Acaso tanto hablar del narcisismo nos haya hecho
olvidar que los espejos con los que crecimos
no siempre estuvieron ahí y que, acaso, tampoco vayan a
durar por siempre. Aunque no se los tome en cuenta, han inventado
al hombre moderno; en caso de comprobarse que las computadoras
los han reemplazado, será señal de que también
ha cambiado lo que entendíamos por humanidad.
Para los
griegos y latinos un espejo era una superficie
de metal o el agua reflejante en la que se ahogó Narciso.
Recién cuando, en el siglo XVI, Venecia empezó a
industrializar el vidrio, comenzó la era del espejo que
conocemos. El deslumbramiento del nuevo objeto puede percibirse
en Leonardo
da Vinci,
escribiendo sus apuntes "en espejo", es decir, de derecha
a izquierda. O en el siglo XVII, cuando los espejos debutaban
como pieza de mobiliario, con la contundencia de Hamlet
al establecer que el arte es un "espejo confrontado a la
naturaleza",
o la del Caballero de los Espejos, que cegó y derrotó
a Don Quijote, o la de Velázquez, ingresando en el cuadro
junto con las Meninas, porque se pudo servir de un espejo. No
eran, estrictamente, el espejo de agua en el que uno podía
ahogarse. Eran una superficie rebotante y seca que, como Descartes,
establecían un sujeto, claro y distinto con relación
al entorno.
Es
decir que ese concepto que llamamos hombre, distinto de su entorno
natural y escindido de Dios, nació junto con los espejos
de vidrio, aunque no sea del todo cierto que éstos nos
reflejen. Recuérdese que siempre ponemos una cara dura,
de mirarnos en el espejo, una cara que no necesariamente es la
nuestra. Cuando ponemos esa cara, la imagen de la superficie
nos dicta quiénes somos, o al menos cómo quiere
la sociedad que seamos o luzcamos.
La última
versión del espejo, aquella con la que crecimos, se debe
al proceso de cobertura con una capa de plata o aluminio descubierto
por Justus von Liebig en 1835. Con ello, el último sujeto
burgués parecía quedar completo, casi perfectamente
identificado. Sin embargo, poco más tarde el fotógrafo
Lewis
Carroll,
con sus deslumbrantes relatos de Alicia, nos alertó que
había algo más, "a través del espejo".
La llegada de los computadores personales y del mundo virtual
parece cumplir la advertencia de Carroll. Sentados frente
a la pantalla, y conectados a los pasadizos de hipervínculos,
la sensación es que, en vez de rebotar, como frente al
espejo, nos proyectamos. Un laberinto, una aventura inquietante.
Ese entorno virtual, en lugar de los dictados del espejo, nos
hace sospechar que ya no somos los mismos.
La superficie
del espejo se ablanda y es como si pasásemos a través
de una membrana. Cada vez que interactuamos
-igual que en los videojuegos- podemos
convertirnos en quien más nos entusiasme, sumergirnos en
la aventura de los chats, que tiene por regla la invención
de nuevas identidades y la colisión de mensajes entre máscaras
de vértigo: en lugar de una identidad, se nos abre un
devenir.
Claro
que, en algún punto, es imprescindible apagar la máquina, reencarnar en
la misma cara de siempre, acicalarse en el espejo, salir a la
calle sin olvidar la cédula de identidad.
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