Hasta hoy, se podía leer la
cuarteta que remata la “Tertulia Lunática”, probablemente el poema
más turbador de Herrera y Reissig, editado poco después de su
muerte, como una confianza en aquel aserto de
Nietzsche respecto de
que hay quienes “nacen póstumos”. Sin embargo, tras la reciente
publicación del Tratado de la imbecilidad del país por el
sistema de Herbert Spencer, transcripto, editado y
prologado por Aldo Mazzucchelli,
ese remate gótico (“E irá, con risas hurañas/ hacia tu
esplín cuando muera/ mi galante calavera/ a morderte las entrañas”)
parece hablar de otra cosa, de una suerte de agonía escatológica.
“Clávame en tus fulgurantes/ y
fieros ojos de elipsis/ y bruña el Apocalipsis/ sus músicas
fulgurantes.../ ¡Nunca! ¡Jamás! ¡Siempre! ¡Y Antes!”, subrayaba la
misma voz lírica de la “Tertulia”, sabedora de que los tiempos, en
Uruguay, país que durante un siglo hizo contundente elipsis de este
tratado, no conocen relojería. En rigor, este
libro de Herrera
viene a ser traspóstumo, hipertardo, diferido a las orillas
penúltimas de las charcas del olvido.
Cuando algo se tarda, llega
precipitado; lo que debió estar a punto queda al borde de su
explosión; lo mismo que en el caso de un orgasmo, si un eclipse o un
meteoro son demorados, antes y después habrá un jadeo agotador. Y de
hecho, un meteoro sobrediferido acaba de golpearnos: este Tratado
de la imbecilidad del país. Pero, a diferencia del
orgasmo, este tipo de colisiones jamás es gozosa. Las expectaciones
desmedidas y los aplazamientos desconsiderados son así: si es que
llega, luego de ser anunciado por milenios, el fin del mundo no será
disfrutable sino meramente cataclísmico. Algo similar ocurre con la
publicación, un siglo después de escrito, de este libro de la pluma
más deslumbrante que dio el país sobre el que trató.
Mazzuchelli, quien ha realizado un muy fino y
concienzudo trabajo de transcripción del manuscrito, de acumulación
de notas explicativas, índices y apéndices, asevera que se trata de
un libro pensado y concluido por el
autor. Sin embargo, el hecho de
enfrentarnos con un manuscrito que nunca vio luz
(salvo lo
extractado para publicación en revista)
hace que no sólo por la
ausencia de un punto final, sino por el arrebatamiento de lo escrito
a mano que tan tardío llega a molde de imprenta, este libro carezca
de cierre. Por un lado, nos enfrentamos a un nonato; por otro, a un
vejestorio, denunciado en el hecho de que la imbecilidad del país
deba ser entendida –hoy, siglo XXI- a la lumbre del método de un
señor Spencer, un extranjero que nunca fue centreforward.
Es cierto que, desde siempre
supimos que Herrera tenía dotes de prosista afilado, a partir de su
“Epílogo wagneriano a la política de fusión”; y es cierto también
que desde el póstumo Las máscaras democráticas del modernismo,
de Ángel Rama (1985) y, luego, de la publicación de El pudor y la
cachondez (1992), edición de Carla Giaudrone y Nilo Berriel,
comenzamos a acostumbrarnos a conocer, de forma más que parcial, los
contenidos de este Tratado. Aquellos retazos podían
atribuirse a otros
géneros más repentinos y fulgurantes de prosodia,
como la diatriba o la sátira. Sin embargo, esa fragmentación nos
retacea un elemento que sí nos muestra, finalmente, este meteoro que
se ciñe a su género. A fin de cuentas, los tratados deben exponer de
forma integral, y si se quiere objetiva y ordenada, conocimientos
sobre un asunto concreto. El salto de la invectiva al tratado nos
muestra que Herrera y Reissig, uno de los mayores poetas que haya
dado el castellano, fue un prosista que no se recluía en el mero
furor de la invectiva sino que abrevaba en el acaloramiento más
metódico del ensayista.
La gracia de osbsolescer
Claro que, cuando se nace tan
póstumo como ha nacido el Tratado de la imbecilidad del país,
se corre el riesgo de llegar como un feto fósil. Dicho de otro modo, ¿en qué
mundo se clausura o debe clausurarse el Tratado, en aquel en
que se escribió o en éste que lo lee? Si se realiza la tarea de
repasar hoy el ensayo canónico coetáneo y contiguo a la redacción de
este libro recién publicado, es decir el
Ariel de
José
Enrique Rodó, se arriba a una prosa anquilosada y a ideologías que
han perdido todo vigor. Es decir, sucede con
Rodó lo mismo que con
sus maestros, Guyau, Taine, Renán, o Spencer. Transcurridos la
segunda guerra mundial y el Holocausto, cada inserción de las
palabras raza, o espíritu de la raza resulta ominosa
y, después de Hiroshima, se vuelven cursis las referencias
inconsideradas al progreso; ni bien puesta en marcha la Unión
Soviética, hablar de idealismo se volvió tabú y, apenas liquidado el
imperio del socialismo real, no sin serias amonestaciones es dable
digerir las referencias a humanidades nuevas en entornos idóneos,
fatalmente apegadas al bien platónico (transcurridos lo que se llamó
cortes posmodernos, cualquier totalización se volvió no sólo
sospechosa sino llanamente indeseable). Y por otra parte, las
políticas de la “degeneración” a lo Max Nordau (que además de
inflamar las páginas de Nietzsche y varios de sus más notorios
coetáneos, se entretejieran en los textos tanto de
Rodó como de
Herrera), luego de un siglo escrupulosamente pasteurizado en el
diván del psicoanálisis resultan, como mucho, un camafeo del
pensamiento clínico.
Es decir,
Ariel es hoy
legible sólo a partir de su inserción en las coordenadas en que se
produjo; ya viene procesado, por un lado, por las lecturas
calibanizantes que, en los 1960 hiciera Carlos Maggi en
Uruguay
y luego, en Cuba, Roberto Fernández Retamar; por otro, por toda la
crítica a la modernidad. Su valor radica en su carácter documental,
incluso monumental. Nos habla de verdades de época, es decir, de
esas antigüedades, como alhajeros de abuela, que nos ayudan a
pensarnos en tránsito, herederos de cachivaches con peso
sentimental. Casi sin excepción, un ensayista obsolesce a ritmo de
locomotora, junto con el humo de la casi totalidad de sus verdades
instantáneas (algo que en buena medida predicara ese mismo Spencer
que fuera maestro de Herrera); decae su Gran Saber allí donde
comienzan a crecer sus otras verdades como el temple, el empuje
prosódico, todo aquello que lo exhibe escritor en un ambiente, que
lo demuestra más mamífero -como diría Ciorán- que ideólogo. Allí es
donde, ya absorbidas las décadas, por lo general nos es dado
comprender su grandeza; precisamente en su falsedad y
envejecimiento.
Calibán patrio
Algo muy distinto ocurre con
este tratado de Herrera que nos llega, epigonal a sí mismo,
prematuramente marchito en su sistema de referencias, rabiosamente
arqueológico en el mundo que nos descubre y destituido de las galas
del envejecimiento, nos llega en algunos puntos más actual que la
mayoría de sus contemporáneos. Su prosa, mucho más vivaz, multicorde
y virtuosa que la del Rodó que por décadas encandiló a las
juventudes intelectuales de la América hispana, no se acartona,
sorprende a menudo, horada las platitudes teóricas que hereda y
termina hablándonos desde nunca o desde ayer nomás, en el boliche.
Dicho de otro modo, este libro, a despecho de sus vicios o ñoñeces
cientifizantes (los mismos que vertebraron, en el Río de la Plata,
el Facundo de Sarmiento o El hombre mediocre, de José
Ingenieros), genera sin embargo ese calor de lo póstumo fatal. Es un
coraje implacable que, investido en saberes recibidos de la época,
denuncia las mismas condiciones que, a la larga, le otorgarían su
distinción de inédito centenario y que, repuesto en sus coordenadas
de producción, habría que considerar el Calibán uruguayo. A
fin de cuentas, este tratado, lo mismo que la “Tertulia”, parece
hacerse cargo del clamor de Calibán en La Tempestad: ¿para
que haber sido enseñado en la monstruosa lengua del amo sino para
insultar? ¿Para qué el castellano y su cultura patricia hubieron de
darle los libros a Herrera sino para vociferar contra el entorno que
vivía como opresor?
De ese entorno había buscado
escapar Rodó con trucos retóricos. Ambiente selecto y envío a las
juventudes idealistas, que harían el porvenir
(denuncia implícita de
las cortedades del presente), todo en una prosa marmórea, en un
idealismo estatuario
(tedioso como la eternidad). Al contrario de
ese etéreo Ariel, inconsútil y aproblemático
(ya que utopiza, liberando la tarea al mañana, Herrera denuncia lo que entiende es,
ahí y entonces, el mal del país. Recurre a la “prosa”
(desde
Azul, de Darío, el mundo literario se dividía en aquello celeste
y poético y aquello prosaico) para acometer un mundo ramplón o
inelegante. Es decir, lo que entiende es la estolidez de su país.
De más está abundar en que los
marcos teóricos a los que recurre Herrera, comenzando por Spencer,
no pueden, hoy, ser considerados otra cosa que supersticiones
eurocéntricas. Pero cuanto más se aparta la prosa herreriana de esos
marcos, para caer en el anecdotario, el chisme o la fábula (por
ejemplo, del tamaño antinatural del pene del país, que algunos sacan
por el cuello de la camisa), más sabroso se pone el texto. En esa
embestida sobre el mundo poco “civilizado” se pueden encontrar las
señas que hicieron única su poesía: la mixtura del cosmopolitismo
camafeísta del modernismo con la vulgaridad del entorno. De forma
inclemente, el Tratado va exhibiendo ese ambiente “Fedra,
Molocha y Caína”, ese orbe “caries sórdida y uremia”, quimera de lo
idealizado y la realidad gruesa que lo rodea, el ironismo dolido,
desafiante, que como diría Próspero en La Tempestad, a
propósito de Calibán, es “esa cosa maligna que reconozco propia”.
Pero cuanto más se adentra en la
sencilla crónica del intelecto de su entorno, algo frío comienza a
recorrernos, cuando empezamos a reconocer que eso maligno no sólo es
propio sino duradero, se diría que inmodificable, se diría
indeleble. Esos uruguayos pudibundos y cerriles que desfilan en el
tratado herreriano, desprovistos de curiosidad intelectual,
perezosos, enemigos empavonados del saber nuevo, encerrados en sí
propios, remilgados odiadores de los bonaerenses son la marca, por
lo menos, del Uruguay moderno.
El que ha venido
Aquí la última anomalía de este
libro, que debe ser entendido no sólo como documento y monumento de
su escritura sino también de los veinte lustros en que deambuló,
insepulto, por escritorios y polvo de anaqueles dormidos. Estos dos
tiempos están contenidos en el propio tratado y su galanteo
calavera: ningún imbécil publicaría ese libro, porque los imbéciles,
para empezar, carecen de paciencia, integridad, entereza y
generosidad mínimas. No queda sino preguntarse por las decenas y
decenas de hipotéticos investigadores de la Biblioteca Nacional o
de la Facultad de Humanidades, que por décadas dejaron al manuscrito
durmiendo el sueño de los justos. Una dejadez centenaria amputó a
Herrera, gloria nacional, de su propia obra. Los manuscritos en los
que se encontraba este tratado, recibidos de mano de la viuda del
escritor, quedaron trastornados por décadas, desordenados, casi
intratables, al punto de llevar a entender, por ejemplo a Giaudrone
y Berriel (en aquel momento, apenas estudiantes de licenciatura) que
El pudor y la cachondez eran obra divorciada del resto del
Tratado.
De lo dicho, quede este meteoro
mordedor como testimonio de un siglo de imbecilidad, de dejadez
intelectual y académica, que ha necesitado dos edades para alcanzar
existencia. La de su
escritura, a cargo de un poeta superlativo que
de ahora en más habrá de quedar incluido en la serie de los
ensayistas de su época, y la de su edición, a cargo de Mazzuchelli,
que viene a demostrar que la estupidez no es fatalidad, o que al
menos no debería ser un estado perpetuo del alma. Mientras en la
“Tertulia” la voz lírica se jugaba a una afasia agónica, los más
recatados ensayos de Rodó ponían en juego la figura de ése “que
vendrá”. Y finalmente vino Mazzuchelli, quien al llevar a cabo lo
que multitudes no hicieron ni quisieron hacer (sentarse, trabajar
con celo, consistencia y el decoro de dejar hablar al grande)
permite que nos repasemos a la luz de Herrera, abriéndose así, para
nosotros, la oportunidad de devenir menos miserables. Para ponerlo
en la calderilla del eslogan, en tiempos que se autoproclaman “de
cambio”, sería imperativo que el Tratado de la imbecilidad se volviera, finalmente, una mordedora lección sobre
el ayer.
* Publicado
originalmente en el Semanario Brecha. |
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