El jugador es ruso, no sé si de Moscú o de Pettersburgo.
El jugador, como todos los rusos descendientes de polacos, mantiene
una pizca de orgullo pese a ser esclavo del juego, de una familia
y de una mujer. Odia a los franceses, y supone que la culpa de
su elegancia mentirosa fue provocada por la Revolución
Francesa, cuando los burgueses heredaron los vicios y virtudes
de la nobleza. Envidia a los ingleses, supone que detrás
de su timidez y sutil indiferencia puede encontrarse la verdadera
dignidad. Como buen ruso, fuera de Moscú o Pettersburgo,
más precisamente en un balneario alemán, ironiza
sobre cómo el juego por dinero fue inventado especialmente
para los débiles rusos.
Sólo ellos pueden envilecerse hasta perderlo todo, hasta
quedar dominados por la bola que gira en la ruleta mientras los
croupiers les abren paso para que sigan jugando más y
más.
El jugador, como es compulsivo, evita durante largas páginas
jugar, aunque la mujer que encienda su pasión frustrada
lo obligue a perder algunos pocos dinerillos en la ruleta. De
manera fulminante la familia para la cual sirve se descompone,
se desintegra, con esa abuela rusa que en vez de morir y dejar
su herencia decide perderla, víctima ansiosa del juego.
La mujer que él ama le corresponde, pese a ser nada más
que un esclavo, y él comete el error de jugar y ganar.
Ella se siente usada cuando ve que el jugador ha ganado. El jugador
entiende que pierde cuando gana, por lo que no le queda más
remedio que esconderse bajo las polleras de una vampira
prestamista francesa. Es así que el jugador conoce París
y por primera vez en su vida se concede el lujo de pasear en un
carro de dieciséis caballos.
El jugador, cuando acaba su febril estancia parisina, vuelve
al lugar que le corresponde. A husmear en las mesas de juego
y entonces perder y perder hasta quedar absolutamente perdido.
El inglés se ha quedado con su amada. La francesa se ha
quedado en París. Moscú y Pettersburgo cada vez
más lejos. Su lugar definitivo es un balneario en Alemania,
de ésos que tienen ruleta, el único sitio en el
mundo donde él puede sentir la sensación de que
con un golpe de suerte todo puede ser diferente.
El jugador, hijo novelesco de Fiodor y pariente de Raskolnikov,
permanecerá estático hasta el fin de la historia,
al borde de cada mesa donde pueda apostar de diferentes formas,
haciendo cálculos para perderlo todo.
Definitivamente cínico, sabe que jamás podrá
escapar de la prisión y que el amor que sentía por
su amada se ha convertido en un recuerdo insensible. Y sabe también
que la música del azar
es cruel, infame, soberbia, hipócrita como los franceses,
perversa como los ingleses y rígida como los alemanes.
Seguro que parte de su dolor sería vengado años
más tarde, cuando las hordas rusas entraron en Berlín
para liberarlo de su cárcel. Pero duró poco, porque
en otra novela, escrita por el norteamericano Auster, aperece
disfrazado de norteamericano para pagar sus deudas con trabajo.
Todos los jugadores del mundo, entonces, alivian su karma pensando
en que mañana será diferente, aunque la sucesión
de los días los encuentren construyendo paredes y techos
que los encierran en pequeños y comunes departamentos
de fin de siglo. Son pocos, definitivamente, los que siguen apostando
fuerte. Hasta conocer la verdadera ruina.
* Publicado
originalmente en Posdata
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