Un amigo me recordó
que el filme Blue Velvet abría con la panorámica
aérea de una zona residencial. La distancia imposible
del paisaje. De pronto, un violento zoom: una calle, un
jardín, árboles, el césped, una oreja humana
devorada por las hormigas. El Bosco raja un zapallo maduro y
hermoso: por la grieta surge un carnaval de insectos con cabeza
humana, de pájaros dentados, de pequeños mutantes
bicéfalos -inversión microscópica del paisaje
radiante, redondo y silencioso, donde el santo sestea (pronto,
probablemente, despertará).
Virus, bacterias, microgérmenes. Explotación narrativa
de la microfobia. Un mundo sumergido, hostil, barullento
y repugnante, espera su momento oportuno para aparecer. La invasión
alienígena adquiere viejas formas tribales: las naves
cromadas y brillantes ya no son su vehículo -es mi cuerpo,
mi casa, mi ciudad, mi territorio. El octavo pasajero debió
pasar por un estado larvario, en el que crecía dentro
del cuerpo inseminado de un adulto humano.
Mi casa aloja una gigantesca rata que me devuelve mi
propio mundo doméstico, pero bajo formas amplificadas
y exacerbadas: debo militarizarme para matar al intruso, debo
convertir mi morada en campo de batalla, debo conocerla milimétricamente
-desagües, ventilaciones, cañerías, instalaciones.
Un terremoto trae a nuestra superficie una raza subterránea
de cucarachas ciegas e incendiarias. Los gremlins o los
critters parecen ratas:
veo, a través de sus ojos, los travellings, rasantes y
microscópicos, por el piso de un dormitorio donde alguien
duerme (el santo sestea). El inconsciente freudiano,
tarde o temprano, cobra su vieja deuda con el represor -mientras
tanto, me olvido, me equivoco, sueño, sufro de una parálisis
facial. Todos estos ejemplos, ciertamente,
son metáforas y ficcionalizaciones.
Lo microscópico nos deja sin aire, nos envuelve, nos involucra,
nos arrastra. La mirada paisajística frontal nos había
arrancado del mundo -nos instalaba como el objetivo objetivante
de la cámara oscura: el mundo se organizaba en líneas
de fuga, en la perspectiva albertiniana, en la costruzione legittima.
Todo paisaje era hermoso, por definición, en la medida
en que era distante, neutro, inofensivo. La mirada reforzaba
esta ecuación.
Todo paisaje era lunar, glacial. Paisajización moderna:
ojo separado del mundo: el Sujeto Trascendental cartesiano-kantiano
era entidad contemplativa clavada
en un mundo objetivo (de objetos), en el espectáculo
de una natura naturata.
El afiche de la película Nightmare on Elm Street envuelve,
pliega y multiplica la técnica del zoom. Un paisaje
tranquilo muestra algunos chalets al anochecer: las ventanas
encendidas, las luces de los faroles de mercurio haciendo todavía
más verde el verde del césped y de los árboles
del parque. La utopía de lo íntimo. Pero, la mitad
superior del cuadro está siendo rasgada por la filosa
garra metálica
del asesino. El asesinato destruye el paisaje, hace inútil
toda mirada frontal. La garra convierte al cuadro en un cuadro.
Brota de su superficie, lo atraviesa y lo rasga -y al rasgarlo,
delata al simulacro, pero solamente a través de otro simulacro.
Ahí uno vuelve sobre el cuadro, sobre el paisaje
y nota su porosidad, su textura, la indefinición fotográfica
contra lo violentamente hiperrealista (¿microrrealista?)
del metal deslumbrante de la garra que lo rasga.
Es un verdadero trompe l'oeil: el tacto debe ir a verificar
aquello de lo que el ojo sospecha: pasamos la mano por la superficie
del afiche para asegurarnos de que esa garra no está ahí
-excepto en la técnica bidimensional de crearla, de mimetizarla,
de holografizarla en la anamorfosis; una técnica que se
cita como técnica: exponenciación ilusoria de la
mirada que estropea el orden de la representación. Veo
(y leo) el paisaje (el anochecer silencioso, las casas habitadas).
Siento el filo de las cuchillas abriendo el cielo, la tela del
cuadro, el papel de la fotografía
(casi puedo oir su ruido
en la banda sonora).
Un universo microscópico espera detrás de la bidimensionalidad
del signo. La técnica del zoom aparece
acá como un hiperrealismo holográfico, que prefiero
llamar microrrealismo por la definición enloquecedora
que promete: un mundo intolerablemente preciso como el del Funes
de Borges, más real que lo real. Y este mundo mortal es,
curiosamente, un mundo onírico: cuando sueñan,
los personajes entran en el universo dañino del filo brillante
de las hojas metálicas, de las irregularidades microscópicas
de la piel de Freddy Krueger, del ruido insportable de la garra
contra la pared. Vieja fantasía: su anterior vigilia era
el verdadero sueño. El terror que despierta, aunque no
lo parezca, tiene que ver también, y sobre todo, con la
microfobia, bajo la forma de una especie de hiperestesia,
de exacerbación alucinógena de los sentidos.
Lo híper (hipérbole, reforzadores, redundancia,
tautologías) es la lógica retórica de la
fábula y la épica, es la misma forma discursiva
de la utopía: es una tecnología hecha
para recortar picos e irregularidades, para ignorar diferencias,
para uniformizar y reducir al mínimo los ruidos y las
interferencias: es una amplificación y no una ampliación.
Una meta, una finalidad, un horizonte, un modelo de sociedad
futura, no son solamente el lejano punto terminal de un itinerario,
la culminación de una épica: son el dibujo mismo
de ese itinerario, el fundamento de una praxis y una teleología,
la sumisión de los pequeños actos (proairesis)
a la economía de la Acción Superior (praxis).
Lo híper es la técnica interactiva de los grandes
espacios abiertos (públicos): es la gestualidad histérica
de la representatio, del teatro y de la puesta en escena.
La expresividad como técnica amplificatoria: el actor
se debate en un espacio abierto, lejano, distendido: la hipertrofia
gestual, el pneuma imponente, son sus únicos grandes
recursos. Del otro lado del mundo, en el otro hemisferio, está
el espectador, ya familiarizado con la histeria como estrategia,
y que sabe que no hay paisaje
sin reglas. En cambio, el actor filmado, el actor
fotografiado, puede, y debe, invertir el procedimiento:
un plano detalle me muestra la transpiración, las imperfecciones
de un maquillaje, una ceja ligeramente levantada, un tic, la
vacilación de la voz adelantada en la cara, el llanto
contenido, la angustia, un incipiente rubor.
La fotografía
es inevitablemente microscópica: aunque derive de la tecnología
del paisaje termina siempre por descomponerlo en la anamorfosis,
en el detalle que salta
a la mirada frontal, o en la indiferencia obstinada de
aquello que se sabe registrado, grabado, reproducido -milimétricamente.
Es la gallina de los negros de
Ombredane, es la noción de punctum de Barthes.
Lo micro ya no necesita un espectador como un otro polo, punto
terminal de la ecuación histérica -pues la exploración
microscópica me envuelve, llena mi espacio, no me necesita
como espectador sino como cómplice, me ensambla a su maquinaria
obscena.
De híper a micro hay cambios radicales en las técnicas
de actuación: de la representación a la presentación,
de la histeria a la paranoia o a la perversión.
Una regla antropológica: aquello que empieza por ser una
técnica suele convertirse en un estilema. Del defecto
al efecto. La voz del murguista mimetizó al pregón
-su registro y su timbre nasal y aflautado era la única
amplificación posible: esta tecnología se respeta
hoy, travestida en la forma sagrada de un estilo. Algo similar
ocurre con las voces líricas: Pavarotti cantando a dúo
con Sting o con Brian Adams es el montaje monstruoso de dos tecnologías:
lo híper de la amplificación y lo micro de la ampliación.
Pues, la técnica, sabido es, recorta (o inventa) las posibilidades
del estilo. La FM, y el sonido hi-fi del CD,
son un caso sintomáticamente claro de cómo el perfeccionamiento
de la tecnología híper de la amplificación,
termina por convertirse en una exploración micro, en una
ampliación. Reducir ruidos, minimizar interferencias e
intrusiones, limpiar irregularidades extrañas, no es pulir
o desnudar la superficie resbaladiza del sonido, como podría
pensarse, sino ampliar microscópicamente sus imperfecciones
e irregularidades internas -molecularizarlo, por decirlo así.
El tenor o el barítono compacto y gritón del locutor
de AM se convierte en un grave bajo granulado. La voz impostada,
masiva y homogénea de Pavarotti, deviene la fragilidad
porosa, nasal y acariciadora de la voz de Sting. La música
tiende a hacerse clara, apolínea, descomponible (la voz
tramada, granulosa, ronca, apagada, siempre será más
disfrutada, en un ambiente micro, que la voz lírica compacta
e impostada).
El microrrealismo sonoro del láser o de la FM, compañía
de la actitud reposada, inofensiva y distendida del que escucha
un paisaje sonoro, no deja de tener algo de inquietante destrucción
táctil de ese mismo paisaje.
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