Nadie habrá dejado de observar que las cosas tienden a
no ser asombrosamente simples. Una de las metáforas preferidas
para nombrar la complejidad es la del laberinto.
Laberintos nombró Plinio, y se encuentran también
en Apolodoro (un personaje casi mítico, que habría
compuesto una recopilación de los mitos griegos, la Biblioteca).
Como Teseo es un personaje bastante importante de esa colección
de mitos, el laberinto que hizo Dédalo para encerrar al
minotauro ha sido el que con mayor frecuencia surgió a
lo largo de la historia literaria.
Las catedrales góticas
tenían laberintos dibujados en sus pisos, y los jardines
de la Edad Media propusieron algunos tímidos ejemplos.
Con el barroco, los jardines con setos en forma de laberinto se
popularizaron. En la época en que Kubrick
ponía un laberinto en El Resplandor, Eco
describía un laberinto en El nombre de la rosa.
Luego, Eco explicaría en sus Apostillas a El nombre
de la rosa su Sistema de Clasificación de Laberintos.
Para él hay
tres tipos de laberintos: los clásicos, como el del minotauro,
que conducen sin errores al centro, donde está el monstruo;
los barrocos, que tienen vías muertas y caminos sin salida,
y los modernos, como el suyo, que según dice es distinto
a todos, porque todos sus espacios se interconectan.
Eco confunde el trazado con la topología: su laberinto
y el laberinto barroco
pertenecen a la misma clase; da lo mismo que una vía muerta
sea un corredor o una habitación. Su laberinto novelesco
tiene vías muertas, sólo que éstas tienen
la forma de una habitación, y no las proporciones de un
corredor retorcido. Pero las conexiones espaciales son idénticas;
es decir, en uno y en otro la gente se pierde por los mismos motivos.
Por otra parte, y ya
con sólo dos categorías laberínticas, no
cabe considerar al laberinto clásico como de una sola
vía. ¿Cómo, entonces, alguien podría
perderse dentro de él? Si el único peligro es el
minotauro, entonces ¿para qué Teseo necesitó
el hilo de Ariadna? Los laberintos de una sola vía son
los medievales: allí, el peregrino penetra, recorre el
larguísimo camino y llega inevitablemente al centro.
Es una metáfora
de la fe: el camino el largo, difícil, pero la fe -la
confianza en llegar a destino- tiene como fruto el éxito:
se evita la perdición. Topológicamente, el laberinto
medieval no es un laberinto, sino un camino único, que,
en su formulación gráfica y en su plasmación
arquitectónica, tiene una disposición retorcida.
Es como un intestino, que por más que parezca un amasijo
sin sentido, es nada más que un caño sin bifurcaciones.
Así, pues, existe
una sola clase de laberinto: el que impide encontrar el camino
cierto (salvo que el azar colabore). Si uno siguiera a Eco, o
a otros críticos contemporáneos, creería
disponer de nuevas herramientas para el análisis. En realidad,
muchas teorías acerca de la complejidad de lo posmoderno
no hacen otra cosa que meternos en el laberinto de la palabrería
sedicente erudita, aunque de una vía sola: equivocada.
* Publicado
orginalmente en Insomnia, Nº 61.
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