En la serie de tevé
NYPD (Policía
de Nueva York)
todo parece confuso. El episodio no maneja nunca menos de tres
anécdotas paralelas, y éstas son siempre un poco
triviales, combinan, y por lo tanto igualan, aspectos de la vida
privada y de la vida profesional del héroe
o de los héroes (igual
que en la vieja Hill Street Blues, o luego en Cagney
& Lacey, etc.).
Esta trivialidad es importante, y, justo es decirlo, simpática,
pero no decisiva ni novedosa: me vuelve a hablar del carácter
épico de lo profesional-cotidiano, o de la voluntad de
desmitificar una profesión cuyo heroísmo consiste
no en lo sobrenatural o en lo inmotivado del coraje y la valentía,
sino en vivir con lo humano del miedo, la cobardía, el
fastidio, etc.
Lo decisivo, en NYPD, está en algo que todos los
que la hayan visto habrán notado, pero que considerarán,
supongo, o bien irrelevante, o bien explicable por razones de
ornato, de rareza o excentricidad estética. Aquí
toda escena empieza, literalmente, fuera de cuadro. O mejor:
el enfoque y el cuadro vacilan, se irresuelven. La escena tiene
muchos personajes que van de un lado a otro, que hablan simultáneamente,
que se interrumpen.
Una sola cámara parece querer registrarlo todo; apenas
logra mantener una ansiosa exploración de planos, o un
fatigoso seguimiento de los hablantes que va a resultar,
en rigor, inútil: cuando logra fijar, razonablemente,
un plano estable del que tiene la palabra, éste ya ha
sido interrumpido por otro personaje, en el otro extremo de la
habitación -lo que desata un nuevo paneo, un nuevo enloquecimiento.
Casi toda la conversación termina por registrarse en off,
en cuadros que muestran el rostro equivocado, o que quedan a
mitad de camino, o que dudan y no saben qué dirección
tomar, superados por un ambiente lleno de estímulos, excesivo,
incesante. Todo trasmite la sensación de que lo que se
está sacrificando es la edición como regla de oro:
cortar, ensamblar, usar la moviola, manejar más de una
cámara, narrar una secuencia conversacional con las técnicas
realistas del plano-contraplano (esto no quiere decir, ciertamente,
que estas técnicas no se usen; pero aún cuando
el plano-contraplano se usa y es frecuente, no deja de estar
amonestado por una cámara cuyo encuadre titubea permanentemente).
No se trata del new
wave de los 80, técnica agresiva del
clip musical, con zooms entrecortados al ritmo de la banda sonora
o meticulosas paisajizaciones plásticas del cuadro (una
combinatoria cromática intolerablemente precisa y bonita,
por ejemplo) -un franeleo plástico, como el filme Diva,
la revista Play Boy o la serie televisiva Guantes de
seda. Tampoco (aunque algo de esto hay) de la neopsicodelia,
técnica sucia del clip musical, con cuadros torcidos o
vacilaciones de foco, como una especie de enturbiamiento y, si
cabe, de afeamiento estetizante de la escritura -un verdadero
franeleo técnico.
Se trata de otra cosa.
En NYPD hay una especie de amateurización de las
técnicas de filmación y rodaje, con
un propósito que se me antoja no estético sino
conceptual, intelectual, o incluso ético. Es decir, amateur
no parece estar ahí para intentar gustarme o seducirme
sino para provocarme -no para despertar mi asombro, mi admiración
o mi disfrute, sino para incomodar mi mirada, mi relación
frontal con la escena, mi perspectiva albertiniana.
La asociación
es casi inevitable: NYPD es (quiere ser, quiere que yo
crea que es) filmada por un aficionado, por alguien con una cámara,
que está allí. Parece jugar y operar, con y sobre
un dato con el que la penúltima generación de seriales
policiales no contaba: el video de aficionado, o el informe noticioso
"desde el lugar de los hechos", no como reales sino
como formas exacerbadas de realismo. Después de Top
Cops (Héroes Verdaderos) todo lo demás es ficción.
Después de la quema de Los Angeles por los disturbios
raciales desatados por un video aficionado, las formas híper
del realismo parecen empezar a dar lugar a otra cosa.
Habría que decir,
antes de seguir adelante, que la espectacularización de
la violencia todavía nos fascina: el hiperrealismo cinematográfico
parece consistir precisamente en una especie de exponenciación
retórica de la realidad para formar algo más-real-que-lo-
real. La onda expansiva de una explosión hace que un cuerpo
vuele por el aire -el vuelo es registrado por tres o cuatro cámaras,
proyectado en ralenti, prolongado y elastizado, para devolver,
finalmente, una pieza justa, musical, dramática: una coreografía
de la muerte. El disparo de una pistola es ampliado, sintetizado
y, en suma, también dramatizado.
Luego, cuando uno ve los informes reales desde zonas calientes,
un intercambio de disparos parece sordo, torpe,
sin relieve, pero también inofensivo, un juego. Pienso:
eso (ese simulacro pobre y descolorido) no mata, no es capaz
de matar. Así, la irrealidad lo envuelve todo: alguien
es alcanzado por una bala, y el cuerpo parece menos caer
que desplomarse o hundirse -sin coartadas coreográficas-
sobre sí mismo, como fulminado por su propio peso.
Es como si todo se presentara por debajo de su propia medida
o de su propio brillo: ese muerto no está a la altura
de la circunstancia dramática de La Muerte, tiene menos
de un hombre muriendo en una batalla, que de un animal que -distraído-
es alcanzado por la bala del cazador.
Y eso es lo que hay,
precisamente, en el blooper, o en el informe del noticiero:
una ingenuidad, una inocencia, una distracción -la del
que ignora que la muerte, su investidura dramática, no
proviene del disparo de la pistola sino del de la cámara.
La muerte, por violenta que sea (ya lo han observado muchos),
siempre es chata, pobre, gratuita. Por eso tal vez es permanentemente
retorizada, teatralizada, exaltada al rango de literatura, de
heroísmo o de historia.
Pero los 90 reservaban
al video aficionado (o al informe profesional desde la urgencia
de la zona caliente, lo que en rigor, y para el caso, es lo mismo),
la vindicación de una nueva forma de drama, que bien podemos
llamar blooper, aprovechando todas las connotaciones que tiene
esa palabra. Blooper es la nueva épica (ética,
estética) del camarógrafo; es el drama de estar-ahí,
involucrado, rodeado, metido. Ya no veo la construcción
de una escena, sino la de una mirada, o mejor, la de un plano.
Lo verosímil deja de ser la construcción profesional
y prolija de la escena, para recostarse en el accidente, en lo
irreductiblemente dramático de todo accidente: la vulnerabilidad.
El camarógrafo,
que en la técnica realista se minimizaba para ser la ubicuidad
de un ojo artificial, como tecnología neutra (la no-persona)
de presentación o exposición de la escena, es ahora
aquel cuya propia exposición concentra y agiganta una
dramaticidad de nuevo tipo: la exhibición de un dios menor
que parece estar afectado por las mismas reglas (eventualmente
mortales) del juego que juegan los mortales, los personajes de
la anécdota.
El camarógrafo
baleado en Africa es la apoteosis del drama visual de los 90:
la anamorfosis (me desplazo para estar en el punto exacto en
el que estaba el ojo del dibujante, de otro modo, no veo) sustituye
a la mirada frontal (la mirada escindida y aproblemática
del paisajista). Muerto el camarógrafo, la cámara
empecina el juego de seguir registrando. Multiplicación
de la confusión, violenta torsión de la imagen,
un vahído: el cuadro póstumo y absurdo de una calle
al ras del suelo, piernas, zapatos, el ruido apagado del tiroteo.
En el drama discreto
del blooper no hay que ocultar. "Parece real"
ya no quiere remitir a "no parece filmado". Tampoco
a la celebración de una tecnología que componga
el espacio de un hiperreal (la coreografía que anoté
más arriba: los muertos de Sergio Leone, digamos, perfeccionados
por Peckinpah). La ecuación se invierte en forma severa:
es real porque es filmado. Pero ese porque no tiene que ver con
el peso institucional del medio para legitimar la escena que
muestra, sino precisamente con su suspensión, con su fragilidad,
con su localización y con su emergencia.
La cámara, como
instrumento, ya no puede no estar ensamblada a un camarógrafo.
Juntos, forman máquina (la máquina fenomenológica).
Por ejemplo, en NYPD el camarógrafo (y, ciertamente,
su cámara) parece estar siempre estorbando (el desarrollo
de la escena) y, al mismo tiempo, parece querer hacer todo lo
posible para no estorbar: se corre, se hace a un lado, vacila,
entorpece.
La cámara ya no es inmune: participa de la torpeza del
camarógrafo, de su corporeidad. Un negro groseramente
apaleado por unos policías (o un latino apaleado por un
policía) es un blooper filmado por un amateur que
vende
el video que desata disturbios raciales y que tiene un uso jurídico
decisivo: la escena está atravesada por el nerviosismo,
por la ansiedad, por la búsqueda del foco, por la vacilación
entre el mejor ángulo, el que permita captarlo todo, y
el temor a ser descubierto. En otras palabras, la cámara
ha aparecido como máquina afectiva.
La cámara quiere
dejar de estar del otro lado de la escena, dejar de ser el límite
del mundo y también su criterio de organización
(diégesis), para ser un-objeto-más, puesto ahí,
arrojado.
Habituado a revivir
y a verificar el carácter objetivante de
su mirada a través de la mirada de la cámara, el
espectador asiste ahora, en el blooper, a un realismo de segundo
grado: no es la neutralidad expositiva de la cámara sino
su afectividad desbordante lo que me hace confiar en la autenticidad
de lo que se muestra. Posiblemente, el truco que dispara esa
confianza no esté tanto en hacerme ocupar el lugar del
ojo de un personaje, de alguien que está en la anécdota
(la cámara subjetiva), sino en saber que alguien está
filmando: poder pensarlo, situarlo en su propia vulnerabilidad
de amateur, en la doble obligación de filmar
y de protegerse de los riesgos de estar-allí.
Es el debilitamiento
de la divinidad. El camarógrafo está, ciertamente,
fuera de escena, pero puede, en cualquier momento, ser alcanzado
por el blooper, por la realidad intrusiva del accidente. Es esa
doble descomposición de
la escena real en el lente lo que opera con una fuerza dramática
aplastante: no hay una prótesis tecnológica para
hacerme entrar en la escena, para transportarme a la ficción
o a la anécdota (travellings subjetivos, 3D, holografía,
la envoltura sonora microscópica), sino la promesa diferida
de que el accidente puede saltar (es la definición misma
de accidente) de una dimensión a la otra: su movimiento
puede empezar en la pantalla pero dialoga inquietantemente con
una cámara que no expone sino que está expuesta.
Aquel viejo milagro
que ve pero no es visto, aquel centinela transparente que aseguraba
que los mundos y los géneros
no se mezclaran, el ojo frío y distante del que contempla
el mundo como espectáculo inofensivo como divinidad que
se repite y verifica en el objetivo de la cámara, comienza
(ya había comenzado en otros lugares) a mostrarse envuelto,
temeroso, torpe, vacilante, y aún ansioso o angustiado.
En el blooper
de NYPD, cosa que no hacía antes, me detengo inevitablemente
en la opacidad emotiva de la cámara, en el índice
dramático de su vulnerabilidad.
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