Abriendo el siglo, se
realizó en Paso de los Toros un homenaje en vida a Mario
Benedetti, el escritor uruguayo más
exitoso de estos tiempos. No ha sido Benedetti poeta de querer
fundar lo bueno en lo bello,
lo que implicaría una actitud esteticista. Al contrario,
lo supuestamente bueno lleva la delantera y orienta la hechura
estética de la literatura,
y del discurso de solidaridad social del poeta de la patria del
agua tónica. Si nos ocupamos de Benedetti en estos días
de homenaje es porque sentimos que su figura cobra más
y más importancia a medida que muchos lectores
van quedando desprendidos de la experiencia individual y más
o menos directa de la poesía,
y aceptando la marea ideológica en que los signos se valoran
desde la autoridad y la uniformidad de la pertenencia. La poesía deja de ser íntima
búsqueda, para convertirse en celebración colectiva
del acuerdo indiscutible.
Esa identificación de lo bueno con determinados supuestos
éticos y costumbristas, esa reafirmación de una
cultura que algunos
aplauden por ser representativa de un estado de ánimo que
llamaríamos para simplificar de 'uruguayez', resulta en
los hechos demasiado restrictiva, demasiado repetidora del pasado,
demasiado provinciana, aunque su fácil caracterización
de las complejidades del espíritu
y su explotación (no
creemos en ningún caso mal intencionada) de las más vulgares emociones y creencias
del hombre medio de los últimos treinta años, zarandeado
por mutaciones que no
se entienden y se temen, le haya granjeado una gran simpatía
entre determinado sector del gran público dentro y fuera
de fronteras.
Uno de los aportes más discutibles de Benedetti a las letras
latinoamericanas actuales -otros hicieron lo mismo en otras
épocas- es su contribución a haber hecho de la poesía
una cosa que, aparentemente, todo el mundo entiende y comparte.
En el proceso, es probable que se haya perdido la poesía
misma, que es en sí neptuniana niebla y duda, jamás
certeza, convicción, demostración, acuerdo fácil.
Si la poesía de Benedetti tiene la virtud de reafirmar
lo que en un proceso amargo y nefasto se ha ido identificando
-legítimamente, aunque muchos no lo compartamos- como
'nuestro' por un sector importante de la población uruguaya,
tiene a su vez la desventaja de comportar una simplificación
de los problemas de este país en el tono menor de lo cotidiano,
lo cercano, lo familiar o amical.
El discurso -generacional,
epocal- en el que Benedetti se ha inscrito comparte además,
mayoritariamente, una postura ideológica, que lamentablemente,
a menudo incluye una descalificación implícita
y repetida de algunos prójimos -los 'ricos', los 'aristócratas',
los 'poderosos'- que no dicen su nombre. Es cierto que esa secreta
crispación ideológica insuflada de una 'verdad'
que -en el supuesto caso que fuese tal- de todos modos no sería
una verdad poética, no agarrota necesariamente la mano
obligando a escribir malos versos. Pero es un hecho frecuente
-aunque no inevitable- que los favorece.
Benedetti no es un esteticista. El esteticismo es una postura
axiológica que sobrepone lo bello a cualquier otra consideración,
reunida en la lacónica y consabida máxima de Leconte
de Lisle: el arte por el arte.
Los esteticistas que en el mundo han sido, como Gautier, como
Mallarmé, como Julio
Herrera, no habrían sido capaces de explicar o justificar
no ya una literatura, sino un solo verso, por algo de fuera del
verso mismo.
Se sabe que los simbolistas y que los modernistas fueron, además
de esteticistas, también decadentes. El término
es de significación abigarrada, y alude en principio a
un gusto refinado que se da sólo en las civilizaciones
que envejecen:
"[...] tal es el idioma, necesario y fátal de
los pueblos y las civilizaciones donde la vida ficticia ha reemplazado
a la vida natural, y des-envuelto en el hombre deseos desconocidos",
decía, reivindicando el decadentismo, Gautier en un prólogo
a la segunda edición de Las Flores del Mal.
Pero el decadentismo era también una actitud civil, relacional.
Desde la nostalgia de Chateaubriand por el Antiguo Régimen,
el decadentismo se aparta con un gesto de rechazo del mundo nuevo
que no quiere aceptar, o que no puede entender. El decadente
se retira, niega, se resiste, justificado en su propia experiencia,
de la que no puede dudar en tanto tal, del mundo que aparece.
En este preciso sentido, Benedetti -y buena parte del mundo intelectual uruguayo que lleva
hoy la delantera en cuanto a visibilidad pública- es decadente.
Rechazan el mundo transmoderno y liberal que nos ha tocado en
suerte. Pero es un decadentismo que ha olvidado la exploración
de los bordes. No tienen, desgraciadamente, la fina intuición
esteticista que tenían los mejores entre los jóvenes
del 900 oriental.
Aunque sea fácil acusar de conservadores a los burgueses
de mentalidad utilitaria que dirigían en la práctica
nuestro país en aquel cambio de siglo, es preciso recordar
que nuestros artistas, aunque
algunos de ellos positivistas declarativos como Julio
Herrera, eran completamente conservadores en realidad. Paradójicamente,
esos comerciantes y esos políticos relativamente menos
cultos eran más sensibles al futuro. Eran, intuitivamente,
los auténticos progresistas.
Julio Herrera y Reissig, más refinado y complejo que ellos,
no era capaz de sentir la menor simpatía, ni siquiera de
entender, el país de inmigrantes que se consolidaba y latía
en el mismo aire que su corazón enfermizo. Al supuesto
revolucionario, el futuro
le caía mal.
Tal es el caso extraño de Benedetti y de buena parte de
su generación, tan distinta estéticamente y una
pizca parecida ideológicamente a la de aquellos que escribían
en el Uruguay de principios del siglo XX. Antiesteticista, decadente
no por el refinamiento de su escritura,
sino por su nostalgia de
algo que ya no existe -y que nunca fue demasiado deseable-.
Los decadentes de antaño se condolían de la pérdida
de un mundo cortesano, devoto o autoritario. Los de hogaño,
de la pérdida de un mundo de enemigos claros y virtudes
individuales aseguradas en la pertenencia a un grupo.
La literatura tiene poco
que ver con todo este juego de ideas -como ha sostenido siempre
la eternamente incomprendida tesis esteticista-. A Julio Herrera
lo salvó su poesía -y no sus ideas-, así
como a Amado Nervo lo perdió la misma. Lo cual muestra
una vez más que la calidad literaria era algo diferente,
entonces como ahora, del éxito popular.
Todas estas consideraciones no excluyen, sino que presuponen,
el respeto humano por Mario Benedetti. No excluyen ni siquiera
el bronce que es la previsible forma futura del merecido espíritu
de homenaje presente hace poco en Paso de los Toros. Pero sí
resisten la aquiescencia con una actitud cultural que, en lugar
de integrarse a la exquisita marea confusa de la transmodemidad
y navegar en ella, erige mojones de referencia que dividen a las
personas, rechaza aquello que desconoce, y cree que una vasta
popularidad es la legitimación de ideas que ya han probado
que no han servido a los fines que proclamaron.También
Nervo, místico y lúgubre diplomático mexicano
que murió mirando nuestro Río de la Plata desde
la actual sede del Mercosur; fue, en sus tiempos, enormemente
popular. Su recuerdo es respetuoso. Tiene un monumento de bronce
frente al Parque Hotel. Su obra
no ha perdurado.
* Publicado
originalmente en Posdata Nº 287
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