A la luz de Gina Soto;
A Gabriela, mi mujer;
A Leonora, Andrés
y Alejandro;
A José Miguel
Ullán
1
Detrás de la
fachada caótica hay dos manifestaciones de la poesía
latinoamericana actual: la que desciende de la incidencia que
en América Latina tuvieron las vanguardias históricas
mediante una lectura muy precisa, fundada en el juego del lenguaje;
y otra, la que supone una vuelta al pasado poético y busca,
de una manera no muy crítica, instalarse en un territorio
que mediante una ilusión óptica, casi temporal,
promete una estabilidad frente al caos dominante no sólo
en la poesía sino en el aparato de valores del mundo contemporáneo.
Son dos manifestaciones que, con suerte, podrían alimentarse
mutuamente si lograran sortear la paradoja que arrastran de un
modo no siempre consciente: el hecho de provenir ambas de ese
fenómeno irrefutable llamado vanguardia, el cual me parece
un catalizador sin cuestión dentro del marco de nuestra
poesía. Creo que es imposible, pese al empecinamiento
de cierto pensamiento acrítico, considerar no sólo
a la poesía latinoamericana sino también a la poesía
del siglo XX al margen de las repercusiones del vanguardismo
histórico.
La primera de las evidencias
posicionales de nuestra poesía desciende de la línea
esbozada por Vicente Huidobro con Altazor (1919)
y el creacionismo, por César
Vallejo y Tricle (1922), Pablo Neruda y las Primera
y Segunda residencia (1929), y Oliverio Girondo con su libro
En la masmédula (1954).
Ese esbozo de lineamiento más o menos consciente muy
programático en Huidobro, por ejemplo será
reelaborado luego por la generación que llamo maestros
herederos de las vanguardias y que integraran, entre otros, José
Lezama Lima (1910), Nicanor Parra (1914)
y Octavio Paz (1914). Con estos tres poetas, la herencia
de la vanguardia se ramifica pero ya con posiciones muy claras:
la primacía de la visión por la imagen, en el caso
de Lezama Lima; el cuestionamiento radical del quehacer poético
en Nicanor Parra mediante la puesta en duda del habla poética
y de la figuración del hablante lírico; y, en Octavio
Paz, la conciencia crítica del lenguaje.
Llamo la atención sobre la diferencia entre habla poética,
en el caso de Parra, y lenguaje poético en el de Octavio
Paz, por lo que significa considerar a la poesía como
proveniente de un habla cotidiana radicalizada hasta el límite,
en el caso del poeta chileno, y a la poesía como una forma
finalmente aurática del lenguaje, producto de la invención,
en el caso del poeta mexicano. Ambas visiones del lenguaje serían,
por decirlo así, materiales en comparación
con la visión sustancial del lenguaje poético en
Lezama Lima.
La segunda manifestación
clara de la poesía latinoamericana se sostiene en la confirmación
en nuestro presente de un pasado poético: el pasado
de la lengua que abarcaría, más que una idea
precisa de la tradición, una historia de la literatura
en lengua española en su relación con América
Latina, donde cabrían ejemplos tales como las Crónicas
de Indias, el Primero sueño de sor Juana Inés de
la Cruz o Purgatorio y Anteparaíso del poeta chileno
Raúl Zurita., nacido en 1951. En contraste con la posición
contestataria respecto de la historia de la lengua de los poetas
anteriormente mencionados Parra y Lezama, especialmente
y que todavía inciden de manera individual, identificándose
ante el lector con sus poéticas, la segunda manifestación
se ampara en la historia de la lengua y de la literatura, de
ahí que su relación con el lector, desde un punto
de vista autoral, sufra un desplazamiento y remita siempre a
otros textos ubicados en el pasado de la literatura. Grosso
modo: quizás el enfrentamiento se produce, de nuevo,
por la confrontación y reconocimiento del fenómeno
histórico de las vanguardias por parte de Parra, Lezama
Lima y Paz y del concepto de la poesía como lenguaje
que de ahí se extrae y por el soslayamiento, no tanto
la refutación o la crítica, de la vanguardia por
parte de los cultores del pasado que ven en la lengua el único
cobijo seguro ante la inestabilidad formal del presente.
El problema tiene un
nivel de resonancia más general y me gustaría intentar
ubicarlo en la dimensión que alcanzo a ver, ya que la
bifurcación de la poesía latinoamericana se plantea
en forma nítida a partir de 1970 con el libro Contra
natura de Rodolfo Hinostroza (1941). En términos formales
hay una ruptura muy evidente entre la práctica de una
estética del fragmento y el comienzo de una poesía
narrativa que no me parece casual ni considerable en el mero
nivel de la superficie. Tienen que ver con el momento histórico
y con una interpretación de ese momento histórico.
Puesto a elegir la forma idónea del repertorio formal
de las vanguardias, no dudaría en identificar el fragmento
como la más característica, no sólo por
ser un momento clave dentro del sueño de la obra de arte
total del romanticismo alemán.
Tampoco porque el fragmento sea el destilado formal perfecto
valga la paradoja del sentido desintegrador de las
vanguardias, coletazo a la izquierda de la epifanía hegeliana.
Menos aún por considerar el fragmento como el último
residuo de una imposibilidad, la de escribir, practicada en este
siglo de manera maestra por Samuel Beckett y del mismo modo teorizada
por Blanchot. No. Mucho más pragmática: la forma
del fragmento se vuelve idónea en nuestro siglo por ser
la representación de la idea de un derrumbamiento (en
realidad: de un arruinamiento) del mundo.
Si se quiere correr el riesgo de ir más allá todavía,
el fragmento es la representación cabal en términos
estéticos
de la relatividad einsteniana, una respuesta formal a la sustitución
del concepto de tiempo por el espacio-tiempo.
Es posible que el fragmento
comience a ceder frente a la poesía narrativa por agotamiento
perceptivo. Pero, de cara
a la historia, la llamada posmodernidad en lo relativo al también
llamado "fin de la historia", al también llamado
"fin de las utopías", a la clausura de los discursos
legitimadores y totalizantes y a toda la pragmática desencantada
que habita las páginas de Jean-François Lyotard
y de Francis Fukuyama, en apariencia opuestos, cuya desembocadura
fácil son los últimos trabajos de Gilles Lipovetsky.
Simplificando: la narratividad en poesía ocuparía
un costado marginal del fragmento, considerado como piedra de
toque del repertorio formal de la vanguardia. Sin embargo, creo
que hay que ver cómo la narratividad puede ser un recurso
ideológicamente usado en el marco de una negación
de la historia. La narratividad pasa a ser el sentido de la historia,
como si dijéramos: "la historia vista como transformación,
como cambio o motor de cambio, continúa en la narratividad,
en el discurso, ya que en la vida es imposible".
Por su parte, la historia soporta ya un vaciamiento de significado
(vaciamiento de la idea de cambio, de la idea de transformación):
ya no se hace historia, hay hechos y, luego, versión de
los hechos. ¿Cómo se ha llegado a esto? En lo que
a estética se refiere, la política de la posmodernidad
absorbe la conciencia de que los lazos con el pasado están
rotos definitivamente. En este terreno juega bien la frase: "Todas
las formas y todos los tiempos están aquí".
El pensamiento desencantado, el pensamiento del presente sin
salida, legitima la consideración del fin de la historia
pero autoriza volver al pasado en busca de las crestas eufóricas
de ese tiempo, de los momentos de mayor prestigio y, en un efecto
de mimesis atemporal, autoriza "recuperar" para el
presente momentos lujosos de un tiempo que ya nada tiene que
ver con el pasado y presente mediante la instalación de
un canon que "brillantiza" el pasado por considerar
clausurado el futuro. El futuro, para este planteamiento, correspondería
a la ya probada imposibilidad de un cambio en lo social. Pero
y esto hay que destacarlo especialmente en el contexto
en el que estamos hablando el futuro también correspondería,
por devenir histórico, al silencio
de la escritura.
Desde esta perspectiva, la narratividad poética corre
el riesgo de ser legitimadora, también ella, de un discurso
histórico vacío ya que la poesía, al contrario
de la narrativa, se propone como transformación en sí
misma: es una utopía del aquí. Siguiendo
la línea de pensamiento, el ideal de cambio histórico,
bloqueado en la práctica, se llevaría a cabo como
representación en la poesía narrativa, es una especie
de épica de fundacional pero, hasta ahora, sin un héroe,
sin un Nadie, sin un Here comes everybody. América
Latina tiene una tradición narrativa interrumpida por
el modernismo finisecular de Darío, que abrió las
puertas a la vanguardia.
La manipulación
narrativa de la poesía considerada como
un fenómeno a discutir excede, me temo, el marco poético
latinoamericano. La ruptura genérica, la desidentificación
funcional entre poesía y prosa, característica
del último tramo de la modernidad y en especial de este
siglo, afectó, más que a la función, al
género. La caracterización de la función
poética de la palabra ("cosa" para Sartre, "trocadillo"
para nosotros, "paranomasia" para Roman Jakobson) identificó
el problema de la palabra poética en cuanto a su función
pero, caída la pretensión ontológica de
la palabra poética (esto es: la palabra y su relación
con la idea, característica de la poesía prevanguardista),
sirvió para des-generizar, o, en términos de una
consideración macrológica del problema, para des-formalizar.
La narratividad poética combatiría el concepto
de poesía lírica heredado de la tradición
y retrotraería a la poesía latinoamericana a las
funciones épicas de la lengua. Siguiendo este razonamiento
casi irónico, en este momento estaríamos en la
escritura del Cantar del Mío Cid o en los Cantos
de Nezahualcóyotl pero seguramente ya pasamos a sor Juana
Inés y a san Juan de la Cruz.
Llegado a este punto,
defino: las dos líneas dominantes en la poesía latinoamericana
que se produce hoy son una inventiva y otra restitutiva, una que
sigue el espíritu de búsqueda de las vanguardias
históricas y una que intenta un entronque con lo que llamé
una poesía de la lengua que, por su obediencia a
ciertos cánones muy marcados, no me atrevería a
llamar una poesía de la tradición. La poesía
inventiva estaría bien representada por los poetas alineados
como neobarrocos: José Kozer (1940), Roberto
Echavarren (1944), Néstor
Perlongher (1948), David Huerta (1949),
a quienes Perlongher, en una antología publicada en Sao
Paulo, Brasil, en 1992, agrupó con el nombre de "transplatinos".
La antología se llama Caribe transplatino e incluye,
en un gesto sincrónico-antológico inusitado en América
Latina, una amplia divisoria de poetas que se desplazan del Río
de la Plata, río que separa Uruguay y Argentina, a La Habana;
desde el joven poeta Wilson Bueno hasta el legendario José
Lezama Lima, pasando por Severo Sarduy. La publicación
en Sao Paulo de la antología de Nestor Perlongher no es
gratuita. No se trata de un mero ademán de difusión
en la otra gran lengua latinoamericana, el portugués, de
una serie de poetas hispanoamericanos vinculados retóricamente
entre sí. Es también un homenaje a quienes fueron
pioneros teóricos de una poesía inventiva en América
Latina, los poetas concretos de Sao Paulo: Augusto de Campos,
Haroldo de Campos y Décio
Pignatari.
Para el grupo de poetas neos o transplatinos, el vínculo
con la poesía concreta es muy importante, sobre todo con
Haroldo de Campos. La ensayística de Haroldo de Campos,
no sólo la escrita en apoyo de la práctica poética
del grupo concreto en las décadas de los cincuenta y sesenta,
sino más precisamente en su última fase, la de
O secuestro do barroco na formaçao da literatura brasileira
(1989),
en donde fundamenta la posición neobarroca como característica
no exclusiva de una línea de constante emergencia en la
poesía latinoamericana sino del arte contemporáneo
en general. Si se toma en cuenta la presencia de Haroldo de Campos
en relación a la escritura de Blanco (1966)
y de Topoemas (1968), se puede entender la importancia
de este escritor brasileño, un verdadero puente inventivo
entre distintos momentos de la herencia vanguardista en América
Latina.
Y, en efecto, la ensayística haroldiana corre en apoyo
del poema neobarroco
(o neobarroso, como lo denominó el mismo Néstor
Perlongher, al parodiar también al neobarroco desde el
punto de vista del lamento de Jorge
Luis Borges, quien revela el bajo nivel del río por
el cual lo fundaron: barro hay debajo del Río de la Plata).
Podría describirse un poema neobarroco como un texto proliferante
donde el poeta hace énfasis en la no-identidad del que
habla y lo ubica en una lógica deleuziana de devenires.
Pero ahora ya no, como ocurre en los textos canónicos de
la vanguardia latinoamericana, para resaltar una orfandad autoral
o para proclamar que "el sujeto es el lenguaje".
El texto neobarroco es un texto minado que nunca estalla porque
el estallido sería la condición de su final. Propuesto
como interminable, sin final, su sentido es continuamente diferido
por el juego de palabras. Una nueva impronta, en relación
a la vanguardia, adquiere el poema en manos, por ejemplo, de
Perlongher: la entrada de una subjetividad implacable que critica
desde el margen, desde el no-sujeto,
al estatuto objetivo del poema. Si el sujeto está en discusión,
ahora también el objeto poema lo está: Perlongher
no permite la posibilidad de un sublime objetual que sustituya
al sujeto ausente. Entre los poemas neobarrocos, Néstor
Perlongher, fallecido en 1993, alcanza el mayor nivel de fidelidad
a una propuesta cuestionante del hablante, del poema y del mundo.
Síntesis de la crítica del hablante (Nicanor Parra),
de la crítica del lenguaje (Octavio Paz)
y de la imaginación sintáctica del surrealismo (Lezama
Lima), la poesía de Perlongher es un acto revulsivo aun
contra el lector. El amaneramiento retórico, a veces limitando
con el rococó,
a punto de legalizar una aformalidad definitiva y una anormalidad
pansexualizante como tema obsesivo, chocan contra el lector tradicionalmente
preparado para la poesía lírica entendida como
manifestación sublimada de un yo profundo. La resistencia
a la belleza es característica también de Roberto
Echavarren y de José Kozer, una resistencia ejercida como
por programación. Lo que mantiene vivo al poema es el
juego, el lenguaje en estado de alerta continuo en donde muy
poco está encargado a la memoria poética del lector.
Una belleza que se sacrifica siempre es un eco tardío
del estallido de la vanguardia.
Ahora bien, no debe confundirse una poesía de la manipulación
narrativa con una parte sustancial de la obra del nicaragüense
Ernesto Cardenal (1925). Me refiero a El estrecho
dudoso (1966), libro que apunta más
a una conmemoración, a la ratificación de una memoria,
que a una práctica poética en lugar de un escamoteo
del futuro. El texto de Cardenal no corresponde a una desesperanza
ni a una pérdida de fe ni a la actualización de
un fracaso sino a una presentificación. Lo mismo ocurre
con la poesía de Álvaro Mutis (1923) posterior a Caravansary
(1981) y Los emisarios (1984).
No hay más desencanto presente que desencanto pasado en
Mutis: hay una búsqueda de legitimación producto
de una conciencia que ve en América Latina la lógica
del desastre, un desastre que lo lleva a conceptualizar esta
es una diferencia importante a la lengua española,
al castellano precisamente, como un lugar poético no contaminado
por la hybris del habla latinoamericana. Pero no hay todavía
una vivencia poética de la lengua materna desde su interior:
hay una celebración, un homenaje o un pedido de rescate
pero no todavía un diálogo.
Identificando las narrativas
de los dos poetas anteriores para evitar cualquier confusión,
habría que situar al grupo de poetas de la lengua al margen
de cualquier pretensión lingüística experimental
por considerarla una forma de corrupción no sólo
de la lengua: también del mundo y, sobre todo, de la palabra,
dicha así esencializada.
Sin embargo, tampoco hay que confundir esta nostalgia por la
esencialidad con una poética, digámoslo así,
de lo sagrado. Lo sagrado implica una restricción límite
y una ofrenda a ese equilibrio: implica una preservación
de una teogonía o de una cosmología, no un lamento.
El lamento por la pérdida del aura tiene una clara filiación
secular: en general es frío, no restringe ni esconde.
Sin conciencia clara o con conciencia de ello, los poetas de
la lengua viven la misma contradicción de Heidegger en
cuanto a la esencialidad de la palabra.
Ya no se trata aquí de la desconfianza en la metáfora
como alejamiento del origen. Se trata de la capacidad de alejamiento
del modelo, del tiempo del paradigma, para decirlo así.
En efecto, ¿por qué el Hölderlin elegido es
el neoclásico armónico y no el loco que alteró
su sintaxis?,
¿por qué desoye Heidegger la filiación presocrática
del poeta y del adivino, su asimilación con una función
mántica?
La locura de Hölderlin aparece para Heidegger como aliada
de la historia, no se llama Goethe ni Schiller sino historia y
derrumba la armonía y la encarnación de la palabra.
La pregunta a formular sería: ¿Dónde acusa
el lenguaje el olvido del ser? ¿Dónde está
esa zona del lenguaje donde no hay lenguaje y no se autoriza un
vacío que actúe como memoria de lo que fue? ¿Dónde
hay nada y por qué no se la permite? Desde Gadamer a Vattimo
hay el pedido de no des-historizar a Heidegger. ¿Pero acaso
no hay una deshistorización del lenguaje en Heidegger?
¿Dónde está lo que no está, el enigma
("la huella de lo indecible" en el lenguaje, como lo
llama Colli), en la visión de lo poético?
Si la historia es el derrumbamiento, cualquier retiro del concepto
del escenario es favorable, cualquier retorno legítimo.
Sin embargo, detrás de la negación de la historia
concebida en los términos de no-reino, de no-paraíso
hay poco más que una positivación de lo trágico:
hay el intento de abrigarse en las formas de la fachada y el
no reconocimiento del carácter histórico de las
formas.
Del no reconocimiento de la historicidad de las formas se pasa
a una formalización de la lengua. Volver a la lengua
es un retorno que corresponde a un repertorio de formas implícitas.
No es solo horror el horror a la vanguardia: es
un horror al siglo, un horror al tiempo, un horror a la historia
y una renuncia al futuro. Francisco Cervantes (1938), Giovanni Quessep (1939),
Francisco Hernández (1944), Enrique Varistegui (1950)
son ejemplos de una postura que defiende de manera pronunciada
o de manera oculta un alejamiento y rechaza cualquier proyección.
Una variante del movimiento
de retorno es la variante temática. La tematización
de la infancia como tiempo paradisíaco adquiere una presencia
rectora en José Luis Rivas (1950), la infancia como lugar al
margen de la urbanización tomada como metáfora
de la prosa.
La postura neorromántica de la asociación libre
con la naturaleza remite nuevamente al tópico del coin
intime
pero ahora con un modelo pasional, abarcador, enérgico
e insuperable: Saint John Perse. Una tematización más
aguda de la infancia es planteada por Arturo Carrera (1948),
aunque aquí el sujeto no es el niño: es el habla
del niño en un intento de arremeter contra la etimología
infans ("lo que no habla").
Carrera asume la ficción de hacer hablar lo que no habló
y corre con el riesgo de la identidad, ya planteada en uno de
sus libros más significativos: Arturo y yo (1948).
Más que la aplicación de la lógica del heterónimo
hay en Arturo Carrera la convicción de que, efectivamente,
el niño es otro, que en nosotros hubo otro antes, ahora
extraño, más
cerca no del origen sino del nacimiento y sólo en ese sentido
más puro.
En el doblaje infantil Carrera encontró una mina difícil
de explorar en territorio enemigo. Descendiente de la vanguardia
vía la poética de Haroldo de Campos y de la prosa
de Severo Sarduy, Carrera invierte la propuesta inventiva que
exaltó la vanguardia latinoamericana al considerar al
juego lingüístico como generador de sentido. Por
el contrario, la identificación de un sentido primario,
callado, extrañamente común a los adultos, muestra
que los temas en poesía pueden ser resignificados con
auxilio, justamente, del tiempo. Quizás en la poesía
de Carrera no hay historia pero hay edad.
2
Ahora podemos preguntarnos:
¿dónde está la evidencia, el rasgo de estilo
de una poética considerada globalmente?, ¿dónde
está la fidelidad que debe cumplir para seguir siendo
lo que es? La diferencia está, cuando es asumida como
coincidencia, en la necesidad de transgresión de la poesía
latinoamericana respecto de todo modelo e incluso el hispánico.
Ya fue planteada en Ruben Darío y confirmada en los momentos
de la cúspide de las vanguardias latinoamericanas, esto
es, en los poetas que, en América Latina, asumen un compromiso
poético con el espíritu de la vanguardia y lo traducen
en sus textos.
Esto es importante en una poesís donde durante mucho tiempo
se asumía una actitud que contrastaba con la realidad.
La vanguardia latinoamericana son poetas, nombres, emergencias:
Huidobro, Neruda, Vallejo,
Girondo, son puntos luminosos y competentes, pero sólo
Huidobro logró formular con cierta claridad lo que de veras
quería hacer poéticamente a un nivel teórico.
Y hablar de vanguardia en el siglo XX digo en el XX porque
resulta también notable la consideración de Joseph
Beuys de la vanguardia como fenómeno transhistórico
es hablar de formulaciones teóricas que apoyan la práctica
poética.
En América Latina
hay que esperar una segunda vuelta, lo que llamé maestros
herederos de la vanguardia, ya que su deuda con el repertorio
de la vanguardia es manifiesta (Octavio Paz, Nicanor Parra, José
Lezama Lima, Emilio Adolfo Westphalen son algunos ejemplos),
para lograr una similación teórica de lo que ocurrió
o pudo haber ocurrido durante el periodo marcante de las primeras
tres décadas del siglo. Sin embargo, pese a la relatividad
con que debe ser tomada la vanguardia, pese a la particularización
que exige vista de este lado una particularización
que es casi una individuación, en los poetas
de vanguardia latinoamericana, en sus obras, está la legtimación
del nacimiento de nuestra poesía, cosa que permite hablar
de una paradojo. En efecto, es sintomático, si se considera
a las vanguardias históricas como un proyecto desintegrador
de las artes en este siglo por más deudas que pueda
tener co la reflexión teórica del romanticismo
alemás, por ejemplo, que ese momento de desintegración
coincida, para nosotros, con una toma de conciencia de nuestra
posibilidad de ser poética.
La internacional vanguardista, con su pretensión de formular
una koiné o lengua única, fue la promesa
de existencia para una poesía que, por razones obvias
de carácter histórico (descubrimiento y conquista
de América), tuvo siempre problemas de identidad o, al
menos, una identidad difícil.
El descentramiento
que produjo la vanguardia en las artes coincidió con una
realidad descentrada que, en lo que respecta a la poesía,
resulta una confirmación: la toma de conciencia de que
nuestra poesía es, en realidad, descentrada respecto de
cualquier hegemonía. Ya que el fenómeno de la vanguardia
es expansivo, permisivo y totalizador, una poética en
estado de emergencia constante no podía sentirse mal.
No hay equívoco, creo, en denominar estas emergencias
poéticas más que como una clara, reflexiva y asumida
posición poética, como una verdadera condición
de sobrevivencia.
Con la misma conciencia de su inestabilidad fue teorizado
el Manifiesto antropofágico del brasileño
Oswald de Andrade (1922), con la misma conciencia de
inestabilidad fue concebida la Teoría de la Poesía
Concreta por los poetas de Sao Paulo (1965). Los esbozos de una conciencia
ya estaban en Darío, en sus famosas Palabras liminares
de Prosas Profanas (1896
1901): "Si
hay poesía en nuestra América, ella está
en las cosas viejas...", dice Darío, remitiendo el
presente poético al pasado y, al mismo tiempo, confesando
su devoción por el Siglo de Oro español, por el
decadentismo francés y por el cosmopolitismo whitmaniano.
Es probable que Darío no tuviera muy claras las cosas
en relación a nuestra posición continental "No
es el poeta de América", comienza diciendo el pensador
uruguayo José Enrique Rodó, en un texto que sería
el más limpio apoyo que tuvo Darío pero sí
tenía muy clara la inestabilidad cultural de una poesía
cruzada por la ansiedad de las influencias. La remisión
al pasado de la poesía latinoamericana sienta las bases
de un no-lugar presente
para la poesía de América Latina y estimula un
compás de espera.
La ubicación de Darío sirve, retrocediendo un poco
más, para situar a sor Juana Inés de la Cruz como
una escritora en relación dialógica con la poética
de la lengua hispana (aunque con una extrema salvedad: por venir
del barroco se trata de una relación barroca, fuera del
marco de la lengua), no como una manifestación transgresora.
Aquí no hay equívoco: la misma sor Juana reconoce
su filiación gongorina.
El problema en la poesía latinoamericana es cuando no
se reconocen los modelos y se los asume "naturalmente",
como si el modelo fuera ya la identidad a seguir y no lo que
es: la posibilidad para una identidad. Pero sor Juana, a diferencia
de Darío, tien un lugar poético: el lugar
de la Nueva España, denominación donde el adjetivo
precisa un "segundo lugar" pero no deja claro si es
un lugar positivo o negativo "se entiende" que
positivo, porque el calificativo que indica la novedad
es el enemigo de la idea misma de tradición.
Para reiterar: Rubén
Darío y sor Juana, siempre desde el punto de vista de
la posición, ocupan lugares diferentes en relación
a la tradición hispánica. Sor Juana no está
imbuida de crisis territorial, está en su lugar y por
lo tanto su diálogo con el Siglo de Oro es natural: es
el seguimiento del linaje posible aunque, hay que decirlo de
nuevo, no se trata de cualquier linaje sino del linaje extremo.
Para el ojo poético-transgresor latinoamericano, sor Juana
resulta "salvada" por una obediencia feliz: la obediencia
a una poética más allá de la lengua, como
es la del barroco.
En Darío ya es clara la pregunta por el lugar poético
latinoamericano y esto porque el positivismo decimonónico
obliga a la confrontación con un pasado fundador. Con
el mismo carácter errante, transitorio, se coloca a Darío
como poeta en su presente. Se encomienda al pasado y, en espera
de un renacimiento poético, prepara un hueco para las
vanguardias.
Preguntarse entonces, reconocer la poesía latinoamericana
actual es preguntarse por la tradición latinoamericana
de la poesía, brevísima, y reconocer en ella la
importancia decisiva del impacto de las vanguardias. Si no se
reconoce ese momento decisivo, si se considera a las vanguardias
como "un momento más" de la poesía latinoamericana
no estaremos hablando de lo mismo. Si no se toma conciencia de
que la confirmación de nuestro nacimiento es para otros
una "promesa de ruina", si no se presiente en esa encrucijada
una manera de la escatología, aunque citemos un catálogo
de autores que certifiquen un más que sospechoso "dato
de hecho", no estaremos hablando de poesía latinoamericana.
Siempre me sorprendió
el descubrimiento de la sinceridad de Vicente Huidobro cuando
escribe a su amigo, el poeta español Juan Larrea, en 1948,
poco antes de morir, estas palabras: "Nosotros somos los
últimos representantes irresignados de un sublime cadáver.
Esto lo sabe un duendecillo al fondo de nuestra conciencia y
nos los dice en voz baja todos los días. De ahí
la exasperación de nuestro pecho y de nuestra cabeza.
Queremos resucitar el cadáver sublime en vez de engendrar
un nuevo ser que venga a ocupar su sitio. Todo lo que hacemos
es ponerle cascabeles al cadáver, amarrarle cintitas de
colores, proyectarle diferentes luces a ver si da apariencias
de vida y hace ruido. Todo es vano. El nuevo ser nacerá,
aparecerá la nueva poesía, soplará en un
gran huracán y entonces se verá cuán muerto
estaba el muerto. El mundo abrirá los ojos y los hombres
nacerán por segunda vez o por tercera o cuarta."
México, julio de 1995
* Conferencia
dictada en la Biblioteca General de Madrid en julio de 1995.
El texto ha sido cedido por el autor para Insomnia, que
lo publicó en su Nº 59
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