(Este artículo fue compuesto
cuando comenzara el Bridges to Babylon Tour. Posteriormente,
los Stones en 1998 lanzaron una secuela de la misma que se coronó
el disco Stripped. Siguieron en 1999 y, probablemente,
no detendrá su giro el milenio.)
Por enésima
vez los Rolling Stones empezaron a sacudir el mundo con una gira.
Ésta, que comenzó el pasado martes 23 en el Soldier
Field de Chicago, se llama Bridges to Babylon (Puentes
a Babilonia), igual
que el disco como suele suceder.
El título de
la gira, dentro del marco insistente de la globalización,
no debería sorprender. Es previsible que habrán
de expandir sus rutinas, que aturdirán a públicos
renovados o repetidos, que traerán un escenario más
monumental que los anteriores, que musicalmente no innovarán
demasiado; en definitiva, que se ganarán honestamente
sus milloncitos.
Lo alarmante, de todos
modos, es que unos ancianos (son
casi sexagenarios)
logren, con la misma facilidad de siempre, capturar cables, titulares,
sitios de Internet, hacer
vibrar a los adolescentes
y llenar estadios gigantescos como si fueran latas de té.
Una de las explicaciones obvias está en que, por más
reiterada que sea la empresa, cada gira de los Stones está
cargada de agonía. Al ver a esos veteranos la primera pregunta
que salta es ¿podrán resistirlo? o ¿será
ésta, por fin, la última? Por lo menos desde 1989,
cuando el tour se llamaba Steel Weels, y volvieron a juntarse
después de que los Glimmer Twins (Jagger
y Richards) mantuvieran
una pelea digna de un teleteatro,
que entretuvo a medio orbe, parecía casi imposible que
volvieran a salir.
Sin embargo, volvieron
a hacerlo con Voodoo Lounge, hace un par de años, y superaron
la deserción de Bill Wyman, el bajista. Entonces sólo
quedaron tres de la formación original (Brian
Jones murió en 1969, Stu Stewart, en el 86). Ya eran menos, y estaban
más viejos. La envidiable decreptitud de Jagger fue tocada
con una galera rota, y el cantante sedujo con una flacura mezquina
y ominosa, casi como si fuera su propia reliquia. Entonces, como
lo harán ahora, pasearon su obsesivo ritual por todos
los rincones del planeta (excepto
Montevideo), se
llenaron los bolsillos, que son profundos como simas, y probablemente
se sintieron vivos.
Por supuesto, ese souvenir de ellos mismos que son los Stones
está ahí como testimonio y museo de toda una revolución
cultural, la última que se ha vivido en occidente. Y el
juego es que en sus rostros ajados y marchitos están todas
las glorias y miserias del Rock
and Roll. Son cada vez menos, están vapuleados por
la edad y el merchandising, pero son la muestra de un intento
de cambio que, como todos los cambios, se dio pero parcialmente.
Después de ellos, se puede afirmar, poco vino de nuevo.
Alguna vez Jim Morrison había instado a la juventud a desconfiar
de cualquiera mayor de 30 años. Sin embargo, desde hace
décadas los quinceañeros de todas partes siguen
escuchando a los Rolling Stones, a pesar de que ya hace un tiempo
que Mick Jagger es abuelo. Esto lleva a reflexionar sobre un punto
hasta ahora soslayado. Desde el romanticismo al menos (o
desde la dieciochesca querella de los clásicos y modernos), los movimientos culturales de la modernidad
fueron impulsados por generaciones. Y hoy, sin embargo, se puede
afirmar sin mayor temblor que, sucediendo al
entierro decimonónico de Dios, y a los sucesivos funerales
de Marx, de Freud y del sujeto, también las generaciones
han muerto.
Amor en vano
Globalidad,
posmodernidad, son las palabritas que, como tics, se emplean para
explicar este tipo de cosas. Se puede agregar más. Por
sobre todo, una muy global falta de creatividad. Para los desafíos
de un milenio que ya llegó, no existen respuestas artísticas.
El cine, como un arte,
o al menos como una sorpresa, ha dejado de existir al menos hace
20 años. En literatura, los
pequeños dioses del momento escasa novedad pueden aportar.
En música culta o popular sucede algo bastante parecido.
En política -casi es mejor no decirlo- se manejan fórmulas
vacuas que nada tienen que ver con las exigencias de este tiempo.
Más allá de este rápido inventario de inanidades,
el punto a reflexionar es el de que actualmente ni siquiera se
puede hablar de incomunicación generacional. Para cualquiera
que, de alguna manera, haya sido tocado por la revolución
cultural de los sesentas, existe un amplísimo repertorio
de referentes comunes que puede mantener con sus hijos o incluso
con sus nietos.
También esos recordatorios de la infancia o la adolescencia
que para muchos han sido las series de televisión ya hoy
pertenecen a todos. Los canales de cable (cuando
no los abiertos)
se empecinan en reflotar viejas series y dibujos animandos. Para
los niños y adolescentes que conocieron a Batman por las
películas de Tim Burton
ya hace tiempo está disponible, en la pantalla chica, el
entrañable enmascarado gordito de Adam West. O, para no
ir más lejos del Río de la Plata, si bien algunos
tenían nostalgia de las tonadas como El hombre de la barra
de hielo o La viudita misteriosa, si muchos se condolieron con
la muerte de Martín Karadajian, ya hoy todos han visto
resucitar a la momia en el programa de Mauro Viale y cualquiera
que tenga interés puede comprarse el compacto con las canciones
de ese luchador hecho a pura venda.
De algún oscuro modo, todos, hoy, participamos de la misma
nostalgia. Hubo un pasado, hubo, de alguna manera, cierta épica,
hubo hasta razones para matar o morir, pero ahora pareciera no
haber nada. Esta década, da la impresión, es un
gran paréntesis donde conviven generaciones aferradas
a algunos figurones. Y este paréntesis, para decirlo de
otro modo, recuerda en buena medida a la única novedad
de los noventa: el espacio virtual. Hay mallas, redes de iconos
continentando a medio mundo. Es decir, al mundo que puede acceder
a estos referentes, que ingresa en los sistemas digitales, que
puede ser apresado en tarjetas de crédito, libretas de
conducir, casillas de Internet, o que puede visitar la página
Web de los Rolling Stones. Todo un planeta hipercomunicado para
construir una gran cámara de vacío: se achata el
pasado y adviene convertido en su remake, con la carga
inevitable de parodia que tiene todo revival, con su carga
de renunciamiento.
Así, los vejetes Stones, son el emblema de toda una resignación.
Parecieran condenados, por un gran pacto tácito que hemos
construido billones de desencantados de todas las edades, a arremeter
todas las veces -como si fuera la primera- por los caminos, a
anillar el planeta con giras desaforadas y anacrónicas.
Ya no, como pudo haber sido en algún momento, para evangelizar
con un mensaje (fuera el
blues, fuera la disatisfacción, fueran las drogas o la
mera bravuconada)
sino para mostrar el reflejo apagado de lo que alguna vez fue.
Una inercia, la inercia de haber sido, y la resignación
de ya no poder ser otra cosa que los Rolling Stones, unos individuos
decadentes que alguna vez fueran la antorcha de la rebeldía.
La complicidad de todos los va construyendo y los años
noventa asisten, entre risueños y estupefactos, al estiramiento
casi atroz del mito del rock and roll.
Pero Me Gusta
Para decirlo como lo haría el místico, los Stones
mueren porque no mueren. Porque no pueden apagarse, o porque
ya la máquina del mundo parece haber dispuesto, para ellos
y para nosotros, todo un emporio de artilugios que, como prótesis,
los mantiene en carrera. Ellos, ya a mediados de los setenta,
cuando el rock derivaba hacia la pompa del rock sinfónico
y se iban apagando las esperanzas de cambiar al mundo, lo marcaron
con una canción emblemática: Es sólo rock
and roll pero me gusta.
Eso quería decir
que el rock, y también los Stones, había perdido
toda trascendencia. Ya eran pura inmanencia, un fervor revenido
que sólo podía expandirse a fuerza de decolorarse.
Ya no habría escándalo, ya no habría sorpresa,
y Jagger lo explicitaba en la letra: ¿Te gustaría
que me arrancara el corazón y lo desparramara por todo
el escenario?. Eso dejaba claro que ya entonces no
había nada más para dar o afirmar. Sólo
había las sobras de los Rolling Stones, que se amplificaban
en la medida en que se agrandaban los escenarios, en que ya no
eran gente -ni músicos- sino una leyenda forzada a reafirmarse
en cada espectáculo y cuyo mensaje había sido cancelado
por la exigencia de la mera repetición. Ya entonces estaban
a punto de volatilizarse, y apenas encontraron una carnadura
paradojal en el ejercicio de ser, cada vez más, su propia
irrisión.
Como en La invención
de Morel, de Bioy Casares, donde un
aparato reproduce a la vida (absorbiendo
a las almas) en
forma de réplica, en forma de mera proyección, los
Stones se han proyectado en su propio reflejo, casi como anticipando,
en cada show, su inminente decadencia. Dicho de otro modo, los
Stones son su propio síntoma. Cada vez irán dando
menos, como un motor que, implacablemente, comienza a roncar,
a herrumbrarse, y que se vuelve más entrañable cuanto
más estropeado. Es en esa agonía que llegan casi
a sorprender: podrían estar más viejos, más
gordos; si bien el nono Jagger se olvidó de pegar sus grandes
saltos es obvio que corre y se agita casi como un señor
de treinta años.
Píntalo De Viejo
En este girar y girar, los Stones, de todas formas, dan algunos
saltos. Necesitaron tres décadas para autoconferirse, en
el Voodoo Lounge Tour, la distinción nobiliaria de cantar
el himno de su coetáneo Bob Dylan,
Like a Rolling Stone y recordar su propio martirologio. Aquella
canción que fuera inspirada en el muerto Brian Jones ya
podía ser cantada por un Jagger casi tan petrificado como
el occiso, como si fuera una más de las canciones que ellos
compusieran, como si siempre les hubiera pertenecido. En cada
gira, reescriben su propia historia, la embarullan cada vez más.
Es decir, todos nos embarullamos más. Necesitamos que se
estiren para que recuerden una edad en que todo se creyó
posible. Y al mismo tiempo, en sus ajaduras, en sus grietas, en
esa coquetería de prostituta que pasó a alcahueta
casi sin que nadie se dé cuenta, van desperdigando un rezongo
tanguero: esto que hoy es un cascajo -los Stones- fue la dulce
metedura de legiones de ilusos.
De más está recordar que esto -como la alcahuetería
y la prostitución- es un proceder marcado por cierta honestidad.
Es un lifting que exhibe la piel sobrante. Un maquillaje
que deja ver las porosidades, que necesita mostrarlas. Es la
única pureza de la que todavía son capaces. Acaso,
también, una de las pocas purezas advertible en estos
días. En cada recital dejan constancia de que, para que
ellos sigan allí, siempre se han necesitado inmolaciones
-como la de Brian Jones, como el negro asesinado en Altamont,
como en los ochenta falleciera Stu Stewart, miembro original
de la banda que fuera tempranamente desplazado a la condición
de músico acompañante-.
Cada gira de los Stones
está, de alguna manera, marcada por un sacrificio previo.
Antes del tormentoso tour que terminara en Altamont -y
cerrara las esperanzas de amor, paz y florcitas todopoderosas
pergeñadas en Woodstock- había muerto Jones; antes
de Voodoo Lounge se retiró Bill Wyman, y antes de reiterarse
en este Bridges to Babylon, todos debemos haber sacrificado
algo, tal vez sin saberlo. Asistimos, en vivo o via satelite,
a la perpetua misa de difuntos que tocan los Rolling Stones en
homenaje a sí mismos, a lo que fueron, a lo que tal vez
sigan siendo. Son una máquina que no puede callar pero
que en realidad no puede decir otra cosa que aquí estamos,
otra vez, el mismo amor, la misma lluvia, el mismo el mismo loco
afán.
No siempre se puede tener lo que se quiere
En 1996, los Sex Pistols, que fueran el emblema del movimiento
punk, volvieron a juntarse y dieron la más clara explicitación
de cuán cínicos nos hemos vuelto todos cuando publicitaron
su gira: Los pistols no quieren tu corazón, quieren
tu dinero. Y como nadie ignora, los Stones, que son
un imperio multimillonario, por sobre todo quieren nuestro dinero.
Porque en eso tampoco son hoy mucho más que un devastador
aparato de mercadotecnia. Jagger no se ha abierto el corazón
ni lo ha desparramado por el escenario pero se ha mutilado una
parte para amplificarla y complacer al mundo. Hoy es fácil
presumir reseca la lengua del señor Michael Phillip Jagger,
pero la lengua del buen Mick ha sido cuidadosamente clonada en
stickers, en camisetas, en llaveros, en tatuajes, en ciertos
Ratones Paranoicos que también quieren su pedazo o en
las banderas de las barras bravas del Río de la Plata.
Una lengua jugosa, mullida, que otrora fuera provocativa y peleadora
pero ahora no es menos doméstica o tranquilizadora que
una estampita de San Jorge combatiendo al dragón o la
sonrisa de Gardel que cuelga -como los escarpines y chupetes
de un bebé- como ángel guardían de los colectiveros.
Una lengua furiosamente domesticada a fuerza de millonadas de
dólares.
Y tal vez eso sea lo que finalmente explique la necesidad de los
Stones. No podemos vivir sin ellos porque necesitamos, casi como
si fuera un arrullo, como si fuera un miserere o un analgésico,
que nos canten Satisfaction, Simpatía por el demonio, que
nos canten Es sólo rock and roll o Azúcar moreno.
Porque si no lo hicieran, si callaran, si no nos dieran esta letanía,
probablemente el mundo estaría poblado por monstruos
-por nuestras deudas, por nuestros fantasmas,
por nuestros fracasos- y probablemente nos resultaría más
difícil dormir.
Claro que, cuando callen de una vez -y esto fatalmente habrá
de suceder- en tanto no logremos inventar nada nuevo siempre
podremos recurrir al Prozac.
* Publicado originalmente en la revista Posdata.
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