Michael Jackson, se ha dicho, es un mutante solitario. Más
de diez años hace que un complejo itinerario de prótesis
químico-quirúrgicas de rejuvenecimiento o de embellecimiento
o de errancia de la identidad sexual o racial (o, vaya un mortal
como uno, a saber de qué), lo arrasa sistemáti-ca-mente.
Lo más fácil,
en el caso Jackson, ha sido ver la tendencia hacia (o el deseo
de) una imagen, de un look: quiero ser impúber,
quiero ser blanco, quiero ser mujer. Más interesante es
notar un empuje más abstracto, y más loco, que
estaría tentado de adjetivar como tanático: quiero
ir
más allá de la edad, más allá de
la raza, más allá del sexo, más allá
de lo humano.
Las intervenciones y las manipulaciones de MJ sobre su cuerpo
no obedecen a la ley barroca de la acumulación, de la
multiplicación o de la exponen-cia-ción, del ornamento
como plus -aquello-que-se-agrega sobre algo-que-está.
Son todo lo contrario: severos recortes y mutilaciones, verdaderas
podas y operaciones higiénicas, una sistemática
eliminación de todo lo que sobra o cuelga o delata una
conexión o un anclaje (conexiones o anclajes del cuerpo
a una cultura, a una raza, a una historia, a otros cuerpos).
Es una incesante aventura de perfeccionamiento entendida negativamente,
como una aventura correctiva, como itinerario de desmultiplicación
hacia una especie de grado cero de la anatomía y de la
fisonomía: no soy adulto, no
soy niño, no soy negro, no soy blanco, no soy hombre,
no soy mujer. (O mejor quizá: soy, de alguna manera retorcida,
todas esas cosas juntas -una forma fatigosa de decir que no soy).
Hijo del delirio universalista
de la filosofía moderna, el delirio meta-mór-fico
de MJ es una especie de simulacro hiperrealista del Sujeto Trascendental
kantiano. Es, rigurosamente hablando, su reproducción
tecnológica
en un maniquí de carne y hueso, en un autómata:
construir un Sujeto Trascendental es construir un más
allá de toda diferencia, un más allá del
sexo, más allá de la edad,
más allá de la etnia, más allá de
la cultura.
MJ quiere ser un resumen,
una versión simplificada y esquemática, como un
logotipo, como un dibujo heráldico, como una silueta o
un garabato -quiere estar fuera de todo territorio, libre de
todo drama, de toda tensión y de toda ansiedad terrestre.
El problema paradójico es que el empuje de la máquina
de desmultiplicar no se detiene. Y en ésto
-en violentar el asentamiento racional del proyecto, de la máquina-instrumento
que se detiene una vez conquistado
un objetivo a priori- consiste la locura de todo empuje: la máquina,
enloquecida, si alguna vez tuvo algún objetivo,
ya lo ha olvidado (Deleuze, Guattari o Jean Nadal hablan, para
el caso, de "máquinas deseantes"; José
Lezama Lima
o Severo Sarduy, de "hipertelia").
Siempre hay un algo
más, un rasgo a perfeccionar (o mejor, a corregir), una
corporeidad a recortar, algo agresivo y rebelde a domesticar.
Ayer era la nariz demasiado ancha, hoy es la voz que comienza
a engrosarse, mañana serán los ojos muy pequeños,
o la frente estrecha, o el apetito sexual, siempre siniestro.
Así, ese ideal primordial, ese ente fuera del tiempo y
más allá de la ansiedad y del drama corporal que
se quería conquistar, se ha ido convirtiendo, precisamente,
en su propio estiramiento, en su propia ansiedad y en su propio
drama.
Dinero y tecnología
médica al servicio de un delirio de espiritualización,
de inmaterialidad, de inmortalidad, e incluso, paradójicamente,
de desaparición y de muerte (quiero ser un ectoplasma,
quiero ser un cuerpo sin cuerpo).
Más interesante
todavía resulta verificar otro rasgo -un rasgo que parece
contradictorio con este intento de tachadura y de conquista de
un grado cero que acabo de mencionar. MJ no solamente no esconde
su historia y el proceso que lo fabrica (como podría pensarse)
sino que lo exhibe.
Michael Jackson, evidentemente, no quiere ser una imagen, ni
un look, ni un eidolon, ni un milagro. No quiere ser sino
lo que es: un proceso, una épica, un estiramiento. Cuando
lo veo, no me preocupa su aspecto ligeramente bizarro o su costado
supuestamente espectacular -no provoca esa especie de enloquecimiento
de la mirada que desata, digamos, Prince. Ocurre algo bastante
distinto. Así como Michael Jackson se ha visto arrastrado
a reconstruirse, fatalmente, yo, cuando lo miro, me veo arrastrado
a reconstruir a Michael Jackson. Me veo obligado a vivir su propia
estrategia novelesca y narrativa. Véanme hace diez años,
véanme hace cinco, véanme ahora: ¿cómo
seré o estaré dentro de diez años más?
¿tendré una cara, tendré una raza, tendré
un sexo?¿seré humano?
Jackson no solamente
no reniega de su historia o de su pasado sino que los transparenta,
los exhibe, los escenifica. Por eso, posiblemente, me inte-re-so
poco en su look -es decir, en su atavío (camisa
blanca, lentes oscuros, pantalones negros cortones que dejan
ver los zoquetes blancos, zapatos negros bajos), y en su postura
(arrogante
y desafiante).
Es un buen look, en el sentido de manejable, de poco resistente
a los automatismos de la lectura cultural y del análisis.
Se deja tratar como signo: enseguida lo ubico, le asigno un significado,
reconozco al muñeco, al personaje,
al histérico: el baby-faced compadrito, el peleador
de esquina, el lider del gang. Pero el look de
MJ no es histérico, no es algo que esté ahí
para detenerme o cautivarme (por eso, rigurosamente, no puede
hablarse de look). Si interesa es como estadio, como figura
en la que se posa, transitoriamente, el proceso metamórfico
-esa fuga y esa carrera incesantes que no son sino la promesa
de un nuevo salto, de una nueva mutación.
Lo deslumbrante no
es una figura (bild, un ángel, un brillo, un aura,
y, en suma, una inocencia: sólo vean lo que soy) sino
una historia (compárenme con lo que he sido). No una imagen
sino un proceso. Lo milagroso no es el cuerpo de Jackson como
aquello que la cirugía o la tecnología han logrado
hacer (su producto y su fetiche), sino las propias cirugía
y tecnología como proceso de producción que se
transparenta en el cuerpo de Jackson.
Es igual que en el travesti:
una máquina deseante que tacha su sexo con las ropas del
otro, pero que al mismo tiempo,
en el exceso de afeites y maquillaje, o en la femineidad desbordante,
hipertrofiada y carnívora, obtiene una forma
de delatar y hasta de exhibir ese sexo que se había propuesto
tachar. El juego no es la ocultación sino la transparencia,
la superposición y el solapamiento. El tachado imperfecto,
así como el exceso de tachadura, sugieren, y terminan
por mostrar, lo tachado.
Ensayemos una especie
de razonamiento negativo. Podría pensarse que los travestis
(varones que fingen ser mujeres) Cris Miró o Bibí
Andersen, son, en realidad, dos mujeres gigantescas, y un poco
groseras, que se han inventado un pasado ilusorio de varones
para hacer fama y dinero (mujeres que fingen ser varones que
fingen ser mujeres). Podría pensarse que Michael Jackson
es un humanoide incoloro e inexpresivo que se inventó
un pasado de negrito feo para hacer fama y dinero. Estas operaciones,
estas multiplicaciones y des-multiplicaciones, esta especie de
enloquecimiento de la interpretación, son la propia
condición biológica del objeto barroco.
Uno de los últimos
clips de Jackson es el trabajo de un arqueólogo. Se compone,
precisamente, como un solapamiento de muchos de sus clips clásicos,
y funciona como una especie de monumento. Es un homenaje póstumo
a (los pretéritos) Michael Jackson hecho por (el actual)
Michael Jackson. Pero también funciona como una mostra-ción
de capas geológicas o de fases evolutivas: más
o menos negro, más o menos joven, nariz más o menos
respingada, labios más o menos carnosos, etc. MJ es Ulises,
es el héroe pasivo de su propia odisea metamórfica:
mi nombre es Nadie. Mi nombre es Michael History Jackson.
Pero mucho más
asombroso, más siniestro en suma, resulta un clip de hace
algún tiempo atrás. El remake de una balada
melaza que MJ cantaba a los diez o doce años (I'll
be there), fue el pretexto para superponer, en el espacio
virtual de la pantalla, sentados ante el mismo piano, a aquél
y a éste, al mismo y al otro, al tremendo y al divino,
al negrito feo y cabezón de camisa apretada con solapas
enormes, pantalones acampanados y peinado afro, y al humanoide
incoloro de nariz aristocrática y rostro vagamente hermoso
y helado. Se trata de una magia, de un milagro. Una partenogénesis,
o la hipóstasis de la Trinidad.
El invariable pneuma impúber de Jackson, o su música,
o quizá la misma magia tecnológica, son el Espíritu
Santo.
El Padre y el Hijo, cantando a dúo, se miran con ternura.
Parecen estarse perdonando mutuamente. O parecen estar reforzando
un juramento arcaico de fidelidad, un contrato anterior a la
historia, un pacto de antes de que empezara el tiempo.
MJ, insisto, no reniega
de su pasado, no esconde ni congela su historia detrás
de cada mutación, de cada salto genético. Pero
tampoco lo exhibe como una heráldica, como un origen,
como aquello de lo que proviene y a lo que le debe respeto y
fidelidad. Lo refiere y lo muestra como punto de partida, como
aquello de lo que está condenado a alejarse incesantemente
(recorrido que realiza en forma aparentemente aconflictiva, pues
sabe que su pasado, su origen, su padre y su otro, aquel que
era cuando todavía
era negro y cuando todavía tenía un cuerpo, le
ha dado
su consentimiento -puede partir).
MJ aparece y desaparece. Trasmite la sensación, como tantos
otros artistas contemporáneos de show business,
de existir por quantums. Se recluye y se esconde durante
algunos meses, durante los cuales no se sabe absolutamente nada
de él, para reaparecer y saturar el espacio con un nuevo
disco, nuevos videos, una nueva gira y un nuevo show.
Pero también con una nueva cara y un nuevo cuerpo -un
nuevo escalafón, de tránsito, en esa especie de
aceleramiento del proceso darwiniano que lo arrastra.
Su show es tecno,
apolíneo, profesional, eficaz. Su figura
de maniquí o de robot, capaz tanto de la más perfecta
inmovilidad durante varios minutos así como de efectos
coreográficos y posturales casi inexplicables, no renuncia
jamás a su medida indiferencia -una distancia helada que
enciende, como contrapartida, el furor y el pasmo hiperafectivo
de los espectadores.
Daniel Lucas, comentarista de espectáculos de Canal 12,
observaba que el show es prolijo e impresionante, pero
-se quejaba- "no tiene alma", tan diferente, agrego,
a la música negra, llena de soul, de spirituals,
de blues.
La sexualidad de MJ,
pequeña, insignificante, también parece tramitarse
en dolorosos quantums. Nadie habla de ella. Él
mismo no sólo no la muestra sino que la esconde detrás
de su aspecto de duende asexuado y vagamente infantil. Alguna
báscula pélvica, o una mano narcísica y
masturbatoria que acaricia los genitales, son las únicas
formas, torpes, teatrales o coreográficas, de exhibir
una sexualidad falsa, allí donde lo que se quiere sobreindicar
-juego negativo- es su carencia. Cuando su vida sexual explota
en público, lo hace revistiendo formas
contenidas y sordas, de escándalos entre policías
y abogados, de litigios, acusaciones, denuncias y juicios por
oscuros affaires con niños y menores.
De pronto, y de tanto en tanto, la abstinencia hace crisis, la
soledad tecno del autómata es atravesada por pequeñas
explosiones, intermitentes, insuficientes. Salen a luz historias
sexuales de cuentos de hadas, de niños sorprendidos por
adultos mientras tramitan torpemente su sexualidad. En una atmósfera
Disney, entre enormes Dumbo y retratos de Shirley Temple, ellos
se miran, se tocan, se descubren, curiosean. We are the children.
El sexo (la cara, el
cuerpo, la voz) de MJ parece ser tratado con la técnica
obsesiva del bonsai -magia congelante que
se me antoja una variante ecológica de la taxidermia, de
la monumentalización y de la fotografía.
Arte de evitar el crecimiento y la maduración (es decir:
ya no sólo el envejecimiento y la muerte) gracias a una
poda microscópica, casi quirúrgica, y a una administración
de nutrientes en dosis homeopáticas (la ausencia de alimento
lo mataría, pero la alimentación en dosis habituales
lo haría crecer, madurar, ser adulto, y finalmente, quizá,
envejecer
y morir).
El signo de MJ es,
obviamente, la fobia. Una fobia masiva
y en bloque. Las pocas veces que se hace visible suele aparecer
cubierto y mediado por una compleja máquina defensiva
y protectiva. Guantes, mascarillas, tapabocas, lentes oscuros.
Fotofobia, neumofobia, miedo a los gérmenes y a los virus,
miedo a las infecciones y a la contaminación, miedo a
los objetos, miedo al mundo. Pantofobia.
Su terror a la vulnerabilidad,
a la contaminación, al deterioro. Sus lentes oscuros. Su
color inhumano. Su eficacia tecno, su distancia -es decir,
su falta de alma, de espíritu y de afectividad (soul,
spirituals, blues). Su necesidad de remitirse a
su propia prehistoria, a aquello que era cuando aún estaba
vivo, cuando todavía creía que iba a morir, cuando
era negro, cuando era humano. Su sexualidad torpe, elemental,
retentiva, crítica. Sus historias barrocas con niños.
Michael Jackson es, ahora lo entiendo, un muerto-vivo, o mejor
quizá, un no-muerto. Después de todo esto, uno se
da cuenta de aquello que siempre estuvo tan expuesto, tan obviamente
ofrecido por la televisión: Michael Jackson es un vampiro.
Es la forma misma de un mutante en una cultura satelital, en una
cultura Disney.
Ahora mejor se explica
una sus desapariciones y sus encierros: no son sino el largo
sueño criogenésico o comatoso de la crisálida,
retiro al ataud tecnológico y descontami-na-do, asistido
por cirujanos, ingenieros y sonidistas -un ejército de
obedientes y fieles que lo ayuda a preparar su nuevo disco, su
nuevo show, su nuevo estadio biológico.
La vida de MJ, sueño
de la razón moderna y de su delirio perfeccionista, termina
por ser un himno antimoderno.
No es un proyecto, no es un recorrido orientado hacia algo, y
por lo tanto, a pesar de History, no es una historia,
en el sentido de un plan diegético con un origen, una
peripecia y una utopía. No es sino rutinas, automatismos,
ciclos biológicos. Una nada rutinaria, incesante, intolerable,
como la longevidad (¿inmortalidad?) de Louis o de Lestat.
Nada parece haber en el fatigoso itinerario de la inmortalidad.
Solamente vivir, durar. Perder, en el mejor de los casos, la
cuenta de los años y de los siglos. Ya nada se espera,
nada trascendente, ninguna experiencia mística, nada en
qué creer. Excepto, como Jerome, el obsesivo de Leclaire,
mantener la esperanza de que quizá algún día,
con un poco de suerte, sobrevenga esa dicha, esa bendición,
ese alivio final llamado muerte.
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