Hay coleccionistas que
ordenan y clasifican puntillosamente las cosas más inverosímiles.
El coleccionista se distingue del resto de los hombres por su
capacidad de convertirse en un maniático; lo que en un
principio pudo ser el placer de coleccionar corbatas, por ejemplo,
suele culminar en aburridas horas enteras filosofando sobre diseños,
texturas, precios, modas y rarezas, que pueden incluir una corbata
inflable estilo preservativo o cierta colección numerada
de algún diseñador australiano con canguros deformes
de color naranja.
Hay también coleccionistas de historias. Estos suelen
ser personas introvertidas, que saben escuchar y generalmente
son confesores de hombres, mujeres y hasta niños. Este
tipo de coleccionista se diferencia de los demás porque
su manía no es acumular objetos materiales sino manejar
una memoria prodigiosa que ordena y clasifica las aventuras y
desventuras que le han confiado o que ha robado.
Este tipo de coleccionista,
llamémosle abstracto, además de ser un ávido
lector, guarda consigo una biblioteca entera de rarezas que podrían
ser la envidia de cualquier escritor.
En mi caso, sin llegar a extremos, o tal vez por carecer de buena
memoria, las historias se me escapan y debo registrarlas rápido
antes que se me escurran y se disuelvan en el olvido. Para eso
están la computadora y estos papeles ansiosos.
Entre las últimas
historias que me han contado está la de un presunto saxofonista
del que desconfiaban los restantes músicos de una orquesta.
Cuando él no estaba corrían apuestas sobre si en
realidad tocaba o hacía mímica. Para comprobarlo,
en uno de los ensayos se pusieron todos de acuerdo para dejar
de tocar al mismo tiempo. El saxofonista, supuestamente enfrascado
en hacer sonar su instrumento, curiosamente no hacía salir
ningún sonido cuando sus colegas se detuvieron imprevistamente.
Todos los músicos
se rieron del saxofonista y lo dejaron eternamente solitario
en su interpretación silenciosa. Después la historia
se desparramó entre otros músicos, creo que a esta
altura todos los músicos de Montevideo la conocen, pero
es probable que ni siquiera sea cierta.
La historia del saxofonista se me cruzó una noche mientras
"bajaba" de la red un archivo wav del jazzero James
Carter. Su inspirado solo llenó de improviso el espacio
silencioso, sin su presencia majestuosa y sin que mediara un
disco, un casete o por lo menos la radio. Lo virtual de la red
engendra tales paradojas; un sonido sin músico. El contrario
era más raro aún, pero existía en esa historia
de un músico sin sonido.
Lo cierto es que ahora
el wav de Carter es uno más en mi colección de
objetos sonoros, que ocupan ya bastante espacio en el disco duro
de la computadora. Los guardo en un directorio especialmente
subdividido por sus singularidades. Algunos son robados a la
red, otros me los han pasado amigos por e-mail, y los restantes
son de creación propia, realizados con un primitivo programa
de sonido.
Lo peor de todo es que los coleccionistas son una cofradía
insoportable; la historia del saxofonista me la contó
el coleccionista de corbatas, que también trafica con
archivos wav y predica que la computadora es una fascinante extensión
del inconsciente (y la memoria) que ayudará a los maniáticos
a coleccionar estupideces hasta el fin de sus días.
Las últimas dos horas que hablé con él se
puso insoportable hablándome sobre antivirus y sus teorías
personales acerca de que la muerte de un disco duro no respaldado
era la metáfora virtual de una hemiplejía.
Por cierto, odio las corbatas
* Publicado
en Posdata
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