Fiera de amor /raíces
de una raza nueva (Delmira Agustini)
Uno de los rasgos más
evidentes y notables de la poesía del siglo es la cantidad
y valor de sus oficiantes femeninas. A inicios del siglo, María
Eugenia Vaz Ferreira, había conmovido el ambiente intelectual
con sus versos, pero la literatura
de habla hispana en general y la de este territorio en particular
habrían de sacudirse ante la irrupción de una nueva
figura. Desde Sor Juana Inés de la Cruz no aparecía
una poeta de la talla de Delmira Agustini;
para siempre, por otra parte, la poesía hispanoamericana
conquistaba, gracias a Delmira, una nueva erótica.
Hasta ahora, poco explicable
ha parecido, salvo argumentando lo inmotivado y lo inexplicable
del genio,
que una jovencita que prácticamente no salía de
su casa burguesa, protegida hasta el fastidio por sus padres,
irrumpiera con versos y estrofas de una violencia desconcertante.
Una señorita que escribía como si tal cosa versos
como "Eros, ¿no has sentido piedad de las estatuas?"
o "Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones/de palomos,
de buitres, de corzos o leones" hacía pedazos
todo posible horizonte de expectativa de la época.
En los términos en que se ha percibido, hasta el momento,
la relación de su biografía con el entorno, la explosión
lírica de Delmira tampoco parece muy congruente. Un ejemplo
de esto lo daba, en su momento, el filósofo Vaz Ferreira,
quien le señalaba a Delmira -casi con dicción de
confesor- que parecía imposible que ella misma entendiera
las cosas que escribía (sus
referencias a otra estirpe "sublimemente loca" etc.)
porque para entenderla
era necesario haber leído, entre otros, a Nietzsche.
Independientemente de que Nietzsche, en la época, era bastante
leído en Montevideo,
y que no debía haber demasiado impedimento para que se
filtrara en la recámara de una joven inquieta, sería
conveniente, para aproximarse a la poesía
de Delmira, tomar en cuenta algunos elementos contextuales.
Deberíamos,
una vez más, retrotraernos al viejo conflicto discursivo
platense y recordar que Alberdi, que se refugiara en Montevideo
durante la Guerra Grande proponía, para "civilizar"
el Plata, reformular la raza como en un laboratorio. Era necesario
atraer sajones, laboriosos y reflexivos, a estas tierras, y la
mejor forma de atraparlos era merced a las irresistibles, según
Alberdi, mujeres criollas. Si este discurso llega a Delmira,
ella lo atrapa, para usar sus palabras, con el "vaso
de su cuerpo".
En un momento en el que el flujo inmigratorio se desparrama sin
descanso por territorio uruguayo, pareciera Delmira asumir el
lugar que le atribuye el tradicional discurso civilizador y contestarlo.
Esta respuesta viene aparejada por otros precedentes literarios
y por una estrategia consecuente de la poeta. El más advertible
es que Delmira se instala desde el lugar tradicional del "tú"
lírico. Si, desde Petrarca al menos, la lírica
le asigna a la figura femenina ese lugar inconmovible de amada
a la que, como un cuenco, se le depositan los versos, Delmira
parece revertir el asunto.
De ahí que replica a la estatuaria proveniente del decadentismo
y del modernismo, y replica agónicamente desde el lugar
del camafeo. Una mujer
no es una estatua. A ese "tú" hueco, convencional,
responde Delmira llenando la máscara
de carne. Este elemento
puede ser, además, esclarecido en su relación a
la poesía
de Herrera y Reissig.
Agustini, cuando muere el autor de la "Tertulia", escribe
un poema con marcado envío a quien fuera esposa, destinataria
y personaje de la poesía de Julio Herrera. Así,
dedica su poema "El dios duerme", "a Julieta,
sobre la tumba de Julio". Si el poema recuerda, de alguna
manera, a Shelley, indudablemente el hecho de recontextualizar
la tópica en la muerte
de un contemporáneo y colega es significativo. A la mujer,
a la destinataria, encarga la tarea de salvarlo. Aquella que era
el "tú" explicitado en la poesía herreriana
es la encargada de tomar la palabra. Por eso, puede decirse sin
arriesgar mayormente que, contestaria también de Herrera,
Delmira produce desde un lugar privilegiado para articular tan
negra poesía. La Fedra, Molocha, Caína de Julio
Herrera es la que se ha puesto a escribir con una fuerza devoradora,
con un impulso que recuerda a la hetaira.
Unamuno se alarmaba un tanto
de la fijación con que Delmira quería atrapar la
"cabeza" del Dios. Un impulso de Salomé más
comprensible a partir, precisamente, de la poesía de su
gran colega montevideano (esta
sintaxis de lo trunco quedaba, si se permite la expresión,
"servida en bandeja").
Y el talento de Delmira, desde esa posición, aniquila finalmente
al modernismo.
Aniquilación que
ha de ser observada en el ataque a la misma heráldica del
movimiento. Silvia Molloy ha observado la réplica de Delmira
al cisne que Darío hereda de Verlaine y lo analiza en relación
al constante "aniñamiento" que impostara la poeta
y que fuera advertido por Rodríguez Monegal. Como se sabe,
cuando no escribía poemas, Delmira tomaba también
la actitud activa de escribir desde el lugar adjudicado. Mimada
y sobreprotegida en su casa, le escribía a su novio cartas
que firmaba como "la nena" y que escribía en
media lengua. Así, era la nena
para sus padres, para su prometido y para sus contemporáneos,
pero el armnisticio con su sociedad terminará pronto. La
tirantez entre la vehemencia de su poesía y la docilidad
tramposa de su vida social era demasiado grande. La misma estrategia
le deparará ser la Salomé del modernismo, cuya cabeza
cortará en un poema, y a la vez morir por ello.
Su asumido "aniñamiento"
puede ser observado, como recuerda Molloy, también a partir
de su contacto epistolar con Rubén Darío, y en
relación a esta correspondencia puede ser leída
la ejecución triunfante de su poema "El cisne".
Se puede decir que, si como fecha canónica para la muerte
del modernismo, se establece generalmente la del poema de González
Martínez en que pide se le tuerza el cuello al cisne de
"engañoso plumaje", es en el de Delmira en el
que, por procedimiento inverso, digamos, se le endereza el cuello,
se le desvela la incógnita y se lo vuelve definitivamente
fálico, y que de aquí en más el cisne pierde
toda posible compostura simbolista.
En este suelo, donde los tratados de de las Carreras y Herrera
pueden ser apreciados como un suelo o ground poco menos
que zoofílico, la heráldica lacustre del ave de
Lohengrin se aleja hacia una raíz más antigua y
demoledora, en la que el cisne es el ave de Leda, por la cual
la bella copula con el Dios. Aquí Delmira ha erguido su
propia musa, "cambiante, misteriosa y compleja",
diferente a aquélla que le proveía el modernismo
canónico, y la devuelve, como en su poema homónimo,
reclamando rosas, diamantes, estrellas o espinas.
Delmira reclamaba, es
decir, su escritura reclamaba.
Su boda con Enrique Job Reyes, por lo tanto, resultó un
fiasco porque distaba mucho de la sintaxis de sus versos. Si su
poesía apostaba
a coitos sobrehumanos, anudados por la doble voz de la poesía
modernista y de la musa replicante, nada de esa expectativa nacida
de libros ajenos y propios podía recibir en el matrimonio.
Regresó a su casa unos días más tarde, acusando
a su marido de vulgaridad. En realidad, después de haber
firmado sus versos, es más probable que cualquier hombre
-o cualquier mortal- le hubiese resultado igualmente banal.
Su posición activa, de reclamar contestatariamente el lugar
adjudicado por la escritura,
la hace iniciar, a poco de haber sida aprobada la Ley de divorcio,
los trámites para finiquitar su matrimonio con Enrique
Job Reyes. Algún tiempo más tarde, Reyes se encuentra
con ella, le pega un tiro y luego se suicida.
La pasión estaba en toda esa escritura.
El huracán de sus versos terminó pagándolo
con la grafía que más disfrazaba: su biografía.
(sigue)
* Publicado originalmente
en Orientales: Uruguay a través de su poesía
(Montevideo: Graffiti, 1996)
|
|