Para el anacrónico
espectador de fútbol, el ingreso al Estadio Centenario,
otrora plácido, se volvió azaroso.
Ahí están las zonas de exclusión, y en sus
recodos, los barrabravas, vestidos con las camisetas de su equipo,
pidiendo moneda tras moneda para conseguir el dinero de la entrada.
No piden porque sean pobres. Lo hacen primero porque batallar
la guita de la entrada es parte de las tareas de su adhesión
y -primero también- porque no pueden entender que ellos
deban sacar de su bolsillo el importe de la entrada.
Es el otro, el leso espectador, el que (lo
mismo que a los jugadores, a los jueces o a cualquiera que haga
el espectáculo)
les tiene que pagar.
Por incómodo y a veces intolerable que esto resulte, en
rigor a ese energúmeno en camiseta le asiste razón,
porque es el barrabrava (el
tifoso, el torcedor, el hooligan) la estridente respuesta a un vaciamiento
generalizado y, en particular, a lo vacuo del fútbol televisivo.
Las barras están ahí para darle densidad, calor,
color y -lo más evidente- banda sonora al discurrir de
22 hombres en pantalón corto detrás de una pelotita.
Son (como propagandeara Boca
Juniors hace décadas)
el jugador número doce, aquél que peregrina con
el equipo allá donde juegue, el que a veces lo levanta
cuando está caído dentro de la cancha, el que no
deja de alentar aunque hayan perdido
(el equipo o ellos)
5 a 0 en su propio estadio.
Por supuesto estos inmisericordes pedigüeños, a veces
afectos a romper vidrieras, a asesinar tifosi rivales, a quemar
el coche de sus propios jugadores, no son afectos a la razón
crítica, y el resto -la anacrónica y bienpensante
ciudadanía- los puede catalogar como palurdos. Es probable
que lo sean, pero distan mucho -como pretende alguno- del fascismo,
porque el fascismo es ideología de estado y las barras
ululan en los escombros de la ideología estatal.
A las barras no les interesan esos legados de la Ilustración
como el civismo o las buenas maneras. Proceden hiperafectivamente;
como hordas o tribus; inscriben los colores de sus adherencias
en la piel, porque, como los estigmas, sólo tienen corazón
y cuerpo para ofrecer.
Como cualquiera que se ha saltado las reglas
de la representación, están ahí para
adherir, para dar el pellejo, para asistir al espectáculo
como si fuera un éxtasis.
Su adhesión es por sobre todo carismática, y eso
sin duda puede resultar engorroso para quienes todavía
pretenden comunicarse de manera "civilizada". Pero
esto es natural, porque ellos se comportan con hiperafectividad
de tribu.
Por sobre todo, están ahí para batallar por algo,
y suelen conjugar adhesiones. Hace ya bastante que la lengua
de los Rolling Stones está
en la bandera de Peñarol, de Nacional o de Racing de Argentina.
Recientemente han aparecido en el Centenario banderas con el
nombre de Cristo y reclamando por la Paz. Desequilibrante rigor
de esta afectividad: pueden ulular por el sosiego con las mismas
energías con que suelen hacerlo por la paz.
Por supuesto, su proceder, como el de los personajes de Jim Carrey
-hipergesticulantes, superadhesivos, carenciados- se vuelve insoportable.
Tal vez porque son el emblema de la hiperafectividad en un mundo
que no sabe lidiar con los afectos.
* Publicado originalmente en Posdata
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