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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



HOMERO - ILÍADA - HÉROE - GUERRA - INNUMERABLE - SERVICIO DIVINO - ÉPICA -


Mamíferos sin número y dioses serviciales*

Amir Hamed
Por más que irrumpan en mitad del cabildo o la batalla, sólo a uno se dejan ver los dioses, eligiendo, del amasijo de vivos y murientes, aquél a quien debe ser transmitido su mensaje y, al hacerlo, inscriben la dimensión de lo sacro en el supurante matadero


Un festival de bombas como jamás se había conocido resplandecía en las noches de buen clima de los Balcanes, cronometrando las últimas pulsaciones del siglo veinte. Occidente persistía en su rutina de guerras y, siguiendo esta inspiración, India y Pakistán sostenían escaramuzas en la frontera, inaugurando los conflictos armados entre potencias nucleares. Lejos del frente de batalla, en Estados Unidos, hogar de los bombarderos, unos jovencitos fascinados por el evangelio de cierto Marilyn Manson baleaban en un colegio a sus compañeritos deportistas, moviendo a ciertos senadores del país a promover la prohibición de los discos de artista tan intempestivo como ese anticristo pompadour.

En tierras de Manson se preguntaban hipócritamente -como de estilo interrogan los estadounidenses, de verbo democrático y estallido atómico- si la violencia que Hollywood transmitía no era la usina para eventos tan incómodos como el de liceales homicidas, menos preocupados por sus calificaciones que por acribillar al prójimo.

Achacar al arte (por más inocuo y diluido que éste sea) y no a la política de estado el modelo de la violencia es práctica vieja como los siglos; acusar a las ficciones de inconvenientes para el óptimo funcionamiento del estado fue cruzada que el estratega Platón, un balcánico antiquísimo, comenzara veinticinco siglos atrás tomando como ejemplo no a un rockero de apariencia estremecedora sino a un bardo impalpable y legendariamente ciego, disputado por las ciudades y responsable -porque su nombre es indisociable de ella- de una de las obras más jubilosamente salvajes que se hayan concebido.

A un tal Homero se lo hace responsable de la Ilíada, acumulación de versos que se aproxima a su tercer milenio y que -acaso por ser tan antigua como el polvo- no termina de envejecer. El libro de Homero, el más promocionado de los textos paganos, no fue derribado por Platón, si bien en el siglo XX recibió los peores golpes (probablemente en todo Occidente) de parte de los educadores liceales, acontecimiento que no debería llamar a asombro ya que las secundarias de occidente, máquinas sedenterizadoras o "civilizadoras", estaban incapacitadas para leer el estallido de los cantos homéricos. Porque la Ilíada, quede asentado, es libro que conviene leer cuando la niñez todavía no ha sido estropeada, cuando es todavía posible creer en los dioses que pueblan las honduras del arroyo, lo rosado de la mañana o el silbido más precario del aire. Cuando todavía las hazañas de los héroes están incontaminadas de literatura o de filología y son apenas -y nada menos- una fábula mordiente y fragmentada.

Lo que sigue son impresiones de lectura, desatentas a los imperativos de la filología, que pretenden interrogar algunas aristas del poema que es imposible desenredar de las viscosidades del mito (no sólo de la saga troyana, sino también de las fábulas que nos hablan del hipotético autor de la Ilíada). Interrogantes inarticuladas que, en último término, son manifestación del pasmo recurrente de leer a Homero.

Depredadores

Según entienden los historiadores, hace más de tres mil años -tal vez bastante más- unos bípedos aptos para la navegación se lanzaron al mar para rescatar a la esposa de uno de ellos. Comían con las manos, tenían a bien emborracharse cada noche, eructar para hacer notorio el provecho y agredir a pedradas o con venablos a sus adversarios cuando los veían lejos (de cerca, la espada de bronce era el utensilio más eficaz). En las batallas, cuando sus enemigos se atrevían a hacerles frente, la carnicería era notable. La tierra "manaba sangre", informa Homero, quien con precisión casi maniática suele contar cómo una saeta puede entrar por una nalga, atravesar la vejiga y después llevarse, en el chorro de sangre y materias, la vida del guerrero. A veces, la lanza entra por un ojo para llevarse prendidos los sesos en su punta; otras, traspasa el escudo, pasa por debajo de la rodela, se interna por la tetilla, pincha el corazón y, al retirarlo, adjunta las entretelas del alma. En caso de tomar la ciudad que están asolando, estos mamíferos violarán a las mujeres que se guarecían tras los muros para hacerlas sus esclavas, matarán a sus niños, a los ancianos, y las panzas de sus naves se irán rellenando con utensilios saqueados, muchos de bronce, algunos de plata o de oro.

A veces no sabían qué ciudad estaban atacando, y es así que confundiendo con su objetivo una ciudad mucho más sureña, arrasaron Teutrania antes de poner sitio a su objetivo. Estos bípedos desnorteados y avasallantes, nos dice Homero, son griegos; también nos advierte que son héroes.

Lo innumerable

Más allá de la deslumbrante exhibición de crueldades y proezas físicas, poco de ejemplar habría para nosotros en el poema de no mediar unos agentes demoledores en favor del poeta. Sería, sin estos mediadores, una despampanante exhibición de austeridad ya que por aquel entonces se valuaba una olla como gran tesoro. Se puede decir que, pasados los lustros, una de las grandezas del libro consiste en exhibir la agonía de los guarismos.

¿Cuántos eran? Algunos dicen que fueron mil naves, pero ése es número abstracto; para aquellos saqueadores el once ya era instancia innumerable. Si, como es fama, hace apenas tres siglos occidente logró dar con la tangibilidad del millón, tres milenios sumergidos en la historia, los héroes homéricos apenas saben contar. Así, el atribulado rey Agamemnon, reuniendo a sus caudillos para consultar si deben abandonar las pretensiones de conquistar su objetivo, advierte que "si concertásemos con los troyanos una tregua ... y tratásemos de hacer un recuento de uno y otro ejército, puestos de un lado los troyanos de uno en uno y nosotros del otro de diez en diez, si cada uno de los troyanos viniese a escanciar vino a cada uno de nuestros grupos, muchos serían nuestros grupos de a diez que quedaran sin troyano que les sirviera".

Golpea ante nuestros ojos la fragilidad del gran guerrero cuando le toca confrontar la inconsutilidad de la matemática, el mareo de la montonera, todos los dedos en alto del rey nublado por las magnitudes. Esa fragilidad (verificable en el recuento de las naves) no es mucho menor en Homero y se diría que en ella se abre el vórtice iridiscente del libro, porque el poeta, como los héroes, no está desprovisto del auxilio de fuerzas superiores.

Lo que cuenta

Una decena de años dura el sitio, se supone, otros diez demora Odiseo en regresar y diez también habrían pasado, según las versiones, antes de que siquiera arribasen los aqueos a Troya. Pero eso no es más que una simplificación en la contabilidad; los héroes ignoran qué edad tienen, y tampoco lo saben aquellos que cantan sus proezas. Se es joven o se es viejo; algunos, como Idomeneo, lucen canas y pueden combatir, en tanto otros, como Príamo o Néstor, ya perdieron el vigor para sostener una lanza (y aunque no se dice, probablemente también la mejor parte de su dentadura).

Lo cierto es que, hacia el último año de Troya (que Homero y el mito consignan es el décimo) se entrevé que el mundo había enviado buena parte de su población apta para el combate a orillas de Ilión, una ciudad que los griegos -empezando por Homero- nunca supieron a ciencia cierta dónde quedaba. De todas estas incertidumbres se hace cargo desde su primer párrafo la Ilíada, cuando el poeta pide a la diosa que cante "la cólera de Aquiles, hijo de Peleo; cólera funesta que causó innumerables males a los griegos y arrojó al Orco muchas almas valerosas de héroes esforzados, cuyos cuerpos fueron presa de perros y pasto de las aves, desde que, por voluntad de Zeus se separaron disputando el Atrida, príncipe de hombres, y el divino Aquiles".

Dentro de la precisión difícilmente superable de esta apertura, que identifica su asunto y tenor sangriento como un teleobjetivo dentro de la multitud de historias que abarca el sitio y conquista de Troya, la referencia a lo mucho e innumerable, aquello que supere lo que se puede contar con los dedos de las dos manos, ya pasa a ser esfera de los dioses. Y son las deidades la cámara de resonancia que finalmente transforma a saqueadores y troyanos en héroes, aquello que (en cada rincón del poema) abre, para estos mamíferos, una dimensión que nosotros hace mucho hemos olvidado: lo sacro.

Tris

En el frenesí de las batallas y discusiones, en la carnestolenda de vísceras desparramadas, encuentran los héroes la proyección de su individualidad, ya que en el resonar "horrísono" de bronces se abre un pabellón que se diría irreiterable. Para Proust, arrebatado en el discurrir instantáneo -ya- del primer siglo veinte, el emblema de la escritura era la japonesa flor de papel que, en el charco, alcanza un abrirse de gloria para finalmente hundirse y desmenuzarse en lo líquido; en los maratónicos recuentos de Homero, cuando sólo la musa podría decir cuántos fueron los que murieron o alcanzaron lucimiento, el vértigo de la batalla permite el milagro: hay un tris para que el héroe, dentro del torrente indiferenciado de carnes sanguinolentas, se individue y tenga oportunidad de comparecer frente al canto.

Prodigios de aquella edad sin teleología, en que se entrecruzaban el tiempo sacro y el instantáneo, Homero abre a sus bípedos valerosos un agujero negro dentro del vértigo, un pabellón furtivo que les permite diferenciarse del magma que los rodea. A pesar de que las batallas son lavas de aqueos o troyanos en la llanura -una brutal erupción de soldadesca-, acá, o más ahí, al héroe le es dado tiempo (o espacio), para hacerse oír y diferenciarse del entorno. Como si se abriese un hipertexto en el flujo avasallador del combate, aquí Ayax Telamón, allá Héctor o Eneas, en esta parte el dubitativo Odiseo -o Diomedes alentado por lo superior- son individuos a los que les es dado contener o propulsar, sólo por un instante, el huracán que parecía estar decidiendo la batalla y que siempre será superior a sus fuerzas, por más prodigiosas que éstas sean.

¿Cuál es la gran virtud de estos individuos? Ser favoritos de los dioses y comportarse a la altura de lo que la hora les exige, porque ya la batalla ha sido decidida por los del Olimpo, o por esa instancia insuperable, el Destino, ante la cual las mismas deidades tienen que claudicar; forcejean los hombres con lo divino y son vencidos, alcanzan la grandeza de la derrota antes de hacerse sangre, pellejo, un eco apagado en la muchedumbre del canto. Forcejean sin descanso, porque lo divino está en todas partes.

Más de quince minutos de fama

Es el individuo confrontando, cuando no turbiones arrasadores, la convocatoria del destino, procediendo a favor del estrago sin importar si su suerte ya ha sido echada: la flor de papel que alcanza a abrirse y fulgurar como una supernova un segundo antes de apagarse, de desmenuzarse, de sumergirse en agua japonesa. Antes de ser asesinado, de ser apresado para que su pene y testículos sean desayuno de perros y aves rapiñeras, de que sus armas se vuelvan patrimonio de su antagonista, la víctima dará su nombre al homicida, porque dentro de lo innumerable hay en Homero una dimensión para que el hombre desfallezca en provecho de nosotros, ya que esa muerte, o descuartizamiento, o craso vejamen, están ahí para la gloria.

Si en ocasiones los héroes dudan si mantener la posición -y perder la vida- o retroceder, o abandonarse al sensato bochorno de la fuga, suelen mantenerse en su puesto debido a que hay otro semidivino (que no comparece directamente en la Ilíada pero sí en la Odisea) que congelará la posteridad en favor del bípedo. "Quedémonos aquí, oh fulano, y no huyamos, para que nuestras hazañas alcancen fama imperecedera", suelen decirse, y es el bardo, al que los héroes se envían (aunque no se encomiendan), el que logrará que el tiempo se haga eterno. Para el soldado, en medio del tembladeral, draga Homero un recuadro a fin de que explicite su genealogía, lo que había previo a su conversión en carne yerta y roja: para él también guardó versos que han resonado durante milenios. Toda esa milicia ha sido asesinada para que, gracias al que lo canta, nosotros disfrutemos.

Lo invisible

Difícilmente un guión cinematográfico pueda alcanzar la economía visual que, entre otros pasajes, muestra el canto primero cuando Febo envía sus flechas sobre los sitiadores: "Lleno, pues, de cólera descendió Apolo del Olimpo con el aro y el cerrado carcaj a la espalda; en él los dardos resonaban lúgubremente a los movimientos del enfurecido dios, que avazanzaba sombrío como la noche. De este modo sentóse lejos de las naves y lanzó la primera flecha; el arco de plata dejó oír un terrible chasquido. Al principio sólo disparaba contra los mulos y los ágiles perros, pero pronto sus mortíferas saetas alcanzaron a los hombres y por todas partes empezaron a arder piras colmadas de cadáveres". Sin embargo, una de las grandes virtudes de La Ilíada residiría en su resistencia a ser filmada; Homero narra todo lo que se ve, pero además lo invisible, aquello que también es patrimonio de los celestes.

Por más que irrumpan en mitad del cabildo o la batalla, sólo a uno se dejan ver los dioses, eligiendo, del amasijo de vivos y murientes, aquél a quien debe ser transmitido su mensaje y, al hacerlo, inscriben la dimensión de lo sacro en el supurante matadero. A menudo la gran contienda los reclama para que intervengan alentando o infundiendo pavor, para renovar las fuerzas exhaustas del favorito o revelarle un designio de la jornada o de la guerra. Allá en el Olimpo, o acá en la tierra, son tanto o más crueles que los mortales, igual por lo menos de vehementes, coléricos o apasionados. Se celan mortíferos, se desafían a combatir como el educando que corta para la salida; son puro impulso, son como niños: gracias a ellos, esa milicia clamorienta que se apachurra a las puertas de Troya alcanzó perdurabilidad.

Escribir nunca

Si bien se especula que Homero pueda haber escrito sus libros, lo cierto es que en Troya ni olímpicos ni mortales condescienden a la escritura. El padre de los dioses puede enviar, cuando no un trueno, a un dios subalterno a fin de que explicite su mensaje y así los caudillos de uno y otro bando envían a otros soldados para que, de cuerpo presente, hagan saber lo que piensan o necesitan. También el anciano Príamo irá solo, arriesgando su carne, a presentarse ante el terrible Aquiles para reclamar el cuerpo de su hijo; quien algo quiera avisar en esa contienda debe arriesgar las tripas. Y así como son agónicos los avisos, deslumbran los heraldos por su precisión y, lo mismo que los inmortales, en medio del estrépito los héroes logran que sus recaderos transmitan con minucia y sin desviarse ni en una coma lo que ocurre en el campo de batalla. En otro tipo de textos sería fatigosa redundancia, pero en medio de semejante agonizar y estrépito esa mensajería apabulla y deleita porque está al servicio de una verdad final.

En definitiva, la Ilíada es una insistente misiva de los dioses que llega, sin error ni enmienda advertible, a un "divino" destinatario; el último eslabón de esta red de divinales heraldos y escuchas lo componen un cantante ciego y nosotros, la infatigable audiencia de Homero, que también quedamos contagiados por el soplo de los dioses.


De lo serviciales que son

Alguno como Goethe afirmaba que la gran virtud de Homero estaba en arrebatarnos de inmediato y llevarnos a otro mundo. Sin embargo, habría que señalar que este arrebato -como antes de Freud se daban los arrebatos- es agencia de los dioses ya que es el Olimpo (que en nada difiere de lo que en la tierra se hace salvo que allá arriba todo pareciera diseño de un programa más completo y eficaz) la instancia que llena de sentido el revoltijo de fieras carniceras: "Como por el rico campo de un hombre opulento caminan en direcciones opuestas los segadores, haciendo caer los manojos de espigas de trigo o de cebada que se inclinan espesos, de la misma manera, teucros y aqueos empezaron a acometerse y a sembrar la tierra de muertos, sin pensar, por ello, en retroceder y atacándose, al contrario, como lobos. Gozábase en verlos la cruelísima Discordia, única deidad que se hallaba entre los combatientes, pues los demás dioses permanecían quietos en sus palacios, construidos en los valles del Olimpo, murmurando contra el Saturnio, el dios de las sombrías nubes, que seguía obstinado en conceder la victoria a los teucros. Mas él, sin hacerles caso y sentado aparte, ufano de su gloria, contemplaba la ciudad troyana, las naves aqueas, el brillo del bronce, a los que mataban y a los que la muerte recibían". (canto XI)

Si por un lado la irrupción de los dioses entreteje el tiempo instantáneo del combate con el sacro que da gloria al militar arcaico, también son los inmortales las criaturas más serviciales de las que dispone el narrador; cada vez que Homero así lo necesite, pavorosos como bombarderos llegarán de su Olimpo a amedrentar al más valiente, o a rellenar coraje en el milico marchito e, incluso, si es necesario estirar el combate más prolongado y cambiante que se haya conocido -el del tercer día, que abarca del canto XI al XVIII- también estarán ahí para sostener el disco del sol. No habrá de llegar la noche hasta que Patroclo, finalmente, muera y Aquiles se decida a regresar al combate.

Los vigilantes dioses prolongaron el día hasta que se cumpliera el destino y, con éste, el diseño del poema: si los guerreros son juguete de los dioses, estos últimos son las azafatas del poeta ciego. Descubrimos entonces que Homero no necesita contar ni ver porque dispone de las deidades para que por él vean y recuenten, y para que además lo transporten a otro mundo llamado Troya y
(acaso) perfeccione los cantos que una procesión de colegas le legaran.

Artes de guerra

Son dos las oportunidades, en la Odisea, en que la figura del "divino" aeda se hace presente, algo que no ocurre bajo los muros de Troya. El motivo debe estar en que, aunque no menos cruenta, y definitivamente más sombría, la saga de Odiseo se desarrolla en tiempos de posguerra, lo que podríamos llamar tiempos de calma. Si bien en la Ilíada lo absorbe todo, la infinita guerra de Troya no deja de ser vivida como anómala, o cuando menos como evento catalizador de una apacible orfebrería. Al hecho consabido de que los símiles homéricos provienen de tiempos de paz habría que agregar una dimensión alarmante, por lo menos para nosotros, que nos vamos acostumbrando a que las bombas sean "inteligentes": el bípedo depredador era muy sensible a la belleza.

Homero reitera que, horrísona, la broncínea adarga traspasa la "hermosa" greba o el "bello escudo" y al hacerlo nos envía, del amasijo clamoroso, a otras horas, a los trabajos y días que, por ejemplo, cantara Hesíodo. Si por debajo del bronce salta, negra, la sangre, violentas, las vísceras o se escapa, atribulado, el espíritu, previo a la proeza, en tiempos de mayor placidez, había comparecido un artesano innominado para prodigar o evitar una muerte.

Si Aquiles ha decidido matar a Héctor y con eso acelerar su propio deceso, también un dios servicial, Hefesto, hubo de producirle, desde su ajetreado palacio, unas armas que deslumbran por su hermosura y porque, como el aeda, narran leyendas. El eco sordo de cada verso nos recuerda que, si bien han sido indispensables una guerra legendaria y el servicio de multitud de dioses para producir el poema, asimismo horas de paz sin número han sido requisito para que Homero cante. Y que, por más que cada lanzazo de bípedo deiforme traiga nostalgia de furias y despellejamientos, cada vez que traspasa tejidos de enemigo -por contrapartida- la punta homicida sale bañada por la melancolía de días más apacibles, donde la violencia queda a cargo del cazador y no del guerrero. Donde la muerte, para decirlo de otro modo, está al servicio de la cena.

Pechos de bronce

Después de Homero y Hesíodo, los dioses no se mostraron tan serviciales, tal vez porque, como señalaba Aristóteles, los autores insistieron en mostrarse a sí mismos y no trataron de desaparecer en favor de los personajes (y agréguese, de los dioses). Aquella fórmula del poeta trashumante, que eleva la voz para que los olímpicos se encarguen del canto y la contaduría se transformó en registros de título personal ("Canto de hombres y de armas", abre, en la Eneida , Virgilio; "Mi inspiración me mueve a hablar de formas mudadas a cuerpos nuevos" anticipan las Metamorfosis de Ovidio). Si bien admirables, las composiciones de estos letrados, que son escribas sedentarizados, no transmitirán el jolgorio carnicero que nos dio Homero (incluso un epígono como Quinto de Esmirna -probable hijo del siglo IV DC- se ve en la necesidad de incorporar parte de su currículum en la La caída de Troya).

Los seguidores de Homero se mostraron más preocupados por la historia fundacional del Imperio, por sedentarizar el mito y la literatura y por medir personalmente sus fuerzas con el vacío que dejaban las divinidades mediterráneas en espera del celoso y abstracto Dios que había pactado con el pueblo de Abraham que por acudir a éstas.

Si Aquiles, admirado por la osadía de Príamo, quien se ha hecho presente en la tienda de aquel que le ha aniquilado buena parte de la descendencia, conjetura que "falta hace que tu pecho magnánimo sea de bronce, oh anciano", el esforzado Quinto de Esmirna se lanza a competir con los personajes y -en vez de reiterar el conjuro homérico para que la diosa contabilice- nos dice que no se sentiría capaz de dar cuenta de los que realizaron grandes hazañas o murieron en la batalla "ni aunque tuviese el pecho de bronce".

Desde entonces, los poetas ya no fueron un probable bardo invidente arrastrando las sandalias por el polvo balcánico, lanzado a cantar de una Troya sobre la cual, más que su circunstancia, conocía su ajenidad. Fueron historia y no mito, se abandonaron al saber y no a la ignorancia. Porque así como no supo dónde quedaba Troya probablemente Homero ignorase quién era él, salvo un rapsoda que nos canta desde ninguna parte -y desde siempre-, porque se puso al servicio de los dioses para que tanto los inmortales como los incontables que murieron lo sirvieran a él.
 

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 77

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