H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2012
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - HERRERA Y REISSIG, JULIO - TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PÁÍS POR EL SISTEMA DE HERBERT SPENCER -

Calibán y los imbéciles*

Amir Hamed

Esos uruguayos pudibundos y cerriles que desfilan en el tratado herreriano, desprovistos de curiosidad intelectual, perezosos, enemigos empavonados del saber nuevo, encerrados en sí propios, remilgados odiadores de los bonaerenses son la marca, por lo menos, del Uruguay moderno

Hasta hoy, se podía leer la cuarteta que remata la “Tertulia Lunática”, probablemente el poema más turbador de Herrera y Reissig, editado poco después de su muerte, como una confianza en aquel aserto de Nietzsche respecto de que hay quienes “nacen póstumos”. Sin embargo, tras la reciente publicación del Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer, transcripto, editado y prologado por Aldo Mazzucchelli, ese remate gótico (“E irá, con risas hurañas/ hacia tu esplín cuando muera/ mi galante calavera/ a morderte las entrañas”) parece hablar de otra cosa, de una suerte de agonía escatológica. 

Clávame en tus fulgurantes/ y fieros ojos de elipsis/ y bruña el Apocalipsis/ sus músicas fulgurantes.../ ¡Nunca! ¡Jamás! ¡Siempre! ¡Y Antes!”, subrayaba la misma voz lírica de la “Tertulia”, sabedora de que los tiempos, en Uruguay, país que durante un siglo hizo contundente elipsis de este tratado, no conocen relojería. En  rigor, este libro de Herrera viene a ser traspóstumo, hipertardo, diferido a las orillas penúltimas de las charcas del olvido.

Cuando algo se tarda, llega precipitado; lo que debió estar a punto queda al borde de su explosión; lo mismo que en el caso de un orgasmo, si un eclipse o un meteoro son demorados, antes y después habrá un jadeo agotador. Y de hecho, un meteoro sobrediferido acaba de golpearnos: este Tratado de la imbecilidad del país. Pero, a diferencia del orgasmo, este tipo de colisiones jamás es gozosa. Las expectaciones desmedidas y los aplazamientos desconsiderados son así: si es que llega, luego de ser anunciado por milenios, el fin del mundo no será disfrutable sino meramente cataclísmico. Algo similar ocurre con la publicación, un siglo después de escrito, de este libro de la pluma más deslumbrante que dio el país sobre el que trató.

Mazzuchelli, quien ha realizado un muy fino y concienzudo trabajo de transcripción del manuscrito, de acumulación de notas explicativas, índices y apéndices, asevera que se trata de un libro pensado y concluido por el autor. Sin embargo, el hecho de enfrentarnos con un manuscrito que nunca vio luz (salvo lo extractado para publicación en revista) hace que no sólo por la ausencia de un punto final, sino por el arrebatamiento de lo escrito a mano que tan tardío llega a molde de imprenta, este libro carezca de cierre. Por un lado, nos enfrentamos a un nonato; por otro, a un vejestorio, denunciado en el hecho de que la imbecilidad del país deba ser entendida –hoy, siglo XXI- a la lumbre del método de un señor Spencer, un extranjero que nunca fue centreforward.

Es cierto que, desde siempre supimos que Herrera tenía dotes de prosista afilado, a partir de su “Epílogo wagneriano a la política de fusión”; y es cierto también que desde el póstumo Las máscaras democráticas del modernismo, de Ángel Rama (1985) y, luego, de la publicación de El pudor y la cachondez (1992), edición de Carla Giaudrone y Nilo Berriel, comenzamos a acostumbrarnos a conocer, de forma más que parcial, los contenidos de este Tratado. Aquellos retazos podían atribuirse a otros géneros más repentinos y fulgurantes de prosodia, como la diatriba o la sátira. Sin embargo, esa fragmentación nos retacea un elemento que sí nos muestra, finalmente, este meteoro que se ciñe a su género. A fin de cuentas, los tratados deben exponer de forma integral, y si se quiere objetiva y ordenada, conocimientos sobre un asunto concreto. El salto de la invectiva al tratado nos muestra que Herrera y Reissig, uno de los mayores poetas que haya dado el castellano, fue un prosista que no se recluía en el mero furor de la invectiva sino que abrevaba en el acaloramiento más metódico del ensayista.
 

La gracia de osbsolescer
 

Claro que, cuando se nace tan póstumo como ha nacido el Tratado de la imbecilidad del país, se corre el riesgo de llegar como un feto fósil. Dicho de otro modo, ¿en qué mundo se clausura o debe clausurarse el Tratado, en aquel en que se escribió o en éste que lo lee? Si se realiza la tarea de repasar hoy el ensayo canónico coetáneo y contiguo a la redacción de este libro recién publicado, es decir el Ariel de José Enrique Rodó, se arriba a una prosa anquilosada y a ideologías que han perdido todo vigor. Es decir, sucede con Rodó lo mismo que con sus maestros, Guyau, Taine, Renán, o Spencer. Transcurridos la segunda guerra mundial y el Holocausto, cada inserción de las palabras raza, o espíritu de la raza resulta ominosa y, después de Hiroshima, se vuelven cursis las referencias inconsideradas al progreso; ni bien puesta en marcha la Unión Soviética, hablar de idealismo se volvió tabú y, apenas liquidado el imperio del socialismo real, no sin serias amonestaciones es dable digerir las referencias a humanidades nuevas en entornos idóneos, fatalmente apegadas al bien platónico (transcurridos lo que se llamó cortes posmodernos, cualquier totalización se volvió no sólo sospechosa sino llanamente indeseable). Y por otra parte, las políticas de la “degeneración” a lo Max Nordau (que además de inflamar las páginas de Nietzsche y varios de sus más notorios coetáneos, se entretejieran en los textos tanto de Rodó como de Herrera), luego de un siglo escrupulosamente pasteurizado en el diván del psicoanálisis resultan, como mucho, un camafeo del pensamiento clínico.

Es decir, Ariel es hoy legible sólo a partir de su inserción en las coordenadas en que se produjo; ya viene procesado, por un lado, por las lecturas calibanizantes que, en los 1960 hiciera Carlos Maggi en Uruguay y luego, en Cuba, Roberto Fernández Retamar; por otro, por toda la crítica a la modernidad. Su valor radica en su carácter documental, incluso monumental. Nos habla de verdades de época, es decir, de esas antigüedades, como alhajeros de abuela, que nos ayudan a pensarnos en tránsito, herederos de cachivaches con peso sentimental. Casi sin excepción, un ensayista obsolesce a ritmo de locomotora, junto con el humo de la casi totalidad de sus verdades instantáneas (algo que en buena medida predicara ese mismo Spencer que fuera maestro de Herrera); decae su Gran Saber allí donde comienzan a crecer sus otras verdades como el temple, el empuje prosódico, todo aquello que lo exhibe escritor en un ambiente, que lo demuestra más mamífero -como diría Ciorán- que ideólogo. Allí es donde, ya absorbidas las décadas, por lo general nos es dado comprender su grandeza; precisamente en su falsedad y envejecimiento.
 

Calibán patrio
 

Algo muy distinto ocurre con este tratado de Herrera que nos llega, epigonal a sí mismo,  prematuramente marchito en su sistema de referencias, rabiosamente arqueológico en el mundo que nos descubre y destituido de las galas del envejecimiento, nos llega en algunos puntos más actual que la mayoría de sus contemporáneos. Su prosa, mucho más vivaz, multicorde y virtuosa que la del Rodó que por décadas encandiló a las juventudes intelectuales de la América hispana, no se acartona, sorprende a menudo, horada las platitudes teóricas que hereda y termina hablándonos desde nunca o desde ayer nomás, en el boliche. Dicho de otro modo, este libro, a despecho de sus vicios o ñoñeces cientifizantes (los mismos que vertebraron, en el Río de la Plata, el Facundo de Sarmiento o El hombre mediocre, de José Ingenieros), genera sin embargo ese calor de lo póstumo fatal. Es un coraje implacable que, investido en saberes recibidos de la época, denuncia las mismas condiciones que, a la larga, le otorgarían su distinción de inédito centenario y que, repuesto en sus coordenadas de producción, habría que considerar el Calibán uruguayo. A fin de cuentas, este tratado, lo mismo que la “Tertulia”, parece hacerse cargo del clamor de Calibán en La Tempestad: ¿para que haber sido enseñado en la monstruosa lengua del amo sino para insultar? ¿Para qué el castellano y su cultura patricia hubieron de darle los libros a Herrera sino para vociferar contra el entorno que vivía como opresor?

De ese entorno había buscado escapar Rodó con trucos retóricos. Ambiente selecto y envío a las juventudes idealistas, que harían el porvenir (denuncia implícita de las cortedades del presente), todo en una prosa marmórea, en un idealismo estatuario (tedioso como la eternidad). Al contrario de ese etéreo Ariel, inconsútil y aproblemático (ya que utopiza, liberando la tarea al mañana, Herrera denuncia lo que entiende es, ahí  y entonces, el mal del país. Recurre a la “prosa” (desde Azul, de Darío, el mundo literario se dividía en aquello celeste y poético y aquello prosaico) para acometer un mundo ramplón o inelegante. Es decir, lo que entiende es la estolidez de su país. 

De más está abundar en que los marcos teóricos a los que recurre Herrera, comenzando por Spencer, no pueden, hoy, ser considerados otra cosa que supersticiones eurocéntricas. Pero cuanto más se aparta la prosa herreriana de esos marcos, para caer en el anecdotario, el chisme o la fábula (por ejemplo, del tamaño antinatural del pene del país, que algunos sacan por el cuello de la camisa), más sabroso se pone el texto. En esa embestida sobre el mundo poco “civilizado” se pueden encontrar las señas que hicieron única su poesía: la mixtura del cosmopolitismo camafeísta del modernismo con la vulgaridad del entorno. De forma inclemente, el Tratado va exhibiendo ese ambiente “Fedra, Molocha y Caína”, ese orbe  “caries sórdida y uremia”, quimera de lo idealizado y la realidad gruesa que lo rodea, el ironismo dolido, desafiante, que como diría Próspero en La Tempestad, a propósito de Calibán, es “esa cosa maligna que reconozco propia”.

Pero cuanto más se adentra en la sencilla crónica del intelecto de su entorno, algo frío comienza a recorrernos, cuando empezamos a reconocer que eso maligno no sólo es propio sino duradero, se diría que inmodificable, se diría indeleble. Esos uruguayos pudibundos y cerriles que desfilan en el tratado herreriano, desprovistos de curiosidad intelectual, perezosos, enemigos empavonados del saber nuevo, encerrados en sí propios, remilgados odiadores de los bonaerenses son la marca, por lo menos, del Uruguay moderno.


El que ha  venido
 

Aquí la última anomalía de este libro, que debe ser entendido no sólo como documento y monumento de su escritura sino también de los veinte lustros en que deambuló, insepulto, por escritorios y polvo de anaqueles dormidos. Estos dos tiempos están contenidos en el propio tratado y su galanteo calavera: ningún imbécil publicaría ese libro, porque los imbéciles, para empezar, carecen de paciencia, integridad, entereza y generosidad mínimas. No queda sino preguntarse por las decenas y decenas de hipotéticos investigadores de la Biblioteca Nacional o de la Facultad de Humanidades, que por décadas dejaron al manuscrito durmiendo el sueño de los justos. Una dejadez centenaria amputó a Herrera, gloria nacional, de su propia obra. Los manuscritos en los que se encontraba este tratado, recibidos de mano de la viuda del escritor, quedaron trastornados por décadas, desordenados, casi intratables, al punto de llevar a entender, por ejemplo a Giaudrone y Berriel (en aquel momento, apenas estudiantes de licenciatura) que El pudor y la cachondez eran obra divorciada del resto del Tratado

De lo dicho, quede este meteoro mordedor como testimonio de un siglo de imbecilidad, de dejadez intelectual y académica, que ha necesitado dos edades para alcanzar existencia. La de su escritura, a cargo de un poeta superlativo que de ahora en más habrá de quedar incluido en la serie de los ensayistas de su época, y la de su edición, a cargo de Mazzuchelli, que viene a demostrar que la estupidez no es fatalidad, o que al menos no debería ser un estado perpetuo del alma. Mientras en la “Tertulia” la voz lírica se jugaba a una afasia agónica, los más recatados ensayos de Rodó ponían en juego la figura de ése “que vendrá”. Y finalmente vino Mazzuchelli, quien al llevar a cabo lo que multitudes no hicieron ni quisieron hacer (sentarse, trabajar con celo, consistencia y el decoro de dejar hablar al grande) permite que nos repasemos a la luz de Herrera, abriéndose así, para nosotros, la oportunidad de devenir menos miserables. Para ponerlo en la calderilla del eslogan, en tiempos que se autoproclaman “de cambio”, sería imperativo que el Tratado de la imbecilidad se volviera, finalmente, una mordedora lección sobre el ayer.
 

* Publicado originalmente en el Semanario Brecha.

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia