Las ideas, mi querido Montagne –¡eso no es nada! lo que falta
siempre es la palabra– el rubí, la corchea, el 3/4, el compás, la
línea justa, el brochazo genial –el epíteto, el verbo, el giro
onomatopéyico (…) Para nosotros la palabra es todo; sin ella no hay
literatura, no hay arte fino, no hay filigrana, no hay lo que se
quiere expresar.
Julio Herrera y Reissig -
Carta a Edmundo Montagne, 1901.
Y además, lo que yo escribo en estos momentos es tan hijo de la
risa como de la ciencia. Bien que Voltaire haya dicho de la risa que
es una ciencia burlona… Por otra parte mis constataciones son
hipótesis de hipótesis como dijo el filósofo, y esto te servirá de
consuelo,
lector bizantino, colorado o blanco.
Julio Herrera y Reissig -
Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de Herbert
Spencer.
Estudio Preliminar
En la Colección Particular Herrera y Reissig del
Departamento de Investigaciones y Archivo Documental Literario de la
Biblioteca Nacional, en
Montevideo, se encuentran, custodiados dentro de un conjunto de
unas cinco grandes carpetas plásticas, un total de 586 folios de
prosa, manuscrita entre los años 1900 y 1902.I Escritos con tinta lila y tinta negra sobre toda clase de
superficies –hojas de libro contable, reverso de mapas, tiras de
papel diario, al reverso de formas de una compañía de telégrafos, o
aun como series parásitas garabateadas a continuación de otros
textos y ensayos del propio autor–, de su lectura se desprende que
tal prosa reúne una obra unitaria, el Tratado de la imbecilidad
del país por el sistema de Herbert Spencer, que incluye además
algunos ensayos laterales, sobre el mismo tema, y escritos en el
mismo estilo y momento. Además de ello, se conserva una larga serie
de anotaciones preparatorias que están, en buena medida, refundidas
luego en el cuerpo de los capítulos terminados. Tres textos
circunstanciales están ligados temáticamente a ese conjunto y
completan esta zona de los manuscritos, sin ser, sin embargo, parte
del tratado: un diálogo –incompleto, pues uno de sus folios está
perdido– entre Roberto de las Carreras y
Herrera y Reissig titulado «Prolegómenos de una epopeya crítica
- A la manera de Platón» y dos violentas diatribas inéditas
dedicadas a intelectuales del momento: una contra Guzmán Papini y
Zas, otra contra Víctor Pérez Petit.
Herrera y Reissig citó algunos
avances de su Tratado de la imbecilidad… en un texto que hizo
conocer en septiembre de 1902 («Epílogo wagneriano a “La política de
fusión”, con surtidos de Psicología sobre el imperio de Zapicán»),
anunciando entonces la publicación del total de aquella obra, un
acontecimiento respecto del que tenía cifradas grandes esperanzas,
pero que nunca cristalizó.
La reunión, el desciframiento, la ordenación y publicación, algo más
de cien años más tarde, de esos manuscritos, que de forma completa
se realiza en este volumen por primera vez,II
permite ubicar y mostrar una íntima consistencia entre dos
cuestiones que hasta ahora parecían separadas: el aislamiento
respecto de las líneas hegemónicas de su sociedad, tanto en términos
intelectuales como políticos, que experimentó
Herrera y Reissig durante su
corta vida, por un lado. Por el otro, el aislamiento al que la
corriente central de lectura crítica posterior destinó esta obra en
prosa de Herrera y Reissig,
del período 1900-1902, segregándola del resto de su trabajo y
estableciendo una especie de cuarentena sobre aquellos textos
desafiantes.
En el lapso de esos tres años de apertura del siglo, además
de vivir una agitada vida intelectual montevideana que incluyó no
solo el avance de la nueva estética «modernista» en esa ciudad, sino
también alianzas, rompimientos y hasta alguna muerte trágica,
Herrera y Reissig atraviesa
una crisis personal amplia y profunda, que tiene varias aristas. En
el nivel físico, para empezar –pues su salud experimenta entonces la
primera de una serie de complicaciones graves que terminarán por
matarlo al cumplirse una década justa–; en el nivel ideológico –es
entonces que abandona su fe partidaria, se ve a sí mismo para
siempre en el llano, y elabora su distancia crítica respecto del
funcionamiento de la política y del Estado en su país–; en el nivel
filosófico y estético –en diálogo con Roberto de las Carreras, con
quien traba amistad al comenzar tal período, produce su renovación
del romanticismo al esteticismo «modernista» y desarrolla su propia
lectura satírica de la vida mental de su «Tontovideo»–; y en un
plano que podríamos llamar íntimo –el nacimiento de una hija natural
a mediados de 1902 lo enfrenta con decisiones y angustias que
parecen haber tensado su credo filosófico y su ética, y que dejarán
trazas en parte de su obra y en su correspondencia–. Finalmente, su
economía se ve también sacudida –su apartarse (obligado o
voluntario) de la vida política lo dejará al margen de los empleos
estatales que la mayor parte de los intelectuales de su generación
usufructúan, poniendo a Herrera, uno de los primeros «literatos
profesionales» en la historia de
Uruguay, en muy precarias condiciones materiales, cuestión que
nunca logrará resolver.
La confluencia de todos estos factores deja a
Herrera y Reissig desocupado,
obligado a largas convalecencias y con tiempo para escribir;
contrariado, además, con el medio político que les daba la espalda a
él y a figuras y tradiciones del pasado por él respetadas; y en
estado de estimulación respecto de problemas sociológicos,
culturales e ideológicos de la sociedad montevideana, cuestiones
sobre las que sin duda Roberto de las Carreras ejerce, al comienzo,
un efecto catalizador.
Es en medio de este panorama que
Herrera se propondrá
escribir un «tratado» de acuerdo con los principios de la ciencia de
su momento. La idea era, según el propio autor dice a un
corresponsal en una carta de 1901, preparar «un estudio psico-fisiológico
de la raza y un examen crítico de sus manifestaciones emocionales e
intelectuales». Pero lejos de reducirse a un aséptico examen
científico de la civilización uruguaya, el texto se movía también
tras una intencionalidad menos desapasionada, como lo prueba el
mismo Herrera y Reissig,
quien advierte enseguida: «Destrozo en él a esta sociedad, imbécil y
superficial».
El tratado resultante está tachonado de descripciones y enfoques de
espíritu naturalista. Siguiendo el método de los ensayos
sociológicos, psicológicos y antropológicos de Herbert Spencer,
quiere probar Herrera que existen dos
grandes grupos de causas que han llevado al provincianismo mental y
cultural de la sociedad montevideana, de la que se siente cada vez
más ajeno: la influencia del ambiente natural sobre el carácter y la
civilización (que llamará, en uno de sus ensayos,
«Parentesco del hombre con el suelo») y la influencia de las razas
que confluyen en el territorio uruguayo (que acremente analizará, en
dura línea eugenésica,III
especialmente en el capítulo «Etnología - Medio Sociológico», y
también en el ensayo «Los Nuevos Charrúas»).
Los dos textos mencionados en primer término en el párrafo anterior
estaban destinados a sentar las bases, los principios científicos
que se seguirían en la consideración del tema elegido. A partir de
esos ensayos o capítulos preparatorios –los cuales ya, sin embargo,
incluyen numerosas digresiones–, el texto cambia y se estabiliza,
para entrar decididamente en el anunciado análisis «psicofisiológico»
del carácter emocional e intelectual de los uruguayos, cuerpo
central del Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de
Herbert Spencer, que se verá nutrido por largas descripciones de
la conducta de sus contemporáneos en una amplia diversidad de
ámbitos, de lo cultural y lo político, a lo más íntimo y recóndito
de la vida privada.
La escritura
de este tratado no está separada de indicios, peripecias y
decisiones que impregnaron la vida de Herrera y Reissig entre los
años 1900 y 1902, hasta el punto de que su vida parece aparecer
enlazada en los textos; los textos convertidos en la real peripecia
de su vida. Si vida y obra, la experiencia vivida y la tersa y
cuidada superficie de imágenes y textos, tienden a fundirse en ese
especial período, dan en ello muestra no de una debilidad o una
vaciedad del hombre, sino por el contrario el indicio de una
imbricación de Herrera y Reissig con esa nueva máscara de
intelectual/artista que fue pionero en construir en su sociedad.
Para ello, lejos de haber afrontado con ligereza las cuestiones que
tensionaban su proyecto vital –su acción política o su abandono de
ella, su orientación intelectual y cultural, el modo en que
organizará su inserción social, lo cual involucra su supervivencia
económica y su independencia para escribir–, tomó respecto de esos
campos decisiones que lo marcaron hasta su temprano fin. Las tomó
mientras luchaba con una enfermedad que lo obligó a enfrentar una
anticipada conciencia de su propia muerte, y a negociar con ella su
tiempo y su trabajo.
Para considerar estos asuntos, en este estudio preliminar
repasaremos primero la cuestión que organiza las demás: el modo en
el que se nos revela la mezcla entre su biografía privada y su
persona pública, o el modo en que, como lo dijo Rubén Darío al hacer
su panegírico del poeta, en 1912, Herrera y Reissig «sufrió (…) la
tristeza correspondiente a su hipersensibilidad, a su intravisión
del mundo y a su inadaptación de las cosas corrientes de la vida».IV
Al repasar estos aspectos puede verse que el dandismo, el
distanciamiento del ambiente y el tipo de ideas que adoptó y
desarrolló, lejos de ser ejercicio superficial e impostado, fue en
cambio el resultado de su aguda conciencia intelectual de los frenos
e incapacidades de su provinciano entorno. Sus posturas intentaron
ser un llamado –por la vía no sólo de la palabra, sino de la
performance, a través de una máscara pública que elaboró en
conjunto con Roberto de las Carreras– a corregir tal rumbo, a
acelerar la modernización, apostando a la asunción de una madurez
cultural y productiva que hiciese posible la consumación de una más
intensa y completa «occidentalización» cultural y mental de su
sociedad.
I. La
escritura afiligranada de una inasible persona pública
El extraño proyecto vital de Herrera y Reissig se
aparece a los ojos de quien se asoma a él, hurgando en papeles y
datos biográficos, como mezcla de destino y deliberación agudísima,
de impulso y gélida estrategia. Elabora su máscara pública siguiendo
un sistema de avances y cautelas. Su imagen visual es cuidadamente
divulgada en revistas ilustradas de 1902 en adelante; deja ver
poemas en revistas, pero jamás publica un solo libro;V
antes de publicar su propia obra –es decir, durante todo
el tiempo en que estuvo vivo– escribe prólogos como lo haría un
poeta consagrado; edita una revista literaria en la que se reserva
las potestades de juez; divulga sus opiniones sobre sus pares
–aprovechando para ubicarse él mismo más allá de los problemas e
insuficiencias que denuncia– en abundante correspondencia privada;
participa en intrigas y polémicas desde la sombra; es su pluma
lunáticamente agresiva, más de una vez, la que inspira –o
directamente escribe– el texto de los que se retarán a duelo; aunque
no se da en libros, abunda en la prensa, sobre todo como mencionado;
son escasas las polémicas en las que él directamente participa, pero
es el objeto de algunas importantes, que se organizan a propósito de
él; funda sucesivos cenáculos de los que todo el mundo que debe
saber, en la ciudad, sabe y todos saben que él es en ellos el
pontífice; sus amigos cercanos se decantan entre los que a lo sumo
pueden alcanzar a elogiarlo con talento, y traba relaciones de
calculada distancia con los que tienen talento propio –Quiroga,
Rodó, Reyles, Ferrando, Vasseur, y
finalmente también De las Carreras–; se cambia el nombre y
escandaliza a la sociedad. En general, no pierde oportunidad de
actuar un papel de literato decadente, sin que por ello deba sacarse
la conclusión, demasiado simple y lineal, de que tal actuación
implica que deba buscarse insinceridad o artificio en ello: los
frutos de tal actuación son, precisamente, lo interesante y lo
productivo de frente a su contexto de época y sociedad.
Al tiempo que Herrera y Reissig toma las decisiones enumeradas en el
párrafo anterior, distribuye la información respecto de ellas por
carriles siempre más o menos indirectos. Anuncia que publicará un
tratado terrible, pero nunca lo publica; escribe una y otra carta
para demoler a un burócrata, pero no las envía (pero las guarda
entre su papelería, con destino a la posteridad); moviliza a sus
amigos para que expandan sus hazañas poéticas, pero –tímido y
misantrópico– se deja ver escasamente en los cafés y demás lugares
en los que la práctica literaria y cultural se hace sociabilidad;VI
escribe dos, tres diatribas, acumulativos y recamados camafeos del
insulto (contra Papini y Zas, contra Víctor Pérez Petit,
probablemente contra Vasseur…); en el caso de Papini, envía la
diatriba a Federico Ferrando, quien luego la refundirá –en un estilo
mucho más aburrido– en un artículo de periódico, el último que
escribirá Ferrando, pues, como se sabe, su polémica con Papini y Zas
indirectamente le costará la vida.
Entonces, Herrera y Reissig, ahora públicamente, dirá un discurso en
la tumba de Ferrando en el que lamenta el accionar del destino sobre
un talento en ciernes. Antes, había informado a
Quiroga –de quien, no
obstante, habla pestes en privado– de sus planes respecto a este
Tratado de la imbecilidad…, de modo que
Quiroga lo difunda –vía Ferrando– en un periódico salteño. A lo
largo de los últimos diez años de su vida, esta estrategia se
repetirá una y otra vez. Herrera es un personaje público que casi
nadie ve, una carga de profundidad que explotará tardíamente,
después de su muerte.
Todas estas maniobras de construcción de una máscara social se
alimentan de un mecanismo fundamentalmente negativo: si segrega
textos que –como los de Roberto de las Carreras, que además los
publica– comprometerían del todo su viabilidad dentro de los
mecanismos de la legitimación literaria, esos textos serán
administrados con grandes reticencias. Hay una cautela, una
restricción, que domina en Herrera y Reissig y está ausente en De
las Carreras. Se amenaza con esos textos, se los anuncia, se los da
en cantidades homeopáticas; se es calculador con nombre y apellido
en las cartas, y calculador alusivamente en los periódicos. La
interpretación de tal actitud está abierta. Claramente no se trata
de una conspiración, quizá tampoco de esencial deshonestidad: se
trata acaso de una aritmética intuitiva, de un destino literario que
procede por partes y que la individualidad cumple como puede.
Al mismo tiempo, una severísima ética de la
escritura
domina la vida creativa de Herrera y Reissig, quien estudia la
materia del lenguaje
y llena de ella libretas y cuadernos. Ochenta y cuatro páginas de
apuntes sobre textos de Renan y Guyau; ciento veintiuna páginas, en
letra menuda, de estudios minuciosos del
lenguaje de otros poetas y prosistas: Rubén Darío, Horacio,
Martínez de la Rosa, Pablo el Silenciario, Meleagro, Safo,
Chateaubriand, Grimm, poesía hindú, Lamartine, Homero, Petrarca,
Turguenieff, Gautier…; listas y listas de adjetivos, de versos, de
rimas; centenares de páginas de apuntes sobre Goethe, sobre un
estudio de Saint Victor que analiza las figuras femeninas del
Fausto, y sobre otros ensayistas. Y sobre todo, decenas de hojas
sueltas con vocabularios, términos raros para emplear en su propia
poesía y prosa; atento al sonido, ordena su pesca de palabrerío por
cantidad de sílabas, no en orden alfabético. Los frutos siempre
estuvieron a la vista en su poesía. Y su Tratado… de nuevo lo
confirma ahora: es una continua sorpresa al oído, y rara vez no se
encuentra, olvidada en el diccionario, la palabra extraña que el
erudito terminológico Herrera y Reissig quiere poner en ese arsenal
de materia poética y de ideas. Esa ejercitación en la técnica de la
letra es parte de su silencio editorial.VII
El montaje de tal imagen pública se aceita relativamente tarde, en
una vida corta. A los 24 años funda su primera revista literaria y
se instaura como crítico. A los 25 años cumplidos se hace llamar,
por unos meses, Herrera y Hobbes,VIII
reivindicando para sí la prosapia –y sobre todo la asumida crueldad
de la visión social– del autor del Leviathan. Organiza con De
las Carreras un sistema de calificativos mutuos y convoca a sus
amigos –correa de transmisión de su genio durante su vida y después
de su vida– para que informen al resto de la ciudad. Intenta –sin
ninguna fortuna– contactos con el exterior que le den el apoyo que
precisa de parte de críticos y escritores de más renombre. Unamuno
lo desprecia, Zeda se ríe de él. Darío llegará con su mano extendida
un año y medio después de que Herrera haya muerto.IX
Rodó –en su suave estilo–
le niega todo, y él le niega todo a
Rodó con su estilo
áspero e insidioso.
Pero no publica. Sigue elaborando la madeja, busca que cada bloque
de su mosaico literario encaje. Es un prodigio de proyección. Rubén
Darío es el primero que se da cuenta de que Herrera ha construido
una máscara y se ha transformado en ella. Críticos que vienen muchos
años después asumen la idea de la máscara, pero dejan de lado la
idea de que Herrera se haya transformado en ella, y lo consideran un
«simulador» de decadencia sin tragedia propia, pero con talento para
hacer versos. Lo convierten en un dandi falso, en un imitador,
abocado a la siempre inútil tarea de «espantar al burgués», en un
poeta lleno de sonidos propios pero sin ideas propias –como si una
cosa pudiese darse sin la otra.
En ese camino hacia la elaboración de una persona pública que
pudiese apelar a toda una sociedad entrando en ella por caminos
distintos de los más transitados, su más conocido cenáculo, la Torre
de los Panoramas, es su tarjeta de visita: aunque casi nadie más lo
visitará allí después de 1904, él la mantendrá «abierta». Andrés
Demarchi, en carta pública que envía en 1909 al presidente Claudio
Williman,X
cuenta, patético,
cómo encontró a Herrera y Reissig solo, a su regreso de una misión
diplomática. Todos los demás del cenáculo, todos ellos quizá sin
talento especial, habían hecho su camino en la política, la
diplomacia o el foro. Herrera no tenía empleo ni sitio alguno de
acuerdo con los códigos oficiales. Demarchi lee a Herrera en clave
de fracaso: «No lo han reconocido». Habrá otro «reconocimiento» de
más largo aliento, pero con toda naturalidad es del caso que Herrera
no lo sospeche. Poco antes del fin le dice a su esposa, confirmando
el andar a tientas: «No quiero morirme así, sin haber hecho nada».
El aislamiento herreriano como resultado de su
estrategia de persona pública
Estos textos de Herrera y Reissig son el lado escrito
de las decisiones vitales que toma en esos primeros tres años del
siglo. Se aparta realmente de la política, con costo económico y
social para él; se juega por un decadentismo que armoniza natural y
no impostadamente con su precaria salud y su nueva visión, las que
lo marginan del discurso central de su tiempo. La mirada, entre
severa y condescendiente, que la crítica elaboró sobre su
aislamiento, su morfinomanía o sobre la misantrópica superioridad
aristocrática de la que hizo gala, convirtió a todos estos
desafiantes asuntos en desafilados aspectos anecdóticos. Esa
condescendencia echada sobre tales dimensiones de la vida de Herrera
y Reissig, que es actitud central en la mirada establecida sobre
este personaje, puede ser el indicio del modo como el
Uruguay
neutralizó aquellas zonas del discurso del Novecientos que no pudo
asimilar.XI
Hay que decir, no obstante, que fue el propio Herrera y Reissig
quien inició el aislamiento y el desconocimiento sobre algunas de
las dimensiones de su pensamiento que le seguirían después de morir,
por la vía de esa acción pública ya descrita, extremadamente
indirecta. Su aislamiento surge, inicialmente, del rechazo de una
sociedad menos compleja ante su marcado elitismo, cuyas posibles
razones una Montevideo
concentrada en su propio desarrollo material está lejos de tener
interés, y quizá tiempo, en entender. La común evaluación que de
Herrera y Reissig hizo a su turno tal sociedad está dada en la
palabra de un testigo directo de los hechos, Carlos Roxlo, quien
dice en su Historia crítica de la literatura uruguaya, en
1914:
El egoísmo,
por sacro que sea, se ahoga en nuestro ambiente. No simpatizamos con
los que se aíslan, aunque su aislamiento sea una fulgurosa
ascensión. Queremos al hombre, aunque el hombre se aparte del nivel
común, hermano de los hombres en sus luchas por el progreso material
o efectivo de la patria y de la ciudad. El orgullo de los que se
desprenden de la caravana, mirando con desdén el prosaísmo de
nuestros goces y de nuestras penas, nos parece un ultraje y una
deserción. Lo artificioso; lo que alardea de aristocrático; lo que
quiere treparse sobre nuestros hombros de obreros ennegrecidos por
el hollín de las fraguas del hoy –fraguas de que saldrán los
tirantes de hierro de lo que viene– se nos antoja un insulto
insufrible a la verdad y a la democracia. Es por eso que, siendo el
más brillante y el más original de nuestros rimadores de última
data, fue el menos popular y el más discutido de todos ellos Julio
Herrera y Reissig.XII
Los juicios resumidos por el pasaje de Roxlo no obstaron a que las
maniobras de incorporación del capital simbólico generado por
Herrera y Reissig fuesen llevadas adelante por tal sociedad
inmediatamente a la muerte del autor.
En 1912, con ocasión de la venida de Rubén Darío a
Montevideo y del discurso
que sobre Herrera y Reissig pronunció entonces, un ex integrante del
cenáculo herreriano devenido en periodista escribe en La Razón,
y da conceptos que son especialmente interesantes por el temprano
momento en que fueron escritos:
Era un
público numeroso, más o menos selecto, pero público diverso al fin,
el que victoriando el nombre del gran poeta compatriota, olvidaba
noblemente aquel su gesto de agria misantropía y su despectiva
indiferencia hacia las cosas circundantes. Ninguna razón seria ha de
atribuir al ambiente en que su genio vegetara, la causa egoísta y
oscura de su adversidad. Es el mismo caso de Oscar Wilde que Darío
considerara con talento y profunda discreción cuando terminaba su
estudio sobre el elegante esteta inglés diciendo: Jugó al fantasma y
llegó a serlo inesperadamente.XIII
Según este artículo, no hay «razón seria» en el ambiente
para las actitudes de Herrera resumidas en su Tratado de la
imbecilidad del país. El poeta habría practicado un «juego» que
terminó atrapándolo y convirtiéndolo en el personaje que él mismo
«artificialmente» ideó. Apenas desaparecido Herrera,
Montevideo decidía así ya
«perdonarlo», incorporarlo en su panteón literario y usufructuar el
capital simbólico que él, en gran medida contra la ciudad, había
generado. Un problema evidente en esta primera valoración es que el
«juego» era lo único real y posible en la cosmovisión de Herrera y
Reissig; algo vacuo, en cambio, para la solemne cortedad de aquel
imaginario montevideano.
Aurelio del Hebrón (Alberto Zum Felde), en su famosa oración fúnebre
con la que interrumpió (y dio fin) a los discursos programados en el
entierro de Herrera, sintetizó ya ese día todo este problema que
surge de la imposibilidad de asimilar la postura vital del autor del
Tratado de la imbecilidad del país, aunque se asimile su
literatura (intentando separarlas), cuando deslizó: «Yo sé la frase
que está ahora en muchos labios: “reconocemos su talento, pero
creemos que su vida ha sido un error”. ¡Mentira! Lo más grande que
ha tenido este hombre es su vida».XIV
La misma permanencia mayormente inédita de parte de su acervo de
manuscritos, de los cuales ni siquiera se conocía exactamente que
constituían un libro prácticamente terminado, muestra el sesgo con
el cual esta incorporación de lo que Herrera y Reissig produjo fue,
no obstante, hecha.
Roberto Ibáñez, pionero en realizar extensos y precisos estudios
documentales y biográficos sobre Herrera y Reissig, y custodia
material de los manuscritos durante décadas, resume, en un párrafo
que dedica a estos papeles, esa visión condescendiente sobre ellos
que se encuentra también otras veces, explícita o en sordina, en
otras voces de la crítica herreriana:
La obra, en que
se escarnecía a los hombres de mayor boga o trascendencia en el
ambiente político, social y literario del Uruguay –incluso a Rodó–,
sumaba más páginas que méritos (llegó a las seiscientas como pude
verificarlo al ordenar los originales) y más riesgos que páginas.
El mismo crítico, habitualmente preciso y documentado en cada una de
sus palabras, al continuar su párrafo desliza, sin embargo, la
inexacta noción de que el «Epílogo...» es en realidad una especie de
resumen pulido del Tratado de la imbecilidad del país, fruto
del retroceso o arrepentimiento de Herrera y Reissig:
Julio
concluyó por retroceder y empezó a pulir y condensar distintos
fragmentos, purgándolos de onerosas malignidades. Así compuso el
«Epílogo Wagneriano», que terminó y dio a la estampa un año después
en «Vida Moderna» (Montevideo, setiembre de 1902).XV
Esta consideración, que incluye una muestra privilegiada de la
mencionada condescendencia para lo que se consideran aspectos
pasajeros o no genuinos de su historia personal e intelectual, y que
atribuye a Herrera y Reissig una voluntad de «retroceder» que en
ningún momento existió, de acuerdo con testimonios posteriores del
propio Herrera,XVI revela ese
peculiar punto de vista al que nos referíamos al principio, y que ha
sido elaborado sobre todo por la crítica uruguaya que se ocupó
década tras década del poeta. Se trata, para decirlo sintéticamente,
de un punto de vista que procede separando lo «real» de lo
«artificial», y descartando lo que, primero, ha decretado mera
imitación sin sustancia.XVII
Esta distinción se encuentra, repetida una y otra vez, en distintos
críticos que se han ocupado de Herrera y Reissig, y particularmente
de su trabajo de los años 1900 a 1902. La repetición de tal
distinción opera como un narcótico interpretativo que elimina el
filo de los textos en prosa más agudos de Herrera y Reissig, los que
precisamente por ello no fueron considerados dignos de publicación.
El concepto de «simulador»,XVIII
empleado con centralidad por algunos ensayistas argentinos del
cambio de siglo, es interesante antecedente respecto de esta actitud
recelosa hacia los lados menos aceptables para la conciencia
finisecular americana de los productos culturales transoceánicos. Un
libro de José María Ramos Mejía, quizá el más importante ensayista
del positivismo argentino, se llama precisamente Los simuladores
del talento en las luchas por la personalidad y la vida (1904).
José Ingenieros, por su parte, empleó el concepto
–en su práctica clínica– como herramienta que diferenciaría a
aquellos perversos «reales» de otros que simplemente «simulan» una
perversión que «en realidad» no poseen.
Los principales intelectuales de la modernización en el cambio de
siglo –Martí, Darío, Rodó…– habrían filtrado algunos aspectos de esa
cultura europea en su recepción americana, ofreciendo su lectura de
tal tradición que, a la vez que la incorporaba, la despojaba de
elementos potencialmente «degenerados» –empleando el término del
archifamoso, por entonces, libro de augurio de la decadencia final
de la cultura occidental, publicado por Max Nordau, Entartung
('Degeneración')–, en un intento de edificar y mantener una versión
«sana» de la flamante cultura autónoma Hispanoamericana.XIX
Esa tendencia a cultivar una autoimagen «saneada» parece haber
pasado a la crítica continental y nacional del
Uruguay, la que debería
entonces, siguiendo en ese rumbo de cautelas, excluir la noción de
que la decadencia y el desafío pueden haber sido más que meras poses
en algunos de los artistas verbales del Novecientos, especialmente
aquellos que se revelaban excéntricos a la opción profiláctica antes
descrita, como Herrera y Reissig o De las Carreras. Siguiendo esa
aproximación, la «simulación» que habría hecho Herrera y Reissig de
un dandismo y un decadentismo repetidamente calificados por la
crítica de «falsos» asegura que no habrá problema en integrarlos en
sus otros aspectos aceptables al canon literario e histórico.
La deformación de la figura incluye hasta una desautorización de la
dimensión personal de la crisis herreriana. Siguiendo las pésimas
intuiciones de Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar), pionero en
éstas ya en 1914, se ha llegado a afirmar también que Herrera y
Reissig padecía de un «vacío interior», y que no tenía una «voz
propia», sino que era un «instrumento a disponibilidad», juzgándolo
como «un artista extraordinario y una corta dimensión humana»,XX
lo cual postula cierta imposibilidad que no es fácil defender y que
deroga deliberadamente todo lo que en Herrera no sea una sabiduría
formal misteriosa y en último término estéril.XXI
Hay en cambio una consecuencia perfecta entre la crisis vital que
sufre Herrera entre 1900 y 1902, su emocional y extrema reacción
ante la visión de la muerte, y su intensa lucidez estética, que no
oculta su desdén y su desprecio por la incomprensión general que lo
rodea, vertida en cartas ásperas, como una a Montagne en que
destroza Los arrecifes de coral de
Quiroga. Hay consecuencia entre
la cosmovisión positivista en que se mueve como pez en el agua
Herrera ya al escribir su Tratado de la imbecilidad… y su
concepción estética más refinada, que está expresada con
sorprendente precisión en sus dos mejores ensayos sobre estética:
«El círculo de la muerte» y «Psicología
literaria», refundición parcial del anterior. Ambos, aunque
publicados, están olvidados y parecen no haber sido interesantes
sino para unos pocos de sus críticos. En ellos, Herrera se pregunta
por la aparente paradoja de que a una evolución general de la
humanidad en términos físicos no la acompañe una pareja evolución
estética y del gusto, y vuelve a postular la existencia central de
una función inquietante, desafiante, del
arte. En ellos
expresa su desdén por cualquier comprensión del arte verbal que
proceda separando significante y significado, intentando
explicaciones «matemáticas» del poema: «¿Qué es la idea sin el
signo? ¿Qué es el signo sin la idea? Y bien, todo es idea, y todo es
signo».XXII
Su positivismo
ecléctico, base de un misticismo monista en el que la materia es
espíritu y el espíritu es materia, se ha trasladado a su
lenguaje, lo ha
orientado a abandonar todo binarismo –dualismo– crítico.
***
Retomando los caminos por los cuales parte importante
de la crítica herreriana ha desviado la mirada de su obra de
aquellos años 1900-1902, puede observarse que la mera idea de un
dandi falso suena como una contradicción en los términos, al ser el
dandismo por definición ejercicio de máscara, rol que se agota en su
superficie.XXIII
Si la esencia
del dandismo está en la deliberada exhibición del refinamiento, éste
puede reconocerse en Herrera y Reissig tanto en su figura personalXXIV
como en el manejo que hizo –y que permitió y estimuló que otros
hicieran– de lo que anacrónicamente, pero en bien de la síntesis,
llamaremos su imagen pública.
Más aún, parece descaminado intentar derogar la legitimidad de tal
imagen pública de un literato acusándola de «ficticia»: precisamente
en ese carácter ficticio es que consiste tal imagen. ¿Cómo
determinar el grado de «ficción» o de «elaboración» de la postura
vital de Rimbaud, de Baudelaire, de Verlaine, de Tristan Tzara, de
Filippo Marinetti…?
Son parte de la historia de la
literatura, es decir, de la historia de uno de los modos
imaginarios de elaborar significado por parte de grupos humanos. Su
vida y su presencia –incluso sus nombres– son artefactos culturales,
y como tales cumplen su rol: presentan aspectos de la
cultura que
la sociedad no ha podido integrar como propios, y al hacerlo hay, a
la vez, una colaboración entre inconsciente y deliberada de las
personas que los encarnan. Por cierto que tal rol, en parte el
antiguo rol del chivo expiatorio que carga con las oscuridades de la
comunidad, tensiona y extrema los resortes psicológicos de quienes
son sus actores.
Herrera y Reissig y su círculo no fueron ajenos ni inocentes a la
creación de tal clase de imagen pública, cosa que acompañaba
naturalmente su deseo de independizarse de todo otro oficio para
vivir como literatos profesionales, lo que aquella generación se
propuso de modo pionero en estas regiones sudamericanas. Herrera
será consistente en los signos que difunde respecto de su persona.
La profesional mise en scène de Herrera incluirá, desde
constantes referencias a dimensiones culturales de curso universal
(y no local) y el uso de notorias pieles y recargados decorados
art nouveau en algunas de sus fotografías, hasta una explícita
representación de su –completamente real, sin que ello implique
mérito o demérito alguno– uso regular de la morfina.
Herrera y Reissig transmitió pues, de modo deliberado, una imagen
visual de elegancia, cuidadamente distante, que mezcló con
ingredientes de bohemia. Una y otra vez, desde la visualmente
pionera publicación del artículo «En el cenáculo», de Vicente
Martínez en la revista La Alborada, en 1903, todos los
elementos simbólicos –en texto e imagen– de que Herrera y Reissig se
rodeó confluyen a construir tal figura, grávida de aquellos signos
que serían descodificables (entonces o en el futuro) por las zonas
más cosmopolitas de lectores e intelectualidad, a las que siempre se
dirigió.XXV
El carácter más real o menos real de los hechos tras esa figura
literaria que Herrera elaboró no es, pues, criterio para evaluar la
eficacia de aquélla ni su interés como indicio de las dimensiones
simbólicas de una sociedad. Dicho esto, hay que agregar además que,
en el caso de Herrera y Reissig, esos «hechos» eran mucho más reales
de lo que la crítica estableció, en
otra decisión de evitar datos clamorosos, y sobre los que existía
documentación que a menudo no se publicó.
Si es verdad que la jeringa que aparece en la famosa fotografía
incluida en el reportaje que Soiza Reilly le hace y publica en la
importante revista rioplatense Caras y Caretas en 1907 había
sido comprada minutos antes en una farmacia por Ángel Adami (el
luego célebre piloto aeronáutico, autor de las fotografías) y
contenía agua, no es menos cierto que su esposa, Julieta de la
Fuente, dejó constancia de que su esposo usaba morfina. Algunas de
las trazas de aquella «degeneración», contra la cual elaboraban su
discurso tanto Rodó como Ingenieros, pero de las cuales hacía alarde
Herrera y Reissig, estuvieron pues presentes, tanto en su discurso
como en su vida.
En este caso, la consistencia entre vida y discurso, aunque no deba
ser el rasero para medir lo interesante de los gestos literarios, es
patente. De la Fuente dejó testimonio escrito de cómo el poema
«Tertulia lunática» fue compuesto cuando su marido estaba
(…) convaleciente
de un estado febril ocasionado por una infección de un pinchazo de
una inyección, con 40-42º de fiebre deliraba estos versos sublimes,
mejorando muy quebrado moral y físicamente [sic] con pulso firme,
tuvo tiempo de mandar a la imprenta para su libro Los Peregrinos
de Piedra de puño y letra de él, del cual no pude recuperar el
verdadero original.XXVI
El uso de morfina y el efecto infeccioso de los pinchazos, que
afirma De la Fuente, están confirmados y ampliados, además, por uno
de los médicos personales de Herrera, el Dr. Horacio García Lagos.
Ante consulta personal que se realizó a este facultativo,XXVII
respondió:
(…) que J. H. y
R. padecía de taquicardia paroxística y solía tener coli-hepáticos
más o menos frecuentes. Indicó seguidamente que para ambas
enfermedades se receta y se usa la morfina. Aclaró por otra parte
que él no lo vio usar dicho tóxico ni se lo recetó nunca como
medicamento. Expresó además que J. H. y R. tomaba morfina sin ser o
llevar por este hecho vida de toxicómano. Insistió especialmente en
esta diferencia.
Agregó también
que varias veces fue llamado para abcesos [sic] o forúnculos que
eran consecuencia de infecciones producidas por inyecciones dadas
con falta de higiene. (…)XXVIII
Dos testimonios coincidentes dan pues a Herrera y Reissig empleando
jeringas que «varias veces» le causaron infecciones. Estas jeringas,
por otra parte, contenían morfina, como permite saber un tercer
testimonio directo, dado por escrito por el Sr. Osvaldo Bixio, quien
reconfirma lo aseverado por los dos testigos anteriores:
Yo presencié una
vez cómo Julio Herrera y Reissig se aplicaba una inyección de
morfina en los fondos de un café –que no existe ahora el café. Le
voy a expresar, entre paréntesis, que no era hombre de tertulias de
café, de peñas literarias, como dicen los españoles. Aseguran que
allá en las postrimerías de su vida, sí apareció por las tertulias.
Él no podía tomar café porque le hacía daño, y yo cuando fui al
fondo del café donde habíamos parado en compañía de otras personas,
lo encontré que se estaba aplicando la inyección en una pierna. Eso
le provocaba un poco de sueño, pero amortiguaba el dolor, que
aumentaba bebiendo café.XXIX
La morfina, los delirios infecciosos de un cuerpo enfermo, el
Tratado…, las fotografías estéticamente cuidadísimas que dan los
signos de la bohemia, el dandismo, el cultivo de la diatriba
personal como un arte impersonal, en el que los signos y los sonidos
se sobreponen a la degradación moral del ocasional oponente, son
todos elementos de una misma constelación vital.
Esta estrategia, la quizá inconsciente sabiduría de crearse un
personaje, es absolutamente central en Herrera y Reissig, y quizá su
logro más destacable, comparable al de la poesía que los lectores
más finos vislumbraron desde muy temprano. Ella involucra decisiones
políticas que lo afectaron para siempre, y tenían que hacerlo
especialmente en la sociedad politicocéntrica que él mismo describió
con agudeza ya en 1901. Sobre estas decisiones, y sobre la sucesión
de crisis que se desatan en su vida en el lapso en el que escribe el
Tratado de la imbecilidad..., versa el próximo capítulo.
Notas:
I
La donación de estos manuscritos fue
hecha por la viuda de Julio Herrera y Reissig, Julieta de la Fuente,
en el año 1946, y ellos constituyen la mayoría de los folios
conservados en ese Archivo. Otras donaciones menores fueron
completando el acervo de manuscritos del poeta.
II Alrededor de un 20% del total de estos manuscritos fue publicado
antes de esta edición. Como ha sido dicho, el propio Herrera y
Reissig cita algunos pasajes del Tratado de la imbecilidad…
en su «Epílogo wagneriano a “La política de fusión”, con surtidos de
Psicología sobre el imperio de Zapicán», publicado en Vida
Moderna, tomo octavo, Montevideo: septiembre-noviembre (1902):
19-63. El mismo texto fue reeditado en La Revista Nacional,
año VI, n o 63, (1943): 430-462, y en libro (Montevideo: Claudio
García & Cía.) el mismo año; Roberto Ibáñez transcribe buena parte
de los manuscritos de «El Pudor», que sin embargo no publica. Las
hojas mecanografiadas de tal transcripción están en la Colección
Particular Herrera y Reissig en la Biblioteca Nacional, en
Montevideo. El «Epílogo wagneriano…» se reeditó luego en Poesía
completa y prosa selecta, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978.
Prólogo de Idea Vilariño, edición de Alicia Migdal. En 1989 aparece
una transcripción de dos breves pasajes, por parte de Marcelo
Pareja: «Dos textos», en Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 26,
Montevideo: diciembre (1989): 23-30. Ángel Rama incluye y comenta
dos breves fragmentos del inédito, en su Las máscaras
democráticas del Modernismo (Montevideo: Arca, 1985): 93-98.
Abril Trigo hace una transcripción parcial de «Cuentas y collares»
al cerrar su artículo sobre estos manuscritos: «Una olvidada página
sociológica de Julio Herrera y Reissig», en Hispanic Review,
vol. 59, n.o 1 (Winter, 1991): 25-36. En 1992 Gwen Kirkpatrick
publica un estudio sobre los manuscritos: «La prosa polémica de
Julio Herrera y Reissig", en Revista Nacional, Montevideo,
n.o 238, setiembre de 1992.” Finalmente, en 1992, Carla Giaudrone y
Nilo Berriel transcriben y publican una lectura de buena parte de
los manuscritos de «El Pudor» y «La cachondez»: El Pudor y la
Cachondez (Montevideo: Arca, 1992).
III Dicho sea aquí en beneficio de la
síntesis, pues el uso del término en este caso puede resultar algo
anacrónico, si se considera que la eugenesia recién floreció en Gran
Bretaña (que no en el Río de la Plata) entre 1900 y 1914. Sobre este
tema, y el modo como tal ten-dencia se combatió desde dentro mismo
de la sociología británica por las corrientes no spencerianas, véase
Robert Nye, «Sociology and Degeneration: the Irony of Progress», en
J. Edward Chamberlin; Sander L Gilman (eds.), Degeneration: the
dark side of progress. Nueva York: Columbia University Press
[1985], 303 pp. [p.58].
IV Rubén Darío, «Julio Herrera y Reissig», conferencia en el Teatro
Solís, Montevideo, 11 de julio de 1912. Julio Herrera y Reissig,
Poesía completa y prosas. Edición crítica. Ángeles Estévez,
coordinadora. 1.ª edición (Madrid et. al.: ALLCA XX, 1998):
1309-1312 [1173]. [En adelante esta edición será referida como PCP.].
V
Su primerizo «Canto a Lamartine» de 1898, un folleto que
publica, sí, antes de lograr su madurez como poeta, no cambia la
anterior afirmación. La inclusión de un puñado de sus poemas en la
antología El Parnaso oriental, en 1905, es la publicación más
importante de su poesía en vida del autor. El primer volumen de sus
Obras completas (publicadas por Orsini Bertani en cinco tomos), Los
peregrinos de piedra, el único que llegó a revisar y cuidar,
apareció en Montevideo en mayo de 1910, pocas semanas después de la
muerte del poeta.
VI Diversos testimonios de sus amistades
confirman esto. En particular es interesante el de Osvaldo Bixio,
conservado inédito en el archivo Herrera y Reissig en la Biblioteca
Nacional, que se cita más adelante.
VII En carta a Montagne de 1901 dice Herrera: «Un adjetivo me cuesta
quince días de trabajo. Un verbo, a veces, un mes. Cada soneto me
representa un balde de sudor. (…) Nunca he trabajado más y he
producido menos. Nada me satisface al fin y siempre estoy borrando y
suplantando. (...) Creo que tengo en la cabeza todo el léxico blando
y terciopelero de la lengua a fuerza de lidiar con esos potros de
las palabras que se encabritan en los diccionarios» (Wilfredo Penco,
«Cartas a Edmundo Montagne», en Revista de la Biblioteca Nacional,
n.o 13, Montevideo: abril de 1976: 140-169 [p. 158].
VIII Julio Herrera y Reissig adoptó el
nombre de Julio Herrera y Hobbes, que usó en privado y públicamente
por un breve período, en el año 1901. La tradición de considerar
Obes «españolización corrupta» –como lo dice Herrera– del apellido
inglés Hobbes tenía larga tradición en la familia. Algunos años
antes de que Herrera y Reissig lo adoptase, explícita y públicamente
lo había afirmado en Buenos Aires también su tío, el ex presidente
de la República Julio Herrera y Obes. Una gacetilla sin título de la
sección «Vida Social» de La Razón del 8 de marzo de 1898, p.
1, col. 6, dice: «Otro descubrimiento del Standard bonaerense! El
colega nos asegura que el doctor Julio Herrera y Obes es de
descendencia británica, siendo tataranieto nada menos que del gran
Hobbes, el autor inmortal del Leviathan. El descubrimiento no
llamaría tanto la atención si el colega no hubiera olvidado lo
asegurado por él hace dos años ya: que los Obes eran todos
descendientes de un belicoso jefe irlandés llamado Hobbes!» (La
recuperación de la nota en La Razón se debe a Roberto
Ibáñez).
IX La importancia de este espaldarazo de Rubén Darío está reflejada
en el impacto que le provocó a uno de los más grandes enemigos de
Herrera y Reissig, Horacio Quiroga, quien le confesará en carta de
1912 a Fernández Saldaña: «Me lastimó el disparate de Darío…»
(referido en Wilfredo Penco, op. cit. [148].
X Andrés Demarchi: «El celebrado autor
de “El Enemigo” pide justicia para Julio Herrera y Reissig, y al
efecto dirige una larga e interesante epístola al primer magistrado
del país», en La Razón, Montevideo, 30 de agosto de 1909.
XI Las zonas de discurso a que me refiero aquí pueden resumirse en
un solo concepto, que las abarca: el grado en el cual los
intelectuales y artistas modernistas apostaban a ser parte del
tronco central de la cultura universal de su época. Esto
probablemente suene tan extrañamente desproporcionado a la mirada
contemporánea, que existan incluso resistencias inmediatas a creer
en lo sólido de la tesis. Sin embargo, habría numerosos ejemplos que
podrían ser citados. Cuando Carlos Reyles publique su novela La
raza de Caín, será el propio Max Nordau, uno de los ensayistas
clave en la época, el que le envíe su opinión. Nordau elogia la
obra, menciona otra que trata también el tema de la envidia y que se
acaba de publicar en Alemania, Neid, de Ernst Wildenbruch, y
declara: «las comparaciones se imponen. Pues bien, sobrepasáis en
mucho a nuestro autor alemán por la verdad de vuestro análisis
psicológico, por la sombría grandeza de vuestro arte, por la
sencillez sorprendente de vuestros medios. Si vuestra novela obtiene
el éxito que se merece, os hará célebre de un solo golpe». Carta
reproducida en La Alborada, n.o 152 (Montevideo: 10 de
febrero de 1902). También Rodó despliega todo su arsenal de
contactos ya en 1900, y al regalar y dedicar –y escribir, a veces,
prólogos que orientan la lectura de los destinatarios– cientos de
ejemplares de su Ariel, consigue una segura difusión y un
puesto más que central para su libro, que será comentado en España y
toda Hispanoamérica, y con el tiempo en otros sitios, incluyendo
largas y destacadas reseñas en el Times Literary Supplement y
otros medios londinenses. Véase sobre esto Gerard Aching, The
politics of Spanish American Modernism (Cambridge, Mass.:
Cambridge University Press,1997): 97 ss. También Gustavo San Román,
Rodó en Inglaterra: la influencia de un pensador uruguayo en un
ministro socialista británico (Montevideo: AGADU-Asociación de
Amigos de la Biblioteca Nacional, 2002).
XII Carlos Roxlo, «Julio Herrera y
Reissig», Historia crítica de la literatura uruguaya, t. VII
(Montevideo: Librería Nacional A. Barreiro y Ramos, 1912-1916):
26-49.
XIII José Guillermo Antuña, «La exaltación de un gran poeta», en
La Razón, Montevideo, 13 de julio de 1912.
XIV Aurelio Del Hebrón [Alberto Zum Felde], discurso pronunciado en
el entierro de Herrera y Reissig. En La Semana, año II, n.o
36, marzo 26 de 1910. Es la tesis exactamente contraria a la de
Ibáñez, de Ángel Rama, que siguen luego otros, sobre la inexistencia
de cualquier interés en la vida de Herrera y Reissig.
XV Roberto Ibáñez, «La Torre de los
Panoramas», en Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 13 (abril de
1976): 19-42 [23]
XVI En una carta de enero de 1904, más de un año después de
publicado el «Epílogo wagneriano…», Herrera le mostrará a Juan José
Ylla Moreno su desencanto por la escasa repercusión que la
publicación de los fragmentos del Tratado… en 1902 tuvo entre
los montevideanos, reiterando y agudizando esas críticas de las que
Ibáñez sugiere a Herrera retractándose ya en setiembre de 1902.
Examinamos esa carta oportunamente en esta introducción.
XVII José Olivio Jiménez, en un
concentrado estudio, resume el nudo del problema crítico que ha
provocado este miope dejar de lado lo que parece «superficial» en la
obra herreriana: «¿Tomaba en serio Herrera esos tópicos sémicos, y
los otros, y la suya fue así la obra de un loco genial, de un
delirante, o de un esnobista (todo lo cual de él se ha dicho)? ¿O
los configuraba, los devolvía, de ese crispado modo suyo, en virtud
de una actitud lúcidamente crítica y paródica, y resultaba entonces
el producto de un artista no menos genial, y muy consistente, y muy
moderno, audaz…? La grandeza de este poeta residiría en que fuera
válida, como hoy empezamos a atisbar, esta segunda posibilidad».
José Olivio Jiménez, «Julio Herrera y Reissig», en Antología
crítica de la poesía modernista hispanoamericana: 391-416
(Madrid: Ediciones Hiperión, 1985). Reproducido en PCP: 1310-11.
XVIII Silvia Molloy, quien desarrolla
esta idea, observa que José Ingenieros aplica la categoría de
«simulador» a todos los literatos americanos pasibles de ser
considerados «degenerados» en su momento, «in an attempt to provide
Latin American culture with a clean bill of health». Molloy, «Too
Wilde to Comfort: Desire and Ideology in Fin-de-Siecle Spanish
America», Social Text, n.o 31/32, Third World and Post-Colonial
Issues (1992): 187-201. Un concepto similar desarrollaba ya Ángel Rama: «Más reveladora
que la cacería de «raros» a que todos se entregaron, al menos
literariamente, es la subrepticia limitación aldeana que impidió que
los escritores modernistas aceptaran, y en muchos casos que ni
siquiera vieran, las audacias mayores de esas metrópolis que
acechaban. El naturalismo fue condenado por la mayoría de los
renovadores literarios, en nombre de la moral y las buenas
costumbres, y quienes llegaron a incorporarlo, procedieron a una
cuidadosa des- infección con el fin de edulcorarlo», etc. En Rama,
op. cit. (1985): 89 ss. La afirmación de Rama, interesante de por
sí, no es aplicable al caso de Herrera y Reissig.
XIX Véase Molloy, op. cit., esp. p. 196 ss.
XX Estas afirmaciones, que reflejan
nociones de recibo en la crítica de ese momento, las exhibe sin
suscribirlas Idea Vilariño, en «Julio Herrera y Reissig. Seis años
de poesía», Número, año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950):109-161.
XXI La acumulación de observaciones
críticas que han buscado quitar «importancia» o genuinidad a
aquellos textos de 1900-1902 sería larga. Por ejemplo, refiriéndose
a Herrera y Reissig, dice Teodoro Herrera y Reissig, hermano del
poeta, en una conferencia en donde sienta algunas de estas líneas de
interpretación: «Lo malo [en Herrera y Reissig] consistió a mi ver
en ese constante “épater les bourgeois” de que hiciera gala
demasiado ostensible y que por lo demás debe atenuarse teniendo en
cuenta los factores de hostilidad o indiferencia del medio y la
extrema juventud del poeta de entonces». Teodoro Herrera y Reissig,
«Algunos aspectos ignorados de la vida y la obra de Julio Herrera y
Reissig», en Hiperión, n.o 87 (1943): 2-14 [3]. La segregación de
los textos de Herrera a comienzos de siglo hace también caudal de su
relación con De las Carreras, y le atribuye a éste lo genuino de
ella. Roberto Bula Píriz, responsable luego de la edición Aguilar de
Herrera y Reissig, decía por ejemplo, refiriéndose a los escritos de
crítica sociológica de éste: «Todo esto era en Julio una imitación
de las protestas paranoicas de Roberto de las Carreras». Bula Píriz,
Herrera y Reissig (1875-1910) Vida y obra - Bibliografía -
Antología (Nueva York, Hispanic Institute, 1952): 21. Siguiendo
y consagrando tal mirada crítica, en su en muchos aspectos excelente
artículo dedicado al cenáculo de la Torre de los Panoramas, Roberto
Ibáñez dedica algún párrafo al Tratado… herreriano. Comienza Ibáñez
identificando a los textos producidos por los tiempos del Tratado…
como un «período», que llama «luzbélico», y que dice estuvo
«caracterizado –fuera de la poesía, nunca en ella– por el cultivo
del dandismo, un dandismo de linaje parisiense, con que lo exaltó y
contaminó Roberto de las Carreras, su camarada constante desde la
publicación del pro- vocativo Sueño de Oriente (…)». La separación
del cuerpo central, principal y poético de Herrera respecto de este
«período luzbélico» y la atribución de un rol central a De las
Carreras contribuyen así en Ibáñez a desestimar la originalidad de
los papeles herrerianos de 1900-1902: «Pero, mientras en Roberto el
dandismo era auténtico por entrañable asimilación de los modelos
franceses, en Julio nunca pasó de brillante y pegadizo ejercicio
intelectual, exclusivamente encaminado a la irritación de la
estupidez honorable: juego de inveterado “enfant gâté”, pasatiempo
inocente por lo común, aunque alguna vez ensombrecido por penosas
claudicaciones.
(…)». Abundando en la idea, agrega también Ibáñez: «tributo a un
dandysmo artificial fue también el uso de una nueva signatura, Julio
Herrera y Hobbes (ex-Reissig) que adaptó en la primavera de 1901».
En «La Torre de los Panoramas», Revista de la Biblioteca Nacional,
n.o 13 (abril, 1976): 19-42. [23].
XXII «Psicología Literaria», en Prosas de
Julio Herrera y Reissig, con un prólogo de Vicente Salaverri
(Valencia: Editorial Cervantes, 1918): 99 a 113 [100].
XXIII Sobre la historia del dandi y su esencia de superficie, véase
Françoise Coblence: Le dandysme, obligation d´incertitude
(París: Presses universitaires de France, 1988).
XXIV El escritor Emilio Barreda, que lo
conoció en Buenos Aires, destacó que no había en su persona «nada
que no hiciera pensar en aristocracia»; su íntimo amigo César
Miranda lo recuerda en su «americana negra, plastrón de faya,
sombrero blando y guantes grises», reclinado en su chaise longue y
envuelto en un acolchado de plumas. Su hermana también destaca que,
pese a los apuros económicos en que normalmente estuvo, su figura
personal era de un atildamiento extremo e incluía siempre algún
toque extraño pero delicado.
XXV La nota va acompañada por un gran retrato del poeta, una
fotografía muy calculada estéticamente, en la que Herrera aparece
sentado en un lujoso sillón, rodeado de espesos cortinados y con las
piernas cubiertas por pieles que dan un toque exótico a la imagen y
contrastan con la etérea mirada, perdida en el vacío, del vate.
XXVI Documento manuscrito y firmado por Julieta de la Fuente, en
custodia en la Colección Particular Herrera y Reissig, en la
Biblioteca Nacional, Montevideo.
XXVII La gestión fue notificada el 11 de marzo de 1949 por Silvio
Frugone, quien la había hecho ante García Lagos a nombre del
director interino del Instituto Nacional de Investigaciones y
Archivos Literarios, Carlos Alberto Passos. La carta de Frugone a
Passos está en la Colección Particular Herrera y Reissig.
XXVIII Documento citado en nota anterior. Énfasis agregado.
XXIX Documento mecanografiado, con
numerosas enmiendas manuscritas, entregado por el Sr. Osvaldo Bixio
el 21 de noviembre de 1953 a Clara Silva de Zum Felde. Lo encabeza
una nota firmada por Bixio y certificada por Clara Silva, que dice:
«Estos apuntes puramente confidenciales, se entregan a la Sra. Clara
Silva de Zum Felde, con la única y exclusiva finalidad de usarlos
para el Archivo del Instituto de Investigaciones Literarias que
dirige el poeta Roberto Ibáñez. Los que serán devueltos
inmediatamente, una vez que se haya hecho el uso exclusivo que hoy
se indica». El original sin embargo no fue devuelto, y está en la
Colección Particular Herrera y Reissig de la Biblioteca Nacional.
*Publicado originalmente en el TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PAÍS POR EL
SISTEMA DE HERBERT SPENCER JULIO HERRERA Y REISSIG -
transcripción, edición, estudio preliminar, postfacio crítico y
notas de Aldo Mazzucchelli.
(sigue)
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