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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ROLLING STONES, THE- AGOTAMIENTO DE FIN DE SIGLO - SOUVENIR DEL ROCK AND ROLL -


El miserere de los Rolling Stones*

Amir Hamed
El juego es que en sus rostros ajados y marchitos están todas las glorias y miserias del Rock and Roll. Son cada vez menos, están vapuleados por la edad y el merchandising, pero son la muestra de un intento de cambio que, como todos los cambios, se dio pero parcialmente


(Este artículo fue compuesto cuando comenzara el Bridges to Babylon Tour. Posteriormente, los Stones en 1998 lanzaron una secuela de la misma que se coronó el disco Stripped. Siguieron en 1999 y, probablemente, no detendrá su giro el milenio.)

Por enésima vez los Rolling Stones empezaron a sacudir el mundo con una gira. Ésta, que comenzó el pasado martes 23 en el Soldier Field de Chicago, se llama Bridges to Babylon (Puentes a Babilonia), igual que el disco como suele suceder.

El título de la gira, dentro del marco insistente de la globalización, no debería sorprender. Es previsible que habrán de expandir sus rutinas, que aturdirán a públicos renovados o repetidos, que traerán un escenario más monumental que los anteriores, que musicalmente no innovarán demasiado; en definitiva, que se ganarán honestamente sus milloncitos.

Lo alarmante, de todos modos, es que unos ancianos (son casi sexagenarios) logren, con la misma facilidad de siempre, capturar cables, titulares, sitios de Internet, hacer vibrar a los adolescentes y llenar estadios gigantescos como si fueran latas de té. Una de las explicaciones obvias está en que, por más reiterada que sea la empresa, cada gira de los Stones está cargada de agonía. Al ver a esos veteranos la primera pregunta que salta es ¿podrán resistirlo? o ¿será ésta, por fin, la última? Por lo menos desde 1989, cuando el tour se llamaba Steel Weels, y volvieron a juntarse después de que los Glimmer Twins (Jagger y Richards) mantuvieran una pelea digna de un teleteatro, que entretuvo a medio orbe, parecía casi imposible que volvieran a salir.

Sin embargo, volvieron a hacerlo con Voodoo Lounge, hace un par de años, y superaron la deserción de Bill Wyman, el bajista. Entonces sólo quedaron tres de la formación original (Brian Jones murió en 1969, Stu Stewart, en el 86). Ya eran menos, y estaban más viejos. La envidiable decreptitud de Jagger fue tocada con una galera rota, y el cantante sedujo con una flacura mezquina y ominosa, casi como si fuera su propia reliquia. Entonces, como lo harán ahora, pasearon su obsesivo ritual por todos los rincones del planeta (excepto Montevideo), se llenaron los bolsillos, que son profundos como simas, y probablemente se sintieron vivos.

Por supuesto, ese souvenir de ellos mismos que son los Stones está ahí como testimonio y museo de toda una revolución cultural, la última que se ha vivido en occidente. Y el juego es que en sus rostros ajados y marchitos están todas las glorias y miserias del Rock and Roll. Son cada vez menos, están vapuleados por la edad y el merchandising, pero son la muestra de un intento de cambio que, como todos los cambios, se dio pero parcialmente.

Después de ellos, se puede afirmar, poco vino de nuevo. Alguna vez Jim Morrison había instado a la juventud a desconfiar de cualquiera mayor de 30 años. Sin embargo, desde hace décadas los quinceañeros de todas partes siguen escuchando a los Rolling Stones, a pesar de que ya hace un tiempo que Mick Jagger es abuelo. Esto lleva a reflexionar sobre un punto hasta ahora soslayado. Desde el romanticismo al menos
(o desde la dieciochesca querella de los clásicos y modernos), los movimientos culturales de la modernidad fueron impulsados por generaciones. Y hoy, sin embargo, se puede afirmar sin mayor temblor que, sucediendo al entierro decimonónico de Dios, y a los sucesivos funerales de Marx, de Freud y del sujeto, también las generaciones han muerto.


Amor en vano

Globalidad, posmodernidad, son las palabritas que, como tics, se emplean para explicar este tipo de cosas. Se puede agregar más. Por sobre todo, una muy global falta de creatividad. Para los desafíos de un milenio que ya llegó, no existen respuestas artísticas. El cine, como un arte, o al menos como una sorpresa, ha dejado de existir al menos hace 20 años. En literatura, los pequeños dioses del momento escasa novedad pueden aportar. En música culta o popular sucede algo bastante parecido. En política -casi es mejor no decirlo- se manejan fórmulas vacuas que nada tienen que ver con las exigencias de este tiempo. Más allá de este rápido inventario de inanidades, el punto a reflexionar es el de que actualmente ni siquiera se puede hablar de incomunicación generacional. Para cualquiera que, de alguna manera, haya sido tocado por la revolución cultural de los sesentas, existe un amplísimo repertorio de referentes comunes que puede mantener con sus hijos o incluso con sus nietos.

También esos recordatorios de la infancia o la adolescencia que para muchos han sido las series de televisión ya hoy pertenecen a todos. Los canales de cable
(cuando no los abiertos) se empecinan en reflotar viejas series y dibujos animandos. Para los niños y adolescentes que conocieron a Batman por las películas de Tim Burton ya hace tiempo está disponible, en la pantalla chica, el entrañable enmascarado gordito de Adam West. O, para no ir más lejos del Río de la Plata, si bien algunos tenían nostalgia de las tonadas como El hombre de la barra de hielo o La viudita misteriosa, si muchos se condolieron con la muerte de Martín Karadajian, ya hoy todos han visto resucitar a la momia en el programa de Mauro Viale y cualquiera que tenga interés puede comprarse el compacto con las canciones de ese luchador hecho a pura venda.

De algún oscuro modo, todos, hoy, participamos de la misma nostalgia. Hubo un pasado, hubo, de alguna manera, cierta épica, hubo hasta razones para matar o morir, pero ahora pareciera no haber nada. Esta década, da la impresión, es un gran paréntesis donde conviven generaciones aferradas a algunos figurones. Y este paréntesis, para decirlo de otro modo, recuerda en buena medida a la única novedad de los noventa: el espacio virtual. Hay mallas, redes de iconos continentando a medio mundo. Es decir, al mundo que puede acceder a estos referentes, que ingresa en los sistemas digitales, que puede ser apresado en tarjetas de crédito, libretas de conducir, casillas de Internet, o que puede visitar la página Web de los Rolling Stones. Todo un planeta hipercomunicado para construir una gran cámara de vacío: se achata el pasado y adviene convertido en su remake, con la carga inevitable de parodia que tiene todo revival, con su carga de renunciamiento.

Así, los vejetes Stones, son el emblema de toda una resignación. Parecieran condenados, por un gran pacto tácito que hemos construido billones de desencantados de todas las edades, a arremeter todas las veces -como si fuera la primera- por los caminos, a anillar el planeta con giras desaforadas y anacrónicas. Ya no, como pudo haber sido en algún momento, para evangelizar con un mensaje
(fuera el blues, fuera la disatisfacción, fueran las drogas o la mera bravuconada) sino para mostrar el reflejo apagado de lo que alguna vez fue. Una inercia, la inercia de haber sido, y la resignación de ya no poder ser otra cosa que los Rolling Stones, unos individuos decadentes que alguna vez fueran la antorcha de la rebeldía. La complicidad de todos los va construyendo y los años noventa asisten, entre risueños y estupefactos, al estiramiento casi atroz del mito del rock and roll.


Pero Me Gusta

Para decirlo como lo haría el místico, los Stones mueren porque no mueren. Porque no pueden apagarse, o porque ya la máquina del mundo parece haber dispuesto, para ellos y para nosotros, todo un emporio de artilugios que, como prótesis, los mantiene en carrera. Ellos, ya a mediados de los setenta, cuando el rock derivaba hacia la pompa del rock sinfónico y se iban apagando las esperanzas de cambiar al mundo, lo marcaron con una canción emblemática: Es sólo rock and roll pero me gusta.

Eso quería decir que el rock, y también los Stones, había perdido toda trascendencia. Ya eran pura inmanencia, un fervor revenido que sólo podía expandirse a fuerza de decolorarse. Ya no habría escándalo, ya no habría sorpresa, y Jagger lo explicitaba en la letra: “¿Te gustaría que me arrancara el corazón y lo desparramara por todo el escenario?”. Eso dejaba claro que ya entonces no había nada más para dar o afirmar. Sólo había las sobras de los Rolling Stones, que se amplificaban en la medida en que se agrandaban los escenarios, en que ya no eran gente -ni músicos- sino una leyenda forzada a reafirmarse en cada espectáculo y cuyo mensaje había sido cancelado por la exigencia de la mera repetición. Ya entonces estaban a punto de volatilizarse, y apenas encontraron una carnadura paradojal en el ejercicio de ser, cada vez más, su propia irrisión.

Como en La invención de Morel, de Bioy Casares, donde un aparato reproduce a la vida (absorbiendo a las almas) en forma de réplica, en forma de mera proyección, los Stones se han proyectado en su propio reflejo, casi como anticipando, en cada show, su inminente decadencia. Dicho de otro modo, los Stones son su propio síntoma. Cada vez irán dando menos, como un motor que, implacablemente, comienza a roncar, a herrumbrarse, y que se vuelve más entrañable cuanto más estropeado. Es en esa agonía que llegan casi a sorprender: podrían estar más viejos, más gordos; si bien el nono Jagger se olvidó de pegar sus grandes saltos es obvio que corre y se agita casi como un señor de treinta años.


Píntalo De Viejo

En este girar y girar, los Stones, de todas formas, dan algunos saltos. Necesitaron tres décadas para autoconferirse, en el Voodoo Lounge Tour, la distinción nobiliaria de cantar el himno de su coetáneo Bob Dylan, Like a Rolling Stone y recordar su propio martirologio. Aquella canción que fuera inspirada en el muerto Brian Jones ya podía ser cantada por un Jagger casi tan petrificado como el occiso, como si fuera una más de las canciones que ellos compusieran, como si siempre les hubiera pertenecido. En cada gira, reescriben su propia historia, la embarullan cada vez más. Es decir, todos nos embarullamos más. Necesitamos que se estiren para que recuerden una edad en que todo se creyó posible. Y al mismo tiempo, en sus ajaduras, en sus grietas, en esa coquetería de prostituta que pasó a alcahueta casi sin que nadie se dé cuenta, van desperdigando un rezongo tanguero: esto que hoy es un cascajo -los Stones- fue la dulce metedura de legiones de ilusos.

De más está recordar que esto -como la alcahuetería y la prostitución- es un proceder marcado por cierta honestidad. Es un lifting que exhibe la piel sobrante. Un maquillaje que deja ver las porosidades, que necesita mostrarlas. Es la única pureza de la que todavía son capaces. Acaso, también, una de las pocas purezas advertible en estos días. En cada recital dejan constancia de que, para que ellos sigan allí, siempre se han necesitado inmolaciones -como la de Brian Jones, como el negro asesinado en Altamont, como en los ochenta falleciera Stu Stewart, miembro original de la banda que fuera tempranamente desplazado a la condición de músico acompañante-.

Cada gira de los Stones está, de alguna manera, marcada por un sacrificio previo. Antes del tormentoso tour que terminara en Altamont -y cerrara las esperanzas de amor, paz y florcitas todopoderosas pergeñadas en Woodstock- había muerto Jones; antes de Voodoo Lounge se retiró Bill Wyman, y antes de reiterarse en este Bridges to Babylon, todos debemos haber sacrificado algo, tal vez sin saberlo. Asistimos, en vivo o via satelite, a la perpetua misa de difuntos que tocan los Rolling Stones en homenaje a sí mismos, a lo que fueron, a lo que tal vez sigan siendo. Son una máquina que no puede callar pero que en realidad no puede decir otra cosa que aquí estamos, otra vez, el mismo amor, la misma lluvia, el mismo el mismo loco afán.


No siempre se puede tener lo que se quiere

En 1996, los Sex Pistols, que fueran el emblema del movimiento punk, volvieron a juntarse y dieron la más clara explicitación de cuán cínicos nos hemos vuelto todos cuando publicitaron su gira: “Los pistols no quieren tu corazón, quieren tu dinero”. Y como nadie ignora, los Stones, que son un imperio multimillonario, por sobre todo quieren nuestro dinero. Porque en eso tampoco son hoy mucho más que un devastador aparato de mercadotecnia. Jagger no se ha abierto el corazón ni lo ha desparramado por el escenario pero se ha mutilado una parte para amplificarla y complacer al mundo. Hoy es fácil presumir reseca la lengua del señor Michael Phillip Jagger, pero la lengua del buen Mick ha sido cuidadosamente clonada en stickers, en camisetas, en llaveros, en tatuajes, en ciertos Ratones Paranoicos que también quieren su pedazo o en las banderas de las barras bravas del Río de la Plata. Una lengua jugosa, mullida, que otrora fuera provocativa y peleadora pero ahora no es menos doméstica o tranquilizadora que una estampita de San Jorge combatiendo al dragón o la sonrisa de Gardel que cuelga -como los escarpines y chupetes de un bebé- como ángel guardían de los colectiveros. Una lengua furiosamente domesticada a fuerza de millonadas de dólares.

Y tal vez eso sea lo que finalmente explique la necesidad de los Stones. No podemos vivir sin ellos porque necesitamos, casi como si fuera un arrullo, como si fuera un miserere o un analgésico, que nos canten Satisfaction, Simpatía por el demonio, que nos canten Es sólo rock and roll o Azúcar moreno. Porque si no lo hicieran, si callaran, si no nos dieran esta letanía, probablemente el mundo estaría poblado por monstruos -por nuestras deudas, por nuestros fantasmas, por nuestros fracasos- y probablemente nos resultaría más difícil dormir.

Claro que, cuando callen de una vez -y esto fatalmente habrá de suceder- en tanto no logremos inventar nada nuevo siempre podremos recurrir al Prozac.


* Publicado originalmente en la revista Posdata
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