| Las ideas, mi querido Montagne –¡eso no es nada! lo que falta 
			siempre es la palabra– el rubí, la corchea, el 3/4, el compás, la 
			línea justa, el brochazo genial –el epíteto, el verbo, el giro 
			onomatopéyico (…) Para nosotros la palabra es todo; sin ella no hay 
			literatura, no hay arte fino, no hay filigrana, no hay lo que se 
			quiere expresar.
 Julio Herrera y Reissig -
 Carta a Edmundo Montagne, 1901.
 
 
 Y además, lo que yo escribo en estos momentos es tan hijo de la 
			risa como de la ciencia. Bien que Voltaire haya dicho de la risa que 
			es una ciencia burlona… Por otra parte mis constataciones son 
			hipótesis de hipótesis como dijo el filósofo, y esto te servirá de 
			consuelo,
 lector bizantino, colorado o blanco.
 Julio Herrera y Reissig -
 Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de Herbert 
			Spencer.
 
 
 Estudio Preliminar
 En la Colección Particular Herrera y Reissig del 
			Departamento de Investigaciones y Archivo Documental Literario de la 
			Biblioteca Nacional, en 
			Montevideo, se encuentran, custodiados dentro de un conjunto de 
			unas cinco grandes carpetas plásticas, un total de 586 folios de 
			prosa, manuscrita entre los años 1900 y 1902.I Escritos con tinta lila y tinta negra sobre toda clase de 
			superficies –hojas de libro contable, reverso de mapas, tiras de 
			papel diario, al reverso de formas de una compañía de telégrafos, o 
			aun como series parásitas garabateadas a continuación de otros 
			textos y ensayos del propio autor–, de su lectura se desprende que 
			tal prosa reúne una obra unitaria, el Tratado de la imbecilidad 
			del país por el sistema de Herbert Spencer, que incluye además 
			algunos ensayos laterales, sobre el mismo tema, y escritos en el 
			mismo estilo y momento. Además de ello, se conserva una larga serie 
			de anotaciones preparatorias que están, en buena medida, refundidas 
			luego en el cuerpo de los capítulos terminados. Tres textos 
			circunstanciales están ligados temáticamente a ese conjunto y 
			completan esta zona de los manuscritos, sin ser, sin embargo, parte 
			del tratado: un diálogo –incompleto, pues uno de sus folios está 
			perdido– entre Roberto de las Carreras y 
			Herrera y Reissig titulado «Prolegómenos de una epopeya crítica 
			- A la manera de Platón» y dos violentas diatribas inéditas 
			dedicadas a intelectuales del momento: una contra Guzmán Papini y 
			Zas, otra contra Víctor Pérez Petit.
 Herrera y Reissig citó algunos 
			avances de su Tratado de la imbecilidad… en un texto que hizo 
			conocer en septiembre de 1902 («Epílogo wagneriano a “La política de 
			fusión”, con surtidos de Psicología sobre el imperio de Zapicán»), 
			anunciando entonces la publicación del total de aquella obra, un 
			acontecimiento respecto del que tenía cifradas grandes esperanzas, 
			pero que nunca cristalizó.
 
 La reunión, el desciframiento, la ordenación y publicación, algo más 
			de cien años más tarde, de esos manuscritos, que de forma completa 
			se realiza en este volumen por primera vez,II 
			permite ubicar y mostrar una íntima consistencia entre dos 
			cuestiones que hasta ahora parecían separadas: el aislamiento 
			respecto de las líneas hegemónicas de su sociedad, tanto en términos 
			intelectuales como políticos, que experimentó
			Herrera y Reissig durante su 
			corta vida, por un lado. Por el otro, el aislamiento al que la 
			corriente central de lectura crítica posterior destinó esta obra en 
			prosa de Herrera y Reissig, 
			del período 1900-1902, segregándola del resto de su trabajo y 
			estableciendo una especie de cuarentena sobre aquellos textos 
			desafiantes.
 En el lapso de esos tres años de apertura del siglo, además 
			de vivir una agitada vida intelectual montevideana que incluyó no 
			solo el avance de la nueva estética «modernista» en esa ciudad, sino 
			también alianzas, rompimientos y hasta alguna muerte trágica,
			Herrera y Reissig atraviesa 
			una crisis personal amplia y profunda, que tiene varias aristas. En 
			el nivel físico, para empezar –pues su salud experimenta entonces la 
			primera de una serie de complicaciones graves que terminarán por 
			matarlo al cumplirse una década justa–; en el nivel ideológico –es 
			entonces que abandona su fe partidaria, se ve a sí mismo para 
			siempre en el llano, y elabora su distancia crítica respecto del 
			funcionamiento de la política y del Estado en su país–; en el nivel 
			filosófico y estético –en diálogo con Roberto de las Carreras, con 
			quien traba amistad al comenzar tal período, produce su renovación 
			del romanticismo al esteticismo «modernista» y desarrolla su propia 
			lectura satírica de la vida mental de su «Tontovideo»–; y en un 
			plano que podríamos llamar íntimo –el nacimiento de una hija natural 
			a mediados de 1902 lo enfrenta con decisiones y angustias que 
			parecen haber tensado su credo filosófico y su ética, y que dejarán 
			trazas en parte de su obra y en su correspondencia–. Finalmente, su 
			economía se ve también sacudida –su apartarse (obligado o 
			voluntario) de la vida política lo dejará al margen de los empleos 
			estatales que la mayor parte de los intelectuales de su generación 
			usufructúan, poniendo a Herrera, uno de los primeros «literatos 
			profesionales» en la historia de 
			Uruguay, en muy precarias condiciones materiales, cuestión que 
			nunca logrará resolver.
			La confluencia de todos estos factores deja a
			Herrera y Reissig desocupado, 
			obligado a largas convalecencias y con tiempo para escribir; 
			contrariado, además, con el medio político que les daba la espalda a 
			él y a figuras y tradiciones del pasado por él respetadas; y en 
			estado de estimulación respecto de problemas sociológicos, 
			culturales e ideológicos de la sociedad montevideana, cuestiones 
			sobre las que sin duda Roberto de las Carreras ejerce, al comienzo, 
			un efecto catalizador.
 Es en medio de este panorama que
			Herrera se propondrá 
			escribir un «tratado» de acuerdo con los principios de la ciencia de 
			su momento. La idea era, según el propio autor dice a un 
			corresponsal en una carta de 1901, preparar «un estudio psico-fisiológico 
			de la raza y un examen crítico de sus manifestaciones emocionales e 
			intelectuales». Pero lejos de reducirse a un aséptico examen 
			científico de la civilización uruguaya, el texto se movía también 
			tras una intencionalidad menos desapasionada, como lo prueba el 
			mismo Herrera y Reissig, 
			quien advierte enseguida: «Destrozo en él a esta sociedad, imbécil y 
			superficial».
 
 El tratado resultante está tachonado de descripciones y enfoques de 
			espíritu naturalista. Siguiendo el método de los ensayos 
			sociológicos, psicológicos y antropológicos de Herbert Spencer, 
			quiere probar Herrera que existen dos 
			grandes grupos de causas que han llevado al provincianismo mental y 
			cultural de la sociedad montevideana, de la que se siente cada vez 
			más ajeno: la influencia del ambiente natural sobre el carácter y la 
			civilización (que llamará, en uno de sus ensayos,
 «Parentesco del hombre con el suelo») y la influencia de las razas 
			que confluyen en el territorio uruguayo (que acremente analizará, en 
			dura línea eugenésica,III  
			especialmente en el capítulo «Etnología - Medio Sociológico», y 
			también en el ensayo «Los Nuevos Charrúas»).
 
 Los dos textos mencionados en primer término en el párrafo anterior 
			estaban destinados a sentar las bases, los principios científicos 
			que se seguirían en la consideración del tema elegido. A partir de 
			esos ensayos o capítulos preparatorios –los cuales ya, sin embargo, 
			incluyen numerosas digresiones–, el texto cambia y se estabiliza, 
			para entrar decididamente en el anunciado análisis «psicofisiológico» 
			del carácter emocional e intelectual de los uruguayos, cuerpo 
			central del Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de 
			Herbert Spencer, que se verá nutrido por largas descripciones de 
			la conducta de sus contemporáneos en una amplia diversidad de 
			ámbitos, de lo cultural y lo político, a lo más íntimo y recóndito 
			de la vida privada.
 
 La escritura 
			de este tratado no está separada de indicios, peripecias y 
			decisiones que impregnaron la vida de Herrera y Reissig entre los 
			años 1900 y 1902, hasta el punto de que su vida parece aparecer 
			enlazada en los textos; los textos convertidos en la real peripecia 
			de su vida. Si vida y obra, la experiencia vivida y la tersa y 
			cuidada superficie de imágenes y textos, tienden a fundirse en ese 
			especial período, dan en ello muestra no de una debilidad o una 
			vaciedad del hombre, sino por el contrario el indicio de una 
			imbricación de Herrera y Reissig con esa nueva máscara de 
			intelectual/artista que fue pionero en construir en su sociedad. 
			Para ello, lejos de haber afrontado con ligereza las cuestiones que 
			tensionaban su proyecto vital –su acción política o su abandono de 
			ella, su orientación intelectual y cultural, el modo en que 
			organizará su inserción social, lo cual involucra su supervivencia 
			económica y su independencia para escribir–, tomó respecto de esos 
			campos decisiones que lo marcaron hasta su temprano fin. Las tomó 
			mientras luchaba con una enfermedad que lo obligó a enfrentar una 
			anticipada conciencia de su propia muerte, y a negociar con ella su 
			tiempo y su trabajo.
 
 Para considerar estos asuntos, en este estudio preliminar 
			repasaremos primero la cuestión que organiza las demás: el modo en 
			el que se nos revela la mezcla entre su biografía privada y su 
			persona pública, o el modo en que, como lo dijo Rubén Darío al hacer 
			su panegírico del poeta, en 1912, Herrera y Reissig «sufrió (…) la 
			tristeza correspondiente a su hipersensibilidad, a su intravisión 
			del mundo y a su inadaptación de las cosas corrientes de la vida».IV
 
 Al repasar estos aspectos puede verse que el dandismo, el 
			distanciamiento del ambiente y el tipo de ideas que adoptó y 
			desarrolló, lejos de ser ejercicio superficial e impostado, fue en 
			cambio el resultado de su aguda conciencia intelectual de los frenos 
			e incapacidades de su provinciano entorno. Sus posturas intentaron 
			ser un llamado –por la vía no sólo de la palabra, sino de la 
			performance, a través de una máscara pública que elaboró en 
			conjunto con Roberto de las Carreras– a corregir tal rumbo, a 
			acelerar la modernización, apostando a la asunción de una madurez 
			cultural y productiva que hiciese posible la consumación de una más 
			intensa y completa «occidentalización» cultural y mental de su 
			sociedad.
 
 I. La
			
			escritura afiligranada de una inasible persona pública El extraño proyecto vital de Herrera y Reissig se 
			aparece a los ojos de quien se asoma a él, hurgando en papeles y 
			datos biográficos, como mezcla de destino y deliberación agudísima, 
			de impulso y gélida estrategia. Elabora su máscara pública siguiendo 
			un sistema de avances y cautelas. Su imagen visual es cuidadamente 
			divulgada en revistas ilustradas de 1902 en adelante; deja ver 
			poemas en revistas, pero jamás publica un solo libro;V
			antes de publicar su propia obra –es decir, durante todo 
			el tiempo en que estuvo vivo– escribe prólogos como lo haría un 
			poeta consagrado; edita una revista literaria en la que se reserva 
			las potestades de juez; divulga sus opiniones sobre sus pares 
			–aprovechando para ubicarse él mismo más allá de los problemas e 
			insuficiencias que denuncia– en abundante correspondencia privada; 
			participa en intrigas y polémicas desde la sombra; es su pluma 
			lunáticamente agresiva, más de una vez, la que inspira –o 
			directamente escribe– el texto de los que se retarán a duelo; aunque 
			no se da en libros, abunda en la prensa, sobre todo como mencionado; 
			son escasas las polémicas en las que él directamente participa, pero 
			es el objeto de algunas importantes, que se organizan a propósito de 
			él; funda sucesivos cenáculos de los que todo el mundo que debe 
			saber, en la ciudad, sabe y todos saben que él es en ellos el 
			pontífice; sus amigos cercanos se decantan entre los que a lo sumo 
			pueden alcanzar a elogiarlo con talento, y traba relaciones de 
			calculada distancia con los que tienen talento propio –Quiroga,
			Rodó, Reyles, Ferrando, Vasseur, y 
			finalmente también De las Carreras–; se cambia el nombre y 
			escandaliza a la sociedad. En general, no pierde oportunidad de 
			actuar un papel de literato decadente, sin que por ello deba sacarse 
			la conclusión, demasiado simple y lineal, de que tal actuación 
			implica que deba buscarse insinceridad o artificio en ello: los 
			frutos de tal actuación son, precisamente, lo interesante y lo 
			productivo de frente a su contexto de época y sociedad.
 
 Al tiempo que Herrera y Reissig toma las decisiones enumeradas en el 
			párrafo anterior, distribuye la información respecto de ellas por 
			carriles siempre más o menos indirectos. Anuncia que publicará un 
			tratado terrible, pero nunca lo publica; escribe una y otra carta 
			para demoler a un burócrata, pero no las envía (pero las guarda 
			entre su papelería, con destino a la posteridad); moviliza a sus 
			amigos para que expandan sus hazañas poéticas, pero –tímido y 
			misantrópico– se deja ver escasamente en los cafés y demás lugares 
			en los que la práctica literaria y cultural se hace sociabilidad;VI 
			escribe dos, tres diatribas, acumulativos y recamados camafeos del 
			insulto (contra Papini y Zas, contra Víctor Pérez Petit, 
			probablemente contra Vasseur…); en el caso de Papini, envía la 
			diatriba a Federico Ferrando, quien luego la refundirá –en un estilo 
			mucho más aburrido– en un artículo de periódico, el último que 
			escribirá Ferrando, pues, como se sabe, su polémica con Papini y Zas 
			indirectamente le costará la vida.
 
 Entonces, Herrera y Reissig, ahora públicamente, dirá un discurso en 
			la tumba de Ferrando en el que lamenta el accionar del destino sobre 
			un talento en ciernes. Antes, había informado a
			Quiroga –de quien, no 
			obstante, habla pestes en privado– de sus planes respecto a este 
			Tratado de la imbecilidad…, de modo que
			
			Quiroga lo difunda –vía Ferrando– en un periódico salteño. A lo 
			largo de los últimos diez años de su vida, esta estrategia se 
			repetirá una y otra vez. Herrera es un personaje público que casi 
			nadie ve, una carga de profundidad que explotará tardíamente, 
			después de su muerte.
 
 Todas estas maniobras de construcción de una máscara social se 
			alimentan de un mecanismo fundamentalmente negativo: si segrega 
			textos que –como los de Roberto de las Carreras, que además los 
			publica– comprometerían del todo su viabilidad dentro de los 
			mecanismos de la legitimación literaria, esos textos serán 
			administrados con grandes reticencias. Hay una cautela, una 
			restricción, que domina en Herrera y Reissig y está ausente en De 
			las Carreras. Se amenaza con esos textos, se los anuncia, se los da 
			en cantidades homeopáticas; se es calculador con nombre y apellido 
			en las cartas, y calculador alusivamente en los periódicos. La 
			interpretación de tal actitud está abierta. Claramente no se trata 
			de una conspiración, quizá tampoco de esencial deshonestidad: se 
			trata acaso de una aritmética intuitiva, de un destino literario que 
			procede por partes y que la individualidad cumple como puede.
 
 Al mismo tiempo, una severísima ética de la
			escritura 
			domina la vida creativa de Herrera y Reissig, quien estudia la 
			materia del lenguaje 
			y llena de ella libretas y cuadernos. Ochenta y cuatro páginas de 
			apuntes sobre textos de Renan y Guyau; ciento veintiuna páginas, en 
			letra menuda, de estudios minuciosos del
			
			lenguaje de otros poetas y prosistas: Rubén Darío, Horacio, 
			Martínez de la Rosa, Pablo el Silenciario, Meleagro, Safo, 
			Chateaubriand, Grimm, poesía hindú, Lamartine, Homero, Petrarca, 
			Turguenieff, Gautier…; listas y listas de adjetivos, de versos, de 
			rimas; centenares de páginas de apuntes sobre Goethe, sobre un 
			estudio de Saint Victor que analiza las figuras femeninas del 
			Fausto, y sobre otros ensayistas. Y sobre todo, decenas de hojas 
			sueltas con vocabularios, términos raros para emplear en su propia 
			poesía y prosa; atento al sonido, ordena su pesca de palabrerío por 
			cantidad de sílabas, no en orden alfabético. Los frutos siempre 
			estuvieron a la vista en su poesía. Y su Tratado… de nuevo lo 
			confirma ahora: es una continua sorpresa al oído, y rara vez no se 
			encuentra, olvidada en el diccionario, la palabra extraña que el 
			erudito terminológico Herrera y Reissig quiere poner en ese arsenal 
			de materia poética y de ideas. Esa ejercitación en la técnica de la 
			letra es parte de su silencio editorial.VII
 
 El montaje de tal imagen pública se aceita relativamente tarde, en 
			una vida corta. A los 24 años funda su primera revista literaria y 
			se instaura como crítico. A los 25 años cumplidos se hace llamar, 
			por unos meses, Herrera y Hobbes,VIII 
			reivindicando para sí la prosapia –y sobre todo la asumida crueldad 
			de la visión social– del autor del Leviathan. Organiza con De 
			las Carreras un sistema de calificativos mutuos y convoca a sus 
			amigos –correa de transmisión de su genio durante su vida y después 
			de su vida– para que informen al resto de la ciudad. Intenta –sin 
			ninguna fortuna– contactos con el exterior que le den el apoyo que 
			precisa de parte de críticos y escritores de más renombre. Unamuno 
			lo desprecia, Zeda se ríe de él. Darío llegará con su mano extendida 
			un año y medio después de que Herrera haya muerto.IX
			
			 Rodó –en su suave estilo– 
			le niega todo, y él le niega todo a
			Rodó con su estilo 
			áspero e insidioso.
 
 Pero no publica. Sigue elaborando la madeja, busca que cada bloque 
			de su mosaico literario encaje. Es un prodigio de proyección. Rubén 
			Darío es el primero que se da cuenta de que Herrera ha construido 
			una máscara y se ha transformado en ella. Críticos que vienen muchos 
			años después asumen la idea de la máscara, pero dejan de lado la 
			idea de que Herrera se haya transformado en ella, y lo consideran un 
			«simulador» de decadencia sin tragedia propia, pero con talento para 
			hacer versos. Lo convierten en un dandi falso, en un imitador, 
			abocado a la siempre inútil tarea de «espantar al burgués», en un 
			poeta lleno de sonidos propios pero sin ideas propias –como si una 
			cosa pudiese darse sin la otra.
 
 En ese camino hacia la elaboración de una persona pública que 
			pudiese apelar a toda una sociedad entrando en ella por caminos 
			distintos de los más transitados, su más conocido cenáculo, la Torre 
			de los Panoramas, es su tarjeta de visita: aunque casi nadie más lo 
			visitará allí después de 1904, él la mantendrá «abierta». Andrés 
			Demarchi, en carta pública que envía en 1909 al presidente Claudio 
			Williman,X 
			 cuenta, patético, 
			cómo encontró a Herrera y Reissig solo, a su regreso de una misión 
			diplomática. Todos los demás del cenáculo, todos ellos quizá sin 
			talento especial, habían hecho su camino en la política, la 
			diplomacia o el foro. Herrera no tenía empleo ni sitio alguno de 
			acuerdo con los códigos oficiales. Demarchi lee a Herrera en clave 
			de fracaso: «No lo han reconocido». Habrá otro «reconocimiento» de 
			más largo aliento, pero con toda naturalidad es del caso que Herrera 
			no lo sospeche. Poco antes del fin le dice a su esposa, confirmando 
			el andar a tientas: «No quiero morirme así, sin haber hecho nada».
 El aislamiento herreriano como resultado de su 
			estrategia de persona pública
 
 
 Estos textos de Herrera y Reissig son el lado escrito 
			de las decisiones vitales que toma en esos primeros tres años del 
			siglo. Se aparta realmente de la política, con costo económico y 
			social para él; se juega por un decadentismo que armoniza natural y 
			no impostadamente con su precaria salud y su nueva visión, las que 
			lo marginan del discurso central de su tiempo. La mirada, entre 
			severa y condescendiente, que la crítica elaboró sobre su 
			aislamiento, su morfinomanía o sobre la misantrópica superioridad 
			aristocrática de la que hizo gala, convirtió a todos estos 
			desafiantes asuntos en desafilados aspectos anecdóticos. Esa 
			condescendencia echada sobre tales dimensiones de la vida de Herrera 
			y Reissig, que es actitud central en la mirada establecida sobre 
			este personaje, puede ser el indicio del modo como el
			Uruguay 
			neutralizó aquellas zonas del discurso del Novecientos que no pudo 
			asimilar.XI
 
 Hay que decir, no obstante, que fue el propio Herrera y Reissig 
			quien inició el aislamiento y el desconocimiento sobre algunas de 
			las dimensiones de su pensamiento que le seguirían después de morir, 
			por la vía de esa acción pública ya descrita, extremadamente 
			indirecta. Su aislamiento surge, inicialmente, del rechazo de una 
			sociedad menos compleja ante su marcado elitismo, cuyas posibles 
			razones una Montevideo 
			concentrada en su propio desarrollo material está lejos de tener 
			interés, y quizá tiempo, en entender. La común evaluación que de 
			Herrera y Reissig hizo a su turno tal sociedad está dada en la 
			palabra de un testigo directo de los hechos, Carlos Roxlo, quien 
			dice en su Historia crítica de la literatura uruguaya, en 
			1914:
 
 El egoísmo, 
			por sacro que sea, se ahoga en nuestro ambiente. No simpatizamos con 
			los que se aíslan, aunque su aislamiento sea una fulgurosa 
			ascensión. Queremos al hombre, aunque el hombre se aparte del nivel 
			común, hermano de los hombres en sus luchas por el progreso material 
			o efectivo de la patria y de la ciudad. El orgullo de los que se 
			desprenden de la caravana, mirando con desdén el prosaísmo de 
			nuestros goces y de nuestras penas, nos parece un ultraje y una 
			deserción. Lo artificioso; lo que alardea de aristocrático; lo que 
			quiere treparse sobre nuestros hombros de obreros ennegrecidos por 
			el hollín de las fraguas del hoy –fraguas de que saldrán los 
			tirantes de hierro de lo que viene– se nos antoja un insulto 
			insufrible a la verdad y a la democracia. Es por eso que, siendo el 
			más brillante y el más original de nuestros rimadores de última 
			data, fue el menos popular y el más discutido de todos ellos Julio 
			Herrera y Reissig.XII
 
 Los juicios resumidos por el pasaje de Roxlo no obstaron a que las 
			maniobras de incorporación del capital simbólico generado por 
			Herrera y Reissig fuesen llevadas adelante por tal sociedad 
			inmediatamente a la muerte del autor.
 
 En 1912, con ocasión de la venida de Rubén Darío a
			Montevideo y del discurso 
			que sobre Herrera y Reissig pronunció entonces, un ex integrante del 
			cenáculo herreriano devenido en periodista escribe en La Razón, 
			y da conceptos que son especialmente interesantes por el temprano 
			momento en que fueron escritos:
 
 Era un 
			público numeroso, más o menos selecto, pero público diverso al fin, 
			el que victoriando el nombre del gran poeta compatriota, olvidaba 
			noblemente aquel su gesto de agria misantropía y su despectiva 
			indiferencia hacia las cosas circundantes. Ninguna razón seria ha de 
			atribuir al ambiente en que su genio vegetara, la causa egoísta y 
			oscura de su adversidad. Es el mismo caso de Oscar Wilde que Darío 
			considerara con talento y profunda discreción cuando terminaba su 
			estudio sobre el elegante esteta inglés diciendo: Jugó al fantasma y 
			llegó a serlo inesperadamente.XIII
 Según este artículo, no hay «razón seria» en el ambiente 
			para las actitudes de Herrera resumidas en su Tratado de la 
			imbecilidad del país. El poeta habría practicado un «juego» que 
			terminó atrapándolo y convirtiéndolo en el personaje que él mismo 
			«artificialmente» ideó. Apenas desaparecido Herrera,
			Montevideo decidía así ya 
			«perdonarlo», incorporarlo en su panteón literario y usufructuar el 
			capital simbólico que él, en gran medida contra la ciudad, había 
			generado. Un problema evidente en esta primera valoración es que el 
			«juego» era lo único real y posible en la cosmovisión de Herrera y 
			Reissig; algo vacuo, en cambio, para la solemne cortedad de aquel 
			imaginario montevideano.
 Aurelio del Hebrón (Alberto Zum Felde), en su famosa oración fúnebre 
			con la que interrumpió (y dio fin) a los discursos programados en el 
			entierro de Herrera, sintetizó ya ese día todo este problema que 
			surge de la imposibilidad de asimilar la postura vital del autor del
			Tratado de la imbecilidad del país, aunque se asimile su 
			literatura (intentando separarlas), cuando deslizó: «Yo sé la frase 
			que está ahora en muchos labios: “reconocemos su talento, pero 
			creemos que su vida ha sido un error”. ¡Mentira! Lo más grande que 
			ha tenido este hombre es su vida».XIV
 
 La misma permanencia mayormente inédita de parte de su acervo de 
			manuscritos, de los cuales ni siquiera se conocía exactamente que 
			constituían un libro prácticamente terminado, muestra el sesgo con 
			el cual esta incorporación de lo que Herrera y Reissig produjo fue, 
			no obstante, hecha.
 
 Roberto Ibáñez, pionero en realizar extensos y precisos estudios 
			documentales y biográficos sobre Herrera y Reissig, y custodia 
			material de los manuscritos durante décadas, resume, en un párrafo 
			que dedica a estos papeles, esa visión condescendiente sobre ellos 
			que se encuentra también otras veces, explícita o en sordina, en 
			otras voces de la crítica herreriana:
 
 La obra, en que 
			se escarnecía a los hombres de mayor boga o trascendencia en el 
			ambiente político, social y literario del Uruguay –incluso a Rodó–, 
			sumaba más páginas que méritos (llegó a las seiscientas como pude 
			verificarlo al ordenar los originales) y más riesgos que páginas.
 
 El mismo crítico, habitualmente preciso y documentado en cada una de 
			sus palabras, al continuar su párrafo desliza, sin embargo, la 
			inexacta noción de que el «Epílogo...» es en realidad una especie de 
			resumen pulido del Tratado de la imbecilidad del país, fruto 
			del retroceso o arrepentimiento de Herrera y Reissig:
 
 Julio 
			concluyó por retroceder y empezó a pulir y condensar distintos 
			fragmentos, purgándolos de onerosas malignidades. Así compuso el 
			«Epílogo Wagneriano», que terminó y dio a la estampa un año después 
			en «Vida Moderna» (Montevideo, setiembre de 1902).XV
 
 Esta consideración, que incluye una muestra privilegiada de la 
			mencionada condescendencia para lo que se consideran aspectos 
			pasajeros o no genuinos de su historia personal e intelectual, y que 
			atribuye a Herrera y Reissig una voluntad de «retroceder» que en 
			ningún momento existió, de acuerdo con testimonios posteriores del 
			propio Herrera,XVI revela ese 
			peculiar punto de vista al que nos referíamos al principio, y que ha 
			sido elaborado sobre todo por la crítica uruguaya que se ocupó 
			década tras década del poeta. Se trata, para decirlo sintéticamente, 
			de un punto de vista que procede separando lo «real» de lo 
			«artificial», y descartando lo que, primero, ha decretado mera 
			imitación sin sustancia.XVII 
			Esta distinción se encuentra, repetida una y otra vez, en distintos 
			críticos que se han ocupado de Herrera y Reissig, y particularmente 
			de su trabajo de los años 1900 a 1902. La repetición de tal 
			distinción opera como un narcótico interpretativo que elimina el 
			filo de los textos en prosa más agudos de Herrera y Reissig, los que 
			precisamente por ello no fueron considerados dignos de publicación.
 
 El concepto de «simulador»,XVIII 
			empleado con centralidad por algunos ensayistas argentinos del 
			cambio de siglo, es interesante antecedente respecto de esta actitud 
			recelosa hacia los lados menos aceptables para la conciencia 
			finisecular americana de los productos culturales transoceánicos. Un 
			libro de José María Ramos Mejía, quizá el más importante ensayista 
			del positivismo argentino, se llama precisamente Los simuladores 
			del talento en las luchas por la personalidad y la vida (1904). 
			José Ingenieros, por su parte, empleó el concepto
			–en su práctica clínica– como herramienta que diferenciaría a 
			aquellos perversos «reales» de otros que simplemente «simulan» una 
			perversión que «en realidad» no poseen.
 
 Los principales intelectuales de la modernización en el cambio de 
			siglo –Martí, Darío, Rodó…– habrían filtrado algunos aspectos de esa 
			cultura europea en su recepción americana, ofreciendo su lectura de 
			tal tradición que, a la vez que la incorporaba, la despojaba de 
			elementos potencialmente «degenerados» –empleando el término del 
			archifamoso, por entonces, libro de augurio de la decadencia final 
			de la cultura occidental, publicado por Max Nordau, Entartung 
			('Degeneración')–, en un intento de edificar y mantener una versión 
			«sana» de la flamante cultura autónoma Hispanoamericana.XIX
 
 Esa tendencia a cultivar una autoimagen «saneada» parece haber 
			pasado a la crítica continental y nacional del
			Uruguay, la que debería 
			entonces, siguiendo en ese rumbo de cautelas, excluir la noción de 
			que la decadencia y el desafío pueden haber sido más que meras poses 
			en algunos de los artistas verbales del Novecientos, especialmente 
			aquellos que se revelaban excéntricos a la opción profiláctica antes 
			descrita, como Herrera y Reissig o De las Carreras. Siguiendo esa 
			aproximación, la «simulación» que habría hecho Herrera y Reissig de 
			un dandismo y un decadentismo repetidamente calificados por la 
			crítica de «falsos» asegura que no habrá problema en integrarlos en 
			sus otros aspectos aceptables al canon literario e histórico.
 La deformación de la figura incluye hasta una desautorización de la 
			dimensión personal de la crisis herreriana. Siguiendo las pésimas 
			intuiciones de Osvaldo Crispo Acosta (Lauxar), pionero en 
			éstas ya en 1914, se ha llegado a afirmar también que Herrera y 
			Reissig padecía de un «vacío interior», y que no tenía una «voz 
			propia», sino que era un «instrumento a disponibilidad», juzgándolo 
			como «un artista extraordinario y una corta dimensión humana»,XX 
			lo cual postula cierta imposibilidad que no es fácil defender y que 
			deroga deliberadamente todo lo que en Herrera no sea una sabiduría 
			formal misteriosa y en último término estéril.XXI
 
 Hay en cambio una consecuencia perfecta entre la crisis vital que 
			sufre Herrera entre 1900 y 1902, su emocional y extrema reacción 
			ante la visión de la muerte, y su intensa lucidez estética, que no 
			oculta su desdén y su desprecio por la incomprensión general que lo 
			rodea, vertida en cartas ásperas, como una a Montagne en que 
			destroza Los arrecifes de coral de
			Quiroga. Hay consecuencia entre 
			la cosmovisión positivista en que se mueve como pez en el agua 
			Herrera ya al escribir su Tratado de la imbecilidad… y su 
			concepción estética más refinada, que está expresada con 
			sorprendente precisión en sus dos mejores ensayos sobre estética: 
			«El círculo de la muerte» y «Psicología 
			literaria», refundición parcial del anterior. Ambos, aunque 
			publicados, están olvidados y parecen no haber sido interesantes 
			sino para unos pocos de sus críticos. En ellos, Herrera se pregunta 
			por la aparente paradoja de que a una evolución general de la 
			humanidad en términos físicos no la acompañe una pareja evolución 
			estética y del gusto, y vuelve a postular la existencia central de 
			una función inquietante, desafiante, del
			arte. En ellos 
			expresa su desdén por cualquier comprensión del arte verbal que 
			proceda separando significante y significado, intentando 
			explicaciones «matemáticas» del poema: «¿Qué es la idea sin el 
			signo? ¿Qué es el signo sin la idea? Y bien, todo es idea, y todo es 
			signo».XXII
			 Su positivismo 
			ecléctico, base de un misticismo monista en el que la materia es 
			espíritu y el espíritu es materia, se ha trasladado a su
			lenguaje, lo ha 
			orientado a abandonar todo binarismo –dualismo– crítico.
 
 
 ***
 
 
 Retomando los caminos por los cuales parte importante 
			de la crítica herreriana ha desviado la mirada de su obra de 
			aquellos años 1900-1902, puede observarse que la mera idea de un 
			dandi falso suena como una contradicción en los términos, al ser el 
			dandismo por definición ejercicio de máscara, rol que se agota en su 
			superficie.XXIII 
			Si la esencia 
			del dandismo está en la deliberada exhibición del refinamiento, éste 
			puede reconocerse en Herrera y Reissig tanto en su figura personalXXIV
			como en el manejo que hizo –y que permitió y estimuló que otros 
			hicieran– de lo que anacrónicamente, pero en bien de la síntesis, 
			llamaremos su imagen pública.
 
 Más aún, parece descaminado intentar derogar la legitimidad de tal 
			imagen pública de un literato acusándola de «ficticia»: precisamente 
			en ese carácter ficticio es que consiste tal imagen. ¿Cómo 
			determinar el grado de «ficción» o de «elaboración» de la postura 
			vital de Rimbaud, de Baudelaire, de Verlaine, de Tristan Tzara, de 
			Filippo Marinetti…?
 
 Son parte de la historia de la 
			literatura, es decir, de la historia de uno de los modos 
			imaginarios de elaborar significado por parte de grupos humanos. Su 
			vida y su presencia –incluso sus nombres– son artefactos culturales, 
			y como tales cumplen su rol: presentan aspectos de la
			cultura que 
			la sociedad no ha podido integrar como propios, y al hacerlo hay, a 
			la vez, una colaboración entre inconsciente y deliberada de las 
			personas que los encarnan. Por cierto que tal rol, en parte el 
			antiguo rol del chivo expiatorio que carga con las oscuridades de la 
			comunidad, tensiona y extrema los resortes psicológicos de quienes 
			son sus actores.
 
 Herrera y Reissig y su círculo no fueron ajenos ni inocentes a la 
			creación de tal clase de imagen pública, cosa que acompañaba 
			naturalmente su deseo de independizarse de todo otro oficio para 
			vivir como literatos profesionales, lo que aquella generación se 
			propuso de modo pionero en estas regiones sudamericanas. Herrera 
			será consistente en los signos que difunde respecto de su persona. 
			La profesional mise en scène de Herrera incluirá, desde 
			constantes referencias a dimensiones culturales de curso universal 
			(y no local) y el uso de notorias pieles y recargados decorados 
			art nouveau en algunas de sus fotografías, hasta una explícita 
			representación de su –completamente real, sin que ello implique 
			mérito o demérito alguno– uso regular de la morfina.
 
 Herrera y Reissig transmitió pues, de modo deliberado, una imagen 
			visual de elegancia, cuidadamente distante, que mezcló con 
			ingredientes de bohemia. Una y otra vez, desde la visualmente 
			pionera publicación del artículo «En el cenáculo», de Vicente 
			Martínez en la revista La Alborada, en 1903, todos los 
			elementos simbólicos –en texto e imagen– de que Herrera y Reissig se 
			rodeó confluyen a construir tal figura, grávida de aquellos signos 
			que serían descodificables (entonces o en el futuro) por las zonas 
			más cosmopolitas de lectores e intelectualidad, a las que siempre se 
			dirigió.XXV
 
 El carácter más real o menos real de los hechos tras esa figura 
			literaria que Herrera elaboró no es, pues, criterio para evaluar la 
			eficacia de aquélla ni su interés como indicio de las dimensiones 
			simbólicas de una sociedad. Dicho esto, hay que agregar además que, 
			en el caso de Herrera y Reissig, esos «hechos» eran mucho más reales 
			de lo que la crítica estableció, en 
			otra decisión de evitar datos clamorosos, y sobre los que existía 
			documentación que a menudo no se publicó.
 
 Si es verdad que la jeringa que aparece en la famosa fotografía 
			incluida en el reportaje que Soiza Reilly le hace y publica en la 
			importante revista rioplatense Caras y Caretas en 1907 había 
			sido comprada minutos antes en una farmacia por Ángel Adami (el 
			luego célebre piloto aeronáutico, autor de las fotografías) y 
			contenía agua, no es menos cierto que su esposa, Julieta de la 
			Fuente, dejó constancia de que su esposo usaba morfina. Algunas de 
			las trazas de aquella «degeneración», contra la cual elaboraban su 
			discurso tanto Rodó como Ingenieros, pero de las cuales hacía alarde 
			Herrera y Reissig, estuvieron pues presentes, tanto en su discurso 
			como en su vida.
 
 En este caso, la consistencia entre vida y discurso, aunque no deba 
			ser el rasero para medir lo interesante de los gestos literarios, es 
			patente. De la Fuente dejó testimonio escrito de cómo el poema 
			«Tertulia lunática» fue compuesto cuando su marido estaba
 
 (…) convaleciente 
			de un estado febril ocasionado por una infección de un pinchazo de 
			una inyección, con 40-42º de fiebre deliraba estos versos sublimes, 
			mejorando muy quebrado moral y físicamente [sic] con pulso firme, 
			tuvo tiempo de mandar a la imprenta para su libro Los Peregrinos 
			de Piedra de puño y letra de él, del cual no pude recuperar el 
			verdadero original.XXVI
 
 El uso de morfina y el efecto infeccioso de los pinchazos, que 
			afirma De la Fuente, están confirmados y ampliados, además, por uno 
			de los médicos personales de Herrera, el Dr. Horacio García Lagos. 
			Ante consulta personal que se realizó a este facultativo,XXVII 
			respondió:
 
 (…) que J. H. y 
			R. padecía de taquicardia paroxística y solía tener coli-hepáticos 
			más o menos frecuentes. Indicó seguidamente que para ambas 
			enfermedades se receta y se usa la morfina. Aclaró por otra parte 
			que él no lo vio usar dicho tóxico ni se lo recetó nunca como 
			medicamento. Expresó además que J. H. y R. tomaba morfina sin ser o 
			llevar por este hecho vida de toxicómano. Insistió especialmente en 
			esta diferencia.
 
 Agregó también 
			que varias veces fue llamado para abcesos [sic] o forúnculos que 
			eran consecuencia de infecciones producidas por inyecciones dadas 
			con falta de higiene. (…)XXVIII
 
 Dos testimonios coincidentes dan pues a Herrera y Reissig empleando 
			jeringas que «varias veces» le causaron infecciones. Estas jeringas, 
			por otra parte, contenían morfina, como permite saber un tercer 
			testimonio directo, dado por escrito por el Sr. Osvaldo Bixio, quien 
			reconfirma lo aseverado por los dos testigos anteriores:
 
 Yo presencié una 
			vez cómo Julio Herrera y Reissig se aplicaba una inyección de 
			morfina en los fondos de un café –que no existe ahora el café. Le 
			voy a expresar, entre paréntesis, que no era hombre de tertulias de 
			café, de peñas literarias, como dicen los españoles. Aseguran que 
			allá en las postrimerías de su vida, sí apareció por las tertulias. 
			Él no podía tomar café porque le hacía daño, y yo cuando fui al 
			fondo del café donde habíamos parado en compañía de otras personas, 
			lo encontré que se estaba aplicando la inyección en una pierna. Eso 
			le provocaba un poco de sueño, pero amortiguaba el dolor, que 
			aumentaba bebiendo café.XXIX
 
 La morfina, los delirios infecciosos de un cuerpo enfermo, el 
			Tratado…, las fotografías estéticamente cuidadísimas que dan los 
			signos de la bohemia, el dandismo, el cultivo de la diatriba 
			personal como un arte impersonal, en el que los signos y los sonidos 
			se sobreponen a la degradación moral del ocasional oponente, son 
			todos elementos de una misma constelación vital.
 Esta estrategia, la quizá inconsciente sabiduría de crearse un 
			personaje, es absolutamente central en Herrera y Reissig, y quizá su 
			logro más destacable, comparable al de la poesía que los lectores 
			más finos vislumbraron desde muy temprano. Ella involucra decisiones 
			políticas que lo afectaron para siempre, y tenían que hacerlo 
			especialmente en la sociedad politicocéntrica que él mismo describió 
			con agudeza ya en 1901. Sobre estas decisiones, y sobre la sucesión 
			de crisis que se desatan en su vida en el lapso en el que escribe el
			Tratado de la imbecilidad..., versa el próximo capítulo.
 
 Notas: I 
			La donación de estos manuscritos fue 
			hecha por la viuda de Julio Herrera y Reissig, Julieta de la Fuente, 
			en el año 1946, y ellos constituyen la mayoría de los folios 
			conservados en ese Archivo. Otras donaciones menores fueron 
			completando el acervo de manuscritos del poeta.
 II Alrededor de un 20% del total de estos manuscritos fue publicado 
			antes de esta edición. Como ha sido dicho, el propio Herrera y 
			Reissig cita algunos pasajes del Tratado de la imbecilidad… 
			en su «Epílogo wagneriano a “La política de fusión”, con surtidos de 
			Psicología sobre el imperio de Zapicán», publicado en Vida 
			Moderna, tomo octavo, Montevideo: septiembre-noviembre (1902): 
			19-63. El mismo texto fue reeditado en La Revista Nacional, 
			año VI, n o 63, (1943): 430-462, y en libro (Montevideo: Claudio 
			García & Cía.) el mismo año; Roberto Ibáñez transcribe buena parte 
			de los manuscritos de «El Pudor», que sin embargo no publica. Las 
			hojas mecanografiadas de tal transcripción están en la Colección 
			Particular Herrera y Reissig en la Biblioteca Nacional, en 
			Montevideo. El «Epílogo wagneriano…» se reeditó luego en Poesía 
			completa y prosa selecta, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1978. 
			Prólogo de Idea Vilariño, edición de Alicia Migdal. En 1989 aparece 
			una transcripción de dos breves pasajes, por parte de Marcelo 
			Pareja: «Dos textos», en Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 26, 
			Montevideo: diciembre (1989): 23-30. Ángel Rama incluye y comenta 
			dos breves fragmentos del inédito, en su Las máscaras 
			democráticas del Modernismo (Montevideo: Arca, 1985): 93-98. 
			Abril Trigo hace una transcripción parcial de «Cuentas y collares» 
			al cerrar su artículo sobre estos manuscritos: «Una olvidada página 
			sociológica de Julio Herrera y Reissig», en Hispanic Review, 
			vol. 59, n.o 1 (Winter, 1991): 25-36. En 1992 Gwen Kirkpatrick 
			publica un estudio sobre los manuscritos: «La prosa polémica de 
			Julio Herrera y Reissig", en Revista Nacional, Montevideo, 
			n.o 238, setiembre de 1992.” Finalmente, en 1992, Carla Giaudrone y 
			Nilo Berriel transcriben y publican una lectura de buena parte de 
			los manuscritos de «El Pudor» y «La cachondez»: El Pudor y la 
			Cachondez (Montevideo: Arca, 1992).
 
 III Dicho sea aquí en beneficio de la 
			síntesis, pues el uso del término en este caso puede resultar algo 
			anacrónico, si se considera que la eugenesia recién floreció en Gran 
			Bretaña (que no en el Río de la Plata) entre 1900 y 1914. Sobre este 
			tema, y el modo como tal ten-dencia se combatió desde dentro mismo 
			de la sociología británica por las corrientes no spencerianas, véase 
			Robert Nye, «Sociology and Degeneration: the Irony of Progress», en 
			J. Edward Chamberlin; Sander L Gilman (eds.), Degeneration: the 
			dark side of progress. Nueva York: Columbia University Press 
			[1985], 303 pp. [p.58].
 
 IV Rubén Darío, «Julio Herrera y Reissig», conferencia en el Teatro 
			Solís, Montevideo, 11 de julio de 1912. Julio Herrera y Reissig, 
			Poesía completa y prosas. Edición crítica. Ángeles Estévez, 
			coordinadora. 1.ª edición (Madrid et. al.: ALLCA XX, 1998): 
			1309-1312 [1173]. [En adelante esta edición será referida como PCP.].
 V
			Su primerizo «Canto a Lamartine» de 1898, un folleto que 
			publica, sí, antes de lograr su madurez como poeta, no cambia la 
			anterior afirmación. La inclusión de un puñado de sus poemas en la 
			antología El Parnaso oriental, en 1905, es la publicación más 
			importante de su poesía en vida del autor. El primer volumen de sus 
			Obras completas (publicadas por Orsini Bertani en cinco tomos), Los 
			peregrinos de piedra, el único que llegó a revisar y cuidar, 
			apareció en Montevideo en mayo de 1910, pocas semanas después de la 
			muerte del poeta. VI Diversos testimonios de sus amistades 
			confirman esto. En particular es interesante el de Osvaldo Bixio, 
			conservado inédito en el archivo Herrera y Reissig en la Biblioteca 
			Nacional, que se cita más adelante.
 VII En carta a Montagne de 1901 dice Herrera: «Un adjetivo me cuesta 
			quince días de trabajo. Un verbo, a veces, un mes. Cada soneto me 
			representa un balde de sudor. (…) Nunca he trabajado más y he 
			producido menos. Nada me satisface al fin y siempre estoy borrando y 
			suplantando. (...) Creo que tengo en la cabeza todo el léxico blando 
			y terciopelero de la lengua a fuerza de lidiar con esos potros de 
			las palabras que se encabritan en los diccionarios» (Wilfredo Penco, 
			«Cartas a Edmundo Montagne», en Revista de la Biblioteca Nacional, 
			n.o 13, Montevideo: abril de 1976: 140-169 [p. 158].
 
 VIII Julio Herrera y Reissig adoptó el 
			nombre de Julio Herrera y Hobbes, que usó en privado y públicamente 
			por un breve período, en el año 1901. La tradición de considerar 
			Obes «españolización corrupta» –como lo dice Herrera– del apellido 
			inglés Hobbes tenía larga tradición en la familia. Algunos años 
			antes de que Herrera y Reissig lo adoptase, explícita y públicamente 
			lo había afirmado en Buenos Aires también su tío, el ex presidente 
			de la República Julio Herrera y Obes. Una gacetilla sin título de la 
			sección «Vida Social» de La Razón del 8 de marzo de 1898, p. 
			1, col. 6, dice: «Otro descubrimiento del Standard bonaerense! El 
			colega nos asegura que el doctor Julio Herrera y Obes es de 
			descendencia británica, siendo tataranieto nada menos que del gran 
			Hobbes, el autor inmortal del Leviathan. El descubrimiento no 
			llamaría tanto la atención si el colega no hubiera olvidado lo 
			asegurado por él hace dos años ya: que los Obes eran todos 
			descendientes de un belicoso jefe irlandés llamado Hobbes!» (La 
			recuperación de la nota en La Razón se debe a Roberto 
			Ibáñez).
 
 IX La importancia de este espaldarazo de Rubén Darío está reflejada 
			en el impacto que le provocó a uno de los más grandes enemigos de 
			Herrera y Reissig, Horacio Quiroga, quien le confesará en carta de 
			1912 a Fernández Saldaña: «Me lastimó el disparate de Darío…» 
			(referido en Wilfredo Penco, op. cit. [148].
 
 X Andrés Demarchi: «El celebrado autor 
			de “El Enemigo” pide justicia para Julio Herrera y Reissig, y al 
			efecto dirige una larga e interesante epístola al primer magistrado 
			del país», en La Razón, Montevideo, 30 de agosto de 1909.
 
 XI Las zonas de discurso a que me refiero aquí pueden resumirse en 
			un solo concepto, que las abarca: el grado en el cual los 
			intelectuales y artistas modernistas apostaban a ser parte del 
			tronco central de la cultura universal de su época. Esto 
			probablemente suene tan extrañamente desproporcionado a la mirada 
			contemporánea, que existan incluso resistencias inmediatas a creer 
			en lo sólido de la tesis. Sin embargo, habría numerosos ejemplos que 
			podrían ser citados. Cuando Carlos Reyles publique su novela La 
			raza de Caín, será el propio Max Nordau, uno de los ensayistas 
			clave en la época, el que le envíe su opinión. Nordau elogia la 
			obra, menciona otra que trata también el tema de la envidia y que se 
			acaba de publicar en Alemania, Neid, de Ernst Wildenbruch, y 
			declara: «las comparaciones se imponen. Pues bien, sobrepasáis en 
			mucho a nuestro autor alemán por la verdad de vuestro análisis 
			psicológico, por la sombría grandeza de vuestro arte, por la 
			sencillez sorprendente de vuestros medios. Si vuestra novela obtiene 
			el éxito que se merece, os hará célebre de un solo golpe». Carta 
			reproducida en La Alborada, n.o 152 (Montevideo: 10 de 
			febrero de 1902). También Rodó despliega todo su arsenal de 
			contactos ya en 1900, y al regalar y dedicar –y escribir, a veces, 
			prólogos que orientan la lectura de los destinatarios– cientos de 
			ejemplares de su Ariel, consigue una segura difusión y un 
			puesto más que central para su libro, que será comentado en España y 
			toda Hispanoamérica, y con el tiempo en otros sitios, incluyendo 
			largas y destacadas reseñas en el Times Literary Supplement y 
			otros medios londinenses. Véase sobre esto Gerard Aching, The 
			politics of Spanish American Modernism (Cambridge, Mass.: 
			Cambridge University Press,1997): 97 ss. También Gustavo San Román,
			Rodó en Inglaterra: la influencia de un pensador uruguayo en un 
			ministro socialista británico (Montevideo: AGADU-Asociación de 
			Amigos de la Biblioteca Nacional, 2002).
 
 XII Carlos Roxlo, «Julio Herrera y 
			Reissig», Historia crítica de la literatura uruguaya, t. VII 
			(Montevideo: Librería Nacional A. Barreiro y Ramos, 1912-1916): 
			26-49.
 
 XIII José Guillermo Antuña, «La exaltación de un gran poeta», en 
			La Razón, Montevideo, 13 de julio de 1912.
 
 XIV Aurelio Del Hebrón [Alberto Zum Felde], discurso pronunciado en 
			el entierro de Herrera y Reissig. En La Semana, año II, n.o 
			36, marzo 26 de 1910. Es la tesis exactamente contraria a la de 
			Ibáñez, de Ángel Rama, que siguen luego otros, sobre la inexistencia 
			de cualquier interés en la vida de Herrera y Reissig.
 
 XV Roberto Ibáñez, «La Torre de los 
			Panoramas», en Revista de la Biblioteca Nacional, n.o 13 (abril de 
			1976): 19-42 [23]
 
 XVI En una carta de enero de 1904, más de un año después de 
			publicado el «Epílogo wagneriano…», Herrera le mostrará a Juan José 
			Ylla Moreno su desencanto por la escasa repercusión que la 
			publicación de los fragmentos del Tratado… en 1902 tuvo entre 
			los montevideanos, reiterando y agudizando esas críticas de las que 
			Ibáñez sugiere a Herrera retractándose ya en setiembre de 1902. 
			Examinamos esa carta oportunamente en esta introducción.
 
 XVII José Olivio Jiménez, en un 
			concentrado estudio, resume el nudo del problema crítico que ha 
			provocado este miope dejar de lado lo que parece «superficial» en la 
			obra herreriana: «¿Tomaba en serio Herrera esos tópicos sémicos, y 
			los otros, y la suya fue así la obra de un loco genial, de un 
			delirante, o de un esnobista (todo lo cual de él se ha dicho)? ¿O 
			los configuraba, los devolvía, de ese crispado modo suyo, en virtud 
			de una actitud lúcidamente crítica y paródica, y resultaba entonces 
			el producto de un artista no menos genial, y muy consistente, y muy 
			moderno, audaz…? La grandeza de este poeta residiría en que fuera 
			válida, como hoy empezamos a atisbar, esta segunda posibilidad». 
			José Olivio Jiménez, «Julio Herrera y Reissig», en Antología 
			crítica de la poesía modernista hispanoamericana: 391-416 
			(Madrid: Ediciones Hiperión, 1985). Reproducido en PCP: 1310-11.
 
 XVIII Silvia Molloy, quien desarrolla 
			esta idea, observa que José Ingenieros aplica la categoría de 
			«simulador» a todos los literatos americanos pasibles de ser 
			considerados «degenerados» en su momento, «in an attempt to provide 
			Latin American culture with a clean bill of health». Molloy, «Too 
			Wilde to Comfort: Desire and Ideology in Fin-de-Siecle Spanish 
			America», Social Text, n.o 31/32, Third World and Post-Colonial 
			Issues (1992): 187-201. Un concepto similar desarrollaba ya Ángel Rama: «Más reveladora 
			que la cacería de «raros» a que todos se entregaron, al menos 
			literariamente, es la subrepticia limitación aldeana que impidió que 
			los escritores modernistas aceptaran, y en muchos casos que ni 
			siquiera vieran, las audacias mayores de esas metrópolis que 
			acechaban. El naturalismo fue condenado por la mayoría de los 
			renovadores literarios, en nombre de la moral y las buenas 
			costumbres, y quienes llegaron a incorporarlo, procedieron a una 
			cuidadosa des- infección con el fin de edulcorarlo», etc. En Rama, 
			op. cit. (1985): 89 ss. La afirmación de Rama, interesante de por 
			sí, no es aplicable al caso de Herrera y Reissig.
 
 XIX Véase Molloy, op. cit., esp. p. 196 ss.
 
 XX Estas afirmaciones, que reflejan 
			nociones de recibo en la crítica de ese momento, las exhibe sin 
			suscribirlas Idea Vilariño, en «Julio Herrera y Reissig. Seis años 
			de poesía», Número, año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950):109-161.
 
 XXI La acumulación de observaciones 
			críticas que han buscado quitar «importancia» o genuinidad a 
			aquellos textos de 1900-1902 sería larga. Por ejemplo, refiriéndose 
			a Herrera y Reissig, dice Teodoro Herrera y Reissig, hermano del 
			poeta, en una conferencia en donde sienta algunas de estas líneas de 
			interpretación: «Lo malo [en Herrera y Reissig] consistió a mi ver 
			en ese constante “épater les bourgeois” de que hiciera gala 
			demasiado ostensible y que por lo demás debe atenuarse teniendo en 
			cuenta los factores de hostilidad o indiferencia del medio y la 
			extrema juventud del poeta de entonces». Teodoro Herrera y Reissig, 
			«Algunos aspectos ignorados de la vida y la obra de Julio Herrera y 
			Reissig», en Hiperión, n.o 87 (1943): 2-14 [3]. La segregación de 
			los textos de Herrera a comienzos de siglo hace también caudal de su 
			relación con De las Carreras, y le atribuye a éste lo genuino de 
			ella. Roberto Bula Píriz, responsable luego de la edición Aguilar de 
			Herrera y Reissig, decía por ejemplo, refiriéndose a los escritos de 
			crítica sociológica de éste: «Todo esto era en Julio una imitación 
			de las protestas paranoicas de Roberto de las Carreras». Bula Píriz, 
			Herrera y Reissig (1875-1910) Vida y obra - Bibliografía - 
			Antología (Nueva York, Hispanic Institute, 1952): 21. Siguiendo 
			y consagrando tal mirada crítica, en su en muchos aspectos excelente 
			artículo dedicado al cenáculo de la Torre de los Panoramas, Roberto 
			Ibáñez dedica algún párrafo al Tratado… herreriano. Comienza Ibáñez 
			identificando a los textos producidos por los tiempos del Tratado… 
			como un «período», que llama «luzbélico», y que dice estuvo 
			«caracterizado –fuera de la poesía, nunca en ella– por el cultivo 
			del dandismo, un dandismo de linaje parisiense, con que lo exaltó y 
			contaminó Roberto de las Carreras, su camarada constante desde la 
			publicación del pro- vocativo Sueño de Oriente (…)». La separación 
			del cuerpo central, principal y poético de Herrera respecto de este 
			«período luzbélico» y la atribución de un rol central a De las 
			Carreras contribuyen así en Ibáñez a desestimar la originalidad de 
			los papeles herrerianos de 1900-1902: «Pero, mientras en Roberto el 
			dandismo era auténtico por entrañable asimilación de los modelos 
			franceses, en Julio nunca pasó de brillante y pegadizo ejercicio 
			intelectual, exclusivamente encaminado a la irritación de la 
			estupidez honorable: juego de inveterado “enfant gâté”, pasatiempo 
			inocente por lo común, aunque alguna vez ensombrecido por penosas 
			claudicaciones.
 (…)». Abundando en la idea, agrega también Ibáñez: «tributo a un 
			dandysmo artificial fue también el uso de una nueva signatura, Julio 
			Herrera y Hobbes (ex-Reissig) que adaptó en la primavera de 1901». 
			En «La Torre de los Panoramas», Revista de la Biblioteca Nacional, 
			n.o 13 (abril, 1976): 19-42. [23].
 XXII «Psicología Literaria», en Prosas de 
			Julio Herrera y Reissig, con un prólogo de Vicente Salaverri 
			(Valencia: Editorial Cervantes, 1918): 99 a 113 [100].
 XXIII Sobre la historia del dandi y su esencia de superficie, véase 
			Françoise Coblence: Le dandysme, obligation d´incertitude 
			(París: Presses universitaires de France, 1988).
 
 XXIV El escritor Emilio Barreda, que lo 
			conoció en Buenos Aires, destacó que no había en su persona «nada 
			que no hiciera pensar en aristocracia»; su íntimo amigo César 
			Miranda lo recuerda en su «americana negra, plastrón de faya, 
			sombrero blando y guantes grises», reclinado en su chaise longue y 
			envuelto en un acolchado de plumas. Su hermana también destaca que, 
			pese a los apuros económicos en que normalmente estuvo, su figura 
			personal era de un atildamiento extremo e incluía siempre algún 
			toque extraño pero delicado.
 
 XXV La nota va acompañada por un gran retrato del poeta, una 
			fotografía muy calculada estéticamente, en la que Herrera aparece 
			sentado en un lujoso sillón, rodeado de espesos cortinados y con las 
			piernas cubiertas por pieles que dan un toque exótico a la imagen y 
			contrastan con la etérea mirada, perdida en el vacío, del vate.
 
 XXVI Documento manuscrito y firmado por Julieta de la Fuente, en 
			custodia en la Colección Particular Herrera y Reissig, en la 
			Biblioteca Nacional, Montevideo.
 
 XXVII La gestión fue notificada el 11 de marzo de 1949 por Silvio 
			Frugone, quien la había hecho ante García Lagos a nombre del 
			director interino del Instituto Nacional de Investigaciones y 
			Archivos Literarios, Carlos Alberto Passos. La carta de Frugone a 
			Passos está en la Colección Particular Herrera y Reissig.
 
 XXVIII Documento citado en nota anterior. Énfasis agregado.
 XXIX Documento mecanografiado, con 
			numerosas enmiendas manuscritas, entregado por el Sr. Osvaldo Bixio 
			el 21 de noviembre de 1953 a Clara Silva de Zum Felde. Lo encabeza 
			una nota firmada por Bixio y certificada por Clara Silva, que dice: 
			«Estos apuntes puramente confidenciales, se entregan a la Sra. Clara 
			Silva de Zum Felde, con la única y exclusiva finalidad de usarlos 
			para el Archivo del Instituto de Investigaciones Literarias que 
			dirige el poeta Roberto Ibáñez. Los que serán devueltos 
			inmediatamente, una vez que se haya hecho el uso exclusivo que hoy 
			se indica». El original sin embargo no fue devuelto, y está en la 
			Colección Particular Herrera y Reissig de la Biblioteca Nacional.
 
			*Publicado originalmente en el TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PAÍS POR EL 
			SISTEMA DE HERBERT SPENCER JULIO HERRERA Y REISSIG - 
			
			transcripción, edición, estudio preliminar, postfacio crítico y 
			notas de Aldo Mazzucchelli. (sigue)
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