la poesía latinoamericana respecto de todo modelo e incluso el hispánico. Ya fue planteada en Ruben Darío y confirmada en los momentos de la cúspide de las vanguardias latinoamericanas, esto es, en los poetas que, en América Latina, asumen un compromiso poético con el espíritu de la vanguardia y lo traducen en sus textos.

Esto es importante en una poesís donde durante mucho tiempo se asumía una actitud que contrastaba con la realidad. La vanguardia latinoamericana son poetas, nombres, emergencias: Huidobro, Neruda, Vallejo, Girondo, son puntos luminosos y competentes, pero sólo Huidobro logró formular con cierta claridad lo que de veras quería hacer poéticamente a un nivel teórico. Y hablar de vanguardia en el siglo XX –digo en el XX porque resulta también notable la consideración de Joseph Beuys de la vanguardia como fenómeno transhistórico– es hablar de formulaciones teóricas que apoyan la práctica poética.

En América Latina hay que esperar una segunda vuelta, lo que llamé maestros herederos de la vanguardia, ya que su deuda con el repertorio de la vanguardia es manifiesta (Octavio Paz, Nicanor Parra, José Lezama Lima, Emilio Adolfo Westphalen son algunos ejemplos), para lograr una similación teórica de lo que ocurrió o pudo haber ocurrido durante el periodo marcante de las primeras tres décadas del siglo. Sin embargo, pese a la relatividad con que debe ser tomada la vanguardia, pese a la particularización que exige vista de este lado –una particularización que es casi una individuación––, en los poetas de vanguardia latinoamericana, en sus obras, está la legtimación del nacimiento de nuestra poesía, cosa que permite hablar de una paradojo. En efecto, es sintomático, si se considera a las vanguardias históricas como un proyecto desintegrador de las artes en este siglo –por más deudas que pueda tener co la reflexión teórica del romanticismo alemás, por ejemplo–, que ese momento de desintegración coincida, para nosotros, con una toma de conciencia de nuestra posibilidad de ser poética.
La internacional vanguardista, con su pretensión de formular una koiné o lengua única, fue la promesa de existencia para una poesía que, por razones obvias de carácter histórico (descubrimiento y conquista de América), tuvo siempre problemas de identidad o, al menos, una identidad difícil.

El descentramiento que produjo la vanguardia en las artes coincidió con una realidad descentrada que, en lo que respecta a la poesía, resulta una confirmación: la toma de conciencia de que nuestra poesía es, en realidad, descentrada respecto de cualquier hegemonía. Ya que el fenómeno de la vanguardia es expansivo, permisivo y totalizador, una poética en estado de emergencia constante no podía sentirse mal. No hay equívoco, creo, en denominar estas emergencias poéticas más que como una clara, reflexiva y asumida posición poética, como una verdadera condición de sobrevivencia.

Con la misma conciencia de su inestabilidad fue teorizado
el Manifiesto antropofágico del brasileño Oswald de Andrade
(1922), con la misma conciencia de inestabilidad fue concebida la Teoría de la Poesía Concreta por los poetas de Sao Paulo (1965). Los esbozos de una conciencia ya estaban en Darío, en sus famosas ‘Palabras liminares’ de Prosas Profanas (1896 – 1901): "Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas...", dice Darío, remitiendo el presente poético al pasado y, al mismo tiempo, confesando su devoción por el Siglo de Oro español, por el decadentismo francés y por el cosmopolitismo whitmaniano.

Es probable que Darío no tuviera muy claras las cosas en relación a nuestra posición continental –"No es el poeta de América", comienza diciendo el pensador uruguayo José Enrique Rodó, en un texto que sería el más limpio apoyo que tuvo Darío– pero sí tenía muy clara la inestabilidad cultural de una poesía cruzada por la ansiedad de las influencias. La remisión al pasado de la poesía latinoamericana sienta las bases de un no-lugar presente
para la poesía de América Latina y estimula un compás de espera.

La ubicación de Darío sirve, retrocediendo un poco más, para situar a sor Juana Inés de la Cruz como una escritora en relación dialógica con la poética de la lengua hispana (aunque con una extrema salvedad: por venir del barroco se trata de una relación barroca, fuera del marco de la lengua), no como una manifestación transgresora. Aquí no hay equívoco: la misma sor Juana reconoce su filiación gongorina.

El problema en la poesía latinoamericana es cuando no se reconocen los modelos y se los asume "naturalmente", como si el modelo fuera ya la identidad a seguir y no lo que es: la posibilidad para una identidad. Pero sor Juana, a diferencia de Darío, tien un lugar poético: el lugar de la Nueva España, denominación donde el adjetivo precisa un "segundo lugar" pero no deja claro si es un lugar positivo o negativo –"se entiende" que positivo–, porque el calificativo que indica la novedad es el enemigo de la idea misma de tradición.

Para reiterar: Rubén Darío y sor Juana, siempre desde el punto de vista de la posición, ocupan lugares diferentes en relación a la tradición hispánica. Sor Juana no está imbuida de crisis territorial, está en su lugar y por lo tanto su diálogo con el Siglo de Oro es natural: es el seguimiento del linaje posible aunque, hay que decirlo de nuevo, no se trata de cualquier linaje sino del linaje extremo.

Para el ojo poético-transgresor latinoamericano, sor Juana resulta "salvada" por una obediencia feliz: la obediencia a una poética más allá de la lengua, como es la del barroco.
En Darío ya es clara la pregunta por el lugar poético latinoamericano y esto porque el positivismo decimonónico obliga a la confrontación con un pasado fundador. Con el mismo carácter errante, transitorio, se coloca a Darío como poeta en su presente. Se encomienda al pasado y, en espera de un renacimiento poético, prepara un hueco para las vanguardias.

Preguntarse entonces, reconocer la poesía latinoamericana actual es preguntarse por la tradición latinoamericana de la poesía, brevísima, y reconocer en ella la importancia decisiva del impacto de las vanguardias. Si no se reconoce ese momento decisivo, si se considera a las vanguardias como "un momento más" de la poesía latinoamericana no estaremos hablando de lo mismo. Si no se toma conciencia de que la confirmación de nuestro nacimiento es para otros una "promesa de ruina", si no se presiente en esa encrucijada una manera de la escatología, aunque citemos un catálogo de autores que certifiquen un más que sospechoso "dato de hecho", no estaremos hablando de poesía latinoamericana.

Siempre me sorprendió el descubrimiento de la sinceridad de Vicente Huidobro cuando escribe a su amigo, el poeta español Juan Larrea, en 1948, poco antes de morir, estas palabras: "Nosotros somos los últimos representantes irresignados de un sublime cadáver. Esto lo sabe un duendecillo al fondo de nuestra conciencia y nos los dice en voz baja todos los días. De ahí la exasperación de nuestro pecho y de nuestra cabeza. Queremos resucitar el cadáver sublime en vez de engendrar un nuevo ser que venga a ocupar su sitio. Todo lo que hacemos es ponerle cascabeles al cadáver, amarrarle cintitas de colores, proyectarle diferentes luces a ver si da apariencias de vida y hace ruido. Todo es vano. El nuevo ser nacerá, aparecerá la nueva poesía, soplará en un gran huracán y entonces se verá cuán muerto estaba el muerto. El mundo abrirá los ojos y los hombres nacerán por segunda vez o por tercera o cuarta."

México, julio de 1995

* Conferencia dictada en la Biblioteca General de Madrid en julio de 1995. El texto ha sido cedido por el autor para Insomnia, que lo publicó en su Nº 59

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