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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



URUGUAY - MONTEVIDEO - HERRERA Y REISSIG, JULIO - TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PAÍS POR EL SISTEMA DE HERBERT SPENCER -


Estudio preliminar al Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer (II)*

Aldo Mazzucchelli

Libre por excelencia de la cureña aborigen, sin la mochila disciplinaria del palaciego pedestre, me arrebujo en mi desdén por todo lo de mi país, y desperezándome en los matorrales de la indiferencia miro el galope de la tropa púnica por las llanuras presupuestívoras, el tiempo que huye cantando, los acuerdos electorales, las fusiones y las escisiones, todo lo miro y casi no lo veo.


II. El contexto de redacción del TRATADO… Las crisis personales de Herrera y Reissig (de salud, política, íntima) entre 1900 y 1902. El cambio filosófico.



Julio Herrera y Reissig vive, entre 1900 y 1902, años en los que trabaja en los manuscritos reunidos bajo el título común de Tratado de la imbecilidad del país…, una crisis que acumula al menos cinco dimensiones: de salud, económica, política, íntima o moral, y filosófico- estética. En ella confluyen una serie de factores. Ha conocido, entre 1899 y 1900, a Roberto de las Carreras, y está leyendo ávidamente a Spencer, a Guyau, a Taine, a Goethe, a Saint Victor, a Samain, a Verlaine, a Poe, a Banville, Rimbaud, Laforgue, Kahn, Moreas, Richepin…,
XXX todos ellos factores de su transformación estética, que se produce de golpe, y lo hace pasar de criticar el simbolismo y el decadentismo a practicarlos en inmediata y misteriosa maestría.XXXI Su proyecto editorial, La Revista, está fracasando ya antes de mediados de 1900, tanto económica como literariamente. Al mismo tiempo, es ese año 1900 el último que verá a Herrera y Reissig intentando desempeñar algún rol activo dentro del Partido Colorado, actitud que rápidamente va a dar paso a una crítica general a la política local. También en esos años concibe a la que será su única hija, Soledad Luna Herrera y Reissig. Hija natural de la que Herrera, aparentemente, no se hace cargo en términos prácticos, aunque la reconoce y le da el apellido. Es un episodio sobre cuya importancia íntima Herrera y Reissig dejará anotados algunos rastros que no parece oportuno desdeñar, teniendo en cuenta la importancia que asumen sus reflexiones, presentes en el Tratado…, sobre los temas en los que lo moral práctico se intersecta con los códigos imaginarios en aquella sociedad montevideana. Al hilo del repaso de los datos de este período se podrá ir reconstruyendo el rompecabezas de la elaboración y ubicación de los papeles del Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer.


La crisis de salud y el encuentro con De las Carreras


A mediados del verano de 1900, Julio Herrera y Reissig, ya estrenado como poeta algunos años atrás, y director y editor de La Revista (que había fundado seis meses antes y que entregaba a sus suscriptores 48 páginas de literatura y ciencias el 10 y el 25 de cada mes), sufre su primera crisis cardíaca seria.
XXXII Había tenido anuncios de su dolencia desde su más temprana infancia, pero esta vez el impacto del golpe y el modo en que éste condiciona su capacidad de llevar una vida normal es intenso como nunca antes.

Según Herminia Herrera y Reissig –que publica sus memorias varias décadas más tarde–, su hermano recibe en esos días de verano una invitación de Francisco Piria para viajar a su por entonces nuevo «castillo», en Piriápolis, 100 kilómetros al este de Montevideo, donde la costa del Río de la Plata ya enfrenta el océano Atlántico. Ese viaje habría terminado cuando «a los pocos días de la partida de Julio, la familia recibe un telegrama de Francisco Piria –urgente– reclamando la presencia de algún familiar, pues Julio, encontrábase enfermo».
XXXIII Según tal recuerdo, Herrera habría sido trasladado de apuro a la capital, en donde

(…) diez médicos rodeaban su lecho, sin encontrar alivio para su corazón arrítmico, desorbitado. (…) El Dr. Bernardo Etchepare, pariente y amigo, indicó la morfina, pasando por todas las sugestiones contrarias de sus colegas. Y el sabio afirmábase: «Es necesario atenacear al monstruo…» y efectivamente el tóxico lo dominó instantáneamente».XXXIV


Tal es el origen del uso de la morfina por parte de Herrera y
Reissig
. El 10 de marzo de 1900, una «Nota de Redacción» en La Revista agradece, en nombre del director,

(…) las mil manifestaciones de afecto recibidas durante su enfermedad, tanto de sus amigos de Montevideo, como de Buenos Aires y otros puntos de la República Argentina. […] [El director] también considera que cumple con su deber de sinceridad periodística al participar a los distinguidos lectores de La Revista que por mandato médico, en un plazo de dos meses no podrá dedicarse a ningún género de trabajo intelectual […]. Como en uno de estos días se ausenta de Montevideo, lejos de la cual permanecerá un buen tiempo, se despide de todas sus relaciones y se disculpa con los colegas, colaboradores y amigos de la República Argentina por tener forzosamente que interrumpir la afectuosa correspondencia que con ellos mantiene.


El comienzo del fin de La Revista se marca en esa gacetilla. Si bien los suscriptores eran «todo Montevideo» para ese momento, éstos no pagaban la mensualidad requerida.
XXXV Con las dificultades de su director para dedicarse con intensidad a ella, La Revista, huérfana de apoyo económico y político, sobreviviría cuatro meses más antes de desaparecer. Es por esos mismos días que Julio Herrera y Reissig conoce a Roberto de las Carreras. Hay un primer documento de la existencia de un contacto, en una carta que De las Carreras envía a Herrera en agosto de 1899 (y que Herrera reproduce enseguida, en el n.o 1 de La Revista), en la que aquél incluye un fragmento de su por entonces aún inédito y sólo tenuemente escandaloso Sueño de Oriente, libro que se publicará recién el 11 de abril del año siguiente.XXXVI Tanto la ya mencionada Herminia Herrera como otro hermano del poeta, Teodoro, están de acuerdo en que el vínculo de conocimiento personal y amistad con De las Carreras tiene su comienzo inmediatamente después de la aparición de una reseña que, sobre Sueño de Oriente, publica Herrera y Reissig en La Revista. Este último hecho ocurrió sólo siete meses más tarde, el 25 de abril de 1900.XXXVII

Sin embargo, los testimonios de ambos hermanos del poeta han demostrado no ser siempre confiables,
XXXVIII y los detalles que involucran la sucesión de esos hechos (crisis cardíaca, convalecencia, amistad con De las Carreras) sufren, al tratar de restablecerlos en su correcto detalle, de la vaguedad y el carácter contradictorio de los datos aportados por quienes han informado de ellos. El asunto es materia de biografía y su final resolución no interesa aquí. Sea como sea, esos meses –entre agosto de 1899 y abril de 1900– encierran dos hechos que tendrán una incidencia cierta en el cambio radical que, en los planos estético, político y en su imagen social, está procesando Herrera y Reissig. Por un lado, su enfermedad lo enfrenta por vez primera a la certeza de la muerte, la negociación con su anticipación; al mismo tiempo, como efecto práctico, obliga a Herrera y Reissig a dosificar su trabajo, a prever incapacidades, a pasar por largos períodos de descanso, a cambiar incluso, en lo posible, su involucramiento emocional con los asuntos que maneja,XXXIX todo ello propicio a lecturas y escrituras de largo aliento. Por otra parte, la presencia de ese vínculo productivo e intenso con De las Carreras apura la formulación de alguna visión propia sobre la comunidad en la que vive, y su posicionamiento estético. En este momento es preciso, pues, referir aunque sea rápidamente a la cuestión de la relación entre ambos y la posible «influencia», siempre mencionada, de De las Carreras sobre Herrera y Reissig en ese «período luzbélico» de ambos.


Acerca de la influencia de Roberto de las Carreras


La relación entre Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras, que tiene su auge precisamente entre 1900 y 1902, ha organizado a menudo la evaluación de las ideas y productos textuales de Herrera y Reissig en ese período. Buena parte de la crítica ha partido en general de la noción, a menudo bastante simplificada, de que una influencia unilateral de De las Carreras sobre Herrera y Reissig permitía explicar tal fase en la obra del segundo.
XL

Uno de los primeros y principales impulsores de tal tesis es un hermano del poeta, Teodoro Herrera y Reissig, quien en una temprana conferencia narra cómo comenzó la amistad entre ambos personajes, a partir de una nota que Herrera y Reissig escribió y publicó en La Revista comentando Sueño de Oriente, un «bello y escandaloso folleto» de De las Carreras. «Aunque no se conocían Roberto apareció al día siguiente, tuteándole. Se hicieron inseparables», dice Teodoro Herrera.
XLI Y agrega luego:

A esa influencia diaria debió quizás Julio mucho de lo bueno y a ratos de lo malo que leemos en su obra. Lo bueno fue acaso contribuir a inmunizarlo contra la tiranía del prejuicio, contra la escolástica rígida y el academismo ritual y endeble. (…) Lo malo consistió a mi ver en ese constante «épater les bourgeois» de que hiciera gala demasiado ostensible y que por lo demás debe atenuarse teniendo en cuenta los factores de hostilidad o indiferencia del medio y la extrema juventud del poeta de entonces.

Traigo a colación estos recuerdos y apunto estas reflexiones, porque fue Roberto de las Carreras, sin duda alguna, el poder personal y espiritual más influyente que sufriera Julio en su corta y fecunda vida de escritor. (…) de esa época data (…) la agresividad artificiosa de su temperamento, ingénitamente refractario a tan infantiles arrogancias (…)
XLII


Obsérvese que, luego de atribuir –a guisa de disculpa– lo que Teodoro Herrera llama «desplantes» de su hermano exclusivamente a la influencia de Roberto de las Carreras, agrega que el temperamento de éste era «refractario» a tales cosas. Esta línea argumental que consiste en atribuir incómodas pero consistentes actitudes, pensamientos y acciones de Herrera en esos años a una influencia externa, sólo comprensible en el marco de una efusión familiar, llegaría sin embargo a filtrar intentos críticos más serios.

La simplificación de reducir la producción herreriana de esta época a una influencia unilateral de De las Carreras es relativamente fácil de desmontar a poco que se lea la producción de Herrera y Reissig de ese comienzo de siglo, que estaba en sus manuscritos, inédita pero elaborada en su mayor parte: nada conocemos aún en la obra de De las Carreras que se aproxime a estas concreciones de su supuesto «discípulo». Pese a las innegables cercanías en estilo y giros, tampoco hay razón clara para atribuirlos a originalidad de De las Carreras: ambos los emplean al mismo tiempo, e incluso Herrera lo hace antes en varios casos clave.
XLIII

También el carácter completamente autógrafo de los manuscritos herrerianos disipa la vaga noción, muchas veces repetida sin examinarlos, de que se deben a un trabajo en conjunto con De las Carreras, pese a referencias de época que lo sugieren. Pero incluso observando con cierto detenimiento el abordaje inicial que hace Herrera de la escritura de De las Carreras se percibe la independencia de criterio de aquél. Tal observación, lejos de presentarlo como un mero aprendiz, revela que tenía Herrera y Reissig una estatura propia relativamente consolidada, y una capacidad escritural ya seguramente mayor que la de su novel amigo, si bien era este último el que iba a aportar la información –asimilada de primera mano y conscientemente elaborada– sobre las tendencias últimas de la literatura francesa. Compartirán, pues, algunos giros y elementos de estilo que aparecen en la prosa de ambos. El sentido de la influencia aquí no es ni posible ni interesante de determinar por completo, aunque es un hecho que los productos literarios de Herrera y Reissig casi siempre suenan mejor, más complejos y más acabados que los de De las Carreras.

En el ensayo crítico que Herrera le dedica a De las Carreras, cosa que ocurre en el inicio mismo del vínculo entre ellos, y antes que influencia personal alguna de De las Carreras pudiese haberse asentado y ser evidente, hay ya maduros en Herrera conceptos sobre el hijo de Clara García de Zúñiga que merecen ser considerados. No hay, en efecto, en todo ese ensayo, nada de obsecuente deslumbramiento por parte de Herrera. Lo que se ve, en cambio, es un texto crítico que celebra a un igual, y que por eso mismo se permite no ser blando en el elogio.
XLIV
Especialmente reveladores, por el sitio relativo en que ubican al ocasional crítico en relación con una obra tan importante de De las Carreras, son los párrafos finales. Allí Herrera adopta un tono casi paternal:

Roberto de las Carreras, estamos seguros, que cambiará algún día de rumbo, anclando –a la hora crepuscular, cuando las ideas nadan tranquilas como cisnes en la soledad del espíritu […] Entonces producirá algo útil, algo serio, algo que no perezca, algo que, como Sueño de Oriente, no sea un juguete para los que no han vivido y una piedra de escándalo para los que comienzan a vivir.


Por más que pueda observarse que la relación personal entre De las Carreras y Herrera pueda haber cambiado esta actitud inicial del segundo, es claro que Herrera y Reissig tenía, al trabar contacto con de las Carreras, ya una personalidad crítica propia, que se expresa en el tono de los fragmentos referidos. Director de una publicación de relativa importancia, establecida ya una red de vínculos con escritores e intelectuales del país y la región que se expresa en un intenso flujo epistolar durante ese año de 1900 y que crecerá en los siguientes, no hay en él una consideración infantil o adolescente de lo que representaba la movida cultural de De las Carreras, sino una comprensión de su dimensión, sus riesgos, y un cálculo del tipo de impacto de ésta en la sociedad montevideana de entonces. Hay –sea esto dicho en un terreno hipotético– también un gesto calculado de acercamiento a De las Carreras, dentro de esa política de alianzas que siempre ha formado parte más o menos oculta de la vida literaria, y que ha acarreado siempre también tantas colaboraciones entusiastas como rompimientos repentinos y absolutos, avatar del que como se sabe no iba a estar exenta la relación Herrera-De las Carreras. Cuando se produzca este rompimiento, De las Carreras dirá que las muestras de afecto y cercanía entre ambos habían sido hipócritas de ambas partes.
XLV También dirá De las Carreras, en ese marco polémico y ofuscado, que Herrera y Reissig le debe todo a él: «es como si mi espejo me acusara de imitarlo», dice cuando Herrera reclama, a su turno, que es De las Carreras el seguidor. Tales intervenciones de De las Carreras en la mutua polémica pueden haber contribuido, muy tempranamente, a que el medio intelectual montevideano asimilase la noción del «maestro» y el «imitador», que luego la crítica continuaría.

Por otro lado, si la influencia y la colaboración fueron mutuas, alguno de los ejemplos más característicos de lo que hasta ahora se ha considerado el estilo polémico característico de De las Carreras parece haber sido escrito o sugerido por Herrera y Reissig. En efecto, la habilidad para demoler literariamente a sus rivales de turno, el estilo afiligranado de derogar moralmente al rival que ellos mismos bautizaron «camafeísmo del insulto», que procede por acumulación –de metáforas, imágenes, sonidos–, se pensó obra sobre todo de Roberto de De las Carreras, debido probablemente a que él era el rodeado por las polémicas. Sin embargo, del examen de los papeles de Herrera y Reissig surge información que recomienda al menos reconsiderar el punto, que no está claro en absoluto. Dos diatribas escritas de puño y letra de Herrera se conservan entre sus originales inéditos. Una contra Guzmán Papini y Zas es fuente de datos que empleó F. Ferrando en una de sus contestaciones a Papini, en su recordada polémica con éste de febrero-marzo de 1902. El estilo de esa diatriba recuerda exactamente al de la que Roberto de las Carreras publicó, con su firma, contra Álvaro Armando Vasseur unos seis meses antes. Existen sin embargo al menos dos indicios serios de que esta última fue, también, escrita por Herrera, lo que el estilo tiende a confirmar, además
.XLVI Una segunda diatriba de puño y letra de Herrera, ésta contra Víctor Pérez Petit, reconfirma la misma maestría para el insulto literario.XLVII

La cuestión de la «influencia» de De las Carreras merecería muchas más observaciones que no podemos hacer aquí sin desbalancear este estudio. Retomaremos oportunamente el asunto en ocasión de considerar la cuestión de la autoría del Tratado de la imbecilidad… y otros manuscritos de ese tiempo. Pasemos ahora a examinar una de las más importantes crisis de ese momento en la vida de Herrera y Reissig, una que tiene la más directa de las incidencias en su estrategia y en el contenido de su Tratado de la imbecilidad


La crisis política


La época modernista impuso, a las personas llamadas a actuar en el nivel público –en el Uruguay y en los demás países hispanoamericanos con una intelectualidad más o menos madura–, unos canales de socialización en tensión. La tradicional politización del literato –o literarización del político– era la norma. Sarmiento las había transitado para un lado y para el otro, lo mismo que todos los que tuvieron algo que decir en esos planos desde la independencia hasta la generación inmediatamente anterior a la de Herrera y Reissig.

Nada había en el arte verbal que pudiese ser considerado independientemente de la elección de partido. En el Uruguay, esa elección de partido, para fines de la década de 1890 –cuando Herrera y Reissig entra, siguiendo a su tío Herrera y Obes, en el radio de las decisiones partidarias–, se abría en dos caminos fundamentales, y en un no muy ancho abanico de caminos secundarios. O colorado, o blanco.XLVIII Y en términos muy minoritarios, se abrían las opciones católica, anarquista, socialista, constitucionalista. Herrera y Reissig, sobrino del anterior presidente en ese último lustro del siglo, descendiente de una serie de figuras de primer orden en la historia política del país,XLIX con innegable talento para la palabra, habría sido, si hubiera venido al mundo unos años antes, una caricatura del hijo de una familia principal con destino político. Sin embargo, su modo de entrar en el mundo de las personas públicas sería distinto, y se haría no sólo por fuera, sino en contra de la política partidaria.

Aquel cambio de siglo es un tiempo agitado políticamente en el Uruguay, y si rápidamente manifestará Herrera y Reissig su desdén por haber sido ignorado en sus aportes a la vida político-partidaria, ésa no es aún la situación a lo largo del año 1900. La sucesión en el poder del Estado y en la Presidencia, que se definirá a comienzos de 1903, se está ya debatiendo. Distintos sectores pugnan por acrecentar su caudal dentro del Partido Colorado, al que Herrera y Reissig pertenece por tradición. Un primer episodio anuncia y prepara su apartarse de toda vida partidaria. Herrera trabaja, desde octubre de 1898, como secretario particular del inspector nacional de Instrucción Primaria, Sr. José Pedro Massera.
L A comienzos de julio de 1900,LI se produce el cese de Massera en su cargo. Esto lleva a que Herrera y Reissig presente él mismo nota de renuncia, «sólo por un deber de delicadeza».LII El nuevo inspector, Abel J. Pérez, lejos de rechazar tal renuncia de Herrera y Reissig, la acepta en el acto sin siquiera agradecerle los servicios.LIII Este episodio motivó que Herrera y Reissig redactase –y no publicase– un texto, «Cosas de aldea», que adoptó la forma de una irónica diatriba contra Pérez. El texto muestra que ya en julio de 1900 Herrera y Reissig tenía en mente algunos conceptos e ideas respecto de los para él cuestionables vínculos entre Estado y política partidaria, que desarrollaría en su Tratado… unos meses más tarde. Incluyó ya aquí, desde sus primeros ataques a la forma de administración del presupuesto estatal, hasta su desdén por los empleados públicos, a quienes acuña ya como «turiferarios de la rutina», expresión que repetirá. En tal párrafo de su acusación plantea además, recién cesado, su actitud de rechazo de los «favores públicos», que prefigura su posicionamiento excéntrico respecto de la mecánica, habitual en los literatos finiseculares, de ligar su suerte económica a los avatares de la política partidaria a través de la asunción de funciones estatales. El párrafo es, por estilo y contenido, un calco de los que irán luego construyendo su Tratado de la imbecilidad:

(…) mi repugnancia por los favores públicos, y en especial por los cargos de menor cuantía sujetos a la imperiosidad brutal de los de arriba ha sido tan grande como constante, y de esto he dado prueba desde los albores de mi juventud, abandonando un puesto que, en mejores tiempos, hube,LIV y cuya mi deserción se debe considerar como una verdadera protesta contra la mecánica de los turiferarios de la rutina, los cuales no pasan jamás de ser simples correas o humildes tornillos del engranaje gubernativo, pues, en nuestro país el estímulo es letra muerta y los honorarios del Presupuesto solo existen para los juglares de conciencia, para los paniaguados incondicionales, con vocación de cimbalistas y testaferros de los gobernantes: sacristanes de las execrables liturgias del servilismo, fetiches del inmundo becerro de oro, funámbulos de la maroma que más alto cuelga, colaboradores de cuanto chanchullo existe y verdaderos Salta Pericos pues siempre caen parados y rara vez se descomponen.


Retrocediendo ahora dos años en nuestro relato, de la lectura de
«Cosas de aldea» se desprende que Massera había tenido que luchar para imponer ante Cuestas –ferviente contrario a Herrera y Obes, en un enfrentamiento que era especialmente agudo para fines de 1898– el nombramiento de un sobrino de aquél, Herrera y Reissig, para un cargo de confianza como el de secretario del inspector de Instrucción Pública.
LV El cargo había nacido pues en un ambiente político adverso, y gracias a una especie de maniobra de fórceps. Apenas este cargo desaparece –dejando a Herrera y Reissig dependiente una vez más de los menguados dineros familiaresLVI–, se hará evidente y financieramente tangible para el escritor que su destino político es sombrío, cosa que comprobará definitivamente en pocos meses.

El tono y la perspectiva con los que Herrera y Reissig se refiere ya en su Tratado de la imbecilidad… a la política partidaria en su país, desde una distancia independiente que parece el fruto de una consolidada convicción, podría suscitar la idea de que tal independencia de criterio y tal objetividad crítica le vienen de lejos, o quizá que fue capaz de establecer tal punto de vista debido a que era un temperamento sustancialmente ajeno a lo político. Creo que sería un error importante. Tanto el episodio que acabamos de repasar como otro que ocurrirá en pocos meses muestran que, si a la larga desdeñó Herrera y Reissig la política, no lo hizo antes que la política lo desdeñase a él.
Dice un amigo cercano del poeta, que estuvo también en el núcleo del cenáculo herreriano en sus diversas reencarnaciones, y por tanto testigo presencial de los hechos de 1900, Juan Picón Olaondo:

El partidismo político siempre lo apasionó, pese a lo cual críticos […] ignorantes de la verdadera personalidad de Julio afirmaran lo contrario. […] En 1898, cuando Cuestas tomó las riendas del poder, significó ello un rudo golpe para la familia de Herrera. Este turbión exaltó hasta lo indescriptible el fuego partidista que ardía en el alma del Poeta. Saliendo de la casa de su tío «don Julio», convulsionada por los sucesos del momento, y que estaba colmada por sus amigos que esperaban la reacción del «Águila», Herrera me pidió un trozo de papel y lápiz, y allí mismo en un zaguán vecino, sobre su pared, escribió casi de un tirón, en un rapto lírico apasionado e incontenible: «La dictadura».LVII


Este apasionamiento en la defensa de la causa «colectivista» de su tío Herrera y Obes se mantiene vigente aún hacia el límite inicial de la escritura de los manuscritos que culminarían en el Tratado de la imbecilidad del país…, aunque evidentemente su postura respecto de los partidos y sus luchas cambió aceleradamente en el curso de tal redacción. Como se ha visto en párrafos anteriores, tenemos las primeras muestras de tal cambio y de la aparición del estilo que desarrollará, ya en «Cosas de aldea», de julio de 1900, en ocasión de perder su trabajo. En el lapso que va de julio de 1900 a septiembre de 1902, Herrera habrá completado su reformulación interna con respecto al valor, la ubicación y los mecanismos de la política local. La habrá reformulado, sobre la base de sus lecturas, sí, pero sin duda también como fruto de su reacción respecto de su experiencia personal en ese nivel político, para la cual el episodio consignado en «Cosas de aldea» parece haber sido importante.
Su desengaño –incluso su resentimiento– puede ser, así, aliado de la nueva lucidez que inaugura y que se refleja en las páginas de su Tratado…, así como en la orientación general desde la que le escribe a su amigo Carlos Oneto y Viana a mediados de 1902 su «Epílogo wagneriano» al libro de este último,
LVIII en el cual su principal argumento será la ausencia casi total de crítica entendida en un sentido profundo y filosófico –no meramente periodístico o partisano–, en la cultura uruguaya. En ese texto Herrera y Reissig reconoce su propio cambio de posición de la manera más abierta y explícita:

A ser yo colorado como lo he sido en un tiempo, cuando era virgen mi espíritu, cuando juzgaba que era una doncella la chandra gubernativa, cuando era cuerdo, como dicen por esas calles algunos incircuncisos;* cuando mi pensamiento nevando ingenuidades no había sido nutrido con el áspero y grave tónico de ciencias como la sociología, la filosofía y la psico- fisiología, te hubiera aplaudido con el frenesí de un devoto musulmán por su profeta (…)LIX

* Cuerdo quiere decir en uruguayo ser blanco o rojo, adular a la Patria y a sus Epaminondas, fundirse en exclamaciones románticas sobre el terruño y su porvenir. Siendo cuerdo se consigue una banca de diputado y la aureola de un ciudadano antiguo.


Su postura para 1902 se revela la de un observador irónico, desencantado y filoso a la vez:

Como te digo, anclado lejos de la costra atávica, libre por excelencia de la cureña aborigen, sin la mochila disciplinaria del palaciego pedestre, me arrebujo en mi desdén por todo lo de mi país, y a la manera que el pastor tendido sobre la yerba contempla, con ojo holgazán, correr el hilo de agua, yo, desperezándome en los matorrales de la indiferencia, miro, sonriente y complacido, los sucesos, las polémicas, los volatines en la maroma, el galope de la tropa púnica por las llanuras presupuestívoras, el tiempo que huye cantando, los acuerdos electorales, las fusiones y las escisiones, todo, todo lo miro y casi no lo veo, Carlos, amigo…!LX

Pero si Herrera comenzó a escribir su Tratado… hacia fines de
1900, vale la pena recordar cómo los episodios políticos de tal año lo contaron aún como uno de sus participantes. Esto mostrará en qué grado no llegó a tal postura de bucólico e irónico observador crítico, ni abandonó cualquier perspectiva de acción política que pudiera haber abrigado, sin dar previamente un intento de lucha pública, de la que se constató no obstante rápidamente derrotado, como es evidente al repasar el curso y la lógica de aquel panorama político, y el tipo de inserción que en él buscó y no obtuvo.
 

* * *


Para 1900 se discutía ya la sucesión en la presidencia, que tendría que definirse al terminar el año 1902, con tres o cuatro apellidos mencionados para ocuparla: Mac Eachen, Blanco, Tajes, Batlle y Ordóñez. El Partido Colorado está para entonces desunido. Julio Herrera y Obes estaba exilado en Buenos Aires, fuertemente enfrentado al presidente Juan Lindolfo Cuestas. Éste había dispuesto su exilio el 30 de noviembre de 1897, en medio de un período en el que la Asamblea General, controlada en su mayoría por Herrera y Obes, se negaba a votar a Cuestas presidente constitucional, y en que una serie de maniobras de restricción de las libertades públicas adoptadas por éste –con el apoyo, entre otros, de Batlle y Ordóñez–, intentando así forzar a la Asamblea y recuperar el control del partido y de la opinión pública, fueron acusadas por diversos sectores de tener carácter dictatorial.

El uso de la palabra dictadura aquí puede, sin embargo, arriesgar una simplificación de las cosas. Se trata de un período en que se debaten con pasión varios asuntos clave en el marco de la modernización del Uruguay. Por un lado existe un conflicto de tipo político, que atañe a las formas institucionales del poder, reflejado en las diversas tensiones a que se ve sometido el sistema electoral y de representación. En esa lucha, Cuestas –interpretando probablemente bien la visión de los sectores empresariales y financieros del país, cuyo anhelo central era recuperar la paz y el orden– opera en tren de desplazar del poder al grupo de Herrera y Obes, quien no respaldaba ni garantizaba de ningún modo el futuro de su acuerdo de coparticipación con los blancos, lo cual era casi segura amenaza de una continuación de la guerra civil que a duras penas se había detenido a fines de 1897. En ese intento, y para neutralizar la existente mayoría de los «colectivistas» de Herrera y Obes en la Asamblea (responsable de elegir al presidente), Cuestas no para mientes en obrar explícitamente contra el espíritu y la letra de la Constitución, cosa que incluso Batlle y Ordóñez, quien ha apoyado tales medidas, consideraba necesario:

El Día fue partidario de la dictadura desde que pudo conocer la tendencia de la mayoría parlamentaria. Para él la dictadura significaba la destrucción completa de la ilegalidad existente y el restablecimiento total del régimen de las instituciones de la República.LXI


En segundo lugar, está en juego la cuestión del control político del territorio entero del país, con todos sus mecanismos de producción y de institucionalidad, incluido el ejército. En este aspecto, Cuestas pacta con los blancos una «coparticipación» en el poder que en los hechos implica la división en dos del poder del Estado. Aunque Batlle y Ordóñez apoyó a Cuestas en esta época, cambiado el poder de manos, apenas Batlle lo asuma se verá en situación de obrar decisivamente para destruir toda coparticipación, y superar la situación de cogobierno que había surgido de aquel acuerdo Cuestas-Saravia de 1897.

Para mostrar lo intrincado de las visiones en pugna, y cómo lo político táctico se entrelazaba con lo estratégico en el nivel del Estado, es oportuno recordar que en este aspecto (e inesperadamente, dado que la historia los recuerda como claros enemigos), Batlle coincidiría estratégicamente con Herrera y Obes, quien en 1900 había advertido:

No hay paz ni orden público posible sin la unidad del mando en el gobierno de la Nación. Un país con dos gobiernos, uno de derecho y otro de hecho, es una monstruosidad política y social. Este estado de cosas no estable tiene que ser transitorio, porque las leyes morales, como las leyes físicas, pueden ser perturbadas pero no pueden ser derogadas.LXII


En tercer lugar, está en juego la cuestión de cómo diversos sectores sociales (especialmente la clase media y baja y los inmigrantes) podían o no ser integrados como actores más directos de la vida política. En este punto, el democratismo radical de Batlle y Ordóñez se enfrentará a la tendencia a elaborar un gobierno de elites que defiende y predica con el ejemplo Julio Herrera y Obes. Tal enfrentamiento será definitivo; el elitismo liberal de Herrera y Obes será incompatible con el democratismo radical de Batlle.
LXIII Mientras Herrera y Obes había practicado un gobierno que centralizaba fuertemente el poder en la figura del presidente, sobre todo, había aceitado los mecanismos institucionales y parainstitucionales que garantizaban la influencia decisiva de la elite gobernante incluso en el plano electoral, Batlle y Ordóñez aparece en la escena del poder para imponer –y con el tiempo lo hará– una verdadera revolución democrática en el funcionamiento institucional de su partido y del Estado.

Es en este marco que, en el año 1900, un grupo de jóvenes que comandaba el Dr. Juan María Lago, y del cual participan entre otros José Enrique Rodó y Carlos Reyles, hace un esfuerzo unificador de las distintas tendencias dentro del Partido Colorado, amenazado muy concretamente por los resultados de las elecciones senatoriales parciales para seis departamentos de 1900, a las que los colorados concurrieron divididos en sus distintas tendencias (el «cuestismo», el «colectivismo», y el sector de Batlle y Ordóñez) y perdieron cinco de los seis cargos en disputa.

Ante la perspectiva de una derrota similar en las elecciones generales que debían llevarse adelante en 1901, las cuales elegirían la Asamblea General que a su vez sería responsable de la elección del próximo presidente de la República, muchos ciudadanos colorados comienzan a actuar en pos de una unificación que les garantizase la continuidad en el poder. Este movimiento unificador se pone como meta culminante la realización de un «banquete de confraternidad», el que finalmente se concretará el 21 de enero de 1901.

Contrario a la preparación de tal banquete, Herrera y Reissig decide pronunciar un discurso público, que fija para el día 19 de diciembre de 1900, en el local de la Sociedad Francesa. De acuerdo con informaciones publicadas por El Día de esa misma fecha, el acto había sido obstaculizado por el gobierno de Cuestas. Dice El Día que la conferencia de Herrera y Reissig «será prohibida porque el permiso para dicho acto no se ha hecho conforme a la ley», agregando que «el Presidente de la República entiende que dicha solicitud debe ir firmada por tres vecinos de la sección… personas de arraigo que puedan resumir la responsabilidad de la ley (…)».
LXIV

Pese a tales amenazas, finalmente la conferencia es autorizada y
Herrera y Reissig la pronuncia ese mismo día, 19 de diciembre.
Esta conferencia muestra ya el cambio al que el autor del «Epílogo wagneriano…» está apuntando en su concepción personal de la vida política y partidaria uruguaya. Su objetivo inmediato es pronunciarse en contra de la realización de tal banquete de confraternidad, si bien ya al principio del discurso advierte que su objetivo último es salvar la unidad del Partido Colorado. Para ello invita a disminuir el odio entre las distintas fracciones, odio que sin embargo entiende motivado por los graves sucesos de la dictadura de Cuestas, a la que llama con evidente hipérbole «la Orgía Constitucional de la Dictadura».
Reconoce Herrera que el Partido Colorado «ha tenido siempre por causa de sus desventuras los desgarramientos y las desavenencias entre sus hijos».
LXV

Reivindica una vez más el espíritu de la Defensa: «nosotros lucharemos por los generosos ideales que han dado vida a nuestro Partido dentro de las cuatro piedras de Montevideo, y en contra de los apetitos de la tiranía».LXVI A pesar de ello, Herrera y Reissig rechaza completamente la «comedia ridícula de la unión que pretenden realizar los ciudadanos del intitulado Banquete de Confraternidad»LXVII por considerarla una «falsa unión». Su discurso toma en ese momento un giro más agresivo.
Recuerda –pese a haber dicho que no lo haría– la responsabilidad de «los que anduvieron descarriados por los vericuetos de la aventura política en días no lejanos a los presentes», refiriendo a los adversarios del colectivismo. En particular, se refiere a Batlle y Ordóñez, a quien comenzará a apuntar sus ataques de aquí en más en la alocución. Aunque nunca lo nombra personalmente, Herrera identifica entre sus adversarios, por ejemplo, a «varios jóvenes que escriben de política menuda en un diario que está muy lejos de ser colorado independiente, y que, antes bien, responde de una manera muy directa a un conocido hombre público que aspira abiertamente a ser el sucesor del gobernante Cuestas».

A la mañana siguiente El Día, dirigido por el propio Batlle y Ordóñez, publica una reseña de la conferencia. Dice el cronista que el «acto se verificó en privado y por invitaciones personales», seguramente el modo de los organizadores de superar la censura impuesta por el gobierno. Dice el suelto, con evidente sorna:

El Sr. Herrera y Reissig disertó sobre el banquete de la confraternidad colorada, oponiéndose resueltamente a su realización, porque él no implica otra cosa que simples uniones estomacales, según el criterio del conferenciante. También el Sr. Herrera comentó a propósito de esta fiesta, la política de algunos personajes colorados, expresándose en términos severos. En algunos párrafos de su conferencia fue muy aplaudido el Sr. Herrera y Reissig.LXVIII


Los hechos darán rápidamente, sin embargo, la medida de la influencia nula que Herrera y Reissig podía esperar ejercer en ese momento. El banquete se realizará el 21 de enero de 1901, y el trabajo de unión dará sus frutos. Los colorados suman sus votos en las próximas contiendas electorales, abriendo en los hechos la sucesión a Batlle y Ordóñez, quien es –dificultosa y algo inesperadamente, no obstante– electo presidente en 1903, luego de un largo y complejo proceso de negociaciones.

Un primer episodio había dejado a Herrera y Reissig, al promediar 1900, sin trabajo en las maquinarias del Estado y sin ingresos fijos. Este segundo episodio, medio año más tarde, luego del fracaso de su intento de participación y del crecer de la marea política que se opone al colectivismo que ha heredado, determinará su apartamiento de la política. Éste será, entonces, casi total –si tenemos en cuenta la ausencia casi completa de referencias al respecto a partir de aquel discurso de la Sociedad Francesa–.
LXIX Herrera y Reissig, joven cuando estos asuntos se definen con dramatismo, como lo pinta Picón Olaondo, adhiere a la causa de su tío. Al hacer su definición personal más consciente, sin embargo, en el momento en que escribe el Tratado de la imbecilidad del país…, se apartará de ella y de su tradición familiar, de la que a menudo se reirá de modo agridulce luego,LXX sin por eso adherir a la tendencia democratizadora de Batlle.

Parece haberse mantenido, a partir de allí, toda la vida al margen de esta definición, que apuraba a casi todos en su tiempo. En ese momento tiene su inicio esa mirada distante que elaboró respecto del entero funcionamiento político del país. Su mirada ha cristalizado justo antes de que Batlle sea una realidad de poder. Su visión de la política de su país es la fotografía tomada, sobre la base del derrumbe de sus propias expectativas, en los últimos momentos de una larga tradición de elitismo liberal e «influencia directriz» que está a punto de ser, a la vez, sacudida hasta sus raíces, y en parte renovada por el ascenso y la consolidación del batllismo. Su crítica a los aspectos desbalanceados, «impulsivos», excesivos, miopes de todas las líneas partidarias que tenían expresión en su momento puede ser acusado quizá de falta de pragmatismo, de distanciamiento excesivo respecto de las complejidades de la Realpolitik. Sin embargo, determinados peligros en germen del tipo de experimento que Batlle y Ordóñez estaba impulsando no le fueron, por eso mismo, ajenos, desde tan temprano, precisamente a él, supuestamente el más «ingenuo» políticamente de los intelectuales del Novecientos.

Su juventud y su apertura a lo nuevo quizá lo hubieran inclinado a sumarse a la línea de cambios democráticos que definirían el segundo impulso modernizador que acaudilló Batlle y Ordóñez. Su peripecia personal, su destino familiar, sin embargo, le obturaron esa posibilidad: los dos hombres fuertes del partido Colorado a lo largo de toda su vida activa serán sus enemigos: Cuestas y Batlle y Ordóñez.

Desde el limbo político en el que cayó es que elabora su crítica, pues lo que le quitó poder real lo liberó en el mismo movimiento de compromisos partidarios y personales. Fue abandonado por cualquier perspectiva política viable, pero a la vez que su maniobra personal de salida de la lógica de su tiempo y su ciudad le veda el acceso a los mecanismos oficiales de aquélla, le abre como contrapartida las puertas a una crítica más sólida y hasta cierto punto de visión más larga que las que fueron de curso en su momento.

No obstante, su postura es ideológicamente ecléctica. Si por momentos en su Tratado de la imbecilidad… parece elogiar el anarquismo, como cuando al fin del capítulo sobre el pudor reclama «que brille la ciudad de la Anarquía», es sin embargo difícil adscribirlo sin más a tal corriente, incipiente por entonces en el país, y traída por obreros ácratas españoles e italianos emigrados de Buenos Aires, de donde el gobierno argentino los había expulsado al comenzar el siglo. El tipo de individualismo «evolucionista, spenceriano, de carácter conservador, que era doctrina universitaria e ideario de la burguesía doctoral»
LXXI rezuma en todas partes en su Tratado…, al tiempo que lo hacen duros ataques a muchas de las convenciones sobre las que aquella misma burguesía basaba toda posible convivencia social.LXXII

Su deserción de la política es significativamente expresada en el «Epílogo wagneriano». Hay allí frases en que se revela que es la conmoción existencial de la caída de las certezas respecto de cualquier «verdad», el derrumbamiento de los programas metafísicos y la consiguiente angustia existencial que es característica del espíritu «modernista» lo que labra en su espíritu. Han sido los filósofos que enseñan la duda –Spencer, Nietzsche, Taine– los que enseñaron a Herrera y Reissig a dudar de sí mismo, e incluso de esos filósofos. Tales influencias apuraron una transformación que hace menos provinciano, más cauto intelectualmente, a Herrera y Reissig, quien pasa a descreer de todas las certezas, o a asignárselas irónicamente a los oficiantes en las capillas políticas:

En vez de Juan Carlos Gómez y mi pariente Melchor –algunos ingleses y alemanes que hacen inútilmente pensar en sabe Dios cuántas cosas que no interesan a los uruguayos, se hospedan en mi cuchitril. De un mordisco helado y hondamente acerbo me han roto el umbilical del nacionalismo, del pandillaje, del énfasis de partido, del ceremonial caribe, de la ingenuidad celícola, del cazurro catonismo; hicieron trizas los viejos goznes convencionales. De un salivazo han desteñido mi caduca divisa roja, no dejando en ella sino un débil rosicler que se halla en buenas relaciones con el siglo XX y el dandysmo neurasténico. No vayas a entender por eso que soy un disolvente, un paradojista, un nietzscheano. No, no. Es demasiada pedantería permitirse tener ideas a este respecto, pretender hallarse en lo cierto; la verdad no se halla en nada, y ni se sabe si existe. En caso de que palpite, bien lo saben los filósofos, quienes están más cerca de ella son los blancos o los colorados…


Pese a la existencia ya para entonces, en la misma política uruguaya, de una tradición de independencia de algunos intelectuales respecto de los partidos mayoritarios, y pese a que tales intentos de abandono de los aspectos indeseables que acompañaban la lógica bipartidista serán frecuentes desde dentro y fuera de esos partidos, no es la actitud de Herrera la de organizar una postura política independiente en el sentido práctico. Se ubica como un intelectual independiente que hace el proceso de toda la lógica política, sin intentar unirse a las líneas exteriores a los grandes partidos.

Al tomar esta decisión, Herrera y Reissig se convierte en uno de los primeros intelectuales del país que exploran un camino realmente autónomo para la práctica de la literatura.

Visto desde la distancia de un siglo largo, la caída del proyecto del que participó Herrera de «occidentalizar» Montevideo procedió por la vía, paradójica, de la ironización de su pretensión europea. Es decir, hizo la crítica de una europeización impostada, azuzando a sus compatriotas para que fuesen occidentales y americanos a la vez, y la llevó a cabo sobre la base de la intuición de que una más madura asunción, incluso en sus aspectos trasgresores, de la moderna cultura europea debía ser adoptada y actuada en su propia ciudad.
La sustitución, lenta pero sostenida, de aquel proyecto occidentalizador del que participaron Herrera y Reissig y casi todo el Novecientos, por lo que podría gruesamente resumirse como un proyecto de regionalización y latinoamericanización
LXXIII cultural y mental del país, puede haber sido así una derrota secretamente victoriosa, si se atiende a los duraderos efectos de centralidad cumplidos de todos modos por el imaginario moderno occidental, que pueden constatarse especialmente en las décadas de los veinte a los sesenta, en el Uruguay.

Tales resultados, que en general se atribuyen a la revolución batllista, dieron sin embargo también cabida y espacio para la expresión de aquel imaginario a la vez elitista y liberal que fue el de Herrera y Reissig, y que, centrado en Montevideo –verdadera ciudad hanseática de mediados del XIX–, constituyó la marca de la ideología llamada de la Defensa.
LXXIV

Heredero de esa zona del pensamiento montevideano, el hacer ideológico de Herrera y Reissig debe inscribirse completamente a caballo de dos momentos políticos e imaginarios de su país, y es esencial recordar que el período en el que escribe este Tratado de la imbecilidad del país… es todo previo al triunfo del proyecto batllista.

Al ensayar su crítica de lo que considera aspectos infantiles de la mentalidad uruguaya, Herrera y Reissig se dedicó a criticar un estado cultural y cívico prebatllista. Es por eso que en su crítica –y pese a su honda resistencia a Batlle y Ordóñez– converge a veces con la crítica hecha por la misma elite del batllismo más de una vez.
LXXV Sin embargo, ninguno de los dos agentes –ni Herrera y Reissig, ni la elite del batllismo– logrará destruir o debilitar seriamente algunos aspectos provincianos, elementales, básicos, de esa mentalidad uruguaya, que aparecen con claridad retratados en el ejercicio del Tratado… y que pueden incluso ser reconocidos por el lector contemporáneo, a poco que conozca con cierta profundidad la vida mental y social del Uruguay.

Es importante conservar esta cautela a la luz de consideraciones genéricas que se han hecho acerca de que estos textos no corresponden a la ciudad que pintan. Ángel Rama, en los comentarios que hace sobre este texto en uno de los capítulos de su Las máscaras democráticas del Modernismo, dice que Montevideo «era un ejemplo de dinámica sociedad democrática en la época en que escribía Herrera y Reissig». La afirmación no parece corresponder a la realidad de la política uruguaya de 1900-1902, dominada por componendas de cúpula y que aún no había siquiera empezado a instrumentar los cambios y ajustes administrativos que abrieron el cauce a un funcionamiento cabal de la democracia representativa, que sólo advinieron al andar de las sucesivas administraciones batllistas, de incipiente y turbulento comienzo en 1903, cuando estos textos estaban concluidos.
LXXVI

No será esta peripecia política la única fuente de conmoción para Herrera y Reissig. Justo en los años que ocupa redactando su Tratado de la imbecilidad…, cuestiones personales, íntimas, tensan también su visión de la moral ambiente y ponen a prueba la solidez última de las creencias que recientemente parece haber abrazado.


La crisis íntima


Octubre de 1901 es un mes señalado para Herrera y Reissig por dos motivos diferentes. En la mañana del 8 de ese mes, Roberto de las Carreras, reconocido en toda la ciudad por su rechazo visceral del matrimonio, envía «a Julio Herrera y Hobbes (Ex Reissig)» una desopilante e imperdible carta pública,
LXXVII en la que explica las razones por las que ha aceptado, después de todo, casarse con su sobrina, Berta Bandinelli, «una señorita, menor de edad, [que] es mi amante, como tú no ignoras: una esclava de mi voluntad, sugestionada sumisa de mi harén de Gran Visir».

En esa carta, la actitud, supuestamente cultivada por ambos, de posesión y dominio erótico sobre el sexo opuesto (acompañada, paradójicamente, por una exaltación de la libertad de la mujer, apoyándola ruidosamente en la exploración de su propia sexualidad) es expresada en rasgos elocuentísimos. La misiva termina con De las Carreras invocando a Herrera y Reissig de esta manera:

Yo, amante de nacimiento, hidrofobia de los maridos, duende de los hogares, enclaustrador de las cónyuges, sonámbulo de Lisette, me sujeto a tu dictamen, oh Lucifer de Lujuria, hermano mío por Byron, Parca fiera del País, obsesión de pecado, autopsista de una raza de charrúas disfrazados de europeos. ¡Yo imploro tu absolución suprema, oh Pontífice del libertinaje!


Por los días en que recibe esta carta, clímax en la realización de su imagen pública como «poeta maldito», en la que De las Carreras implora su absolución como «Pontífice del libertinaje», Herrera y Reissig está concibiendo –al margen de Zoraida, su eterna novia de la época, y con una maestra primaria de nombre María Minetti Rodríguez– una hija natural, que nacerá exactamente nueve meses más tarde, el 8 de julio de 1902. Se llamará Soledad Luna, y al crecer empleará ese nombre, seguido del apellido Herrera y Reissig.
LXXVIII Este episodio contribuirá –de acuerdo con indicios de oscura interpretación que no obstante afloran en su obra y en su biografía– a un conflicto moral de proporciones importantes.

Arturo Ardao, en su pionero estudio sobre la evolución intelectual de Herrera, dice que se trató de «un vuelco sentimental en la vida del poeta»,
LXXIX y juzga que «parece inevitable relacionarlo con la honda y decisiva renovación filosófica y estética, de hecho inseparables, que por entonces experimenta».LXXX Este juicio parece compartible a poco de examinar la multiplicidad de líneas de tensión que se van acumulando en este período sobre Herrera y Reissig, de las que hemos repasado ya algunas.

Enfrenta este episodio, en la práctica, al autor del Tratado… con varios de los temas sobre los que estaba pontificando teóricamente en sus escritos: la posibilidad de la elección por encima de la convención de las clases sociales; el rol del género frente a la libertad; el aborto – que estudia, con desparpajo, en su fenomenología y en su estadística, escandalosas ambas por sus ocultas dimensiones, y se le habrá quizá presentado entonces como opción
LXXXI–; la relación ética no siempre fácil entre el discurrir intelectual acerca de principios generales y la decisión concreta sobre un caso específico y personal.

Todo este conflicto está quizá en última instancia presente en el trasfondo –digámoslo pese al natural recelo que suscita la asociación simple entre productos artísticos y biografía– de una de las dos obras dramáticas que se conservan de Herrera y Reissig, titulada La sombra –que también llevó en algún momento el título de Alma desnuda.

En La sombra, Alberto, el protagonista, un «filósofo de treinta y tres años, esbelto […], de familia noble […] pero con ideas anarquistas a outrance inculcadas en el medio intelectual extraño y escépticamente revolucionario en que actúa desde hace tiempo», perfil que tiene ciertos parecidos con el propio poeta, tiene un hijo natural con Laura, «buena mujer, de clase humilde y carácter resuelto. Bella pero en extremo ajada […] Fue amante de Alberto hasta poco antes del matrimonio de éste
[…]». Laura es, además, una «maestra primaria», igual que la madrde Soledad Luna. Esta maestra «tuvo un hijo de sus breves amores con su seductor». En la obra, Alberto dice de Laura:

La hice mía, le vacuné mi virus sentimental. Desaté todas las cadenas y todos los lazos de su alma. De pobre eslabón de la especie, yo la hice Reina, Hada, Diosa, Estrella. De burguesa [la convertí] en anarquista; de vulgar, en sibarita; de esclava católica, en rebelde paradojal; de señorita maestra, en hurí luciferiana… con todos los elíxires del vicio enfermo y todas las insinuaciones de la serpiente fatal!…


Los estereotipos de femineidad constreñida por una moral determinada desde la religión tradicional, contra los que apunta Herrera en su Tratado de la imbecilidad…, aparecen aquí, bajo el sintético apelativo de «esclava católica». El drama concluye en anagnórisis, con el reconocimiento del hijo oculto por parte de Adelfa, la esposa de Alberto, por quien habla a su vez una voz convencional de la «conciencia moral» que suena como el estereotipo de la censura clásica de la visión burguesa ante episodios tan comunes como el que ocurre en la obra:

Porque no es otra cosa que un crimen, y de los más bajos, arrastrar hasta el abismo a una pobre mujer, quitarle todo lo que posee en el mundo, hogar, ventura, reputación, porvenir, belleza… todo… abandonarla con un hijo, sin nombre, en el medio de la calle.


Cuándo se escribe este texto
LXXXII y en qué medida pueda ser ciertamente indicativo de la repercusión de una crisis moral mayor en la vida del poeta, no lo sabemos con certeza. Sin embargo, existen en la obra algunas importantes referencias y pasajes que hacen pensar en el tono y contenido del Tratado de la imbecilidad… En La sombra, el protagonista desarrolla en interesantes monólogos –pese a lo no interesante, quizá, de la obra en su conjunto– una concepción crudamente evolucionista del amor, que es «una lucha cruenta a gana o pierde, un combate antiguo en que uno de los dos contendientes
–o el más fuerte, o el más apto, o el más ingenioso– queda arriba triunfante, y el otro abajo, humillado y maltrecho. (…) simplemente un arte sutil de adaptación y de análisis, de apariencia y de engaño».

Esta asunción de la validez de los principios evolutivos –y de la supervivencia del más fuerte– da al discurso de Alberto un continuo parecido con el del propio Herrera y Reissig en tantos pasajes de su ensayo de 1900-1902.

Esta línea de pensamiento, sin embargo, se revela al final como inconsistente, o el personaje no puede mantenerla cuando los hechos lo desafían en el nivel emocional. Como le apunta su esposa: «Para lo que te ha servido tu divina ciencia… ¡Ni siquiera te ha enseñado a ser moral!…». Hay una especie de vuelta a Dios del ateo –nada conmovedora, quizá por su imperfecta factura técnica– en los últimos momentos de la obra, cuando éste se enfrenta melodramáticamente a la crisis provocada por el reconocimiento de su culpa, frente a sus dos mujeres y a su hijo.

Distintas lecturas se abren ante este final, y ante el tipo de protagonista que Herrera construye. Por un lado, puede hacerse una lectura directa, según la cual habría una especie de renunciamiento último de Alberto, al que lo emocional, por un lado, y la censura de las convenciones sociales, por otro, «quiebran» en sus convicciones intelectuales, por seductoras y sólidas que éstas hayan sonado hasta ese momento.

Otra lectura, irónica, podría hacerse entendiendo que lo ridículo de la situación de tal «filósofo», y la obra toda, es una boutade más de Herrera y Reissig, quien muestra a quien pueda entenderlo lo patético del sistema de valores al que finalmente se rinde Alberto, por la vía de hacer un cuadro «objetivo» de tal peripecia íntima. La derrota del filósofo no es la de su filosofía, sino la del hombre incapaz de estar a su altura. Que lo sea, de todos modos, no excluye que la pieza ventile algunos temas muy íntimos de su autor, quien no se esfuerza en ocultar coincidencias biográficas clamorosas. Julieta de la Fuente dijo alguna vez que el autor leía a sus amigos «como una gracia» el discurso del filósofo ateo y revolucionario que en las malas se vuelve a Dios, lo que indicaría que la segunda lectura, la «irónica», podría haber estado cerca de la que hizo el propio autor.
LXXXIII

La obra, cuyo examen más extenso nos apartaría completamente de nuestro tema, admite pues múltiples lecturas a poco que se reflexiona sobre el modo como su trama y la contextura de sus personajes pueden hacerse productivos a la luz de la sospechada complejidad interna del autor con respecto a uno de los temas centrales de este «drama lírico», el de la coherencia interna entre filosofía y práctica, especialmente cuando la decisión debe asumirse desde un marco filosófico fuertemente determinista, aspectos que seguramente no fueron ajenos al incidente en el que el propio Herrera y Reissig debió tomar las decisiones en torno a la concepción, el nacimiento y la relación con su hija natural y con la madre de ésta.

El nacimiento de su hija ocurre en el mismo año 1902 en que, más temprano, Herrera y Reissig había contribuido, indirectamente, al pistoletazo que mata a Federico Ferrando. En efecto, una diatriba que Herrera y Reissig escribe en privado contra Guzmán Papini y Zas, el contendiente y agresor de Ferrando (quizá con la intención de que éste directamente la publicara con su firma), es empleada como insumo por Ferrando para su segunda contestación a los ataques públicos del primero, que lo acababa de amenazar públicamente recomendándole «las píldoras de plomo del Dr. Smith Wesson».
LXXXIV Ante la agudización de la violencia potencial de la situación, ocasionada por lo áspero de los conceptos y palabras de crítica empleados por los contendientes, Ferrando compra por esos días un arma para defenderse ante un eventual ataque físico o la realización de un duelo. Horacio Quiroga va a visitar a su íntimo amigo Ferrando a su casa, al volver de un viaje, y lo mata sin querer al escapársele un tiro mientras examinaba el arma.

La violencia de este episodio trágico, más la tribulación moral que parece haber acompañado el nacimiento de su hija, pueden haber labrado en el espíritu de Herrera y Reissig, contribuyendo a su reformulación personal por entonces. Es de esa época (del 1 de junio de 1902) su confesión a Edmundo Montagne: «Muy triste me hallo. Muy abatido (…)».
LXXXV
 

Notas:
 

XXX Puede seguirse aproximadamente el itinerario de lecturas de Herrera y Reissig en los primeros años del siglo XX, consultando sobre todo dos fuentes. Una son sus textos y manuscritos éditos e inéditos, en los que acumula referencias. La segunda, importan- tísima, es una carta que envía a Edmundo Montagne el 1 de junio de 1902. Véase Penco, op. cit. [163].

XXXI Su amigo César Miranda dice que por esos días Herrera y Reissig tuvo su «camino de Damasco» estético, sobre el cual nunca quiso dar explicaciones a sus allegados. Ángel Rama sintetiza (sin aceptarlas) las explicaciones vulgares, que se confían a las influencias:
 «¿Acaso los sonetos de Los crepúsculos del jardín de Lugones, escuchados en el cilindro de una experimental grabación fonográfica en ese destartalado cuarto de estudiantes que Horacio Quiroga y sus compañeros designaban pomposamente como el “Consistorio del Gay Saber” fue motivación suficiente para tan alta pirueta estética? ¿Acaso fueron los poemas que Toribio Vidal Belo imitaba de un Darío cuyas obras eran conocidas desde hacía un quinquenio en Buenos Aires y Montevideo? ¿Acaso el encuentro con Sueño de Oriente del dandy Roberto de las Carreras, librito que decoraba con lujos y displicencias la literatura francesa de alcoba, pudo generar una modificación tan instantánea?» (Ángel Rama, «La estética de Julio Herrera y Reissig, el travestido de la muerte», en Río Piedras, n.o 2: 23-40, Universidad de Puerto Rico (marzo de 1973). Reproducido en PCP: 1261, de donde citamos.

XXXII La fecha de esa crisis puede conjeturarse con cierta precisión, a partir de una gacetilla aparecida el 24 de febrero de 1900 en el periódico montevideano La Razón, para informar que «se encuentra en grave estado el señor Julio Herrera y Reissig, que sufrió hace varios días un ataque al corazón».

XXXIII Herminia Herrera y Reissig, Julio Herrera y Reissig. Grandeza en el infortunio (Mon- tevideo: ed. de la autora, 1949): 86.

XXXIV Ibídem. Sin embargo, contradiciendo el testimonio de Herminia Herrera, hay otro de Juan Picón Olaondo, amigo íntimo de Herrera y que tenía la edad del poeta, por lo que su memoria parece en esto más confiable, que informa que Julio «convaleciente –la morfina lo salvó, aplicada por primera vez tras veinte noches sin sueño– se trasladó a Piriápolis, invitado por Piria, con Roberto de las Carreras» (testimonio recogido en ficha inédita de Roberto Ibáñez). Si el recuerdo de Picón es correcto, podemos conjeturar que sería éste el viaje de descanso, realizado a mediados de marzo, que es informado en las «Notas de Redacción» del número 5 de La Revista que transcribimos enseguida.

XXXV Herminia Herrera y Reissig, op. cit.: 86.

XXXVI La misiva se publica en La Revista, año I, n.o 1 (20 de agosto de 1899). De las Ca- rreras, amigo personal de Batlle y Ordóñez y accionista de El Día, no pierde oportunidad de hacerla reproducir en ese medio unos días más tarde. En esa carta se trasluce una re- lación formal entre ambos, quienes, de acuerdo con todos los testimonios, no se habían tratado aún personalmente. Probablemente el envío del texto a La Revista es la pronta respuesta de De las Carreras ante el pedido de colaboraciones que Herrera distribuyó a una serie de personas en el momento de iniciar la publicación.

XXXVII Varios autores se limitan a aceptar este asunto sin más trámite, siguiendo en ello probablemente el testimonio de los hermanos del poeta. Por ejemplo, Ángel Rama, que lo da en su «Prólogo» a Roberto de las Carreras, Psalmo a Venus Cavalieri y otras prosas (Mon- tevideo: Arca, 1967): 25. Pese a que coinciden en ese punto, las memorias de Teodoro Herrera son también poco fiables en cuanto a precisión, si tenemos en cuenta que el hermano menor del poeta comienza errando aún más, al trasladar sucesos acaecidos en
1900 a 1901 (en Teodoro Herrera y Reissig, op. cit.: 3.)

XXXVIII Herminia Herrera agrega otro detalle desconcertante: dice que el corto período de convalecencia del poeta, que como vimos ocurrió entre los meses de marzo y abril de 1900, transcurrió en la ciudad de Minas, a invitación de su hermano Eduardo. El problema con este dato es que se sabe positivamente que Herrera visitó Minas entre julio y agosto de 1904, por invitación de su hermano. ¿Hubo una visita anterior a Minas, también a pedido del hermano, o se trata de una confusión, quizá de la mezcla de dos convalecencias distintas, separadas por cuatro años?

XXXIX Edmundo Montagne le recomienda, el 12 de junio de 1902: «En cuanto tenga re- lación con sus intereses y pasiones, no debe Ud. tomar las cosas tan a pecho como lo hace. Es Ud. muy atropellado, muy impulsivo, muy revolucionario. Y lo es más aún porque se deja llevar: goza Ud. en sentirse arrebatado por el huracán que exagera sus inclinaciones: voluptuosidad ésta que lo entrega al delirio. Por eso se resiente su espíritu –psique– y el neumogástrico no le sirve ya de freno, no resiste la tempestad» (carta de junio 12 de 1902, en Penco, op. cit.: 165).

XL Giaudrone también discute este punto en «Deseo y modernización: el modernismo canónico esteticista en el fin de siglo uruguayo», en H. Achugar y M. Moraña (eds.), Uruguay: Imaginarios culturales. Desde las huellas indígenas a la modernidad (Montevideo: Trilce, 2000): 259-292 [esp. 267-68].

XLI Teodoro Herrera y Reissig, op. cit.: 3.

XLII Ídem: 2-4. Roberto Bula Píriz es otro de los críticos que reduce la influencia mutua en el período a unilateral accionar de uno al comentar que las actitudes y puntos de vista de Herrera por aquel tiempo fueron meramente una imitación de De las Carreras. Bula desarma además la intensidad crítica de Herrera, leyéndola de un modo condescendiente: «Durante sus años de amistad con De las Carreras tuvo algunos desplantes reñidos con su idiosincrasia, como el de su infundado antipatriotismo, que le hacía llamar Ton- tovideo a su ciudad, y “la toldería”, y escarnecer a sus compatriotas (…)» (Bula Píriz, op. cit. (1952): 20.


XLIII Por ejemplo, De las Carreras emplea en su carta pública a Herrera del 8 de  octubre de 1901 las expresiones «babuinos emponzoñados», «trogloditas púdicos», e incluso copia un párrafo entero del Tratado de la imbecilidad… En cada caso, inmediatamente le reconoce a Herrera la paternidad de las expresiones citadas.

XLIV Algo, por otra parte, que es característico de todos los textos críticos de Herrera, tanto los publicados como, sobre todo –y ello es aún más valioso– los privados, enviados en numerosas cartas a sus destinatarios, casi siempre escritores de poca importancia con quienes Herrera tuvo no obstante, y a menudo, una respetuosa meticulosidad en la crítica específica, directa y abierta, que alternaba con ocasionales elogios.

XLV «Yo no tengo ningún motivo para ocultar que mis elogios eran tan poco sinceros como los que él mismo, con coquetería felina, me prodigara» (Roberto de las Carreras, «El atentado contra la ONDA. ¡Reissig marital!», en La Tribuna Popular, año XXVII, n.o 9231, Montevideo: abril 23 de 1906, p. 2, cols. 4 y 5. Reproducido en «Tres polémicas literarias», Número, año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950): 314-340 [330]

XLVI Dice Herrera y Reissig en medio de su final polémica con De las Carreras, y refiriéndose a éste: «aquel que requiriera –(exhausto por la derrota, chupado por el vampiro de la fatalidad en sus naufragios morales, enfermo, caído del pensamiento)– mi salvavidas literario, esto es, páginas enteras que yo he cincelado y que él firmara (…)». La referencia es con toda probabilidad a la carta contra Álvaro Armando Vasseur que De las Carreras publica en junio de 1901, cuyo estilo es el mismo que el de las de puño y letra de Herrera contra Papini y Zas y contra Víctor Pérez Petit. Un recuerdo personal de Juan Picón Olaondo, recogido por Roberto Ibáñez en ficha inédita, confirma este hecho.

XLVII Estas dos diatribas se publican junto con esta edición.

XLVIII El Partido Colorado y el Partido Nacional (o Blanco) son los dos partidos po- líticos históricos del Uruguay desde comienzos de su vida independiente.

XLIX La serie incluye, aunque no se agota en ellos, a Julio Herrera y Obes, a Manuel Herrera y Obes, a Melchor Pacheco y Obes, y antes a Nicolás Herrera y a Lucas Obes.

L El dato, con copia del decreto correspondiente, consta en El Día del 24 de octubre de 1898, p. 5, col. 4. Información recogida inicialmente por Roberto Ibáñez.

LI El nombramiento de Abel Pérez, sucesor de Massera, se produce el 7 de julio, y de acuerdo con el mismo Herrera y Reissig, él presenta su renuncia «al día siguiente», es decir, el día 8 de julio de 1900.

LII Consigna Herrera en su «Cosas de aldea»: «Noticiado de la renuncia del doctor Massera conceptué un deber de delicadeza, sólo un deber de delicadeza, entiéndase bien, y de ningún modo una obligación, presentar inmediatamente renuncia de mi cargo».

LIII El tono de Pérez es realmente seco en la oportunidad: «Comunico a Vd. que he re- suelto aceptarle la renuncia por Vd. presentada del Cargo de Secretario en la Inspección Nacional. Saluda a Vd. etc. Firmado: Abel J. Pérez» (el texto está transcripto en «Cosas de aldea»).

LIV Herrera y Reissig se refiere a un puesto que, efectivamente, desempeñó en la Alcaldía de Aduanas en su juventud.

LV Del carácter difícil del momento (octubre de 1898) en que tal nombramiento tiene lugar, y de la firmeza de Massera en su pedido ante Cuestas, no dejan duda algunos frag- mentos de «Cosas de aldea», los que a su vez prueban el posicionamiento político, para ese entonces resueltamente «colectivista», de Herrera y Reissig: «fue el doctor Massera quien contra viento y marea me propuso al gobierno del señor Cuestas, y consiguió que el mandatario firmase mi nombramiento, después de mil contorsiones de voluntad y mil flujos de violento desagrado, pues mis lectores se imaginarán lo mucho que mi nombre y apellido serán queridos por el señor Don Juan Lindolfo Cuestas. (…) En [aquellos aciagos días de espionaje y de violencia, de sospechas y represalias, cuando un saludo por la calle, un parentesco “presidencial” (…) se convertían por magia (…) en procesos de acusación á lo Fouquier-Tinville, en cárceles y destierros] obligar al gobernante a poner su rúbrica al pie de una propuesta de nombramiento que podía considerarse un verdadero acto de fe co- lectivista, arrojado al rostro del más implacable enemigo de mi homónimo, le pudo costar al doctor Massera el alto cargo que desempeñaba» (los fragmentos entre corchetes están tachados por Herrera y Reissig en el original).

LVI Roberto Ibáñez sugiere, en sus apuntes inéditos, una relación directa entre la pérdida del trabajo por parte de Herrera y el cese de la publicación de La Revista, cuyo último número es precisamente de julio de 1900, conjeturando que eran esos ingresos los que permitían al poeta editar una publicación literaria que por sí brindaba muy escaso retorno económico.

LVII Este olvidado testimonio está en Juan Picón Olaondo, «Julio Herrera y Reissig, su vida, su obra, su época», en Suplemento Femenino de La Mañana, 22 de mayo de 1955, p. 6. El episodio es confirmado en una conferencia de César Miranda pronunciada en el Club Juventud Salteña, en Salto, en 1913. «La dictadura» es un encendido poema político del joven Herrera y Reissig.

LVIII El libro de Carlos Oneto y Viana, La política de fusión, examina el período pos- terior a la Guerra Grande desde una óptica historiográfica colorada. Fue publicado por el Club Vida Nueva (liderado por Carlos Reyles) en abril de 1902.

LIX «Epílogo wagneriano a “La política de fusión”», PCP: 665.

LX Ídem, 666.

LXI En El Día, polemizando Batlle con Carlos María Ramírez. Editorial del 21 de enero de 1898.

LXII Carta pública de Herrera y Obes de 1900, citada en Washington Reyes Abadie, Julio Herrera y Obes. El primer jefe civil (Montevideo: Banda Oriental, 1977): 128.

LXIII Tan agudo e irreconciliable será este enfrentamiento entre los dos estadistas, que cuando Herrera y Obes muera, el 6 de agosto de 1912, siendo Batlle presidente, éste intentará negarle los correspondientes honores máximos, y ofrecerá solamente los de teniente general (vetando incluso, en extremos de empecinamiento, una resolución de velar su cadáver en la sala de sesiones y enterrarlo en el Panteón Nacional, que tomó la Asamblea General, la cual levantó finalmente el veto por 55 votos en 61), dando lugar a una áspera discusión en que fueron ventiladas consideraciones sobre el honor debido a los muertos y el nivel al cual es adecuado llevar las diferencias de ideas. El episodio probablemente aumentó en el momento el cariño público por Herrera y Obes, cuyo cadáver fue acompañado al cementerio por miles de ciudadanos. Sobre este episodio, véase Carlos Manini Ríos, Anoche me llamó Batlle (ed. del autor, Montevideo, 1970: 32-35.

LXIV El Día, 19 de diciembre de 1900. La referencia dada en ficha inédita de Roberto Ibáñez.

LXV «Al Partido Colorado», publicado originalmente como folleto. Montevideo: Ti- pografía l´Italia al Plata, 1900. Aquí citado de PCP: 652.

LXVI Ídem, 653.

LXVII Entre los cuales se encontraba militando activamente José E. Rodó. Esta diferencia política en un momento clave es una razón más para el sostenido distanciamiento entre ambos. Un trazado completo de la relación entre Rodó y Herrera y Reissig está hecho por Emir Rodríguez Monegal, «Rodó y algunos coetáneos», en Número, año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950): 300-313 [300-309].

LXVIII «La conferencia de Herrera y Reissig», en El Día, Montevideo: diciembre 20 de  1900, p. 1, col. 8.

LXIX El tema de la pertenencia política de Herrera y Reissig se volvió a discutir alguna vez en vida del autor, especialmente cuando éste acepta escribir en La Democracia, dirigido por Luis A. de Herrera, el 20 de abril de 1906. En esa ocasión dirige al líder nacionalista unas líneas, que éste incluye en su periódico, y que una vez más habrán sido escandalosas por hacer el poeta una fuerte declaración contraria al gobierno colorado del momento, confirmando su oposición a Batlle y Ordóñez. Decía Herrera y Reissig: «La Democracia» es el león de los derechos públicos. Salve orgulloso y fiero paladín de la libertad y de la ley hoy conculcados. ¡Tú eres más que una bandera. Eres una conciencia que grita!». El 17 de junio de ese mismo año publicará, en el mismo periódico, una declaración en la que dice: «Yo nunca he pertenecido ni pertenezco a ningún partido tradicional (…) soy y seré libre de cálculos filibusteros (…) fieramente independiente. (…) Un cometa (…) con su órbita individual y consciente en medio a los sistemas fijos de la política aborigen, lo cual no quiere decir que no me encuentre abanderado circunstancialmente en la propaganda del partido blanco o lila, si la razón y la dignidad del país, se encuentran de su parte –con cuya actitud me enorgullezco».
También puede argüirse la existencia de un costado político posterior en Herrera cuando gestiona –en general, sin resultados– algún cargo público a través de amigos que actúan en el nivel partidario orgánico. Sin embargo, no se registran más acciones de política directa, como la reseñada, en el resto de la vida de Herrera y Reissig.

LXX Algunas referencias directas en el Tratado de la imbecilidad… y en correspondencia privada muestran una alternancia entre la virulencia del apóstata y el reconocimiento del discípulo a las virtudes cívicas e intelectuales de esos antecesores. Ejemplo de las primeras, dice por ejemplo en carta a Tiberio: «mi familia de politicuelos zafios»; además, sus contertulios veían, en su cenáculo del altillo de la calle Ituzaingó, un retrato de su tío acompañado por la irónica inscripción: «Un impostor». De las segundas son sus observaciones elogiosas en el Tratado… sobre «Manuel Herrera y Obes, Andrés Lamas, Santiago Vázquez, Cándido Joanicó, Pacheco, los Varela, los Berro, Vázquez y Vega, Juan Carlos Gómez, entre los antiguos –y entre los modernos Carlos María Ramírez, Ángel Floro Costa y Julio Herrera y Obes».

LXXI Alberto Zum Felde, Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura, tomo II, Montevideo, edición subvencionada por la Comisión Nacional del Centenario, 1930, t. II, p. 22 y ss.

LXXII Sobre el «anarquismo» de Herrera, corresponde esta observación de Rodríguez Monegal: «(…) hacia 1900, por sus lecturas y hasta por algunos desplantes personales, Roberto de las Carreras y Herrera y Reissig pudieron incorporarse a una corriente anar- quista en la que militaban ya Sánchez y Vasseur; de éstos los aislaba la posición estética o el ostentoso dandysmo de las actitudes». En «La generación del 900», Número, año II, n.o 6-7-8 (enero-junio 1950): 37-61 [46].

LXXIII O de «macondización», en todas las dimensiones que da Volek al término. En Emil Volek, «José Martí, ¿fundador de Macondo?». Hermes Criollo, año 2, n.o 5 (julio de 2003): 23-32.

LXXIV Debido a que se la asocia con la defensa de la ciudad de Montevideo: sitiada por el ejército argentino de Rosas y sus aliados durante el largo período de la llamada Guerra Grande (1839-1852).

LXXV Sin asimilar simplemente a Rodó con el batllismo, el Rodó de esos años 1900 a 1904, cercano a Batlle por entonces, coincide con Herrera y Reissig en su desánimo por lo que considera condiciones no suficientemente refinadas –ni siquiera suficien- temente «civilizadas»– de la vida institucional y cultural del Uruguay. Véase por ejemplo este pasaje de una carta de Rodó de 1904: «Por aquí todo va lo mismo: guerra y miseria, caudillos y fanáticos, ríos de sangre y huracanes de odio. En todo eso, vida febril; y en todo lo demás, muerte y silencio». En otra carta agrega: «(…) para los que tenemos aficiones intelectuales (…) resultan, más que incómodas, desesperantes las condiciones (siquiera sean transitorias) de este ambiente, donde apenas hay cabida para la política impulsiva y anárquica (…)». (Emir Rodríguez Monegal, «Introducción general» a J. E. Rodó, Obras completas, 1.ª ed. (Madrid: Aguilar, 1957): 34. La categoría de «impulsividad», subrayada por el propio Rodó, constituye uno de los conceptos centrales en la crítica que desarrolla el Tratado de la imbecilidad… herreriano.
Dicho esto, hay a la vez que reconocer que la actitud de desprecio de Herrera y Reissig con respecto, por ejemplo, a los inmigrantes que estaba recibiendo el país –incluyendo, claro está, a la inmigración italiana, uno de los fuertes soportes del batllismo– nunca podría haber sido homologada por los batllistas, portadores de una visión radicalmente democrática que está ausente en Herrera.

LXXVI En sus observaciones Rama incluye también la errónea noción de que el texto «pudo haberse titulado Los Nuevos Charrúas», así como también cuando dice al pasar «el largo ensayo nunca concluido» de Herrera y Reissig, concepto ampliamente discutible una vez que se recorre el total de los manuscritos, y en el que Rama sigue probablemente conclusiones de Roberto Ibáñez que no parecen haber salido del examen detenido de aquéllos. Apura Rama la tesis de que fue la «vulgaridad» del texto lo que lo conservó inédito.

LXXVII Publicada originalmente en el periódico El Trabajo, año I, n.o 20, el 8 de octubre de 1901. Reproducida por Ángel Rama en Psalmo a Venus Cavalieri y otras prosas de Roberto de las Ca- rreras (Montevideo: Arca, 1967): 61-64.

LXXVIII Soledad Luna, hija de Julio Herrera y Reissig y Maria E. Minetti Rodríguez, nació en Montevideo el 8 de julio de 1902. En mayo de 1904 su padre cumplió con los trámites legales de reconocimiento de la niña como su hija natural. La crianza corrió por cuenta de su madre; es difícil –por las brumas de que se ha rodeado el episodio– saber en qué medida Herrera y Reissig se ocupó de ella. En su juventud fue becada por el gobierno uruguayo para «cursar estudios superiores de piano en la capital alemana, con el objeto de perfeccionar las admirables condiciones naturales de que hiciera gala desde su más tierna adolescencia», según dice Teodoro Herrera y Reissig en anotaciones manuscritas tituladas «La destacada personalidad de una becada uruguaya». En 1929, Soledad Luna Herrera y Reissig se casa y pasa a residir en Buenos Aires con su esposo. Una publicación de la década de 1920 muestra la foto de una hermosa joven y dice: «Noticias recibidas recientemente de Berlín nos dan cuenta de los progresos realizados en sus estudios de piano, por la señorita Soledad Luna Herrera y Reissig, con cuyo retrato engalanamos hoy esta página». Su carrera artística no es, sin embargo, completamente exitosa, aunque parece continuar durante años. Su tío Teodoro la alienta en cartas privadas, recomendándole más resolución y menos dudas y timideces, para imponer al público un talento musical que él juzga muy importante.
En octubre de 1932 es, junto con Michel Zadora, una de los dos pianistas en un concierto celebrado con fines benéficos por una comisión de damas de la alta sociedad oriental, en el Teatro 18 de Julio de Montevideo.
Tardíamente nace su hijo, Juan Carlos Albani, nieto de Julio Herrera y Reissig, de quien su madre dice en una carta que «ha heredado el talento de su abuelo y el físico». Es cierto que en una fotografía de sus ocho años se lo ve bastante parecido al poeta. En su madurez, Soledad Luna lee y practica teosofía, «inquietud también de mi padre en sus últimos años de vida», según ella misma afirma.

LXXIX Arturo Ardao, «De ciencia y metafísica en Herrera y Reissig», en Etapas de la in- teligencia uruguaya (Montevideo: Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, 1968): 287-296 [292].

LXXX Ibídem.

LXXXI Un testimonio de Soledad Luna permite inferir algunos rasgos de la perspectiva con la cual Minetti enfrentó la circunstancia de su embarazo y el cuidado de su hija. Dice aquella en una carta privada enviada a un amigo uruguayo en 1954: «Amó a un solo hombre, mi padre, luchó como leona para brindarme todo lo posible, su lucha fue digna, no se valió de sus encantos físicos, ya que era bellísima cuando joven, para “conseguir dinero”; fue maestra, después directora de escuela, tuvo conservatorio de música, etc. y se mantuvo dentro de una perfecta y santa moral, fiel a mi padre, hasta el fin. Fue la mujer que lo dio todo y no pidió nada».

LXXXII Roberto Ibáñez, quien se ha ocupado extensamente de esta pieza, adhiere a la información, dada por Julieta de la Fuente, de que la redacción de La sombra es de 1908, y que fue dictada por el poeta para su presentación a un concurso literario. Sin embargo, ya en 1904, en carta a Juan José Soiza Reilly, Herrera informa que tiene «el ropero atestado de inéditos», entre ellos «un drama». No puede descartarse (e Ibáñez no lo hace, aunque cree que se trata de otro diferente) que este drama sea el germen, o el original, de La sombra, que el poeta puede haber rehecho o simplemente pasado en limpio en 1908 para enviarlo a ese concurso.

LXXXIII Sobre esta lectura, véase Roberto Ibáñez, «Obras dramáticas de Julio Herrera y Reissig», en Fuentes, año I, n.o 1 (1961): 207-270. [218].

LXXXIV Esta participación de Herrera y Reissig está fundada y discutida en mi artículo «Camafeísmo del insulto en el ‘900 montevideano. Herrera y Reissig y de las Carreras intervienen en la polémica Ferrando-Papini», en Maldoror, n.o 24, nueva época (mayo de 2006): 36-43. El episodio, y el manuscrito, abonan la tesis de que Herrera intervino como redactor parcial o total de la famosa diatriba que, en un estilo exactamente igual, De las Carreras publica contra Álvaro Armando Vasseur en junio de 1901. Un testigo de época, Osvaldo Bixio, que estaba en relación con todos los actores y concurrió al sepelio de Ferrando, informó también sobre otro nivel en el cual Herrera y Reissig tuvo participación activa en el episodio. Dice: «Ahora le voy a narrar en qué circunstancias Quiroga mató a Ferrando. Era ésta una polémica que se mantenía acerca del Modernismo, desde “La Tribuna Popular”, y tomaban parte contra Papini, Horacio Quiroga y Federico Ferrando, que se singularizaban los dos porque se vestían igual y usaban una luenga barba. Y éstos hicieron la defensa de Julio, del Modernismo, contra la tendencia antagónica de Papini. Debido a esto se preparaba un duelo entre Ferrando y Papini. Ya ve que la muerte de Ferrando se provocó por Julio». (Testimonio inédito del Sr. Osvaldo Bixio, conservado en la Colección Particular Herrera y Reissig, Biblioteca Na-cional, Montevideo.)

LXXXV Carta de Herrera a Montagne de 1 de junio de 1902, en Penco, op. cit.: 162.
 

*Publicado originalmente en el TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PAÍS POR EL SISTEMA DE HERBERT SPENCER JULIO HERRERA Y REISSIG - transcripción, edición, estudio preliminar, postfacio crítico y notas de Aldo Mazzucchelli.

(sigue)

 

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