Los Rolling Stones me
hablan naturalmente. Me hablan de una especie de ideal ecológico.
O del empecinamiento del cuerpo tendido del señor Waldemar.
De la resistencia no artificial al tiempo y a la muerte, del crecimiento
póstumo
del pelo o las uñas. De una generación que nació
para no envejecer y para no admitir relevos (presumiblemente:
un martirologio de muertes trágicas y prematuras). O de
la fusión contradictoria del valor de la inactualidad
y del deseo de vigencia. O de una estética dionisíaca
que en los 90 conoce un empuje nuevo, frío, básicamente
indiferente.
O de la intención de incorporar la vejez jurásica
a un psicobarroco que haga de Jagger un nuevo minotauro (su cuerpo
esquemático, austero, casi inexistente, parece sostener
apenas una gran cabeza, ligeramente bovina: la ansiedad hipergestual
que alguna vez resultó provocadora y agresiva, hoy parece
el descontrol extrapiramidal de un paciente psiquiátrico).
Los Stones cambian, y esos cambios son dramáticos. A diferencia
de Pink Floyd o Yes, cuya sobrevida parece ser irreductiblemente
obsesiva (ellos, gordos, calvos, viejos, hieráticos, no
son sino sus propios monumentos, sus propias imitaciones, sus
propios Danger Four cumpliendo rigurosa
y periódicamente con un ritual totémico que no
hace sino confirmar que alguna vez existieron -reproducen microscópicamente
lo que alguna vez tocaron o grabaron), los Stones envejecen,
se traicionan, se desvían. Y ese proceso, insisto, es
dramático: cada pequeña torsión no deja
de ser un escándalo, una herida y una huella -pues hay
una identidad, una personalidad y un genio, a mantener y conservar
contra los cambios.
El no-tiempo de las superpersonalidades, esa especie de Olimpo
que parece exigir identidades firmes y poco menos que eleáticas,
y que Yes o Pink Floyd aseguran a través de un ingenio
de rituales obsesivos y de repetición (mirar el álbum
familiar una vez por año), es lo que contradictoriamente
provee a los Stones de un espesor dramático.
Pero, a pesar de la gimnasia, de las poses irónicas, de
la aparente indiferencia o del desgano del que quiere convencer
que pronto morirá, que no le resta mucho de vida y debe
por tanto ser aprovechado, disfrutado y admirado por su valentía
y estoicismo, todos sabemos que su itinerario es post mortem,
o lo que es más o menos lo mismo, que ya no va a morir
-su historia coreográfica de los últimos años
es, precisamente, esa pulsión, contrarrestada por un simulacro
de muerte inminente que quiere cargarlos de melancolía.
La dilatada épica de los Stones se convierte en la peripecia
instantánea de Duran Duran. Diez años sintetizan
y concentran el collage, el sincretismo y las intrusiones: padres
del videoclip, padres de un neorromanticismo apolíneo
y comercial, con sus caras lívidas y afeminadas, sus estaturas
impresionantes, sus gabardinas oscuras hasta los tobillos, mixers
del pop y de un rock tecno profesional, prolijo,
distante y eficaz. Padres, hasta cierto punto, de los '80.
Entre la extensa y dolorosa épica vegetativa de la identidad
(de la subjetividad) de los Rolling Stones, y el estallido helado
del look de Duran Duran, hay un nombre que funciona como
una especie de cobertura: David Bowie. Pequeño, parecido
a una larva y más antiguo que las pirámides, da
cuenta de un karma camaleónico absolutamente negativo:
atraviesa casi cuatro décadas sin haber inventado nada,
en un elegante surf transestilístico, como un héroe
homérico, a la deriva de los juegos sociales de la moda
y el diseño, sin haber sido y sin ser algo
antes (o detrás, o al final) de esos juegos. Bowie habitúa
a una generación de consumidores a pensar que la clave
de la creatividad no está en la producción artesanal,
en agregar nuevos objetos a un mundo viejo, sino en dar
con un standard industrial, una forma publicitaria, poco
novedosa, fácil de reconocer o intuir, construida en verdaderas
operaciones higiénicas que podan y recortan excesos, llenan
huecos o disimulan imperfecciones.
Y entre la máquina mimética de Bowie y el estupor
obsesivo de Pink Floyd, el drama de los Rolling Stones es conservar
un estilo como signature, como marca de una psicología,
sin dejar de exponerse a la aceleración del tiempo y del
estilo, en velocidades electrónicas peligrosamente cercanas
a la de la luz, que amenazan con transformar los cuerpos en pura
energía. La fastidiosa tenacidad póstuma del totem
o del monumento no quiere aparecer como tal. Debe entonces travestirse
en la postura irónica de Jagger o la indiferente de Richards
(en rigor, son la misma), que versionan, y fatalmente adulteran,
aquello que ha sido.
Satisfaction, Rubi Tuesday, Angie, Jumpin'
Jack Flash, Have you seen your mother (standing in the
shadow)?,
son objetivaciones de un espíritu creativo eterno y altísimo
y sagrado, pero sus versiones actuales son ligeramente impúdicas
y burlonas: ambos conviven y se estiran en el tiempo: el creador
sublime y el duendecito paródico.
La resolución
de la aporía no está desprovista de ingenio:
los Stones dicen que no se imitan, sino que se citan, se ironizan,
se parodian. Son los sobrevivientes de un mundo sexual, caliente
y experimental en un mundo
que se ha enfriado. Y esa sobrevida se conquista a través
de duras técnicas de refrigeración que me gustaría
adjetivar como ecológicas -en el sentido de no químicas
ni quirúrgicas (como las de Michael
Jackson). Biodegradación irónica.
Es el exquisito vestido del rey desnudo.
Duran Duran (DD), en cambio, es precisamente el fruto de la aceleración
del tiempo: es decir, ni siquiera es una ansiedad adaptativa
o un furor mimético, como Bowie: es el mutante. Nada más
lejos de la ansiedad experimental y nada más cercano a
un experimento. El erotismo dionisíaco de los 60-70 se
enfría, en los 80, en el laboratorio del diseñador
industrial: rostros góticos y asexuados de Vogue
(The Police ya había apolinizado y desexualizado el formato
musical con su reggae blanco y algebraico).
Cuando los 90 quieren alcanzar una nueva psicodelia, Le Bon o
Taylor no ofrecen la menor resistencia para sacrificar su estética
del pret-a-porter gótico y disfrazarse de marcianos,
no dudan en volverse ligeramente terrajas, o en cambiar el gel
que modela su cabello por el que lo alacia
y lo llueve, o cambiar la gabardina larga y oscura por el saco
carmesí, apretado y satinado, o abandonar la seriedad
distante por una sonrisa festiva o cómplice. Pero, irremediablemente,
el laboratorio del diseñador industrial sigue siendo la
clave de este retorno barroco y polimorfo.
Y esto no quiere decir que antes no lo fuera: Their Satanics
Majesties (digamos) es un diseño, un gusto, una cultura
aprovechada; la diferencia es que ahora el juego exige hacer
del laboratorio no una clave de lectura sino de disfrute.
Esto hace de DD un puro standard industrial: llegan ligera y
fatalmente tarde, y por eso no pueden ser amados por una intelectualidad
que todavía exige novedad, vanguardias o experimentos:
ellos solamente perfeccionan, estilizan y esquematizan, aprovechando
la sensibilidad un poco retrasada de un gusto medio, ya asentado
en hábitos y automatismos.
Clave del mítico milagro japonés: menos tecnología
de
punta que capacidad para diseñar estándares industriales.
DD son los signos estéticos del tiempo autofágico
de la televisión y de la publicidad: no son un registro,
ni una ideología, y ni siquiera un estilo -son una operación,
un manejo. Evidentemente, esta mutación incesante, estas
metamorfosis, dolorosas y dramáticas para los Rolling
Stones, son absolutamente inocuas para DD: el proceso metamórfico
no opera sobre un organismo más o menos plástico
y tolerante o más o menos rígido e inadaptable,
sino que organismo y proceso coinciden.
Pink Floyd me habla de la implasticidad radical de un alma que
no puede sino celebrarse y monumentalizarse a sí misma.
Los Rolling Stones, de las tensiones y los estiramientos de un
alma que juega a explorar sus propios límites y posibilidades
(curiosidad por saber hasta dónde puede estirarse y retorcerse
sin dejar de ser la misma). Duran Duran me habla de la retirada
definitiva del alma.
Lo digo como McLuhan:
DD ya es la vigencia plena
de una estética del clisé y la retirada
del arquetipo. Esta estética parece querer que nos reencontremos
con el hábito de escuchar, o que perdamos el de oir -y
mucho más el de leer la música (no me refiero,
naturalmente, al procesamiento digital del lenguaje musical).
Siempre simpaticé con el walkman porque pensaba, con
un poco de nostalgia e ingenuidad, que desritualizaba la acción
doméstica de oir música, que arrancaba a la música
consumida de su tradicional hábitat pequeñoburgués
(se me tolerará la expresión, espero), donde solamente
podía prosperar a condición de estar envuelta por
la atmósfera distendida, o por la actitud intelectual
y libresca, coleccionista y ritual, de aquel que se sienta a
oir música en una ceremonia discreta e íntima como
la lectura o la paja.
Los ingenios del audio domésticos me resultaban, por eso,
ligeramente obscenos. Lo que no había advertido, todavía,
era que la ansiedad del televidente estaba colonizando toda experiencia
estética (por lo menos, toda experiencia estética
doméstica, o cotidiana), y entre ellas, antes que a ninguna,
a la de oir música.
Lo pongo, por pura comodidad expositiva, en primera persona.
Descubrí que ya no podía oir un disco, o una cassette,
o un CD, fuera de quien fuera: podía, apenas, oir canciones,
temas, fraseos, giros melódicos, arreglos, ritmos, fragmentos
(evidentemente, esto me inhabilita para comprar, tener o coleccionar
discos o cintas). Descubrí que el simple hecho de planear
oir música (todo lo que eso presupone: repasos instantáneos
de mi gusto, seleccionar, pensar en coartadas anímicas,
o intelectuales, jugar a la nostalgia, etc.) me fastidiaba, y
que prefería andar a la deriva (o al acecho, como se prefiera)
por el dial de la FM, buscando, escuchando, impacientándome,
enojándome, o entusiasmándome súbitamente
al descubrir a Raphael cantando Llorona, o un pasaje excitante
y melaza de Simple Red, o La copa rota cantada por Feliciano,
o la cadencia fifona del funkie, o la voz de Aznavour,
o Brahms, o Zitarrosa, o Vives.
Descubrí (y esto debe ser lo más importante) que
no me interesaba grabarlos, porque no tendría el menor
sentido
-es decir, el menor placer- tener la posibilidad de oirlos indefinidamente,
cada vez que quisiera. En todo caso,
nunca podría grabarse la verdadera experiencia estética,
la de recorrer el dial, ser sorprendido, ser defraudado.
Esto me alejaba de la posibilidad de monumentalizar lo que oía,
en una cultura, en los juegos y los protocolos del gusto
y del disfrute, en un studium, en una historia de los nombres
propios, de la celebridad, del prestigio o del genio, en taxonomías
genéricas carnívoras, o clasificaciones excluyentes
y aristocráticas. Descubrí que había cambiado
la concentración de oir por la dispersión de escuchar.
Había cambiado el gusto por algo parecido a la atención
flotante del psicoanalista.
Ni más ni menos que éste, me parece, es el espacio
estético que verifica Duran Duran, y que los Rolling Stones
quisieran poder verificar. Soy incapaz de experimentar algo al
oir Satisfaction o Honky Tonk Women, tantas son
la veces que las he oído (miles), tantas las versiones,
tantos los shows, tantas veces se han repetido esos textos. Duran
Duran, curiosamente, pone un nombre sobre un vacío. Grabar
una melodía linda o interesante, dar con una mezcla rítmica
fuerte, tener éxito, saturar el espacio durante algunas
semanas, inflarle las pelotas a medio mundo, y luego desaparecer,
tacharse, borrarse, para volver siendo otro,
con otro estilo, otra música, otra cara, otro nombre.
Ex Duran Duran, ex Arcadia, nunc Duran Duran. No hay romance:
no hay drama.
Finalmente. El más grosero y completo experimento de purificación
y desaparición, resulta una de las más disfrutables
experiencias de escucha. INXS, clones apolíneos y australes
de los propios Rolling Stones, no parecen exigir, para ser escuchados,
ningún tipo de coartadas ni de compromisos. INXS no parece
existir más allá de su sonido sustancioso y envolvente
de hi-fi. Son, característica de los tiempos, energía
pura, sin masa. (No sé sus nombres, no conozco su historia,
apenas si tengo una idea del aspecto de divo orgásmico
del vocalista: lo cierto es que no necesito esa información,
nada ni nadie me la exige. Nota de 1998: Ahora, después
de la muerte trágica del divo, sé que se llamó
Michael Hutchence, que tenía treinta y pico; le pongo
atención a su voz, juego a plantarle una historia retrospectiva:
los he, en parte, monumentalizado.)
No hay remitencias ni exigencias simbólicas de ningún
tipo: nada coagula, nada detiene y nada suspende o pospone el
vapuleo continuo de su sonido. Es una perfecta máquina
sonora, una máquina-de-ser-escuchada: la atrofia conceptual
o simbólica es la contrapartida del excess sonoro,
de la envoltura, de la superación de los límites.
Esto se me antoja consecuencia directa e inevitable de una condición,
o mejor, de una posición cultural: la mía, digo,
queriendo decir la nuestra. La lectura del texto cantado, en su
sentido más trivial, ya había retrocedido: mi vieja
condición tránsfuga de consumidor de música
cantada en otras lenguas amputa el componente literario para hipertrofiar
el relax y la flotación de la escucha. Eso vuelve,
paradójicamente, mucho más completa y tribal la
experiencia sonora: mucho más próxima al compromiso
total de McLuhan: aunque sepa inglés, estoy un poco condenado
a flotar, escucho inevitablemente glosolalias, tarareos, jitanjáforas,
verdaderos artefactos fonéticos, carentes de significación
pero llenos de fuerza y sentido. Se trata de una experiencia cotidiana
muy próxima al experimentalismo poético (digamos)
de Noigandres.
Toda escucha es In Excess. No quiero saber qué dicen los
textos. Renuncio, momentáneamente, a mi cultura, a toda
mirada y a toda escucha razonablemente heredada o adquirida.
Me dejo arrollar. El paisaje literario es devorado por el ambiente
sonoro.
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