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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



NEOMAL - LO POÉTICO - LENGUAJE - IDIOTA - FORUNCULOSIS DEL LOGOS -

De lo poético en tiempos de neomal*

Amir Hamed

(…) el Mal en que muchos nacimos experimenta desde hace un tiempo la retirada del Estado y del Intelecto, es decir, del juicio, a favor de la nueva figura del tercer milenio, el Idiota


Cierta vez, en un seminario de posgrado, para romper el hielo me pregunta el docente: a ver, “¿Amir, ¿qué es poesía?”, sin pensarlo, respondí: “si no es usted, me doy”. Algo parecido debe haberle pasado a Eduardo Espina en una entrevista que leí no hace mucho, en la que, interrogado por lo mismo, dice: “La poesía es todo, un hombre cayendo de un décimo piso puede ser poesía y al estrellarse en el suelo se convierte en un acto poético. El trabajo del poeta es convertir la poesía y lo poético en poemas. La poesía sería el material lírico no escrito que carga cierta belleza y en el cual se intuye la posibilidad de añadirle palabras”.[1]

De alguna forma, mi amigo Eduardo está refiriendo al sublime de Immanuel Kant, a eso que es “absolutamente grande”, que sobrepasa al espectador causándole displacer, y puede darse únicamente en la naturaleza, ante la contemplación acongojante de algo cuya mesura sobrepasa nuestras capacidades: una montaña, decía Tennyson un siglo antes, y Kant encontraba ese absoluto en “nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de si desolación, el océano sin límites rugiendo de ira”; esas magnitudes, que se dan en la naturaleza, empequeñecen nuestra imaginación; son la desbordante normativa de lo natural (como la ley de gravedad, que te hace caer de diez pisos) que pareciera estar a punto de vencer al lenguaje: en definitiva, eso sublime, o poético, es un monstruo que sobrepasa la razón y del cual no obstante el lenguaje –a través de la gestión del poeta– debe dar cuenta. Mientras lo bello es apenas la forma contenida, limitada, humana, dice Kant, lo sublime es el exceso, el desbordamiento, eso monstruo con que nos amenaza pero también el temblor matemático del infinito.

De todos modos, lo sublime no es sólo displacer. La inadecuación de la imaginación en la estimación estética  –en comparación  a lo estimado por la razón– es contraria al placer, pero es también placentera en virtud de que nuestro juicio es capaz de establecer que existe inadecuación entre la más grande potencia sensible con lo que pueda concebir en la razón,  y esto (que es a un tiempo normal para nosotros) en la medida en que la imaginación dirige su esfuerzo, precisamente, hacia esa inadecuación. Si el displacer es producto de la inadecuación entre lo que podemos concebir y lo que el mundo (la naturaleza, el infinito) nos da, lo placentero es, precisamente, aquello que por norma, en ese mismo momento, nos hace encontrar razonable ese displacer. Ahora bien, la única manera de superar la congoja es la ilustración: para sentir lo sublime, a diferencia de para sentir lo bello, es menester la cultura. El individuo rústico, dice Kant, percibe como atemorizador lo que para el culto es sublime.

Como se recuerda, el juicio estético, que cardinalmente es el juicio que negocia con lo sublime, atiende sólo a la contemplación y, contrario al juicio moral, o al ético, se desentiende del Bien. No es de extrañar que, a partir de Kant, quien remoja su pluma en la sangre todavía cloqueante del Dios decapitado en francés y en la guillotina, lo poético, a lo largo de dos siglos, lo trajera Satanás, en cualquiera de sus versiones, desde el Mefistófeles de Goethe a las letanías de Baudelaire o, ya plenamente americano, en el Luzbel de El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, para citar sólo algunas. Es que, para los estados seculares nacidos con la Revolución Francesa en Occidente, en caso de existir la belleza, sólo podía darse como hija de lo que previamente fuera el Mal.

Este mal, vale recordar, no sólo es estético: es también político y, siempre, fruto del juicio. Y con el juicio, que nace con el estado secular, nacía también esa instancia ilocutoria, el sujeto, que a partir de entonces fuera la argamasa en que se construyó la modernidad, es decir el mal moderno. Para ponerlo de otra forma: el mal es indisoluble del juicio y de esa instancia soberana, el sujeto. O, mejor, el mal es el signo del sujeto. A partir de entonces, el sujeto se desdobló, agonizante pero lúcido, y siempre ilustrado, en su signo estético –y por estético, maldito– y en su aspiración legislativa o estadista, por lo tanto ética, y moral, se educaba para la continuidad y buenaventura del porvenir, asumiendo el mal en la ignorancia: como el sujeto enjuicia, conoce, y, partir del juicio, legisla. Y así, primereando el Romanticismo, Percy Shelley, en su A defense of poetry, proclamaba que los poetas eran “legisladores no reconocidos del mundo”, una aspiración demoníaca de desencadenar un renovado fuego prometeico (Prometheus unbound). De todas formas, abrumado por el hacer más craso, industrial y democratizador, este impulso aristocratizante se reacomodará luego en la “parte maldita” que marcó al simbolismo e incluso en esa otra, casi sorda, que en su antiheroísmo denuncia la talla de los tiempos, la que pronunció T. S. Eliot, en la Balada de Alfred J Proofrock, quien escuchó a las sirenas cantar, a sabiendas de que no cantaban para él.

Pero a estos dobleces, eminentemente modernos, y por tanto malditos, pareciera que solo es dable advertirlos hoy con melancolía: el Mal en que muchos nacimos experimenta desde hace un tiempo la retirada del Estado y del Intelecto, es decir, del juicio, a favor de la nueva figura del tercer milenio, el Idiota. A esta nueva realidad a la que, en un libro que tiene ya un par de años, llamé neomal. Mal y neomal: rudimentos de geoidiocia[2] es un libro breve que, entre otras cosas, denuncia la incapacidad actual de encontrar sujeto. En un mundo donde nadie firma, y nadie se hace responsable de sus dichos, el logos se ha transformado en una cháchara, en lo que llama el libro una “forunculosis del logos” o verbo destituido de su razón. Cito: “El Verbo de la pretendida Edad de la Información no enuncia ni comunica: dice que nada dice, discurso que invaginó su discurso y su referencia, dijérase un software autoprogramado por el que nadie responde”.

Habría, según advertía el libro, un umbral para el neomal: “El intelecto del fin del siglo XX, arrepentido de haberse dejado secuestrar por la sovietización de Marx, deshidratado de tanto gimoteo en banquetas de psicoanálisis, disimulaba su catástrofe (etimológicamente, su retirada) etiquetando, sonámbulo, prácticas e identidades a la usanza de la Nueva Izquierda. Una rotuladora de buena voluntad nos legaba un lenguaje inepto incluso para la maldición (al menos esa virtud tenía el de Calibán) y se aprestaba a reindizar las historias, por ejemplo las literarias, con presumibles clásicos pasteurizados al estilo de El príncipe con capacidad diferente, El adulto mayor y el mar o La solución habitacional de Asterión (cómo, entonces encontrar, como antiguamente, el mal en la enfermedad). Para mejor, todo (para empezar, el Todo) parecía liquidado; el implacable Hit Parade necrológico de la modernidad, cuya introducción fueron soñadoras óperas y sonatas a la muerte de Dios, de Hegel y Nietzsche, y la inminente defunción del Capitalismo, del señor Karl Marx, pasó por nocturnos redundantes como el Ocaso de Occidente, de Oswald Spengler, por conciertos rockeros al estilo la Muerte del Hombre, de Michel Foucault, o baladas pop, como el Fin de la Modernidad, de monsieur Francois Lyotard. Antes de rescindido el siglo, vendría otro éxito tecno, el Fin de la Historia, de Francis Fukuyama (primera intervención ideológica de confesada derecha tras la Segunda Guerra Mundial) y la desaparición de la realidad, desilusión casi infinita de Jean Baudrillard. En todo caso, este recuento de las Grandes Bajas de la Modernidad no debe distraernos del deceso en busca de epitafio, ya que, mientras lo seguían destasando, ninguno entonaba, aún, “la muerte del lenguaje”.

Pero el héroe último del neomal, según lo denunciaba el libro, es el Idiota. Intelectual e Idiota –lo mismo que sus respectivos fortines, lo político y la idiocia– son colosos antagónicos. En una edad como la actual, que se declara marcada por la responsabilidad, su héroe es el idiota, quien es por definición inimputable. El falto, el incapacitado, es la marca última del neomal; o sea, la imposibilidad del sujeto, incapaz del juicio o de sobrellevar juicio, de hacerse responsable por dichos ni actos. El griego ιδιωτης refería a aquél que no se ocupa de los asuntos públicos sino solo de sus intereses privados; el idiota es el incapaz de sobrellevar sus dichos en público.

En aquellos momentos en que escribí el libro, los idiotas más notorios eran los ficcionales, como Forrest Gump, o los políticos, como  cierto inquilino de la Casa Blanca incapaz de decir nuclear sino nukelar, arribado al más alto poder por sus virtudes de hazmerreír, de entretención, que son aniquilantes. Pero la incapacidad de hacerse cargo de las palabras es ya una marca del logos, que pareciera nacida para quedarse: se sustancia en casi todo el discurso de la Polis, y hoy podemos conocerlo en su fase criolla. Se habrá notado que los noticieros uruguayos muestran una y otra vez que cuando una figura pública, por ejemplo el actual presidente, declara algo que ha dejado a la mitad de la ciudadanía o de la clase política estupefacta, de inmediato surgen de la nada cohortes de exégetas explicando lo que el presidente quiso decir. Dejemos de lado la vieja falacia intencional; lo inaceptable es vivir en una sociedad que no se pueda hacer cargo de sus palabras. Ese querer decir ni siquiera es un desdecirse: implica un jamás ha sido dicho. Implica, de por sí, el desvanecimiento de cualquier contrato (social, político, simbólico etc.).[3]

Parejo a esto, en nuestra versión criolla del neomal, cada vez son más frecuentes, como consta casi diariamente en la prensa y en los medios en general, los ataques por parte de los jerarcas de gobierno contra aquellos a los que llaman “universitarios”. No es de extrañar, ya que se trata de un celo deliberadamente anti-intelectual: durante la última campaña electoral, el actual presidente de la República Oriental del Uruguay, José Mujica, en un acto en el departamento de Treinta y Tres, declaró que, si un joven de la zona tiene intenciones de ir a Montevideo a estudiar humanidades, o comunicación, hay que “decirle que no sea gil y que estudie agronomía”[4]. Claro, no faltarán tal vez aquí los apresurados saliendo a explicar que el presidente “no quiso decir eso”, es decir que, no importa lo que uno haya escuchado, eso es algo que jamás se dijo.

Ahora bien, ¿qué agencia puede tener el “hecho poético” en este marco? Precisamente, la de ser un hecho, un rotundo, indesmentible acto linguístico y  escritural. El hecho poético, o la práctica poética, por naturaleza debe contraponerse a la forunculosis del logos, y hacerlo con el empuje temerario de aquél o aquella que se arroja al vacío, buscando re-decir, re-significar, re-vitalizar un lenguaje que se encuentra hoy en estado terminal. Y la única forma que tiene de hacerlo es a través, precisamente, de aquello que los agentes del neomal le niegan: a través de la ilustración, del diálogo con la cultura (el idiota, versión contemporánea del rústico kantiano, le teme al abismo del mundo; el ilustrado, trata de dar, al menos en su mente, con la talla de ese despeñadero). De hacerlo así, restaurará el juicio; en caso contrario, se incurrirá en lo que muchos, que se pretenden líricos, incurren: en una afasia, en la reiteración de idiolectos no comunicantes. Adviértase, además, que, en caso de no restaurar el juicio, quedaremos encerrados en la declamación de palabras, como decía cierto bardo,  llenas de furia y de sonido, que nada significan. Es decir, presidiaros en barrotes de cháchara autista, condenados al cloqueo del neomal.
 

Notas:

[2] Montevideo: Amuleto, 2007.

[3] Un día después de presentada esta ponencia, el periódico La Diaria publicaba una columna de Marcelo Jelen, recordando que el presidente José Mujica no suele hacerse cargo de sus dichos, y que destrata a los periodistas. La columna de Jelen, titulada Pee pee leaks, y descargable en http://ladiaria.com/articulo/2010/12/pee-pee-leaks, comienza así: “José Mujica lo había prometido antes de ser electo presidente: Tengo que aprender a callarme la boca. Capaz que lo intentó, pero no pudo. No hay academias para eso. Pasó más de un año y sigue tan campante. ¿Por qué Mujica dijo eso? Lo que pasó fue que un periodista con un frenteamplismo a prueba de balas, Alfredo García, había grabado 28 horas de conversaciones con el entonces candidato presidencial. El resultado fue el apologético libro Pepe: Coloquios, del cual muchos pasajes causaron molestias en el Frente Amplio (por ejemplo, uno que describía al Partido Socialista como “una máquina de conseguir cargos”) y en el gobierno de Argentina (que, en palabras de Mujica, tenía “reacciones de histérico, de loco, de paranoico”). El entonces presidente, Tabaré Vázquez, para tomar distancia, declaró que su propio candidato “a veces dice estupideces”. Jelen ahorra el tiempo de explicar que, para el saliente presidente Vázquez algunos de los rasgos del neomal se le hacían patentes, así como que su actual sucesor es un estúpido (léase idiota) de tiempo parcial.

[4] En neomal criollo se pronuncia y se articula ex abrupto. Por ejemplo, a través del presidente, quien suele llamar a los interlocutores “nabo, chorizo, mandadero”. Como acto ilocutorio, se definiría así. Los letrados podrán saber alguna cosa, pero el Neomal sabe más. Por un amable recuento de proezas imprecatorias, ver la nota de Jelen.


*
Ponencia presentada en el encuentro de poesía latinoamericana Gusto tuyo, desarrollado en diciembre de 2010.

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