Cierta vez, en un seminario de posgrado, para romper
el hielo me pregunta el docente: a ver, “¿Amir, ¿qué es poesía?”,
sin pensarlo, respondí: “si no es usted, me doy”. Algo parecido debe
haberle pasado a Eduardo Espina
en una entrevista que leí no hace mucho, en la que, interrogado por
lo mismo, dice: “La poesía es todo, un hombre cayendo de un décimo
piso puede ser poesía y al estrellarse en el suelo se convierte en
un acto poético. El trabajo del poeta es convertir la poesía y
lo poético en poemas. La
poesía sería el material lírico no escrito que carga cierta
belleza y
en el cual se intuye la posibilidad de añadirle palabras”.
De alguna forma, mi amigo
Eduardo está refiriendo al sublime de Immanuel Kant, a eso que es
“absolutamente grande”, que sobrepasa al espectador causándole
displacer, y puede darse únicamente en la naturaleza, ante la
contemplación acongojante de algo cuya mesura sobrepasa nuestras
capacidades: una montaña, decía Tennyson un siglo antes, y Kant
encontraba ese absoluto en “nubes de tormenta que se amontonan en el
cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su
poder devastador, huracanes que van dejando tras de si desolación,
el océano sin límites rugiendo de ira”; esas magnitudes, que se dan
en la naturaleza, empequeñecen nuestra imaginación; son la
desbordante normativa de lo natural (como la ley de gravedad,
que te hace caer de diez pisos) que pareciera estar a
punto de vencer al
lenguaje: en definitiva, eso sublime, o poético, es un
monstruo que sobrepasa la razón y
del cual no obstante el
lenguaje –a través de la gestión del poeta– debe dar cuenta.
Mientras lo bello es apenas la forma contenida, limitada, humana,
dice Kant, lo sublime es el exceso, el desbordamiento, eso monstruo
con que nos amenaza pero también
el
temblor matemático del infinito.
De todos modos,
lo sublime no es sólo displacer. La
inadecuación de la imaginación en la estimación estética –en
comparación a lo estimado por la
razón– es contraria al
placer, pero
es también placentera en virtud de que nuestro juicio es capaz de
establecer que existe inadecuación entre la más grande potencia
sensible con lo que pueda concebir en la razón, y esto (que
es a un tiempo normal para nosotros) en la medida en
que la imaginación dirige su esfuerzo, precisamente, hacia esa
inadecuación. Si el displacer es producto de la inadecuación entre
lo que podemos concebir y lo que el mundo (la naturaleza, el
infinito) nos da, lo placentero es, precisamente,
aquello que por norma, en ese mismo momento, nos hace encontrar
razonable ese displacer. Ahora bien, la única manera de superar la
congoja es la ilustración: para sentir lo sublime, a diferencia de
para sentir lo bello, es menester la cultura. El individuo rústico,
dice Kant, percibe como atemorizador lo que para el culto es
sublime.
Como se recuerda, el juicio
estético, que cardinalmente es el juicio que negocia con lo sublime,
atiende sólo a la contemplación y, contrario al juicio moral, o al
ético, se desentiende del Bien. No es de extrañar que, a partir de
Kant, quien remoja su pluma en la sangre todavía cloqueante del
Dios decapitado en
francés y en la guillotina, lo poético, a lo largo de dos siglos, lo
trajera Satanás, en cualquiera de sus versiones, desde el
Mefistófeles de Goethe a las letanías de Baudelaire o, ya
plenamente americano, en el Luzbel de El Señor Presidente, de
Miguel Ángel Asturias, para citar sólo algunas. Es que, para los
estados seculares nacidos con la Revolución Francesa en Occidente,
en caso de existir la belleza, sólo podía darse como hija de lo que
previamente fuera el Mal.
Este mal, vale recordar, no sólo
es estético: es también político y, siempre, fruto del juicio. Y con
el juicio, que nace con el estado secular, nacía también esa
instancia ilocutoria, el sujeto, que a partir de entonces fuera la
argamasa en que se construyó la
modernidad, es decir el mal moderno.
Para ponerlo de otra forma: el mal es indisoluble del juicio y de
esa instancia soberana, el sujeto. O, mejor, el mal es el signo del
sujeto. A partir de entonces, el sujeto
se desdobló, agonizante pero lúcido, y siempre ilustrado, en su
signo estético –y por estético, maldito– y en su aspiración
legislativa o estadista, por lo tanto ética, y moral, se educaba
para la continuidad y buenaventura del porvenir, asumiendo el mal en
la ignorancia: como el sujeto enjuicia, conoce, y, partir del
juicio, legisla. Y así, primereando el Romanticismo, Percy Shelley,
en su A defense of poetry, proclamaba que los poetas eran
“legisladores no reconocidos del mundo”, una aspiración demoníaca de
desencadenar un renovado fuego prometeico
(Prometheus
unbound). De todas formas, abrumado por el hacer
más craso, industrial y democratizador, este impulso
aristocratizante se reacomodará luego en la “parte maldita” que
marcó al simbolismo e incluso en esa otra, casi sorda, que en su
antiheroísmo denuncia la talla de los tiempos, la que pronunció
T.
S. Eliot, en la Balada de Alfred J Proofrock, quien escuchó a
las sirenas cantar, a sabiendas de que no cantaban para él.
Pero a estos dobleces,
eminentemente modernos, y por tanto malditos, pareciera que solo es
dable advertirlos hoy con melancolía: el Mal en que muchos nacimos
experimenta desde hace un tiempo la retirada del
Estado y del Intelecto, es decir,
del juicio, a favor de la nueva figura del tercer milenio, el
Idiota. A esta nueva realidad
a la que, en un libro que tiene ya un par de años, llamé neomal.
Mal y
neomal: rudimentos de geoidiocia
es un libro breve que, entre otras cosas, denuncia la incapacidad
actual de encontrar sujeto. En un mundo donde nadie firma, y nadie
se hace responsable de sus dichos, el logos se ha transformado en
una cháchara, en lo que llama el libro una “forunculosis del logos”
o verbo destituido de su razón. Cito: “El Verbo de la pretendida
Edad de la Información no enuncia ni comunica: dice que nada dice,
discurso que invaginó su discurso y su referencia, dijérase un
software autoprogramado por el que nadie responde”.
Habría, según advertía el libro, un umbral para el neomal: “El
intelecto del fin del siglo XX, arrepentido de haberse dejado
secuestrar por la sovietización de Marx, deshidratado de tanto
gimoteo en banquetas de psicoanálisis, disimulaba su
catástrofe
(etimológicamente, su retirada)
etiquetando,
sonámbulo, prácticas e
identidades
a la usanza de la Nueva Izquierda. Una rotuladora de buena voluntad
nos legaba un lenguaje
inepto incluso para la maldición (al menos esa virtud tenía
el de Calibán) y se aprestaba a reindizar las
historias, por ejemplo las literarias, con presumibles clásicos
pasteurizados al estilo de
El príncipe con capacidad diferente,
El adulto mayor y el mar o La solución habitacional de
Asterión (cómo, entonces encontrar, como antiguamente, el
mal en la enfermedad). Para mejor, todo (para
empezar, el Todo) parecía liquidado; el implacable
Hit Parade necrológico de la modernidad, cuya introducción fueron
soñadoras óperas y sonatas a la
muerte de
Dios, de
Hegel y
Nietzsche, y la inminente defunción del
Capitalismo, del señor
Karl Marx, pasó por nocturnos redundantes como el Ocaso de
Occidente, de Oswald Spengler, por conciertos
rockeros al estilo
la Muerte del Hombre, de Michel Foucault, o baladas pop, como el Fin
de la Modernidad, de monsieur Francois Lyotard. Antes de
rescindido el siglo, vendría otro éxito tecno, el Fin de la
Historia, de Francis Fukuyama (primera intervención
ideológica de confesada derecha tras la Segunda Guerra Mundial)
y la desaparición de la realidad, desilusión casi
infinita de Jean
Baudrillard. En todo caso, este recuento de las Grandes Bajas de
la Modernidad no debe distraernos del deceso en busca de epitafio,
ya que, mientras lo seguían destasando, ninguno entonaba, aún, “la
muerte del lenguaje”.
Pero
el héroe último
del neomal, según lo denunciaba el libro, es el Idiota.
Intelectual e Idiota –lo
mismo que sus respectivos fortines, lo político y la idiocia– son
colosos antagónicos. En una edad como la actual, que se declara
marcada por la responsabilidad, su
héroe es el
idiota, quien es por definición inimputable. El falto, el
incapacitado, es la marca última del neomal; o sea, la imposibilidad
del sujeto, incapaz del juicio o de sobrellevar juicio, de hacerse
responsable por dichos ni actos. El griego ιδιωτης refería a
aquél que no se ocupa de los asuntos públicos sino solo de sus
intereses privados; el idiota es el incapaz de sobrellevar sus
dichos en público.
En aquellos momentos en que
escribí el libro, los idiotas más notorios eran los ficcionales,
como Forrest Gump, o los políticos, como cierto inquilino de la
Casa Blanca incapaz de decir nuclear sino nukelar, arribado
al más alto poder por sus virtudes de hazmerreír, de entretención,
que son aniquilantes. Pero la incapacidad de hacerse cargo de las
palabras es ya una marca del logos, que pareciera nacida para
quedarse: se sustancia en casi todo el discurso de la Polis, y hoy
podemos conocerlo en su fase criolla. Se habrá notado que los
noticieros uruguayos muestran una y otra vez que cuando una figura
pública, por ejemplo el actual presidente, declara algo que ha
dejado a la mitad de la ciudadanía o de la clase política
estupefacta, de inmediato surgen de la nada cohortes de exégetas
explicando lo que el presidente quiso decir. Dejemos de lado
la vieja falacia intencional; lo inaceptable es vivir en una
sociedad que no se pueda hacer cargo de sus palabras. Ese
querer decir ni siquiera es un desdecirse: implica un jamás ha sido
dicho. Implica, de por sí, el desvanecimiento de cualquier contrato
(social, político, simbólico etc.).
Parejo a esto, en nuestra
versión criolla del neomal, cada vez son más frecuentes, como consta
casi diariamente en la prensa y en los
medios en general, los
ataques por parte de los jerarcas de gobierno contra aquellos a los
que llaman “universitarios”. No es de extrañar, ya que se trata de
un celo deliberadamente anti-intelectual: durante la última campaña
electoral, el actual presidente de la República Oriental del
Uruguay, José Mujica, en un acto en el departamento de Treinta y
Tres, declaró que, si un joven de la zona tiene intenciones de ir a
Montevideo a estudiar humanidades, o comunicación, hay que “decirle
que no sea gil y que estudie agronomía”.
Claro, no faltarán tal vez aquí los apresurados saliendo a explicar
que el presidente “no quiso decir eso”, es decir que, no importa lo
que uno haya escuchado, eso es algo que jamás se dijo.
Ahora bien, ¿qué agencia puede
tener el “hecho poético” en este marco? Precisamente, la de ser un
hecho, un rotundo, indesmentible acto linguístico y escritural. El
hecho poético, o la práctica poética, por naturaleza debe
contraponerse a la forunculosis del logos, y hacerlo con el empuje
temerario de aquél o aquella que se arroja al vacío, buscando
re-decir, re-significar, re-vitalizar un lenguaje que se encuentra
hoy en estado terminal. Y la única forma que tiene de hacerlo es a
través, precisamente, de aquello que los agentes del neomal le
niegan: a través de la ilustración, del diálogo con la
cultura (el
idiota, versión contemporánea del rústico kantiano, le teme al
abismo del mundo; el ilustrado, trata de dar, al menos en su mente,
con la talla de ese despeñadero). De hacerlo así,
restaurará el juicio; en caso contrario, se incurrirá en lo que
muchos, que se pretenden líricos, incurren: en una
afasia, en la
reiteración de idiolectos no comunicantes. Adviértase, además, que,
en caso de no restaurar el juicio, quedaremos encerrados en la
declamación de palabras, como decía cierto bardo, llenas de furia y
de sonido, que nada significan. Es decir, presidiaros en barrotes de
cháchara autista, condenados al cloqueo del neomal.
Notas:
Un día después de presentada esta ponencia,
el periódico
La
Diaria
publicaba una columna de Marcelo Jelen, recordando que
el presidente José Mujica no suele hacerse cargo de sus
dichos, y
que destrata a los periodistas. La columna de Jelen,
titulada
Pee pee leaks, y descargable en
http://ladiaria.com/articulo/2010/12/pee-pee-leaks,
comienza así: “José Mujica lo había prometido antes de ser
electo presidente: Tengo que aprender a callarme la boca.
Capaz que lo intentó, pero no pudo. No hay academias para
eso. Pasó más de un año y sigue tan campante. ¿Por qué
Mujica dijo eso? Lo que pasó fue que un periodista con un
frenteamplismo a prueba de balas, Alfredo García, había
grabado 28 horas de conversaciones con el entonces candidato
presidencial. El resultado fue el apologético libro Pepe:
Coloquios, del cual muchos pasajes causaron molestias en
el Frente Amplio (por ejemplo, uno que describía al Partido
Socialista como “una máquina de conseguir cargos”) y en el
gobierno de Argentina (que, en palabras de Mujica, tenía
“reacciones de histérico, de loco, de paranoico”). El
entonces presidente, Tabaré Vázquez, para tomar distancia,
declaró que su propio candidato “a veces dice estupideces”.
Jelen ahorra el tiempo de explicar que, para el saliente
presidente Vázquez algunos de los rasgos del neomal se le
hacían patentes, así como que su actual sucesor es un
estúpido (léase idiota) de tiempo parcial.
*
Ponencia presentada
en el encuentro de poesía latinoamericana Gusto tuyo,
desarrollado en diciembre de 2010.
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