SUEÑOS DE UN ÑERO
Una vez soñé que yo era un ñero rico, un ñero millonario.
Yo
tenía una bodega de donde sacaba, todos los días comida, vestuario,
leche, de todo...
Desde tempranito me iba a repartir cosas a los parches. Todos me
esperaban felices, porque yo llegaba como si fuera el niño Dios,
lleno de cosas y cosas. Mi bodega gigante quedaba en la calle del
Cartucho, cerca de aquí...
Un
día llegué a la calle del Cartucho, feliz, con la bolsa de los
regalos, de la bodega no quedaba nada, nada, nada, nada.
Sólo cenizas. La habían quemado. Me volví loco y me fui a buscar a
las liebres que habían hecho eso. A mi paso todos los ñeritos
lloraban y me decían: Jimy tráenos comida, tráenos ropa, tráenos
leche. Entre la gente distinguí a mi hijita.
Esos gritos de la gente me daban más valor y yo corría y corría. A
lo último volaba porque me salieron alas para defender lo mío. Al
fin los encontré. Eran unos hombres diablos vestidos de negro y de
verde y se reían de nosotros.
Ese
sueño lácteo no debería ser de un solo hombre, sino de una sociedad
capaz de soñar y de hacer de sus sueños una práctica política y
poética que le proporcione a los más desprotegidos y necesitados eso
que le piden con angustia a Jimy: comida, ropa, leche. Ojalá, el
sueño de un ñero también sea el de tantos políticos que se llevan la
mano al corazón (mas no al bolsillo), y ese
gesto está bien como imagen publicitaria, pero, las manos tienen que
llegar hasta esos otros que lo han perdido todo, gracias a los
hombres diablo vestidos de negro.
Si
como lo afirma Dostoievsky en Los hermanos Karamazov, citado
por Levinas: Todos somos responsables de
todo y de todos ante todos, y yo más que todos los otros;
entonces, Jimy no sólo es un ñero… Jimy somos todos.
La
literatura de, sobre y desde El Cartucho es una política de la
memoria ante un país arrobado con leyes que promulgan el
olvido como sinónimo de
impunidad; recordemos aquí un atento texto de Arturo Alape, quien
realizó un ágil y puntual recorrido por el devenir histórico de esta
zona:
El
área de la parroquia de San Victorino no estaba totalmente poblada,
era mi barrio de
extramuros casi despoblado, que se construyó en terrenos cedidos
por los herederos del conquistador Francisco Hernán Sánchez. El
padrón de 1801 dice que estaba compuesta por 32 manzanas, en su
mayoría de casuchas apachurradas y la parte poblada se encerraba
dentro de este perímetro:
Desde la intersección de la carrera 13 en la calle 16, todo el
límite norte y oriental del barrio, y luego por la calle 7a, carrera
12, calle 9a, carrera 13, calle 10a, costado oriental y norte de la
Huerta de Jaime (Plaza de los Mártires), carrera 15, calle 13 desde
la carrera 16 hasta la 13 y está la calle 16, primer punto de
partida. En total, el barrio de San Victorino estaba limitado a
sesenta cuadras.
Es
decir que San Victorino comprende actualmente: del río San Francisco
(Avenida Jiménez de Quesada) hasta Santa Bárbara (San Bernardo).
Comprendía también La Alameda (La Merced). Por el sur colindaba con
la Huerta de Jaime (hoy plaza de Los Mártires, por los tantos
fusilamientos que se hicieron ahí).
En
ese entonces al seguir la corriente del río San Francisco,
desembocaba en la amplísima Plaza de San Victorino, antes un sitio
llamado Pueblo Viejo. En el barrio de San Victorino, escenario de
múltiples batallas militares, epicentro de importantes
acontecimientos sociales y políticos, aparece ubicada en el plano
levantado por Codazzi en 1849, la Calle del Cartucho. Se ignora
hasta la fecha cuál fue el origen de su curioso y hoy
lacerante nombre.
El
Cartucho, reitero, no desapareció al igual que muchos de sus
habitantes que se llevaron consigo historias e imágenes de esta
ciudad. En El esquimal y la mariposa, Coyote se instala en El
Cartucho, donde cambia de vida y de nombre. Allí él, “Sentía que
llevaba 25 pisos encima y adonde fuera (nos dice)
siempre me iba a pesar”.
Este fragmento se vincula con un aspecto de la obra Satanás
de Milton, que dice que donde quiera que él esté, allí está el
infierno. Luego dice “I Myself am hell”
(Yo mismo soy el infierno).
Es decir, concibe el infierno no como situado en un
lugar, sino como un estado de ánimo, o como el estado de un alma.
Álvaro Rozo, un ex indigente, quien consumió durante 54 años droga y
alcohol, y de los cuales 32 permaneció en El Cartucho, declara en
una entrevista, a propósito de su libro Yo salí del infierno
(en autoría con la doctora Cecilia Cadena), lo
siguiente: vi matar unas 2.000 personas, vi
lo peor.
Pareciera ser entonces que donde está el alcohol y la droga, siendo
reduccionista, allí está Satán. Así lo revela un cuento de la
tradición oriental que figura en El Talmud:
Cuando Noé estaba plantando una viña, se apareció Satán
y
pidió permiso para ayudarlo.
Satán trajo primero un cordero, lo mató y vertió su sangre sobre los
surcos. Después empapó la tierra con sangre de león. A continuación
atrapó un mono y usó su sangre del mismo modo. Y finalmente le tocó
el turno a un cerdo. Entonces Satán le explicó a Noé sus
intenciones:
-Cuando el hombre tome la primera copa de vino se volverá dulce y
alegre como el cordero. Con la segunda copa, será valiente y
peleador como el león, jactándose de su poder. Después de la tercera
copa, se pondrá en ridículo como un mono. Pero si toma cuatro o más
copas se convertirá en un cerdo repugnante, sucio y bestial, capaz
de revolcarse en el barro.
Peter
Haas tras su experiencia de trabajar dentro de El Cartucho tomando
fotografías a
varios de sus habitantes, escribe:
No
voy a desmentir el mito: tomé fotografías de psicópatas, locos y
enviciados de toda clase. Vi personajes con una luz de locura y de
paranoia en el fondo de los ojos, tan cerca del límite de la
bestialidad, que parecían a veces hombres lobos. Pero también
observé mucha nobleza en estas caras rotas y reventadas por la vida,
ya que la mayoría de las personas que tuve frente a mí eran
verdaderas, dignas y lo suficientemente resistentes para sobrevivir
en su infierno.
En el
libro El silencio de los jaguares, memorias del seminario
culturas, artes, neurologías, más allá de la ingeniosidad,
publicado por el departamento de Humanidades y Filosofía de la
Universidad de Nariño, Orlando Lennin Enríquez escribe un relato
que le contó el taita José García al etnólogo William Torres, quien
a su vez se lo hizo conocer a Orlando Lennin:
Es
en este espacio geopolítico de exclusión contemporánea, donde se
sitúa el sabio relato del abuelo José García, de la comunidad
Hüitoto Müiname, en torno a su entrada y salida en la adicción al
bazuco allá en los años 80. Cuenta este sabio que fue por curiosidad
que un día quiso probar la pasta del bazuco, extrañado de que
ciertos colonos y citadinos extraños la compraban regularmente a
algunos miembros de la comunidad a un elevado precio. Al parecer,
las primeras experiencias le resultaron agradables, hasta el punto
que él decidió frecuentar tal consumo con bastante regularidad; a
tal grado que subrepticiamente empezó a depender del mismo y a
descuidar paulatinamente la realización del conjunto de sus variadas
actividades de curaca. Sin percibirlo siquiera, él había entrado en
la pesadilla de la adicción al bazuco. No obstante, lo anterior,
pudo tomar consciencia del problema al darse cuenta que el poder y
la eficacia curativas de sus prácticas chamánicas se anularon, al
haberse apoderado esta adicción de la totalidad de su vida.
Entonces, desesperado procedió a encontrar la solución a semejante
desgracia, consultando a través de la toma abundante de ambil al
dueño del tabaco, para que éste le aconsejara cómo salir adelante.
Después de describirle la gravedad de la situación, la sentencia de
ese enigmático personaje de la dimensión Náhuatl, fue que si el
abuelo no se enfrentaba con el dueño del bazuco y lo vencía,
quedaría para siempre prisionero en cuerpo y alma de su hechizo.
Ante semejante vaticinio siniestro, se dedicó en su maloca todo un
día y una noche a envolver en papel de cigarrillo cuanto bazuco
tenía y pudo conseguir, ayudado por su esposa. Procediendo a fumar
desesperadamente uno tras otro, el gran montón de barillos que había
armado y apilado.
La
narración del abuelo continúa con la descripción de cómo en su
trance tóxico, después de que se manifestara sucesivamente la
presencia, inicialmente, de varios hombres fuertemente armados que
lo exhortaban amenazantes a desistir de su búsqueda, y después la de
numerosos micos que en profuso tropel, le despedazaron el interior
de la maloca, al fin se hizo presente el dueño o dueños del bazuco.
Se trataba de dos inmensos perros negros, macho y hembra, los cuales
expulsando fuego por boca, ano y vulva, se trabaron en un feroz
combate mortal con el abuelo; lucha que casi pierde éste, de no ser
por la intervención oportuna y aguerrida que tuvo que hacer su
compañera, al patear la vulva de la perra, haciendo que el fuego
expulsado por ésta se devolviera a sus entrañas y la quemara por
dentro. De esta forma, el abuelo pudo superar el ser devorado por la
adicción al bazuco, ya que como bien se lo manifestaron
lapidariamente sus tenebrosos dueños: ellos devoraban la vida de
todos los adictos que al consumir bazuco no sabían qué eran, poco a
poco, consumidos y tragados por esas feroces bestias, convirtiéndose
así en las únicas víctimas a sacrificar a la voracidad insaciable de
estos dueños infernales del terrible phármako.
Este
texto lo referí a Iván D´anello, para poderle hacer la pregunta de:
¿cuál es, entonces, el “espíritu” tan poderoso que tiene el basuco
para convertir a una persona en indigente?
Iván:
Uno no se da cuenta de la metamorfosis
que se da en uno; el peor error que yo cometí fue ir allá, llegar y
fumarme un cigarrillo, porque allá me quedé, primero que todo porque
al estar allá metido no se tiene el prejuicio de la familia ni del
vecino, ni qué pasó, ni nada, porque allá nadie lo conoce a uno y
todo se tiene a la mano, que los cueros, que la marihuana, entonces,
eso lo amaña a uno, y el mismo problema lo retiene. Para uno
volverse indigente no necesita sino siete días, y les voy a contar
por qué: resulta que un muchacho que llega con su sueldo a comprar
su traba, se las tiene que ver con una persona que se llama
campanero, que es el que canta las zonas, el hombre le dice "siéntese,
que eso aquí no le va a pasar nada, trábese conmigo". El tipo que
llegó bien "pinchao", que llegó con sus zapatillas y su buena
chaqueta, empieza que tráigame tantas, pero cuando ve que se le está
acabando la plata, su chaqueta está empeñada por $20.000, y con ese
dinero se enrumba hasta las ocho, entonces el muchacho se va para la
casa y saca otra cosa, algo para poder tapar el hueco de la
chaqueta, la saca y sigue consumiendo, y cuando se le acaba el
billete vuelve y la empeña, entonces, ya tiene dos problemas: la
chaqueta y lo que se sacó de la casa, si se sacó la licuadora, o
algo vistoso, no puede llegar sin la licuadora, y de pronto la
chaqueta era del hermano, ese mismo problema es el que lo encierra a
uno allá, porque tiene el cargo de conciencia de que tiene que
llegar con eso, pero ya no está. Al otro día ese muchacho no tiene
el mismo Levi’s, ni las zapatillas, tiene
un pantalón más viejito y unos zapatos viejos, ahora anda en camisa
aguantando frío, pero sigue enrumbado.
Al cuarto o quinto día el hombre ya está cansado, porque ya ha
estado en mucho consumo, ya tiene barba; entonces, le dio frío y
necesita una cobija, prende una hoguera por la noche. Un muchacho
todo trabado se pone a mirar la candela y a pensar por allá en su
chaqueta o en su problema o en cómo llegar a la casa o en su
familia, en sus hijos: los problemas son los que lo encierran a uno
allá. El muchacho se despertó a los dos días, y ya está vuelto otra
persona, todo barbado, vuelto nada, con qué cara se le aparece a los
hijos, entonces se queda, ya no es el que manda sino el que va y
trae, y entonces se adaptan al medio, se quedan, y esos son los que
más rápido se mueren, porque no saben vivir, viven rápido, viven la
experiencia muy rápido y se mueren.
Por otra parte, no sé si es que hay algo que le pega a uno, no sé
qué será, pero es algo que lo mantiene a uno ahí. Yo voy a comentar
una experiencia algo parecida a la de ese taita. Estaba yo con una
muchacha en una habitación de una residencia, entonces ella empezó a
meterse debajo de la cama; yo le pregunté qué hacía allá, pero no me
contestaba nada. Resulta que la pieza era pequeña y había una
lucecita, un trasluz, yo seguí acostado y ella se me subió encima y
volteo a mirar y en la sombra de la muchacha vi una bestia, la
sombra que veía de ella era una bestia, y no era el viaje, sino algo
real; yo dije “Dios mío, ayúdame”, y empecé a orar, “Dios
mío, quítamela”, y esa muchacha se quedó privada y después no se
acordaba de nada... sin duda, hay demonios que habitan o animan la
droga, y el basuco es el diablo en polvo... esa experiencia fue muy
tremenda. Yo creo en eso que cuenta ese abuelo, porque nosotros
ahora vamos a una iglesia cristiana, allá hacen liberaciones o están
cantando y en el momento de la oración empiezan a convulsionar y los
hermanos empiezan a orarle y ella empieza a cambiar de voz, parece
mentira, pero ya uno viendo eso en directo, sí cree.
Martín, un habitante de esta zona, comenta:
El Cartucho es un lugar, sí, pero también es una forma de vida.
Comanche afirma: para nosotros la calle es
nuestra cama, la calle es nuestra cobija, la calle es nuestro
abrigo, la calle es la que nos da todo.
Para ellos la calle es más que una construcción de cemento: es su
hogar, su universo, su parche, su baño sagrado, el único rincón
donde no se sienten arrinconados. Muchos han tratado de salir, pero
las drogas y la forma fácil en la que consiguen dinero los jala de
nuevo. Es un tira y afloje. El cielo y el infierno en pugna.
Otra
habitante conocida como “La Mama” afirmó:
El Cartucho no se acaba porque uno se lo lleva al hombro.
Este paisaje de la memoria se va destruyendo para darle paso a una
nueva arquitectura; lo preocupante de esto es que una suerte de
Alzheimer histórico se impone, relegando al olvido este territorio
que, más que un lugar geográfico, siguiendo la idea que subraya
Borges de Milton, es un estado del alma. El Cartucho antiguamente
era el barrio Liévano, de corte francés republicano, construido por
Nicolás Liévano Daniels.
Durante la primera mitad de este siglo vivieron allí –en lo que se
llamaba el Barrio Liévano- no sólo personajes reconocidos hoy como
el ex presidente Turbay Ayala, sino algunas de las familias más
prestigiosas de la época: la de Nicolás Liévano Danies, pionero del
urbanismo de Bogotá, la del ex presidente de la asamblea de la ONU
Indalecio Liévano Aguirre; la de Germán Arciniegas y las familias
Anzola Gómez y Torrente.
El
reportero gráfico León Darío Pélaez expuso una muestra fotográfica
sobe El Cartucho y sus habitantes en El Callejón del Gaitán
de Bogotá, en octubre de 2005, a su vez Ricardo Silva Romero, anotó
al respecto:
Un
hombre de bigote mira de frente mientras carga un costal cargado de
basura. Y a un niño dormido le tiene sin cuidado que haya amanecido
hace unas horas. Ninguno de los tres imagina el desenlace: diez años
más tarde, en la Bogotá avergonzada por no ser una ciudad del primer
mundo, el barrio, convertido en un gigantesco expendio de drogas a
unos pasos del palacio de gobierno, un pequeño infierno con unos
cincuenta años de existencia, será destruido por las autoridades de
turno como si se tratara de borrar una línea de sobra en un párrafo,
de exterminar una plaga que amenaza a la ciudad desde su centro. Ya
no estarán los tres, ni el músico ni el hombre de bigote ni el niño
dormido. Se habrán dormido en los sótanos de ese sitio al que sólo
se atreven a entrar reporteros sin nervios y redentores
sacrificados. Pero será evidente, por fin, que hacían parte de un
pueblo enterrado vivo en el patio de atrás del país.
El
Cartucho, era un lugar en el que se involucraban las diversas pieles
de una nación en crisis. Si Cartucho, etimológicamente, es:
tubo de metal o de cartón que contiene
pólvora,
esta zona, en concordancia con su nombre, es un envoltorio de
historias que contienen precisamente un material tan explosivo como
la pólvora. Los habitantes de El Cartucho se trasladaron al
Matadero Municipal, bautizado ahora por ellos bajo el rótulo de
El Indulto. Que sea pues esta nueva Zona la oportunidad de
indultar e indultarnos de la indiferencia frente a ese toro de lidia
que corre por toda la ciudad.
Si lo sacan a uno que está durmiendo en esta calle y lo llevan para
otra calle sigue durmiendo en la calle. Esa no es la solución:
correrlo de aquí para allá, da lo mismo. La solución sería que nos
dieran, digamos, un albergue para que la gente no duerma en la
calle, que tenga dónde dormir.
Muchos de ellos, cual Gregorio Samsa, se han metamorfoseado, y la
macrolectura oficial que se hace de ellos es la de verlos como
bichos que hay que esconder, porque dañan el decorado de la ciudad.
Ellos no calan con los deseos de profilaxis arquitectónica, y, con
el furor de resemantizar la ciudad a partir de slogan gomelos,
entusiastas, y de un exaltado tono progresista; por supuesto, su
presencia recuerda lo que tantas narrativas bien intencionadas
quieren maquillar.
(…) amén de los vecinos alérgicos a los efectivos miserables de El
Cartucho transplantados entre los escombros del antiguo
matadero, a dos pasos del galpón claustrofóbico en que el gobierno
atiende a las víctimas del desplazamiento forzado que acuden de todo
el país, como para que se vayan haciendo al ejemplo de las víctimas
de tantas alcaldías), si mal no recuerdo, cuando me pareció muy
urgente retomar uno de los sentidos menos frecuentes de la forma
verbal apostellein, la que habitualmente se traduce por
“enviar”, “entregar”: para Tucídides apostellein remite
también a las aguas en baja marea y significa entonces “retirarse”.
A
estos TRAC, se los puede leer desde las concepciones estéticas
planteadas por Francesco Careri, porque ellos hacen del andar una
manera simbólica de transformar el paisaje.
Para estos viajeros, las calles no llevan a lugares, las calles son
los lugares y en ellos afirman su existencia, creando otras
arquitecturas culturales, que han sido investigadas por autores, que
si bien no he citado, quiero referenciar, a propósito de este
deambular que gesta literatura; así, José Navia con El lado
oscuro de las ciudades (2000). La rigurosa investigación
adelantada por María Cristina Alarcón, María Paula Navas-Alarcón y
Nicolás Samper, Busco un hombre, busco una mujer (2002). La
Cámara de Comercio de Bogotá adelantó un estudio titulado
Habitantes de la Calle. Un estudio sobre la calle de El Cartucho en
Santa Fe de Bogotá (1997).
A manera de una (im)posible conclusión
En
la nota de pie de página número ocho del libro La entrevista de
bolsillo. Jacques Derrida responde a Freddy Téllez y Bruno
Mazzoldi. Este último anota a propósito del título The Pocket
Size Tlingit Coffin illustré de Cartouches par Jacques
Derrida, lo siguiente:
(…) entre las direcciones semánticas entretejidas a lo largo del
ensayo de Derrida cabe señalar no sólo las pertinentes al envoltorio
explosivo, la bolsa, la carta, la orla, el cartel, la cartela, el
cucurucho y el patronímico del bandido descuartizado el 27 de
noviembre de 1721, Luis Domingo Cartouche apodado “Bourguignon”,
sino también las que conciernen a la estructura del dispositivo de
profilaxis onomástica o almanaquera cuyo determinativo los
egiptólogos de habla hispana toman prestado del francés siguiendo el
ejemplo de los anglosajones y resignándose a “cartucho” sin tener
que evitar el fuego cruzado de los malentendidos que insidiarían a
otros expertos (amén del equipo de urbanistas y sociólogos
responsables del Proyecto de Renovación Urbana “Tercer Milenio”
ansiosos por reubicar a los habitantes del sector otrora situado en
las cercanías del Palacio Presidencial y conocido en Bogotá como
“Calle del Cartucho”) cuyos escrúpulos de higiene semántica quizás
coincidirían con el recelo de los estudiosos que prefieren el
término “cuadrete” para referirse a los cartouches de los códices
centroamericanos.
El
Cartucho quedará como una carta o una tarjeta postal para los
posibles lectores que vendrán. Esta raza de nómades seguirá
inventando la ciudad desde sus múltiples desplazamientos y desde sus
narrativas orales y/o escritas. El Cartucho no fue sólo un lugar
sino que es un movimiento, un plano de inmanencia que ha interferido
el espacio urbano y lo ha replegado en diversas lógicas del ser y el
habitar. A los ñeritos los podrán seguir llevando pal´monte,
pero ellos han conquistado un territorio de dignidad en la
literatura, la filosofía, el arte, la fotografía, el teatro; por
eso, El Cartucho seguirá con nosotros, y los buldózeres del
desdén no podrán acabar con una memoria trágica y terrible como la
de estos hombres que caminan en las noches, inventando otras
ciudades que la lógica del poder pretende ignorar.
Notas:
SHUA, Ana María. Noé, Satán y la viña. En: El
libro de los pecados, los vicios y las virtudes. Buenos
Aires, Alfaguara, 2002. p. 145.
MAZZOLDI, Bruno. Desde la supuesta platea (en medio de
“¡Ju, Ju!: ¡Já, Já!”). p. 60.
www.javeriana.edu.co/pensar/derrida/textos/El%20carnet%20de%20Bruno3.doc
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