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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 




Monitores o membranas

Amir Hamed
 

La superficie se ablanda y es como si pasásemos a través de una membrana: en lugar de una identidad, se nos abre un devenir


Acaso tanto hablar del narcisismo nos haya hecho olvidar que los espejos con los que crecimos no siempre estuvieron ahí y que, acaso, tampoco vayan a durar por siempre. Aunque no se los tome en cuenta, han inventado al hombre moderno; en caso de comprobarse que las computadoras los han reemplazado, será señal de que también ha cambiado lo que entendíamos por humanidad.

Para los griegos y latinos un espejo era una superficie de metal o el agua reflejante en la que se ahogó Narciso. Recién cuando, en el siglo XVI, Venecia empezó a industrializar el vidrio, comenzó la era del espejo que conocemos. El deslumbramiento del nuevo objeto puede percibirse en Leonardo da Vinci, escribiendo sus apuntes "en espejo", es decir, de derecha a izquierda. O en el siglo XVII, cuando los espejos debutaban como pieza de mobiliario, con la contundencia de Hamlet al establecer que el arte es un "espejo confrontado a la naturaleza", o la del Caballero de los Espejos, que cegó y derrotó a Don Quijote, o la de Velázquez, ingresando en el cuadro junto con las Meninas, porque se pudo servir de un espejo. No eran, estrictamente, el espejo de agua en el que uno podía ahogarse. Eran una superficie rebotante y seca que, como Descartes, establecían un sujeto, claro y distinto con relación al entorno.

Es decir que ese concepto que llamamos hombre, distinto de su entorno natural y escindido de Dios, nació junto con los espejos de vidrio, aunque no sea del todo cierto que éstos nos reflejen. Recuérdese que siempre ponemos una cara dura, de mirarnos en el espejo, una cara que no necesariamente es la nuestra. Cuando ponemos esa cara, la imagen de la superficie nos dicta quiénes somos, o al menos cómo quiere la sociedad que seamos o luzcamos.

La última versión del espejo, aquella con la que crecimos, se debe al proceso de cobertura con una capa de plata o aluminio descubierto por Justus von Liebig en 1835. Con ello, el último sujeto burgués parecía quedar completo, casi perfectamente identificado. Sin embargo, poco más tarde el fotógrafo Lewis Carroll, con sus deslumbrantes relatos de Alicia, nos alertó que había algo más, "a través del espejo".

La llegada de los computadores personales y del mundo virtual parece cumplir la advertencia de Carroll. Sentados frente a la pantalla, y conectados a los pasadizos de hipervínculos, la sensación es que, en vez de rebotar, como frente al espejo, nos proyectamos. Un laberinto, una aventura inquietante. Ese entorno virtual, en lugar de los dictados del espejo, nos hace sospechar que ya no somos los mismos.

La superficie del espejo se ablanda y es como si pasásemos a través de una membrana. Cada vez que interactuamos -igual que en los videojuegos- podemos convertirnos en quien más nos entusiasme, sumergirnos en la aventura de los chats, que tiene por regla la invención de nuevas identidades y la colisión de mensajes entre máscaras de vértigo: en lugar de una identidad, se nos abre un devenir.

Claro que, en algún punto, es imprescindible apagar la máquina, reencarnar en la misma cara de siempre, acicalarse en el espejo, salir a la calle sin olvidar la cédula de identidad.

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