Un festival de bombas como jamás se había conocido
resplandecía en las noches de buen clima de los Balcanes,
cronometrando las últimas pulsaciones del siglo veinte.
Occidente persistía en su rutina
de guerras y, siguiendo esta inspiración, India y Pakistán
sostenían escaramuzas en la frontera, inaugurando los conflictos
armados entre potencias nucleares. Lejos del frente de batalla,
en Estados Unidos, hogar de los bombarderos, unos jovencitos fascinados
por el evangelio de cierto Marilyn
Manson baleaban en un colegio a sus compañeritos deportistas,
moviendo a ciertos senadores del país a promover la prohibición
de los discos de artista tan intempestivo como ese anticristo
pompadour.
En tierras de Manson
se preguntaban hipócritamente -como de estilo interrogan
los estadounidenses, de verbo democrático y estallido
atómico- si la violencia que Hollywood transmitía
no era la usina para eventos tan incómodos como el de
liceales homicidas, menos preocupados por sus calificaciones
que por acribillar al prójimo.
Achacar al arte
(por más inocuo y diluido
que éste sea)
y no a la política de estado el modelo de la violencia
es práctica vieja como los siglos; acusar a las ficciones
de inconvenientes para el óptimo funcionamiento del estado
fue cruzada que el estratega Platón, un balcánico
antiquísimo, comenzara veinticinco siglos atrás
tomando como ejemplo no a un rockero de apariencia estremecedora
sino a un bardo impalpable y legendariamente ciego, disputado
por las ciudades y responsable -porque su nombre es indisociable
de ella- de una de las obras más jubilosamente salvajes
que se hayan concebido.
A un tal Homero se lo
hace responsable de la Ilíada, acumulación
de versos que se aproxima a su tercer milenio y que -acaso por
ser tan antigua como el polvo- no termina de envejecer. El libro
de Homero, el más promocionado de los textos paganos, no
fue derribado por Platón, si bien en el siglo XX recibió
los peores golpes (probablemente
en todo Occidente)
de parte de los educadores liceales, acontecimiento que no debería
llamar a asombro ya que las secundarias de occidente, máquinas
sedenterizadoras o "civilizadoras", estaban incapacitadas
para leer el estallido de los
cantos homéricos. Porque la Ilíada, quede
asentado, es libro que conviene leer cuando la niñez todavía
no ha sido estropeada, cuando es todavía posible creer
en los dioses que pueblan las honduras del arroyo, lo rosado de
la mañana o el silbido más precario del aire. Cuando
todavía las hazañas de los héroes están
incontaminadas de literatura o de
filología y son apenas -y nada menos- una fábula
mordiente y fragmentada.
Lo que sigue son impresiones
de lectura, desatentas
a los imperativos de la filología, que pretenden interrogar
algunas aristas del poema que es imposible desenredar de las viscosidades
del mito (no sólo de
la saga troyana, sino también de las fábulas que
nos hablan del hipotético autor de la Ilíada). Interrogantes inarticuladas que,
en último término, son manifestación del
pasmo recurrente de leer a Homero.
Depredadores
Según entienden
los historiadores, hace más de tres mil años -tal
vez bastante más- unos bípedos aptos para la navegación
se lanzaron al mar para rescatar a la esposa de uno de ellos.
Comían con las manos, tenían a bien emborracharse
cada noche, eructar para hacer notorio el provecho y agredir
a pedradas o con venablos a sus adversarios cuando los veían
lejos (de cerca, la espada
de bronce era el utensilio más eficaz). En las batallas, cuando sus enemigos
se atrevían a hacerles frente, la carnicería era
notable. La tierra "manaba sangre", informa Homero,
quien con precisión casi maniática suele contar
cómo una saeta puede entrar por una nalga, atravesar la
vejiga y después llevarse, en el chorro de sangre y materias,
la vida del guerrero. A veces, la lanza entra por un ojo para
llevarse prendidos los sesos en su punta; otras, traspasa el
escudo, pasa por debajo de la rodela, se interna por la tetilla,
pincha el corazón y, al retirarlo, adjunta las entretelas
del alma. En caso de tomar la ciudad que están asolando,
estos mamíferos violarán a las mujeres que se guarecían
tras los muros para hacerlas sus esclavas, matarán a sus
niños, a los ancianos, y las panzas de sus naves se irán
rellenando con utensilios saqueados, muchos de bronce, algunos
de plata o de oro.
A veces no sabían
qué ciudad estaban atacando, y es así que confundiendo
con su objetivo una ciudad mucho más sureña, arrasaron
Teutrania antes de poner sitio a su objetivo. Estos bípedos
desnorteados y avasallantes, nos dice Homero, son griegos; también
nos advierte que son héroes.
Lo innumerable
Más allá de
la deslumbrante exhibición de crueldades y proezas físicas,
poco de ejemplar habría para nosotros en el poema de no
mediar unos agentes demoledores en favor del poeta. Sería,
sin estos mediadores, una despampanante exhibición de austeridad
ya que por aquel entonces se valuaba una olla como gran tesoro.
Se puede decir que, pasados los lustros, una de las grandezas
del libro consiste en exhibir la agonía de los guarismos.
¿Cuántos
eran? Algunos dicen que fueron mil naves, pero ése es número
abstracto; para aquellos saqueadores el once ya era instancia
innumerable. Si, como es fama, hace
apenas tres siglos occidente logró dar con la tangibilidad
del millón, tres milenios sumergidos en la historia, los
héroes homéricos apenas saben contar.
Así, el atribulado rey Agamemnon, reuniendo a sus caudillos
para consultar si deben abandonar las pretensiones de conquistar
su objetivo, advierte que "si concertásemos con
los troyanos una tregua ... y tratásemos de hacer un recuento
de uno y otro ejército, puestos de un lado los troyanos
de uno en uno y nosotros del otro de diez en diez, si cada uno
de los troyanos viniese a escanciar vino a cada uno de nuestros
grupos, muchos serían nuestros grupos de a diez que quedaran
sin troyano que les sirviera".
Golpea ante nuestros ojos
la fragilidad del gran guerrero cuando le toca confrontar la inconsutilidad
de la matemática, el mareo de la montonera, todos los dedos
en alto del rey nublado por las magnitudes. Esa fragilidad (verificable
en el recuento de las naves)
no es mucho menor en Homero y se diría que en ella se abre
el vórtice iridiscente del libro, porque el poeta, como
los héroes, no está
desprovisto del auxilio de fuerzas superiores.
Lo que cuenta
Una decena de años
dura el sitio, se supone, otros diez demora Odiseo en regresar
y diez también habrían pasado, según las
versiones, antes de que siquiera arribasen los aqueos a Troya.
Pero eso no es más que una simplificación en la
contabilidad; los héroes ignoran qué edad tienen,
y tampoco lo saben aquellos que cantan sus proezas. Se es joven
o se es viejo; algunos, como Idomeneo, lucen canas y pueden combatir,
en tanto otros, como Príamo o Néstor, ya perdieron
el vigor para sostener una lanza (y
aunque no se dice, probablemente también la mejor parte
de su dentadura).
Lo cierto es que, hacia
el último año de Troya (que
Homero y el mito consignan es el décimo) se entrevé que el mundo había
enviado buena parte de su población apta para el combate
a orillas de Ilión, una ciudad que los griegos -empezando
por Homero- nunca supieron a ciencia cierta dónde quedaba.
De todas estas incertidumbres se hace cargo desde su primer párrafo
la Ilíada, cuando el poeta pide a la diosa que cante
"la cólera de Aquiles,
hijo de Peleo; cólera funesta que causó innumerables
males a los griegos y arrojó al Orco muchas almas valerosas
de héroes esforzados, cuyos cuerpos fueron presa de perros
y pasto de las aves, desde que, por voluntad de Zeus se separaron
disputando el Atrida, príncipe de hombres, y el divino
Aquiles".
Dentro de la precisión
difícilmente superable de esta apertura, que identifica
su asunto y tenor sangriento como un teleobjetivo dentro de la
multitud de historias que abarca el sitio y conquista de Troya,
la referencia a lo mucho e innumerable, aquello que supere lo
que se puede contar con los dedos de las dos manos, ya pasa a
ser esfera de los dioses. Y son las deidades la cámara
de resonancia que finalmente transforma a saqueadores y troyanos
en héroes, aquello que (en
cada rincón del poema)
abre, para estos mamíferos, una dimensión que nosotros
hace mucho hemos olvidado: lo sacro.
Tris
En el frenesí de
las batallas y discusiones, en la carnestolenda de vísceras
desparramadas, encuentran los héroes la proyección
de su individualidad, ya que en el resonar "horrísono"
de bronces se abre un pabellón que se diría irreiterable.
Para Proust, arrebatado en el discurrir instantáneo -ya-
del primer siglo veinte, el emblema de la escritura
era la japonesa flor de papel que, en el charco, alcanza un abrirse
de gloria para finalmente hundirse y desmenuzarse en lo líquido;
en los maratónicos recuentos de Homero, cuando sólo
la musa podría decir cuántos fueron los que murieron
o alcanzaron lucimiento, el vértigo de la batalla permite
el milagro: hay un tris para que el héroe, dentro del torrente
indiferenciado de carnes sanguinolentas, se individue y tenga
oportunidad de comparecer frente al canto.
Prodigios de aquella
edad sin teleología, en que se entrecruzaban el tiempo
sacro y el instantáneo, Homero abre a sus bípedos
valerosos un agujero negro dentro del vértigo, un pabellón
furtivo que les permite diferenciarse del magma que los rodea.
A pesar de que las batallas son lavas de aqueos o troyanos en
la llanura -una brutal erupción de soldadesca-, acá,
o más ahí, al héroe le es dado tiempo (o espacio),
para hacerse oír y diferenciarse del entorno. Como si
se abriese un hipertexto en el flujo avasallador del combate,
aquí Ayax Telamón, allá Héctor o
Eneas, en esta parte el dubitativo Odiseo -o Diomedes alentado
por lo superior- son individuos a los que les es dado contener
o propulsar, sólo por un instante, el huracán que
parecía estar decidiendo la batalla y que siempre será
superior a sus fuerzas, por más prodigiosas que éstas
sean.
¿Cuál
es la gran virtud de estos individuos? Ser favoritos de los dioses
y comportarse a la altura de lo que la hora les exige, porque
ya la batalla ha sido decidida por los del Olimpo, o por esa
instancia insuperable, el Destino, ante la cual las mismas deidades
tienen que claudicar; forcejean los hombres con lo divino y son
vencidos, alcanzan la grandeza de la derrota antes de hacerse
sangre, pellejo, un eco apagado en la muchedumbre del canto.
Forcejean sin descanso, porque lo divino está en todas
partes.
Más de quince
minutos de fama
Es el individuo confrontando,
cuando no turbiones arrasadores, la convocatoria del destino,
procediendo a favor del estrago sin importar si su suerte ya
ha sido echada: la flor de papel que alcanza a abrirse y fulgurar
como una supernova un segundo antes de apagarse, de desmenuzarse,
de sumergirse en agua japonesa. Antes de ser asesinado, de ser
apresado para que su pene y testículos sean desayuno de
perros y aves rapiñeras, de que sus armas se vuelvan patrimonio
de su antagonista, la víctima dará su nombre al
homicida, porque dentro de lo innumerable hay en Homero una dimensión
para que el hombre desfallezca en provecho de nosotros, ya que
esa muerte, o descuartizamiento, o craso vejamen, están
ahí para la gloria.
Si en ocasiones los
héroes dudan si mantener la posición -y perder
la vida- o retroceder, o abandonarse al sensato bochorno de la
fuga, suelen mantenerse en su puesto debido a que hay otro semidivino
(que no comparece directamente
en la Ilíada pero sí en la Odisea) que congelará la posteridad
en favor del bípedo. "Quedémonos aquí,
oh fulano, y no huyamos, para que nuestras hazañas alcancen
fama imperecedera", suelen decirse, y es el bardo, al
que los héroes se envían (aunque
no se encomiendan),
el que logrará que el tiempo se haga eterno. Para el soldado,
en medio del tembladeral, draga Homero un recuadro a fin de que
explicite su genealogía, lo que había previo a
su conversión en carne yerta y roja: para él también
guardó versos que han resonado durante milenios. Toda
esa milicia ha sido asesinada para que, gracias al que lo canta,
nosotros disfrutemos.
Lo invisible
Difícilmente
un guión cinematográfico pueda alcanzar la economía
visual que, entre otros pasajes, muestra el canto primero cuando
Febo envía sus flechas sobre los sitiadores: "Lleno,
pues, de cólera descendió Apolo del Olimpo con
el aro y el cerrado carcaj a la espalda; en él los dardos
resonaban lúgubremente a los movimientos del enfurecido
dios, que avazanzaba sombrío como la noche. De este modo
sentóse lejos de las naves y lanzó la primera flecha;
el arco de plata dejó oír un terrible chasquido.
Al principio sólo disparaba contra los mulos y los ágiles
perros, pero pronto sus mortíferas saetas alcanzaron a
los hombres y por todas partes empezaron a arder piras colmadas
de cadáveres". Sin embargo, una de las grandes
virtudes de La Ilíada residiría en su resistencia
a ser filmada; Homero narra todo lo que se ve, pero además
lo invisible, aquello que también es patrimonio de los
celestes.
Por más que
irrumpan en mitad del cabildo o la batalla, sólo a uno
se dejan ver los dioses, eligiendo, del amasijo de vivos y murientes,
aquél a quien debe ser transmitido su mensaje y, al hacerlo,
inscriben la dimensión de lo sacro en el supurante matadero.
A menudo la gran contienda los reclama para que intervengan alentando
o infundiendo pavor, para renovar las fuerzas exhaustas del favorito
o revelarle un designio de la jornada o de la guerra. Allá
en el Olimpo, o acá en la tierra, son tanto o más
crueles que los mortales, igual por lo menos de vehementes, coléricos
o apasionados. Se celan mortíferos, se desafían
a combatir como el educando que corta para la salida; son puro
impulso, son como niños: gracias a ellos, esa milicia
clamorienta que se apachurra a las puertas de Troya alcanzó
perdurabilidad.
Escribir nunca
Si bien se especula que
Homero pueda haber escrito sus libros, lo cierto es que en Troya
ni olímpicos ni mortales condescienden a la escritura. El padre de los dioses puede enviar,
cuando no un trueno, a un dios subalterno a fin de que explicite
su mensaje y así los caudillos de uno y otro bando envían
a otros soldados para que, de cuerpo presente, hagan saber lo
que piensan o necesitan. También el anciano Príamo
irá solo, arriesgando su carne, a presentarse ante el terrible
Aquiles para reclamar el cuerpo de su hijo; quien algo quiera
avisar en esa contienda debe arriesgar las tripas. Y así
como son agónicos los avisos, deslumbran los heraldos por
su precisión y, lo mismo que los inmortales, en medio del
estrépito los héroes logran que sus recaderos transmitan
con minucia y sin desviarse ni en una coma lo que ocurre en el
campo de batalla. En otro tipo de textos sería fatigosa
redundancia, pero en medio de semejante agonizar y estrépito
esa mensajería apabulla y deleita porque está al
servicio de una verdad final.
En definitiva, la Ilíada es una insistente misiva de los dioses que
llega, sin error ni enmienda advertible, a un "divino"
destinatario; el último eslabón de esta red de
divinales heraldos y escuchas lo componen un cantante ciego y
nosotros, la infatigable audiencia de Homero, que también
quedamos contagiados por el soplo de los dioses.
De lo serviciales que son
Alguno como Goethe
afirmaba que la gran virtud de Homero estaba en arrebatarnos
de inmediato y llevarnos a otro mundo. Sin embargo, habría
que señalar que este arrebato -como antes de Freud se
daban los arrebatos- es agencia de los dioses ya que es el Olimpo
(que en nada difiere de lo
que en la tierra se hace salvo que allá arriba todo pareciera
diseño de un programa más completo y eficaz) la instancia que llena de
sentido el revoltijo de fieras carniceras: "Como por
el rico campo de un hombre opulento caminan en direcciones opuestas
los segadores, haciendo caer los manojos de espigas de trigo
o de cebada que se inclinan espesos, de la misma manera, teucros
y aqueos empezaron a acometerse y a sembrar la tierra de muertos,
sin pensar, por ello, en retroceder y atacándose, al contrario,
como lobos. Gozábase en verlos la cruelísima Discordia,
única deidad que se hallaba entre los combatientes, pues
los demás dioses permanecían quietos en sus palacios,
construidos en los valles del Olimpo, murmurando contra el Saturnio,
el dios de las sombrías nubes, que seguía obstinado
en conceder la victoria a los teucros. Mas él, sin hacerles
caso y sentado aparte, ufano de su gloria, contemplaba la ciudad
troyana, las naves aqueas, el brillo del bronce, a los que mataban
y a los que la muerte recibían". (canto XI)
Si por un lado la irrupción
de los dioses entreteje el tiempo instantáneo del combate
con el sacro que da gloria al militar arcaico, también
son los inmortales las criaturas más serviciales de las
que dispone el narrador; cada vez que Homero así lo necesite,
pavorosos como bombarderos llegarán de su Olimpo a amedrentar
al más valiente, o a rellenar coraje en el milico marchito
e, incluso, si es necesario estirar el combate más prolongado
y cambiante que se haya conocido -el del tercer día, que
abarca del canto XI al XVIII- también estarán ahí
para sostener el disco del sol. No habrá de llegar la
noche hasta que Patroclo, finalmente, muera y Aquiles se decida
a regresar al combate.
Los vigilantes dioses prolongaron el día hasta que se
cumpliera el destino y, con éste, el diseño del
poema: si los guerreros son juguete de los dioses, estos últimos
son las azafatas del poeta ciego. Descubrimos entonces que Homero
no necesita contar ni ver porque dispone de las deidades para
que por él vean y recuenten, y para que además
lo transporten a otro mundo llamado Troya y (acaso) perfeccione los cantos que
una procesión de colegas le legaran.
Artes de guerra
Son dos las oportunidades,
en la Odisea, en que la figura del "divino"
aeda se hace presente, algo que no ocurre bajo los muros de Troya.
El motivo debe estar en que, aunque no menos cruenta, y definitivamente
más sombría, la saga de Odiseo se desarrolla en
tiempos de posguerra, lo que podríamos llamar tiempos
de calma. Si bien en la Ilíada lo absorbe todo,
la infinita guerra de Troya no deja de ser vivida como anómala,
o cuando menos como evento catalizador de una apacible orfebrería.
Al hecho consabido de que los símiles homéricos
provienen de tiempos de paz habría que agregar una dimensión
alarmante, por lo menos para nosotros, que nos vamos acostumbrando
a que las bombas sean "inteligentes": el bípedo
depredador era muy sensible a la belleza.
Homero reitera que,
horrísona, la broncínea adarga traspasa la "hermosa"
greba o el "bello escudo" y al hacerlo nos envía,
del amasijo clamoroso, a otras horas, a los trabajos y días
que, por ejemplo, cantara Hesíodo. Si por debajo del bronce
salta, negra, la sangre, violentas, las vísceras o se
escapa, atribulado, el espíritu, previo a la proeza, en
tiempos de mayor placidez, había comparecido un artesano
innominado para prodigar o evitar una muerte.
Si Aquiles ha decidido matar a Héctor y con eso acelerar
su propio deceso, también un dios servicial, Hefesto,
hubo de producirle, desde su ajetreado palacio, unas armas que
deslumbran por su hermosura y porque, como el aeda, narran leyendas.
El eco sordo de cada verso nos recuerda que, si bien han sido
indispensables una guerra legendaria y el servicio de multitud
de dioses para producir el poema, asimismo horas de paz sin número
han sido requisito para que Homero cante. Y que, por más
que cada lanzazo de bípedo deiforme traiga nostalgia de
furias y despellejamientos, cada vez que traspasa tejidos de
enemigo -por contrapartida- la punta homicida sale bañada
por la melancolía de días más apacibles,
donde la violencia queda a cargo del cazador y no del guerrero.
Donde la muerte, para decirlo de otro modo, está al servicio
de la cena.
Pechos de bronce
Después de Homero
y Hesíodo, los dioses no se mostraron tan serviciales,
tal vez porque, como señalaba Aristóteles, los autores
insistieron en mostrarse a sí mismos y no trataron de desaparecer
en favor de los personajes (y
agréguese, de los dioses).
Aquella fórmula del poeta trashumante, que eleva la voz
para que los olímpicos se encarguen del canto y la contaduría
se transformó en registros de título personal ("Canto de hombres y de armas",
abre, en la Eneida , Virgilio; "Mi inspiración
me mueve a hablar de formas mudadas a cuerpos nuevos" anticipan
las Metamorfosis de Ovidio). Si bien admirables, las composiciones
de estos letrados, que son escribas sedentarizados, no transmitirán
el jolgorio carnicero que nos dio Homero (incluso
un epígono como Quinto de Esmirna
-probable hijo del siglo IV DC- se ve en la necesidad de incorporar
parte de su currículum en la La
caída de Troya).
Los seguidores de Homero
se mostraron más preocupados por la historia fundacional
del Imperio, por sedentarizar el mito y la literatura y por medir
personalmente sus fuerzas con el vacío que dejaban las
divinidades mediterráneas en espera del celoso y abstracto
Dios que había pactado con el pueblo de Abraham que por
acudir a éstas.
Si Aquiles, admirado
por la osadía de Príamo, quien se ha hecho presente
en la tienda de aquel que le ha aniquilado buena parte de la
descendencia, conjetura que "falta hace que tu pecho
magnánimo sea de bronce, oh anciano", el esforzado
Quinto de Esmirna se lanza a competir con los personajes y -en
vez de reiterar el conjuro homérico para que la diosa
contabilice- nos dice que no se sentiría capaz de dar
cuenta de los que realizaron grandes hazañas o murieron
en la batalla "ni aunque tuviese el pecho de bronce".
Desde entonces, los
poetas ya no fueron un probable bardo invidente arrastrando las
sandalias por el polvo balcánico, lanzado a cantar de
una Troya sobre la cual, más que su circunstancia, conocía
su ajenidad. Fueron historia y no mito, se abandonaron al saber
y no a la ignorancia. Porque así como no supo dónde
quedaba Troya probablemente Homero ignorase quién era
él, salvo un rapsoda que nos canta desde ninguna parte
-y desde siempre-, porque se puso al servicio de los dioses para
que tanto los inmortales como los incontables que murieron lo
sirvieran a él.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 77
|
|