II. El contexto de redacción del TRATADO… Las crisis
personales de Herrera y Reissig (de salud, política, íntima) entre
1900 y 1902. El cambio filosófico.
Julio Herrera y Reissig vive, entre 1900 y 1902, años en los que
trabaja en los manuscritos reunidos bajo el título común de
Tratado de la imbecilidad del país…, una crisis que acumula al
menos cinco dimensiones: de salud, económica, política, íntima o
moral, y filosófico- estética. En ella confluyen una serie de
factores. Ha conocido, entre 1899 y 1900, a Roberto de las Carreras,
y está leyendo ávidamente a Spencer, a Guyau, a Taine, a Goethe, a
Saint Victor, a Samain, a Verlaine, a Poe, a Banville, Rimbaud, Laforgue, Kahn, Moreas, Richepin…,XXX
todos ellos factores de su transformación estética, que se produce
de golpe, y lo hace pasar de criticar el simbolismo y el
decadentismo a practicarlos en inmediata y misteriosa maestría.XXXI
Su proyecto editorial, La Revista, está
fracasando ya antes de mediados de 1900, tanto económica como
literariamente. Al mismo tiempo, es ese año 1900 el último que verá
a Herrera y Reissig intentando desempeñar algún rol activo dentro
del Partido Colorado, actitud que rápidamente va a dar paso a una
crítica general a la política local. También en esos años concibe a
la que será su única hija, Soledad Luna Herrera y Reissig. Hija
natural de la que Herrera, aparentemente, no se hace cargo en
términos prácticos, aunque la reconoce y le da el apellido. Es un
episodio sobre cuya importancia íntima
Herrera y Reissig dejará
anotados algunos rastros que no parece oportuno desdeñar, teniendo
en cuenta la importancia que asumen sus reflexiones, presentes en el
Tratado…, sobre los temas en los que lo moral práctico se intersecta
con los códigos imaginarios en aquella sociedad montevideana. Al
hilo del repaso de los datos de este período se podrá ir
reconstruyendo el rompecabezas de la elaboración y ubicación de los
papeles del Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de
Herbert Spencer.
La crisis de salud y el encuentro con De las Carreras
A mediados del verano de 1900, Julio Herrera y Reissig, ya estrenado
como poeta algunos años atrás, y director y editor de La Revista
(que había fundado seis meses antes y que entregaba a sus
suscriptores 48 páginas de literatura y ciencias el 10 y el 25 de
cada mes), sufre su primera crisis cardíaca seria.XXXII
Había tenido anuncios de su dolencia desde su más temprana infancia,
pero esta vez el impacto del golpe y el modo en que éste condiciona
su capacidad de llevar una vida normal es intenso como nunca antes.
Según Herminia Herrera y Reissig –que publica sus memorias varias
décadas más tarde–, su hermano recibe en esos días de verano una
invitación de Francisco Piria para viajar a su por entonces nuevo
«castillo», en Piriápolis, 100 kilómetros al este de Montevideo,
donde la costa del Río de la Plata ya enfrenta el océano Atlántico.
Ese viaje habría terminado cuando «a los pocos días de la partida de
Julio, la familia recibe un telegrama de Francisco Piria –urgente–
reclamando la presencia de algún familiar, pues Julio, encontrábase
enfermo».XXXIII
Según tal recuerdo, Herrera habría sido trasladado de apuro a la
capital, en donde
(…) diez médicos rodeaban su
lecho, sin encontrar alivio para su corazón arrítmico, desorbitado.
(…) El Dr. Bernardo Etchepare, pariente y amigo, indicó la morfina,
pasando por todas las sugestiones contrarias de sus colegas. Y el
sabio afirmábase: «Es necesario atenacear al monstruo…» y
efectivamente el tóxico lo dominó instantáneamente».XXXIV
Tal es el origen del uso de la morfina por parte de
Herrera y
Reissig. El 10 de marzo de 1900, una «Nota de Redacción» en La
Revista agradece, en nombre del director,
(…) las mil
manifestaciones de afecto recibidas durante su enfermedad, tanto de
sus amigos de Montevideo, como de Buenos Aires y otros puntos de la
República Argentina. […] [El director] también considera que cumple
con su deber de sinceridad periodística al participar a los
distinguidos lectores de La Revista que por mandato médico,
en un plazo de dos meses no podrá dedicarse a ningún género de
trabajo intelectual […]. Como en uno de estos días se ausenta de
Montevideo, lejos de la cual permanecerá un buen tiempo, se despide
de todas sus relaciones y se disculpa con los colegas, colaboradores
y amigos de la República Argentina por tener forzosamente que
interrumpir la afectuosa correspondencia que con ellos mantiene.
El comienzo del fin de La Revista se marca en esa gacetilla.
Si bien los suscriptores eran «todo Montevideo» para ese momento,
éstos no pagaban la mensualidad requerida.XXXV
Con las dificultades de su director para dedicarse con intensidad a
ella, La Revista, huérfana de apoyo económico y político,
sobreviviría cuatro meses más antes de desaparecer. Es por esos
mismos días que Julio Herrera y Reissig conoce a Roberto de las
Carreras. Hay un primer documento de la existencia de un contacto,
en una carta que De las Carreras envía a
Herrera en agosto de 1899
(y que Herrera reproduce enseguida, en el n.o 1 de La Revista),
en la que aquél incluye un fragmento de su por entonces aún inédito
y sólo tenuemente escandaloso Sueño de Oriente, libro que se
publicará recién el 11 de abril del año siguiente.XXXVI
Tanto la ya mencionada Herminia Herrera como otro hermano del poeta,
Teodoro, están de acuerdo en que el vínculo de conocimiento personal
y amistad con De las Carreras tiene su comienzo inmediatamente
después de la aparición de una reseña que, sobre Sueño de Oriente,
publica Herrera y Reissig en La Revista. Este último hecho
ocurrió sólo siete meses más tarde, el 25 de abril de 1900.XXXVII
Sin embargo, los testimonios de ambos hermanos del poeta han
demostrado no ser siempre confiables,XXXVIII y los detalles que
involucran la sucesión de esos hechos (crisis cardíaca,
convalecencia, amistad con De las Carreras) sufren, al tratar de
restablecerlos en su correcto detalle, de la vaguedad y el carácter
contradictorio de los datos aportados por quienes han informado de
ellos. El asunto es materia de biografía y su final resolución no
interesa aquí. Sea como sea, esos meses –entre agosto de 1899 y
abril de 1900– encierran dos hechos que tendrán una incidencia
cierta en el cambio radical que, en los planos estético, político y
en su imagen social, está procesando Herrera y Reissig. Por un lado,
su enfermedad lo enfrenta por vez primera a la certeza de la muerte,
la negociación con su anticipación; al mismo tiempo, como efecto
práctico, obliga a Herrera y Reissig a dosificar su trabajo, a
prever incapacidades, a pasar por largos períodos de descanso, a
cambiar incluso, en lo posible, su involucramiento emocional con los
asuntos que maneja,XXXIX
todo ello propicio a
lecturas y escrituras de largo aliento. Por
otra parte, la presencia de ese vínculo productivo e intenso con De
las Carreras apura la formulación de alguna visión propia sobre la
comunidad en la que vive, y su posicionamiento estético. En este
momento es preciso, pues, referir aunque sea rápidamente a la
cuestión de la relación entre ambos y la posible «influencia»,
siempre mencionada, de De las Carreras sobre Herrera y Reissig en
ese «período luzbélico» de ambos.
Acerca de la influencia de Roberto de las Carreras
La relación entre Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras, que
tiene su auge precisamente entre 1900 y 1902, ha organizado a menudo
la evaluación de las ideas y productos textuales de Herrera y
Reissig en ese período. Buena parte de la crítica ha partido en
general de la noción, a menudo bastante simplificada, de que una
influencia unilateral de De las Carreras sobre
Herrera y Reissig
permitía explicar tal fase en la obra del segundo.XL
Uno de los primeros y principales impulsores de tal tesis es un
hermano del poeta, Teodoro Herrera y Reissig, quien en una temprana
conferencia narra cómo comenzó la amistad entre ambos personajes, a
partir de una nota que Herrera y Reissig escribió y publicó en La
Revista comentando Sueño de Oriente, un «bello y
escandaloso folleto» de De las Carreras. «Aunque no se conocían
Roberto apareció al día siguiente, tuteándole. Se hicieron
inseparables», dice Teodoro Herrera.XLI
Y agrega luego:
A esa influencia
diaria debió quizás Julio mucho de lo bueno y a ratos de lo malo que
leemos en su obra. Lo bueno fue acaso contribuir a inmunizarlo
contra la tiranía del prejuicio, contra la escolástica rígida y el
academismo ritual y endeble. (…) Lo malo consistió a mi ver en ese
constante «épater les bourgeois» de que hiciera gala demasiado
ostensible y que por lo demás debe atenuarse teniendo en cuenta los
factores de hostilidad o indiferencia del medio y la extrema
juventud del poeta de entonces.
Traigo a colación estos recuerdos y apunto estas reflexiones, porque
fue Roberto de las Carreras, sin duda alguna, el poder personal y
espiritual más influyente que sufriera Julio en su corta y fecunda
vida de escritor. (…) de esa época data (…) la agresividad
artificiosa de su temperamento, ingénitamente refractario a tan
infantiles arrogancias (…)XLII
Obsérvese que, luego de atribuir –a guisa de disculpa– lo que
Teodoro Herrera llama «desplantes» de su hermano exclusivamente a la
influencia de Roberto de las Carreras, agrega que el temperamento de
éste era «refractario» a tales cosas. Esta línea argumental que
consiste en atribuir incómodas pero consistentes actitudes,
pensamientos y acciones de Herrera en esos años a una influencia
externa, sólo comprensible en el marco de una efusión familiar,
llegaría sin embargo a filtrar intentos críticos más serios.
La simplificación de reducir la producción herreriana de esta época
a una influencia unilateral de De las Carreras es relativamente
fácil de desmontar a poco que se lea la producción de Herrera y
Reissig de ese comienzo de siglo, que estaba en sus manuscritos,
inédita pero elaborada en su mayor parte: nada conocemos aún en la
obra de De las Carreras que se aproxime a estas concreciones de su
supuesto «discípulo». Pese a las innegables cercanías en estilo y
giros, tampoco hay razón clara para atribuirlos a originalidad de De
las Carreras: ambos los emplean al mismo tiempo, e incluso Herrera
lo hace antes en varios casos clave.XLIII
También el carácter completamente autógrafo de los manuscritos
herrerianos disipa la vaga noción, muchas veces repetida sin
examinarlos, de que se deben a un trabajo en conjunto con De las
Carreras, pese a referencias de época que lo sugieren. Pero incluso
observando con cierto detenimiento el abordaje inicial que hace
Herrera de la escritura de De las Carreras se percibe la
independencia de criterio de aquél. Tal observación, lejos de
presentarlo como un mero aprendiz, revela que tenía Herrera y
Reissig una estatura propia relativamente consolidada, y una
capacidad escritural ya seguramente mayor que la de su novel amigo,
si bien era este último el que iba a aportar la información
–asimilada de primera mano y conscientemente elaborada– sobre las
tendencias últimas de la literatura francesa. Compartirán, pues,
algunos giros y elementos de estilo que aparecen en la prosa de
ambos. El sentido de la influencia aquí no es ni posible ni
interesante de determinar por completo, aunque es un hecho que los
productos literarios de Herrera y Reissig casi siempre suenan mejor,
más complejos y más acabados que los de De las Carreras.
En el ensayo crítico que Herrera le dedica a De las Carreras, cosa
que ocurre en el inicio mismo del vínculo entre ellos, y antes que
influencia personal alguna de De las Carreras pudiese haberse
asentado y ser evidente, hay ya maduros en Herrera conceptos sobre
el hijo de Clara García de Zúñiga que merecen ser considerados. No
hay, en efecto, en todo ese ensayo, nada de obsecuente
deslumbramiento por parte de Herrera. Lo que se ve, en cambio, es un
texto crítico que celebra a un igual, y que por eso mismo se permite
no ser blando en el elogio.XLIV
Especialmente reveladores, por el sitio relativo en que ubican al
ocasional crítico en relación con una obra tan importante de De las
Carreras, son los párrafos finales. Allí Herrera adopta un tono casi
paternal:
Roberto de las
Carreras, estamos seguros, que cambiará algún día de rumbo, anclando
–a la hora crepuscular, cuando las ideas nadan tranquilas como
cisnes en la soledad del espíritu […] Entonces producirá algo útil,
algo serio, algo que no perezca, algo que, como Sueño de Oriente,
no sea un juguete para los que no han vivido y una piedra de
escándalo para los que comienzan a vivir.
Por más que pueda observarse que la relación personal entre De las
Carreras y Herrera pueda haber cambiado esta actitud inicial del
segundo, es claro que Herrera y Reissig tenía, al trabar contacto
con de las Carreras, ya una personalidad crítica propia, que se
expresa en el tono de los fragmentos referidos. Director de una
publicación de relativa importancia, establecida ya una red de
vínculos con escritores e intelectuales del país y la región que se
expresa en un intenso flujo epistolar durante ese año de 1900 y que
crecerá en los siguientes, no hay en él una consideración infantil o
adolescente de lo que representaba la movida cultural de De las
Carreras, sino una comprensión de su dimensión, sus riesgos, y un
cálculo del tipo de impacto de ésta en la sociedad montevideana de
entonces. Hay –sea esto dicho en un terreno hipotético– también un
gesto calculado de acercamiento a De las Carreras, dentro de esa
política de alianzas que siempre ha formado parte más o menos oculta
de la vida literaria, y que ha acarreado siempre también tantas
colaboraciones entusiastas como rompimientos repentinos y absolutos,
avatar del que como se sabe no iba a estar exenta la relación
Herrera-De las Carreras. Cuando se produzca este rompimiento, De las
Carreras dirá que las muestras de afecto y cercanía entre ambos
habían sido hipócritas de ambas partes.XLV
También dirá De las
Carreras, en ese marco polémico y ofuscado, que Herrera y Reissig le
debe todo a él: «es como si mi espejo me acusara de imitarlo», dice
cuando Herrera reclama, a su turno, que es De las Carreras el
seguidor. Tales intervenciones de De las Carreras en la mutua
polémica pueden haber contribuido, muy tempranamente, a que el medio
intelectual montevideano asimilase la noción del «maestro» y el
«imitador», que luego la crítica continuaría.
Por otro lado, si la influencia y la colaboración fueron mutuas,
alguno de los ejemplos más característicos de lo que hasta ahora se
ha considerado el estilo polémico característico de De las Carreras
parece haber sido escrito o sugerido por Herrera y Reissig.
En efecto, la habilidad para demoler literariamente a sus rivales de
turno, el estilo afiligranado de derogar moralmente al rival que
ellos mismos bautizaron «camafeísmo del insulto», que procede por
acumulación –de metáforas, imágenes, sonidos–, se pensó obra sobre
todo de Roberto de De las Carreras, debido probablemente a que él
era el rodeado por las polémicas. Sin embargo, del examen de los
papeles de Herrera y Reissig surge información que recomienda al
menos reconsiderar el punto, que no está claro en absoluto. Dos
diatribas escritas de puño y letra de Herrera se conservan entre sus
originales inéditos. Una contra Guzmán Papini y Zas es fuente de
datos que empleó F. Ferrando en una de sus contestaciones a Papini,
en su recordada polémica con éste de febrero-marzo de 1902. El
estilo de esa diatriba recuerda exactamente al de la que Roberto de
las Carreras publicó, con su firma, contra Álvaro Armando Vasseur
unos seis meses antes. Existen sin embargo al menos dos indicios
serios de que esta última fue, también, escrita por Herrera, lo que
el estilo tiende a confirmar, además.XLVI Una segunda diatriba de
puño y letra de Herrera, ésta contra Víctor Pérez Petit, reconfirma
la misma maestría para el insulto literario.XLVII
La cuestión de la «influencia» de De las Carreras merecería muchas
más observaciones que no podemos hacer aquí sin desbalancear este
estudio. Retomaremos oportunamente el asunto en ocasión de
considerar la cuestión de la autoría del Tratado de la imbecilidad…
y otros manuscritos de ese tiempo. Pasemos ahora a examinar una de
las más importantes crisis de ese momento en la vida de Herrera y Reissig, una que tiene la más directa de las incidencias en su
estrategia y en el contenido de su Tratado de la imbecilidad…
La crisis política
La época modernista impuso, a las personas llamadas a actuar en el
nivel público –en el
Uruguay y en los demás países hispanoamericanos
con una intelectualidad más o menos madura–, unos canales de
socialización en tensión.
La tradicional politización del literato –o literarización del
político– era la norma. Sarmiento las había transitado para un lado
y para el otro, lo mismo que todos los que tuvieron algo que decir
en esos planos desde la independencia hasta la generación
inmediatamente anterior a la de Herrera y Reissig.
Nada había en el
arte verbal que pudiese ser considerado independientemente de la
elección de partido. En el
Uruguay, esa elección de partido, para
fines de la década de 1890 –cuando Herrera y Reissig entra,
siguiendo a su tío Herrera y Obes, en el radio de las decisiones
partidarias–, se abría en dos caminos fundamentales, y en un no muy
ancho abanico de caminos secundarios. O colorado, o blanco.XLVIII
Y
en términos muy minoritarios, se abrían las opciones católica,
anarquista, socialista, constitucionalista. Herrera y Reissig,
sobrino del anterior presidente en ese último lustro del siglo,
descendiente de una serie de figuras de primer orden en la historia
política del país,XLIX con innegable talento para la
palabra, habría
sido, si hubiera venido al mundo unos años antes, una caricatura del
hijo de una familia principal con destino político. Sin embargo, su
modo de entrar en el mundo de las personas públicas sería distinto,
y se haría no sólo por fuera, sino en contra de la política
partidaria.
Aquel cambio de siglo es un tiempo agitado políticamente en el
Uruguay, y si rápidamente manifestará Herrera y Reissig su desdén
por haber sido ignorado en sus aportes a la vida
político-partidaria, ésa no es aún la situación a lo largo del año
1900.
La sucesión en el poder del Estado y en la Presidencia, que se
definirá a comienzos de 1903, se está ya debatiendo. Distintos
sectores pugnan por acrecentar su caudal dentro del Partido
Colorado, al que Herrera y Reissig pertenece por tradición.
Un primer episodio anuncia y prepara su apartarse de toda vida
partidaria. Herrera trabaja, desde octubre de 1898, como secretario
particular del inspector nacional de Instrucción Primaria, Sr. José
Pedro Massera.L
A
comienzos de julio de 1900,LI
se produce el cese de Massera en su cargo. Esto lleva a que Herrera
y Reissig presente él mismo nota de renuncia, «sólo por un deber de
delicadeza».LII
El nuevo inspector, Abel J. Pérez, lejos de rechazar tal renuncia de
Herrera y Reissig, la acepta en el acto sin siquiera agradecerle los
servicios.LIII
Este episodio motivó que Herrera y Reissig redactase –y no
publicase– un texto, «Cosas de aldea», que adoptó la forma de una
irónica diatriba contra Pérez. El texto muestra que ya en julio de
1900 Herrera y Reissig tenía en mente algunos conceptos e ideas
respecto de los para él cuestionables vínculos entre Estado y
política partidaria, que desarrollaría en su Tratado… unos
meses más tarde. Incluyó ya aquí, desde sus primeros ataques a la
forma de administración del presupuesto estatal, hasta su desdén por
los empleados públicos, a quienes acuña ya como «turiferarios de la
rutina», expresión que repetirá. En tal párrafo de su acusación
plantea además, recién cesado, su actitud de rechazo de los «favores
públicos», que prefigura su posicionamiento excéntrico respecto de
la mecánica, habitual en los literatos finiseculares, de ligar su
suerte económica a los avatares de la política partidaria a través
de la asunción de funciones estatales. El párrafo es, por estilo y
contenido, un calco de los que irán luego construyendo su Tratado
de la imbecilidad:
(…) mi
repugnancia por los favores públicos, y en especial por los cargos
de menor cuantía sujetos a la imperiosidad brutal de los de arriba
ha sido tan grande como constante, y de esto he dado prueba desde
los albores de mi juventud, abandonando un puesto que, en mejores
tiempos, hube,LIV
y cuya mi deserción se debe considerar como una verdadera protesta
contra la mecánica de los turiferarios de la rutina, los cuales no
pasan jamás de ser simples correas o humildes tornillos del
engranaje gubernativo, pues, en nuestro país el estímulo es letra
muerta y los honorarios del Presupuesto solo existen para los
juglares de conciencia, para los paniaguados incondicionales, con
vocación de cimbalistas y testaferros de los gobernantes:
sacristanes de las execrables liturgias del servilismo, fetiches del
inmundo becerro de oro, funámbulos de la maroma que más alto cuelga,
colaboradores de cuanto chanchullo existe y verdaderos Salta Pericos
pues siempre caen parados y rara vez se descomponen.
Retrocediendo ahora dos años en nuestro relato, de la lectura de
«Cosas de aldea» se desprende que Massera había tenido que luchar
para imponer ante Cuestas –ferviente contrario a Herrera y Obes, en
un enfrentamiento que era especialmente agudo para fines de 1898– el
nombramiento de un sobrino de aquél, Herrera y Reissig, para un
cargo de confianza como el de secretario del inspector de
Instrucción Pública.LV
El cargo había nacido pues en un ambiente político
adverso, y gracias a una especie de maniobra de fórceps. Apenas este
cargo desaparece –dejando a Herrera y Reissig dependiente una vez
más de los menguados dineros familiaresLVI–,
se hará evidente y financieramente tangible para el escritor que su
destino político es sombrío, cosa que comprobará definitivamente en
pocos meses.
El tono y la perspectiva con los que Herrera y Reissig se refiere ya
en su Tratado de la imbecilidad… a la política partidaria en
su país, desde una distancia independiente que parece el fruto de
una consolidada convicción, podría suscitar la idea de que tal
independencia de criterio y tal objetividad crítica le vienen de
lejos, o quizá que fue capaz de establecer tal punto de vista debido
a que era un temperamento sustancialmente ajeno a lo político. Creo
que sería un error importante. Tanto el episodio que acabamos de
repasar como otro que ocurrirá en pocos meses muestran que, si a la
larga desdeñó Herrera y Reissig la política, no lo hizo antes que la
política lo desdeñase a él.
Dice un amigo cercano del poeta, que estuvo también en el núcleo del
cenáculo herreriano en sus diversas reencarnaciones, y por tanto
testigo presencial de los hechos de 1900, Juan Picón Olaondo:
El partidismo
político siempre lo apasionó, pese a lo cual críticos […] ignorantes
de la verdadera personalidad de Julio afirmaran lo contrario. […] En
1898, cuando Cuestas tomó las riendas del poder, significó ello un
rudo golpe para la familia de Herrera. Este turbión exaltó hasta lo
indescriptible el fuego partidista que ardía en el alma del Poeta.
Saliendo de la casa de su tío «don Julio», convulsionada por los
sucesos del momento, y que estaba colmada por sus amigos que
esperaban la reacción del «Águila», Herrera me pidió un trozo de
papel y lápiz, y allí mismo en un zaguán vecino, sobre su pared,
escribió casi de un tirón, en un rapto lírico apasionado e
incontenible: «La dictadura».LVII
Este apasionamiento en la defensa de la causa «colectivista» de su
tío Herrera y Obes se mantiene vigente aún hacia el límite inicial
de la escritura de los manuscritos que culminarían en el Tratado
de la imbecilidad del país…, aunque evidentemente su postura
respecto de los partidos y sus luchas cambió aceleradamente en el
curso de tal redacción. Como se ha visto en párrafos anteriores,
tenemos las primeras muestras de tal cambio y de la aparición del
estilo que desarrollará, ya en «Cosas de aldea», de julio de 1900,
en ocasión de perder su trabajo. En el lapso que va de julio de 1900
a septiembre de 1902, Herrera habrá completado su reformulación
interna con respecto al valor, la ubicación y los mecanismos de la
política local. La habrá reformulado, sobre la base de sus lecturas,
sí, pero sin duda también como fruto de su reacción respecto de su
experiencia personal en ese nivel político, para la cual el episodio
consignado en «Cosas de aldea» parece haber sido importante.
Su desengaño –incluso su resentimiento– puede ser, así, aliado de la
nueva lucidez que inaugura y que se refleja en las páginas de su
Tratado…, así como en la orientación general desde la que le
escribe a su amigo Carlos Oneto y Viana a mediados de 1902 su
«Epílogo wagneriano» al libro de este último,LVIII en el cual su
principal argumento será la ausencia casi total de crítica entendida
en un sentido profundo y filosófico –no meramente periodístico o
partisano–, en la cultura uruguaya. En ese texto Herrera y Reissig
reconoce su propio cambio de posición de la manera más abierta y
explícita:
A ser yo colorado
como lo he sido en un tiempo, cuando era virgen mi espíritu, cuando
juzgaba que era una doncella la chandra gubernativa, cuando era
cuerdo, como dicen por esas calles algunos incircuncisos;* cuando mi
pensamiento nevando ingenuidades no había sido nutrido con el áspero
y grave tónico de ciencias como la sociología, la filosofía y la
psico- fisiología, te hubiera aplaudido con el frenesí de un devoto
musulmán por su profeta (…)LIX
* Cuerdo quiere decir en
uruguayo ser blanco o rojo, adular a la Patria y a sus Epaminondas,
fundirse en exclamaciones románticas sobre el terruño y su porvenir.
Siendo cuerdo se consigue una banca de diputado y la aureola de un
ciudadano antiguo.
Su postura para 1902 se revela la de un observador
irónico, desencantado y filoso a la vez:
Como te
digo, anclado lejos de la costra atávica, libre por excelencia de la
cureña aborigen, sin la mochila disciplinaria del palaciego
pedestre, me arrebujo en mi desdén por todo lo de mi país, y a la
manera que el pastor tendido sobre la yerba contempla, con ojo
holgazán, correr el hilo de agua, yo, desperezándome en los
matorrales de la indiferencia, miro, sonriente y complacido, los
sucesos, las polémicas, los volatines en la maroma, el galope de la
tropa púnica por las llanuras presupuestívoras, el tiempo que huye
cantando, los acuerdos electorales, las fusiones y las escisiones,
todo, todo lo miro y casi no lo veo, Carlos, amigo…!LX
Pero si Herrera comenzó a escribir su Tratado… hacia fines de
1900, vale la pena recordar cómo los episodios políticos de tal año
lo contaron aún como uno de sus participantes. Esto mostrará en qué
grado no llegó a tal postura de bucólico e irónico observador
crítico, ni abandonó cualquier perspectiva de acción política que
pudiera haber abrigado, sin dar previamente un intento de lucha
pública, de la que se constató no obstante rápidamente derrotado,
como es evidente al repasar el curso y la lógica de aquel panorama
político, y el tipo de inserción que en él buscó y no obtuvo.
* * *
Para 1900 se discutía ya la sucesión en la
presidencia, que tendría que definirse al terminar el año 1902, con
tres o cuatro apellidos mencionados para ocuparla: Mac Eachen,
Blanco, Tajes, Batlle y Ordóñez. El Partido Colorado está para
entonces desunido. Julio Herrera y Obes estaba exilado en Buenos
Aires, fuertemente enfrentado al presidente Juan Lindolfo Cuestas.
Éste había dispuesto su exilio el 30 de noviembre de 1897, en medio
de un período en el que la Asamblea General, controlada en su
mayoría por Herrera y Obes, se negaba a votar a Cuestas presidente
constitucional, y en que una serie de maniobras de restricción de
las libertades públicas adoptadas por éste –con el apoyo, entre
otros, de Batlle y Ordóñez–, intentando así forzar a la Asamblea y
recuperar el control del partido y de la opinión pública, fueron
acusadas por diversos sectores de tener carácter dictatorial.
El uso de la palabra dictadura aquí puede, sin embargo,
arriesgar una simplificación de las cosas. Se trata de un período en
que se debaten con pasión varios asuntos clave en el marco de la
modernización del Uruguay. Por un lado existe un conflicto de tipo
político, que atañe a las formas institucionales del poder,
reflejado en las diversas tensiones a que se ve sometido el sistema
electoral y de representación. En esa lucha, Cuestas –interpretando
probablemente bien la visión de los sectores empresariales y
financieros del país, cuyo anhelo central era recuperar la paz y el
orden– opera en tren de desplazar del poder al grupo de Herrera y Obes, quien no respaldaba ni garantizaba de ningún modo el futuro de
su acuerdo de coparticipación con los blancos, lo cual era casi
segura amenaza de una continuación de la guerra civil que a duras
penas se había detenido a fines de 1897. En ese intento, y para
neutralizar la existente mayoría de los «colectivistas» de Herrera y
Obes en la Asamblea (responsable de elegir al presidente), Cuestas
no para mientes en obrar explícitamente contra el espíritu y la
letra de la Constitución, cosa que incluso Batlle y Ordóñez, quien
ha apoyado tales medidas, consideraba necesario:
El Día
fue partidario de la dictadura desde que pudo conocer la tendencia
de la mayoría parlamentaria. Para él la dictadura significaba la
destrucción completa de la ilegalidad existente y el
restablecimiento total del régimen de las instituciones de la
República.LXI
En segundo lugar, está en juego la cuestión del
control político del territorio entero del país, con todos sus
mecanismos de producción y de institucionalidad, incluido el
ejército. En este aspecto, Cuestas pacta con los blancos una
«coparticipación» en el poder que en los hechos implica la división
en dos del poder del Estado. Aunque Batlle y Ordóñez apoyó a Cuestas
en esta época, cambiado el poder de manos, apenas Batlle lo asuma se
verá en situación de obrar decisivamente para destruir toda
coparticipación, y superar la situación de cogobierno que había
surgido de aquel acuerdo Cuestas-Saravia de 1897.
Para mostrar lo intrincado de las visiones en pugna, y cómo lo
político táctico se entrelazaba con lo estratégico en el nivel del
Estado, es oportuno recordar que en este aspecto (e inesperadamente,
dado que la historia los recuerda como claros enemigos), Batlle
coincidiría estratégicamente con Herrera y Obes, quien en 1900 había
advertido:
No hay paz ni
orden público posible sin la unidad del mando en el gobierno de la
Nación. Un país con dos gobiernos, uno de derecho y otro de hecho,
es una monstruosidad política y social. Este estado de cosas no
estable tiene que ser transitorio, porque las leyes morales, como
las leyes físicas, pueden ser perturbadas pero no pueden ser
derogadas.LXII
En tercer lugar, está en juego la cuestión de cómo diversos sectores
sociales (especialmente la clase media y baja y los inmigrantes)
podían o no ser integrados como actores más directos de la vida
política. En este punto, el democratismo radical de Batlle y Ordóñez
se enfrentará a la tendencia a elaborar un gobierno de elites que
defiende y predica con el ejemplo Julio Herrera y Obes. Tal
enfrentamiento será definitivo; el elitismo liberal de Herrera y
Obes será incompatible con el democratismo radical de Batlle.LXIII
Mientras Herrera y Obes había practicado un gobierno que
centralizaba fuertemente el poder en la figura del presidente, sobre
todo, había aceitado los mecanismos institucionales y
parainstitucionales que garantizaban la influencia decisiva de la
elite gobernante incluso en el plano electoral, Batlle y Ordóñez
aparece en la escena del poder para imponer –y con el tiempo lo
hará– una verdadera revolución democrática en el funcionamiento
institucional de su partido y del Estado.
Es en este marco que, en el año 1900, un grupo de jóvenes que
comandaba el Dr. Juan María Lago, y del cual participan entre otros
José Enrique Rodó y Carlos Reyles, hace un esfuerzo unificador de
las distintas tendencias dentro del Partido Colorado, amenazado muy
concretamente por los resultados de las elecciones senatoriales
parciales para seis departamentos de 1900, a las que los colorados
concurrieron divididos en sus distintas tendencias (el «cuestismo»,
el «colectivismo», y el sector de Batlle y Ordóñez) y perdieron
cinco de los seis cargos en disputa.
Ante la perspectiva de una derrota similar en las elecciones
generales que debían llevarse adelante en 1901, las cuales elegirían
la Asamblea General que a su vez sería responsable de la elección
del próximo presidente de la República, muchos ciudadanos colorados
comienzan a actuar en pos de una unificación que les garantizase la
continuidad en el poder. Este movimiento unificador se pone como
meta culminante la realización de un «banquete de confraternidad»,
el que finalmente se concretará el 21 de enero de 1901.
Contrario a la preparación de tal banquete, Herrera y Reissig decide
pronunciar un discurso público, que fija para el día 19 de diciembre
de 1900, en el local de la Sociedad Francesa. De acuerdo con
informaciones publicadas por El Día de esa misma fecha, el acto
había sido obstaculizado por el gobierno de Cuestas. Dice El Día
que
la conferencia de Herrera y Reissig «será prohibida porque el
permiso para dicho acto no se ha hecho conforme a la ley», agregando
que
«el Presidente de la República entiende que dicha solicitud debe ir
firmada por tres vecinos de la sección… personas de arraigo que
puedan resumir la responsabilidad de la ley (…)».LXIV
Pese a tales amenazas, finalmente la conferencia es autorizada y
Herrera y Reissig la pronuncia ese mismo día, 19 de diciembre.
Esta conferencia muestra ya el cambio al que el autor del «Epílogo
wagneriano…» está apuntando en su concepción personal de la vida
política y partidaria uruguaya. Su objetivo inmediato es
pronunciarse en contra de la realización de tal banquete de
confraternidad, si bien ya al principio del discurso advierte que su
objetivo último es salvar la unidad del Partido Colorado. Para ello
invita a disminuir el odio entre las distintas fracciones, odio que
sin embargo entiende motivado por los graves sucesos de la dictadura
de Cuestas, a la que llama con evidente hipérbole «la Orgía
Constitucional de la Dictadura».
Reconoce Herrera que el Partido Colorado «ha tenido siempre por
causa de sus desventuras los desgarramientos y las desavenencias
entre sus hijos».LXV
Reivindica una vez más el espíritu de la
Defensa:
«nosotros lucharemos por los generosos ideales que han dado vida a
nuestro Partido dentro de las cuatro piedras de Montevideo, y en
contra de los apetitos de la tiranía».LXVI
A pesar de ello, Herrera
y Reissig rechaza completamente la «comedia ridícula de la unión que
pretenden realizar los ciudadanos del intitulado Banquete de
Confraternidad»LXVII por considerarla una «falsa unión». Su discurso
toma en ese momento un giro más agresivo.
Recuerda –pese a haber
dicho que no lo haría– la responsabilidad de «los que anduvieron
descarriados por los vericuetos de la aventura política en días no
lejanos a los presentes», refiriendo a los adversarios del
colectivismo. En particular, se refiere a Batlle y Ordóñez, a quien
comenzará a apuntar sus ataques de aquí en más en la alocución.
Aunque nunca lo nombra personalmente, Herrera identifica entre sus
adversarios, por ejemplo, a «varios jóvenes que escriben de política
menuda en un diario que está muy lejos de ser colorado
independiente, y que, antes bien, responde de una manera muy directa
a un conocido hombre público que aspira abiertamente a ser el
sucesor del gobernante Cuestas».
A la mañana siguiente El Día, dirigido por el propio Batlle y
Ordóñez, publica una reseña de la conferencia. Dice el cronista que
el «acto se verificó en privado y por invitaciones personales»,
seguramente el modo de los organizadores de superar la censura
impuesta por el gobierno. Dice el suelto, con evidente sorna:
El Sr. Herrera y Reissig disertó sobre el banquete de la
confraternidad colorada, oponiéndose resueltamente a su realización,
porque él no implica otra cosa que simples uniones estomacales,
según el criterio del conferenciante. También el Sr. Herrera comentó
a propósito de esta fiesta, la política de algunos personajes
colorados, expresándose en términos severos. En algunos párrafos de
su conferencia fue muy aplaudido el Sr. Herrera y Reissig.LXVIII
Los hechos darán rápidamente, sin embargo, la medida de la
influencia nula que Herrera y Reissig podía esperar ejercer en ese
momento. El banquete se realizará el 21 de enero de 1901, y el
trabajo de unión dará sus frutos. Los colorados suman sus votos en
las próximas contiendas electorales, abriendo en los hechos la
sucesión a Batlle y Ordóñez, quien es –dificultosa y algo
inesperadamente, no obstante– electo presidente en 1903, luego de un
largo y complejo proceso de negociaciones.
Un primer episodio había dejado a Herrera y Reissig, al promediar
1900, sin trabajo en las maquinarias del Estado y sin ingresos
fijos. Este segundo episodio, medio año más tarde, luego del fracaso
de su intento de participación y del crecer de la marea política que
se opone al colectivismo que ha heredado, determinará su
apartamiento de la política.
Éste será, entonces, casi total –si tenemos en cuenta la ausencia
casi completa de referencias al respecto a partir de aquel discurso
de la Sociedad Francesa–.LXIX Herrera y Reissig, joven cuando estos
asuntos se definen con dramatismo, como lo pinta Picón Olaondo,
adhiere a la causa de su tío. Al hacer su definición personal más
consciente, sin embargo, en el momento en que escribe el Tratado de
la imbecilidad del país…, se apartará de ella y de su tradición
familiar, de la que a menudo se reirá de modo agridulce luego,LXX
sin por eso adherir a la tendencia democratizadora de Batlle.
Parece haberse mantenido, a partir de allí, toda la vida al margen
de esta definición, que apuraba a casi todos en su tiempo. En ese
momento tiene su inicio esa mirada distante que elaboró respecto del
entero funcionamiento político del país.
Su mirada ha cristalizado justo antes de que Batlle sea una realidad
de poder. Su visión de la política de su país es la fotografía
tomada, sobre la base del derrumbe de sus propias expectativas, en
los últimos momentos de una larga tradición de elitismo liberal e
«influencia directriz» que está a punto de ser, a la vez, sacudida
hasta sus raíces, y en parte renovada por el ascenso y la
consolidación del batllismo. Su crítica a los aspectos
desbalanceados, «impulsivos», excesivos, miopes de todas las líneas
partidarias que tenían expresión en su momento puede ser acusado
quizá de falta de pragmatismo, de distanciamiento excesivo respecto
de las complejidades de la Realpolitik. Sin embargo, determinados
peligros en germen del tipo de experimento que Batlle y Ordóñez
estaba impulsando no le fueron, por eso mismo, ajenos, desde tan
temprano, precisamente a él, supuestamente el más
«ingenuo» políticamente de los intelectuales del Novecientos.
Su juventud y su apertura a lo nuevo quizá lo hubieran inclinado a
sumarse a la línea de cambios democráticos que definirían el segundo
impulso modernizador que acaudilló Batlle y Ordóñez. Su peripecia
personal, su destino familiar, sin embargo, le obturaron esa
posibilidad: los dos hombres fuertes del partido Colorado a lo largo
de toda su vida activa serán sus enemigos: Cuestas y Batlle y
Ordóñez.
Desde el limbo político en el que cayó es que elabora su crítica,
pues lo que le quitó poder real lo liberó en el mismo movimiento de
compromisos partidarios y personales. Fue abandonado por cualquier
perspectiva política viable, pero a la vez que su maniobra personal
de salida de la lógica de su tiempo y su ciudad le veda el acceso a
los mecanismos oficiales de aquélla, le abre como contrapartida las
puertas a una crítica más sólida y hasta cierto punto de visión más
larga que las que fueron de curso en su momento.
No obstante, su postura es ideológicamente ecléctica. Si por
momentos en su Tratado de la imbecilidad… parece elogiar el
anarquismo, como cuando al fin del capítulo sobre el pudor reclama
«que brille la ciudad de la Anarquía», es sin embargo difícil adscribirlo sin más a tal corriente, incipiente por entonces en el
país, y traída por obreros ácratas españoles e italianos emigrados
de Buenos Aires, de donde el gobierno argentino los había expulsado
al comenzar el siglo. El tipo de individualismo «evolucionista,
spenceriano, de carácter conservador, que era doctrina universitaria
e ideario de la burguesía doctoral»LXXI rezuma en todas partes en su
Tratado…, al tiempo que lo hacen duros ataques a muchas de las
convenciones sobre las que aquella misma burguesía basaba toda
posible convivencia social.LXXII
Su deserción de la política es significativamente expresada en el
«Epílogo wagneriano». Hay allí frases en que se revela que es la
conmoción existencial de la caída de las certezas respecto de
cualquier «verdad», el derrumbamiento de los programas metafísicos y
la consiguiente angustia existencial que es característica del
espíritu
«modernista» lo que labra en su espíritu. Han sido los filósofos que
enseñan la duda –Spencer, Nietzsche, Taine– los que enseñaron a
Herrera y Reissig a dudar de sí mismo, e incluso de esos filósofos.
Tales influencias apuraron una transformación que hace menos
provinciano, más cauto intelectualmente, a Herrera y Reissig, quien
pasa a descreer de todas las certezas, o a asignárselas irónicamente
a los oficiantes en las capillas políticas:
En vez de Juan Carlos Gómez y mi pariente Melchor –algunos ingleses
y alemanes que hacen inútilmente pensar en sabe Dios cuántas cosas
que no interesan a los uruguayos, se hospedan en mi cuchitril. De un
mordisco helado y hondamente acerbo me han roto el umbilical del
nacionalismo, del pandillaje, del énfasis de partido, del ceremonial
caribe, de la ingenuidad celícola, del cazurro catonismo; hicieron
trizas los viejos goznes convencionales. De un salivazo han
desteñido mi caduca divisa roja, no dejando en ella sino
un débil rosicler que se halla en buenas relaciones con el siglo XX
y el dandysmo neurasténico. No vayas a entender por eso que soy un
disolvente, un paradojista, un nietzscheano. No, no. Es demasiada
pedantería permitirse tener ideas a este respecto, pretender
hallarse en lo cierto; la verdad no se halla en nada, y ni se sabe
si existe. En caso de que palpite, bien lo saben los filósofos,
quienes están más cerca de ella son los blancos o los colorados…
Pese a la existencia ya para entonces, en la misma política
uruguaya, de una tradición de independencia de algunos intelectuales
respecto de los partidos mayoritarios, y pese a que tales intentos
de abandono de los aspectos indeseables que acompañaban la lógica
bipartidista serán frecuentes desde dentro y fuera de esos partidos,
no es la actitud de Herrera la de organizar una postura política
independiente en el sentido práctico. Se ubica como un intelectual
independiente que hace el proceso de toda la lógica política, sin
intentar unirse a las líneas exteriores a los grandes partidos.
Al tomar esta decisión, Herrera y Reissig se convierte en uno de los
primeros intelectuales del país que exploran un camino realmente
autónomo para la práctica de la
literatura.
Visto desde la distancia de un siglo largo, la caída del proyecto
del que participó Herrera de «occidentalizar» Montevideo procedió
por la vía, paradójica, de la ironización de su pretensión europea.
Es decir, hizo la crítica de una europeización impostada, azuzando a
sus compatriotas para que fuesen occidentales y americanos a la vez,
y la llevó a cabo sobre la base de la intuición de que una más
madura asunción, incluso en sus aspectos trasgresores, de la moderna
cultura europea debía ser adoptada y actuada en su propia ciudad.
La sustitución, lenta pero sostenida, de aquel proyecto
occidentalizador del que participaron Herrera y Reissig y casi todo
el Novecientos, por lo que podría gruesamente resumirse como un
proyecto de regionalización y latinoamericanizaciónLXXIII cultural y
mental del país, puede haber sido así una derrota secretamente
victoriosa, si se atiende a los duraderos efectos de centralidad
cumplidos de todos modos por el imaginario moderno occidental, que
pueden constatarse especialmente en las décadas de los veinte a los
sesenta, en el Uruguay.
Tales resultados, que en general se atribuyen a la revolución
batllista, dieron sin embargo también cabida y espacio para la
expresión de aquel imaginario a la vez elitista y liberal que fue el
de Herrera y Reissig, y que, centrado en Montevideo –verdadera
ciudad hanseática de mediados del XIX–, constituyó la marca de la
ideología llamada de la Defensa.LXXIV
Heredero de esa zona del pensamiento montevideano, el hacer
ideológico de Herrera y Reissig debe inscribirse completamente a
caballo de dos momentos políticos e imaginarios de su país, y es
esencial recordar que el período en el que escribe este Tratado de
la imbecilidad del país… es todo previo al triunfo del proyecto batllista.
Al ensayar su crítica de lo que considera aspectos infantiles de la
mentalidad uruguaya, Herrera y Reissig se dedicó a criticar un
estado cultural y cívico prebatllista. Es por eso que en su
crítica
–y pese a su honda resistencia a Batlle y Ordóñez– converge a veces
con la crítica hecha por la misma elite del batllismo más de una
vez.LXXV Sin embargo, ninguno de los dos agentes –ni Herrera y
Reissig, ni la elite del batllismo– logrará destruir o debilitar
seriamente algunos aspectos provincianos, elementales, básicos, de
esa mentalidad uruguaya, que aparecen con claridad retratados en el
ejercicio del Tratado… y que pueden incluso ser reconocidos por el
lector contemporáneo, a poco que conozca con cierta profundidad la
vida mental y social del Uruguay.
Es importante conservar esta cautela a la luz de consideraciones
genéricas que se han hecho acerca de que estos textos no
corresponden a la ciudad que pintan. Ángel Rama, en los comentarios
que hace sobre este texto en uno de los capítulos de su Las máscaras
democráticas del Modernismo, dice que
Montevideo «era un ejemplo de
dinámica sociedad democrática en la época en que escribía Herrera y Reissig». La afirmación no parece corresponder a la realidad de la
política uruguaya de 1900-1902, dominada por componendas de cúpula y
que aún no había siquiera empezado a instrumentar los cambios y
ajustes administrativos que abrieron el cauce a un funcionamiento
cabal de la democracia representativa, que sólo advinieron al andar
de las sucesivas administraciones batllistas, de incipiente y
turbulento comienzo en 1903, cuando estos textos estaban
concluidos.LXXVI
No será esta peripecia política la única fuente de conmoción para
Herrera y Reissig. Justo en los años que ocupa redactando su Tratado
de la imbecilidad…, cuestiones personales, íntimas, tensan también
su visión de la moral ambiente y ponen a prueba la solidez última de
las creencias que recientemente parece haber abrazado.
La crisis íntima
Octubre de 1901 es un mes señalado para Herrera y Reissig por dos
motivos diferentes. En la mañana del 8 de ese mes, Roberto de las
Carreras, reconocido en toda la ciudad por su rechazo visceral del
matrimonio, envía «a Julio Herrera y Hobbes (Ex Reissig)» una
desopilante e imperdible carta pública,LXXVII en la que explica las
razones por las que ha aceptado, después de todo, casarse con su
sobrina, Berta Bandinelli, «una señorita, menor de edad, [que] es mi
amante, como tú no ignoras: una esclava de mi voluntad, sugestionada
sumisa de mi harén de Gran Visir».
En esa carta, la actitud, supuestamente cultivada por ambos, de
posesión y dominio erótico sobre el sexo opuesto (acompañada,
paradójicamente, por una exaltación de la libertad de la mujer,
apoyándola ruidosamente en la exploración de su propia sexualidad)
es expresada en rasgos elocuentísimos. La misiva termina con De las
Carreras invocando a Herrera y Reissig de esta manera:
Yo, amante de nacimiento, hidrofobia de los maridos, duende de los
hogares, enclaustrador de las cónyuges, sonámbulo de Lisette, me
sujeto a tu dictamen, oh Lucifer de Lujuria, hermano mío por Byron,
Parca fiera del País, obsesión de pecado, autopsista de una raza de
charrúas disfrazados de europeos. ¡Yo imploro tu absolución suprema,
oh Pontífice del libertinaje!
Por los días en que recibe esta carta, clímax en la realización de
su imagen pública como «poeta maldito», en la que De las Carreras
implora su absolución como «Pontífice del libertinaje», Herrera y
Reissig está concibiendo –al margen de Zoraida, su eterna novia de
la época, y con una maestra primaria de nombre María Minetti
Rodríguez– una hija natural, que nacerá exactamente nueve meses más
tarde, el 8 de julio de 1902. Se llamará Soledad Luna, y al crecer
empleará ese nombre, seguido del apellido Herrera y Reissig.LXXVIII
Este episodio contribuirá –de acuerdo con indicios de oscura
interpretación que no obstante afloran en su obra y en su biografía–
a un conflicto moral de proporciones importantes.
Arturo Ardao, en su pionero estudio sobre la evolución intelectual
de Herrera, dice que se trató de «un vuelco sentimental en la vida
del poeta»,LXXIX y juzga que «parece inevitable relacionarlo con la
honda y decisiva renovación filosófica y estética, de hecho
inseparables, que por entonces experimenta».LXXX Este juicio parece
compartible a poco de examinar la multiplicidad de líneas de tensión
que se van acumulando en este período sobre Herrera y Reissig, de
las que hemos repasado ya algunas.
Enfrenta este episodio, en la práctica, al autor del Tratado… con
varios de los temas sobre los que estaba pontificando teóricamente
en sus escritos: la posibilidad de la elección por encima de la
convención de las clases sociales; el rol del género frente a la
libertad; el aborto – que estudia, con desparpajo, en su
fenomenología y en su estadística, escandalosas ambas por sus
ocultas dimensiones, y se le habrá quizá presentado entonces como opciónLXXXI–; la relación ética no siempre fácil entre el discurrir
intelectual acerca de principios generales y la decisión concreta
sobre un caso específico y personal.
Todo este conflicto está quizá en última instancia presente en el
trasfondo –digámoslo pese al natural recelo que suscita la
asociación simple entre productos artísticos y biografía– de una de
las dos obras dramáticas que se conservan de Herrera y Reissig,
titulada La sombra
–que también llevó en algún momento el título de Alma desnuda.
En La sombra, Alberto, el protagonista, un «filósofo de treinta y
tres años, esbelto […], de familia noble […] pero con ideas
anarquistas a outrance inculcadas en el medio intelectual extraño y escépticamente
revolucionario en que actúa desde hace tiempo», perfil que tiene
ciertos parecidos con el propio poeta, tiene un hijo natural con
Laura, «buena mujer, de clase humilde y carácter resuelto. Bella
pero en extremo ajada […] Fue amante de Alberto hasta poco antes del
matrimonio de éste
[…]».
Laura es, además, una «maestra primaria», igual que la madrde
Soledad Luna. Esta maestra «tuvo un hijo de sus breves amores con su
seductor». En la obra, Alberto dice de Laura:
La hice mía, le vacuné mi virus sentimental. Desaté todas las
cadenas y todos los lazos de su alma. De pobre eslabón de la
especie, yo la hice Reina, Hada, Diosa, Estrella. De burguesa [la
convertí] en anarquista; de vulgar, en sibarita; de esclava
católica, en rebelde paradojal; de señorita maestra, en hurí
luciferiana… con todos los elíxires del vicio enfermo y todas las
insinuaciones de la serpiente fatal!…
Los estereotipos de femineidad constreñida por una moral determinada
desde la religión tradicional, contra los que apunta Herrera en su
Tratado de la imbecilidad…, aparecen aquí, bajo el sintético
apelativo de «esclava católica». El drama concluye en anagnórisis,
con el reconocimiento del hijo oculto por parte de Adelfa, la esposa
de Alberto, por quien habla a su vez una voz convencional de la
«conciencia moral» que suena como el estereotipo de la censura
clásica de la visión burguesa ante episodios tan comunes como el que
ocurre en la obra:
Porque no es otra cosa que un crimen, y de los más bajos, arrastrar
hasta el abismo a una pobre mujer, quitarle todo lo que posee en el
mundo, hogar, ventura, reputación, porvenir, belleza… todo…
abandonarla con un hijo, sin nombre, en el medio de la calle.
Cuándo se escribe este textoLXXXII
y en qué medida pueda ser
ciertamente indicativo de la repercusión de una crisis moral mayor
en la vida del poeta, no lo sabemos con certeza. Sin embargo,
existen en la obra algunas importantes referencias y pasajes que
hacen pensar en el tono y contenido del Tratado de la imbecilidad…
En La sombra, el protagonista desarrolla en interesantes monólogos
–pese a lo no interesante, quizá, de la obra en su conjunto– una
concepción crudamente evolucionista del amor, que es «una lucha
cruenta a gana o pierde, un combate antiguo en que uno de los dos
contendientes
–o el más fuerte, o el más apto, o el más ingenioso– queda arriba
triunfante, y el otro abajo, humillado y maltrecho. (…) simplemente
un arte sutil de adaptación y de análisis, de apariencia y de
engaño».
Esta asunción de la validez de los principios evolutivos –y de la
supervivencia del más fuerte– da al discurso de Alberto un continuo
parecido con el del propio Herrera y Reissig en tantos pasajes de su
ensayo de 1900-1902.
Esta línea de pensamiento, sin embargo, se revela al final como
inconsistente, o el personaje no puede mantenerla cuando los hechos
lo desafían en el nivel emocional. Como le apunta su esposa: «Para
lo que te ha servido tu divina ciencia… ¡Ni siquiera te ha enseñado
a ser moral!…». Hay una especie de vuelta a Dios del ateo –nada
conmovedora, quizá por su imperfecta factura técnica– en los últimos
momentos de la obra, cuando éste se enfrenta melodramáticamente a la
crisis provocada por el reconocimiento de su culpa, frente a sus dos
mujeres y a su hijo.
Distintas lecturas se abren ante este final, y ante el tipo de
protagonista que Herrera construye. Por un lado, puede hacerse una
lectura directa, según la cual habría una especie de renunciamiento
último de Alberto, al que lo emocional, por un lado, y la censura de
las convenciones sociales, por otro, «quiebran» en sus convicciones
intelectuales, por seductoras y sólidas que éstas hayan sonado hasta
ese momento.
Otra lectura, irónica, podría hacerse entendiendo que lo ridículo de
la situación de tal «filósofo», y la obra toda, es una boutade más
de Herrera y Reissig, quien muestra a quien pueda entenderlo lo
patético del sistema de valores al que finalmente se rinde Alberto,
por la vía de hacer un cuadro «objetivo» de tal peripecia íntima. La
derrota del filósofo no es la de su filosofía, sino la del hombre
incapaz de estar a su altura. Que lo sea, de todos modos, no excluye
que la pieza ventile algunos temas muy íntimos de su autor, quien no
se esfuerza en ocultar coincidencias biográficas clamorosas. Julieta
de la Fuente dijo alguna vez que el autor leía a sus amigos «como
una gracia» el discurso
del filósofo ateo y revolucionario que en las malas se vuelve a
Dios, lo que indicaría que la segunda lectura, la «irónica», podría
haber estado cerca de la que hizo el propio autor.LXXXIII
La obra, cuyo examen más extenso nos apartaría completamente de
nuestro tema, admite pues múltiples lecturas a poco que se
reflexiona sobre el modo como su trama y la contextura de sus
personajes pueden hacerse productivos a la luz de la sospechada
complejidad interna del autor con respecto a uno de los temas
centrales de este
«drama lírico», el de la coherencia interna entre
filosofía y
práctica, especialmente cuando la decisión debe asumirse desde un
marco filosófico fuertemente determinista, aspectos que seguramente
no fueron ajenos al incidente en el que el propio Herrera y Reissig
debió tomar las decisiones en torno a la concepción, el nacimiento y
la relación con su hija natural y con la madre de ésta.
El nacimiento de su hija ocurre en el mismo año 1902 en que, más
temprano, Herrera y Reissig había contribuido, indirectamente, al
pistoletazo que mata a Federico Ferrando. En efecto, una diatriba
que Herrera y Reissig escribe en privado contra Guzmán Papini y Zas,
el contendiente y agresor de Ferrando (quizá con la intención de que
éste directamente la publicara con su firma), es empleada como
insumo por Ferrando para su segunda contestación a los ataques
públicos del primero, que lo acababa de amenazar públicamente
recomendándole «las píldoras de plomo del Dr. Smith Wesson».LXXXIV
Ante la agudización de la violencia potencial de la situación,
ocasionada por lo áspero de los conceptos y palabras de
crítica empleados por los contendientes, Ferrando compra por esos días un
arma para defenderse ante un eventual ataque físico o la realización
de un duelo. Horacio Quiroga va a visitar a su íntimo amigo Ferrando
a su casa, al volver de un viaje, y lo mata sin querer al
escapársele un tiro mientras examinaba el arma.
La violencia de este episodio trágico, más la tribulación moral que
parece haber acompañado el nacimiento de su hija, pueden haber
labrado en el espíritu de Herrera y Reissig, contribuyendo a su
reformulación personal por entonces. Es de esa época (del 1 de junio
de 1902) su confesión a Edmundo Montagne: «Muy triste me hallo. Muy
abatido (…)».LXXXV
Notas:
XXX Puede seguirse aproximadamente el
itinerario de lecturas de Herrera y Reissig en los primeros años del
siglo XX, consultando sobre todo dos fuentes. Una son sus textos y
manuscritos éditos e inéditos, en los que acumula referencias. La
segunda, importan- tísima, es una carta que envía a Edmundo Montagne
el 1 de junio de 1902. Véase Penco, op. cit. [163].
XXXI Su amigo César Miranda dice que por esos días Herrera y
Reissig tuvo su «camino de Damasco» estético, sobre el cual nunca
quiso dar explicaciones a sus allegados. Ángel Rama sintetiza (sin
aceptarlas) las explicaciones vulgares, que se confían a las
influencias:
«¿Acaso los sonetos de Los crepúsculos del jardín de Lugones,
escuchados en el cilindro de una experimental grabación fonográfica
en ese destartalado cuarto de estudiantes que Horacio Quiroga y sus
compañeros designaban pomposamente como el “Consistorio del Gay
Saber” fue motivación suficiente para tan alta pirueta estética?
¿Acaso fueron los poemas que Toribio Vidal Belo imitaba de un Darío
cuyas obras eran conocidas desde hacía un quinquenio en Buenos Aires
y Montevideo? ¿Acaso el encuentro con Sueño de Oriente del dandy
Roberto de las Carreras, librito que decoraba con lujos y
displicencias la literatura francesa de alcoba, pudo generar una
modificación tan instantánea?» (Ángel Rama, «La estética de Julio
Herrera y Reissig, el travestido de la muerte», en Río Piedras, n.o
2: 23-40, Universidad de Puerto Rico (marzo de 1973). Reproducido en
PCP: 1261, de donde citamos.
XXXII La fecha
de esa crisis puede conjeturarse con cierta precisión, a partir de
una gacetilla aparecida el 24 de febrero de 1900 en el periódico
montevideano La Razón, para informar que «se encuentra en grave
estado el señor Julio Herrera y Reissig, que sufrió hace varios días
un ataque al corazón».
XXXIII Herminia Herrera y Reissig, Julio Herrera y Reissig.
Grandeza en el infortunio (Mon- tevideo: ed. de la autora, 1949):
86.
XXXIV Ibídem. Sin embargo,
contradiciendo el testimonio de Herminia Herrera, hay otro de Juan
Picón Olaondo, amigo íntimo de Herrera y que tenía la edad del
poeta, por lo que su memoria parece en esto más confiable, que
informa que Julio «convaleciente
–la morfina lo salvó, aplicada por primera vez tras veinte noches
sin sueño– se trasladó a Piriápolis, invitado por Piria, con Roberto
de las Carreras» (testimonio recogido en ficha inédita de Roberto
Ibáñez). Si el recuerdo de Picón es correcto, podemos conjeturar que
sería éste el viaje de descanso, realizado a mediados de marzo, que
es informado en las
«Notas de Redacción» del número 5 de La Revista que transcribimos
enseguida.
XXXV Herminia Herrera y Reissig, op. cit.: 86.
XXXVI La misiva se publica en La Revista, año I, n.o 1 (20 de agosto
de 1899). De las Ca- rreras, amigo personal de Batlle y Ordóñez y
accionista de El Día, no pierde oportunidad de hacerla reproducir en
ese medio unos días más tarde. En esa carta se trasluce una re-
lación formal entre ambos, quienes, de acuerdo con todos los
testimonios, no se habían tratado aún personalmente. Probablemente
el envío del texto a La Revista es la pronta respuesta de De las
Carreras ante el pedido de colaboraciones que Herrera distribuyó a
una serie de personas en el momento de iniciar la publicación.
XXXVII Varios autores se limitan a aceptar este asunto sin más
trámite, siguiendo en ello probablemente el testimonio de los
hermanos del poeta. Por ejemplo, Ángel Rama, que lo da en su
«Prólogo» a Roberto de las Carreras, Psalmo a Venus Cavalieri y
otras prosas (Mon- tevideo: Arca, 1967): 25. Pese a que coinciden en
ese punto, las memorias de Teodoro Herrera son también poco fiables
en cuanto a precisión, si tenemos en cuenta que el hermano menor del
poeta comienza errando aún más, al trasladar sucesos acaecidos en
1900 a 1901 (en Teodoro Herrera y Reissig, op. cit.: 3.)
XXXVIII Herminia Herrera agrega otro detalle desconcertante: dice
que el corto período de convalecencia del poeta, que como vimos
ocurrió entre los meses de marzo y abril de
1900, transcurrió en la ciudad de Minas, a invitación de su hermano
Eduardo. El problema con este dato es que se sabe positivamente que
Herrera visitó Minas entre julio y agosto de
1904, por invitación de su hermano. ¿Hubo una visita anterior a
Minas, también a pedido del hermano, o se trata de una confusión,
quizá de la mezcla de dos convalecencias distintas, separadas por
cuatro años?
XXXIX Edmundo Montagne le recomienda, el 12 de junio de 1902: «En
cuanto tenga re- lación con sus intereses y pasiones, no debe Ud.
tomar las cosas tan a pecho como lo hace. Es Ud. muy atropellado,
muy impulsivo, muy revolucionario. Y lo es más aún porque se deja
llevar: goza Ud. en sentirse arrebatado por el huracán que exagera
sus inclinaciones: voluptuosidad ésta que lo entrega al delirio. Por
eso se resiente su espíritu –psique– y el neumogástrico no le sirve
ya de freno, no resiste la tempestad» (carta de junio 12 de 1902, en
Penco, op. cit.: 165).
XL Giaudrone también discute este punto en «Deseo y modernización:
el modernismo canónico esteticista en el fin de siglo uruguayo», en
H. Achugar y M. Moraña (eds.), Uruguay: Imaginarios culturales.
Desde las huellas indígenas a la modernidad (Montevideo: Trilce,
2000): 259-292 [esp. 267-68].
XLI Teodoro Herrera y Reissig, op. cit.: 3.
XLII Ídem: 2-4. Roberto Bula Píriz es otro de los críticos que
reduce la influencia mutua en el período a unilateral accionar de
uno al comentar que las actitudes y puntos de vista de Herrera por
aquel tiempo fueron meramente una imitación de De las Carreras. Bula
desarma además la intensidad crítica de Herrera, leyéndola de un
modo condescendiente: «Durante sus años de amistad con De las
Carreras tuvo algunos desplantes reñidos con su idiosincrasia, como
el de su infundado antipatriotismo, que le hacía llamar Ton- tovideo
a su ciudad, y “la toldería”, y escarnecer a sus compatriotas (…)»
(Bula Píriz, op. cit. (1952): 20.
XLIII Por ejemplo, De las Carreras emplea en su carta pública a
Herrera del 8 de octubre de 1901 las expresiones «babuinos
emponzoñados», «trogloditas púdicos», e incluso copia un párrafo
entero del Tratado de la imbecilidad… En cada caso, inmediatamente
le reconoce a Herrera la paternidad de las expresiones citadas.
XLIV Algo, por otra parte, que es característico de todos los textos
críticos de Herrera, tanto los publicados como, sobre todo –y ello
es aún más valioso– los privados, enviados en numerosas cartas a sus
destinatarios, casi siempre escritores de poca importancia con
quienes Herrera tuvo no obstante, y a menudo, una respetuosa
meticulosidad en la crítica específica, directa y abierta, que
alternaba con ocasionales elogios.
XLV «Yo no tengo ningún motivo para ocultar que mis elogios eran tan
poco sinceros como los que él mismo, con coquetería felina, me
prodigara» (Roberto de las Carreras,
«El atentado contra la ONDA. ¡Reissig marital!», en La Tribuna
Popular, año XXVII,
n.o 9231, Montevideo: abril 23 de 1906, p. 2, cols. 4 y 5.
Reproducido en «Tres polémicas literarias», Número, año II, n.o
6-7-8 (enero-junio 1950): 314-340 [330]
XLVI Dice Herrera y Reissig en medio de su final polémica con De las
Carreras, y refiriéndose a éste: «aquel que requiriera –(exhausto
por la derrota, chupado por el vampiro de la fatalidad en sus
naufragios morales, enfermo, caído del pensamiento)– mi salvavidas
literario, esto es, páginas enteras que yo he cincelado y que él
firmara (…)». La referencia es con toda probabilidad a la carta
contra Álvaro Armando Vasseur que De las Carreras publica en junio
de 1901, cuyo estilo es el mismo que el de las de puño y letra de
Herrera contra Papini y Zas y contra Víctor Pérez Petit. Un recuerdo
personal de Juan Picón Olaondo, recogido por Roberto Ibáñez en ficha
inédita, confirma este hecho.
XLVII Estas dos diatribas se publican junto con esta edición.
XLVIII El Partido Colorado y el Partido Nacional (o Blanco) son los
dos partidos po- líticos históricos del Uruguay desde comienzos de
su vida independiente.
XLIX La serie incluye, aunque no se agota en ellos, a Julio Herrera
y Obes, a Manuel
Herrera y Obes, a Melchor Pacheco y Obes, y antes a Nicolás Herrera
y a Lucas Obes.
L El dato, con copia del decreto correspondiente, consta en El Día
del 24 de octubre de
1898, p. 5, col. 4. Información recogida inicialmente por Roberto
Ibáñez.
LI El nombramiento de Abel Pérez, sucesor de Massera, se produce el
7 de julio, y de acuerdo con el mismo Herrera y Reissig, él presenta
su renuncia «al día siguiente», es decir, el día 8 de julio de 1900.
LII Consigna Herrera en su «Cosas de aldea»: «Noticiado de la
renuncia del doctor Massera conceptué un deber de delicadeza, sólo
un deber de delicadeza, entiéndase bien, y de ningún modo una
obligación, presentar inmediatamente renuncia de mi cargo».
LIII El tono de Pérez es realmente seco en la oportunidad: «Comunico
a Vd. que he re- suelto aceptarle la renuncia por Vd. presentada del
Cargo de Secretario en la Inspección Nacional. Saluda a Vd. etc.
Firmado: Abel J. Pérez» (el texto está transcripto en «Cosas de
aldea»).
LIV Herrera y Reissig se refiere a un puesto que, efectivamente,
desempeñó en la Alcaldía de Aduanas en su juventud.
LV Del carácter difícil del momento (octubre de 1898) en que tal
nombramiento tiene lugar, y de la firmeza de Massera en su pedido
ante Cuestas, no dejan duda algunos frag- mentos de «Cosas de
aldea», los que a su vez prueban el posicionamiento político, para
ese entonces resueltamente «colectivista», de Herrera y Reissig:
«fue el doctor Massera quien contra viento y marea me propuso al
gobierno del señor Cuestas, y consiguió que el mandatario firmase mi
nombramiento, después de mil contorsiones de voluntad y mil flujos
de violento desagrado, pues mis lectores se imaginarán lo mucho que
mi nombre y apellido serán queridos por el señor Don Juan Lindolfo
Cuestas. (…) En [aquellos aciagos días de espionaje y de violencia,
de sospechas y represalias, cuando un saludo por la calle, un
parentesco “presidencial” (…) se convertían por magia (…) en
procesos de acusación á lo Fouquier-Tinville, en cárceles y
destierros] obligar al gobernante a poner su rúbrica al pie de una
propuesta de nombramiento que podía considerarse un verdadero acto
de fe co- lectivista, arrojado al rostro del más implacable enemigo
de mi homónimo, le pudo costar al doctor Massera el alto cargo que
desempeñaba» (los fragmentos entre corchetes están tachados por
Herrera y Reissig en el original).
LVI Roberto Ibáñez sugiere, en sus apuntes inéditos, una relación
directa entre la pérdida del trabajo por parte de Herrera y el cese
de la publicación de La Revista, cuyo último número es precisamente
de julio de 1900, conjeturando que eran esos ingresos los que
permitían al poeta editar una publicación literaria que por sí
brindaba muy escaso retorno económico.
LVII Este olvidado testimonio está en Juan Picón Olaondo, «Julio
Herrera y Reissig, su vida, su obra, su época», en Suplemento
Femenino de La Mañana, 22 de mayo de 1955, p. 6. El episodio es
confirmado en una conferencia de César Miranda pronunciada en el
Club Juventud Salteña, en Salto, en 1913. «La dictadura» es un
encendido poema político del joven Herrera y Reissig.
LVIII El libro de Carlos Oneto y Viana, La política de fusión,
examina el período pos- terior a la Guerra Grande desde una óptica
historiográfica colorada. Fue publicado por el Club Vida Nueva
(liderado por Carlos Reyles) en abril de 1902.
LIX «Epílogo wagneriano a “La política de fusión”», PCP: 665.
LX Ídem, 666.
LXI En El Día, polemizando Batlle con Carlos María Ramírez.
Editorial del 21 de enero de
1898.
LXII Carta pública de Herrera y Obes de 1900,
citada en Washington Reyes Abadie,
Julio Herrera y Obes. El primer jefe civil (Montevideo: Banda
Oriental, 1977): 128.
LXIII Tan agudo e irreconciliable será este enfrentamiento entre los
dos estadistas, que cuando Herrera y Obes muera, el 6 de agosto de
1912, siendo Batlle presidente, éste intentará negarle los
correspondientes honores máximos, y ofrecerá solamente los de
teniente general (vetando incluso, en extremos de empecinamiento,
una resolución de velar su cadáver en la sala de sesiones y
enterrarlo en el Panteón Nacional, que tomó la Asamblea General, la
cual levantó finalmente el veto por 55 votos en 61), dando lugar a
una áspera discusión en que fueron ventiladas consideraciones sobre
el honor debido a los muertos y el nivel al cual es adecuado llevar
las diferencias de ideas. El episodio probablemente aumentó en el
momento el cariño público por Herrera y Obes, cuyo cadáver fue
acompañado al cementerio por miles de ciudadanos. Sobre este
episodio, véase Carlos Manini Ríos, Anoche me llamó Batlle (ed. del
autor, Montevideo, 1970: 32-35. LXIV El Día, 19 de diciembre de 1900. La referencia dada en ficha
inédita de Roberto
Ibáñez.
LXV «Al Partido Colorado», publicado originalmente como folleto.
Montevideo: Ti- pografía l´Italia al Plata, 1900. Aquí citado de PCP:
652.
LXVI Ídem, 653.
LXVII Entre los cuales se encontraba militando activamente José E.
Rodó. Esta diferencia política en un momento clave es una razón
más para el sostenido distanciamiento entre ambos. Un trazado
completo de la relación entre Rodó y Herrera y Reissig está hecho
por Emir Rodríguez Monegal, «Rodó y algunos coetáneos», en Número,
año II, n.o
6-7-8 (enero-junio 1950): 300-313 [300-309].
LXVIII «La conferencia de Herrera y Reissig», en El Día, Montevideo:
diciembre 20 de
1900, p. 1, col. 8.
LXIX El tema de la pertenencia política de Herrera y Reissig se
volvió a discutir alguna vez en vida del autor, especialmente cuando
éste acepta escribir en La Democracia, dirigido por Luis A. de
Herrera, el 20 de abril de 1906. En esa ocasión dirige al líder
nacionalista unas líneas, que éste incluye en su periódico, y que
una vez más habrán sido escandalosas por hacer el poeta una fuerte
declaración contraria al gobierno colorado del momento, confirmando
su oposición a Batlle y Ordóñez. Decía Herrera y Reissig: «La
Democracia» es el león de los derechos públicos. Salve orgulloso y
fiero paladín de la libertad y de la ley hoy conculcados. ¡Tú eres
más que una bandera. Eres una conciencia que grita!». El 17 de junio
de ese mismo año publicará, en el mismo periódico, una declaración
en la que dice: «Yo nunca he pertenecido ni pertenezco a ningún
partido tradicional (…) soy y seré libre de cálculos filibusteros
(…) fieramente independiente. (…) Un cometa (…) con su órbita
individual y consciente en medio a los sistemas fijos de la política
aborigen, lo cual no quiere decir que no me encuentre abanderado
circunstancialmente en la propaganda del partido blanco o lila, si
la razón y la dignidad del país, se encuentran de su parte –con cuya
actitud me enorgullezco».
También puede argüirse la existencia de un costado político
posterior en Herrera cuando gestiona –en general, sin resultados–
algún cargo público a través de amigos que actúan en el nivel
partidario orgánico. Sin embargo, no se registran más acciones de
política directa, como la reseñada, en el resto de la vida de
Herrera y Reissig.
LXX Algunas referencias directas en el Tratado de la imbecilidad… y
en correspondencia privada muestran una alternancia entre la virulencia del
apóstata y el reconocimiento del discípulo a las virtudes cívicas
e intelectuales de esos antecesores. Ejemplo de las primeras, dice
por ejemplo en carta a Tiberio: «mi familia de politicuelos zafios»;
además, sus contertulios veían, en su cenáculo del altillo de la
calle Ituzaingó, un retrato de su tío acompañado por la irónica
inscripción: «Un impostor». De las segundas son sus observaciones
elogiosas en el Tratado… sobre «Manuel Herrera y Obes, Andrés Lamas,
Santiago Vázquez, Cándido Joanicó, Pacheco, los Varela, los Berro,
Vázquez y Vega, Juan Carlos Gómez, entre los antiguos –y entre los
modernos Carlos María Ramírez, Ángel Floro Costa y Julio Herrera y
Obes».
LXXI Alberto Zum Felde, Proceso intelectual del Uruguay y crítica de
su literatura, tomo II, Montevideo, edición subvencionada por la
Comisión Nacional del Centenario, 1930, t. II, p. 22 y ss.
LXXII Sobre el «anarquismo» de Herrera, corresponde esta observación
de Rodríguez Monegal: «(…) hacia 1900, por sus lecturas y hasta por
algunos desplantes personales, Roberto de las Carreras y Herrera y
Reissig pudieron incorporarse a una corriente anar- quista en la que
militaban ya Sánchez y Vasseur; de éstos los aislaba la posición
estética o el ostentoso dandysmo de las actitudes». En «La
generación del 900», Número, año II, n.o
6-7-8 (enero-junio 1950): 37-61 [46].
LXXIII O de «macondización», en todas las dimensiones que da Volek
al término. En
Emil Volek, «José Martí, ¿fundador de Macondo?». Hermes Criollo, año
2, n.o 5 (julio de
2003): 23-32.
LXXIV Debido a que se la asocia con la defensa de la ciudad de
Montevideo: sitiada por el ejército argentino de Rosas y sus aliados
durante el largo período de la llamada Guerra Grande (1839-1852).
LXXV Sin asimilar simplemente a Rodó con el batllismo, el Rodó de
esos años 1900 a 1904, cercano a Batlle por entonces, coincide con
Herrera y Reissig en su desánimo por lo que considera condiciones no
suficientemente refinadas –ni siquiera suficien- temente
«civilizadas»– de la vida institucional y cultural del Uruguay.
Véase por ejemplo este pasaje de una carta de Rodó de 1904: «Por
aquí todo va lo mismo: guerra y miseria, caudillos y fanáticos, ríos
de sangre y huracanes de odio. En todo eso, vida febril; y en todo
lo demás, muerte y silencio». En otra carta agrega: «(…) para los
que tenemos aficiones intelectuales (…) resultan, más que incómodas,
desesperantes las condiciones (siquiera sean transitorias) de este
ambiente, donde apenas hay cabida para la política impulsiva y
anárquica (…)». (Emir Rodríguez Monegal, «Introducción general» a J.
E. Rodó, Obras completas, 1.ª ed. (Madrid: Aguilar, 1957): 34. La
categoría de «impulsividad», subrayada por el propio Rodó,
constituye uno de los conceptos centrales en la crítica que
desarrolla el Tratado de la imbecilidad… herreriano.
Dicho esto, hay a la vez que reconocer que la actitud de desprecio
de Herrera y Reissig con respecto, por ejemplo, a los inmigrantes
que estaba recibiendo el país –incluyendo, claro está, a la
inmigración italiana, uno de los fuertes soportes del batllismo–
nunca podría haber sido homologada por los batllistas, portadores de
una visión radicalmente democrática que está ausente en Herrera.
LXXVI En sus observaciones Rama incluye también la errónea noción de
que el texto
«pudo haberse titulado Los Nuevos Charrúas», así como también cuando
dice al pasar «el largo ensayo nunca concluido» de Herrera y Reissig,
concepto ampliamente discutible una vez que se recorre el total de
los manuscritos, y en el que Rama sigue probablemente conclusiones
de Roberto Ibáñez que no parecen haber salido del examen detenido de
aquéllos. Apura Rama la tesis de que fue la «vulgaridad» del texto
lo que lo conservó inédito.
LXXVII
Publicada originalmente en el periódico El Trabajo, año I, n.o 20,
el 8 de octubre de 1901. Reproducida por Ángel Rama en Psalmo a
Venus Cavalieri y otras prosas de Roberto de las Ca- rreras
(Montevideo: Arca, 1967): 61-64.
LXXVIII Soledad Luna, hija de Julio Herrera y Reissig y Maria E.
Minetti Rodríguez, nació en Montevideo el 8 de julio de 1902. En
mayo de 1904 su padre cumplió con los trámites legales de
reconocimiento de la niña como su hija natural.
La crianza corrió por cuenta de su madre; es difícil –por las brumas
de que se ha rodeado el episodio– saber en qué medida Herrera y
Reissig se ocupó de ella. En su juventud fue becada por el gobierno
uruguayo para «cursar estudios superiores de piano en la capital
alemana, con el objeto de perfeccionar las admirables condiciones
naturales de que hiciera gala desde su más tierna adolescencia»,
según dice Teodoro Herrera y Reissig en anotaciones manuscritas
tituladas «La destacada personalidad de una becada uruguaya». En
1929, Soledad Luna Herrera y Reissig se casa y pasa a residir en
Buenos Aires con su esposo.
Una publicación de la década de 1920 muestra la foto de una hermosa
joven y dice: «Noticias recibidas recientemente de Berlín nos dan
cuenta de los progresos realizados en sus estudios de piano, por la
señorita Soledad Luna Herrera y Reissig, con cuyo retrato engalanamos hoy esta página».
Su carrera artística no es, sin embargo, completamente exitosa,
aunque parece continuar durante años. Su tío Teodoro la alienta en
cartas privadas, recomendándole más resolución y menos dudas y timideces, para imponer al público un talento musical que él juzga
muy importante.
En octubre de 1932 es, junto con Michel Zadora, una de los dos
pianistas en un concierto celebrado con fines benéficos por una
comisión de damas de la alta sociedad oriental, en el Teatro 18 de
Julio de Montevideo.
Tardíamente nace su hijo, Juan Carlos Albani, nieto de Julio Herrera
y Reissig, de quien su madre dice en una carta que «ha heredado el
talento de su abuelo y el físico». Es cierto
que en una fotografía de sus ocho años se lo ve bastante parecido al
poeta.
En su madurez, Soledad Luna lee y practica teosofía, «inquietud
también de mi padre en sus últimos años de vida», según ella misma
afirma.
LXXIX Arturo Ardao, «De ciencia y metafísica en Herrera y Reissig»,
en Etapas de la in- teligencia uruguaya (Montevideo: Departamento de
Publicaciones de la Universidad de la República, 1968): 287-296
[292].
LXXX Ibídem.
LXXXI Un testimonio de Soledad Luna permite inferir algunos rasgos
de la perspectiva con la cual Minetti enfrentó la circunstancia de
su embarazo y el cuidado de su hija. Dice aquella en una carta
privada enviada a un amigo uruguayo en 1954: «Amó a un solo hombre,
mi padre, luchó como leona para brindarme todo lo posible, su lucha
fue digna, no se valió de sus encantos físicos, ya que era bellísima
cuando joven, para “conseguir dinero”; fue maestra, después
directora de escuela, tuvo conservatorio de música, etc. y se
mantuvo dentro de una perfecta y santa moral, fiel a mi padre, hasta
el fin. Fue la mujer que lo dio todo y no pidió nada».
LXXXII Roberto Ibáñez, quien se ha ocupado extensamente de esta
pieza, adhiere a la información, dada por Julieta de la Fuente, de
que la redacción de La sombra es de 1908, y que fue dictada por el
poeta para su presentación a un concurso literario. Sin embargo, ya
en 1904, en carta a Juan José Soiza Reilly, Herrera informa que
tiene «el ropero atestado de inéditos», entre ellos «un drama». No
puede descartarse (e Ibáñez no lo hace, aunque cree que se trata de
otro diferente) que este drama sea el germen, o el original, de La
sombra, que el poeta puede haber rehecho o simplemente pasado en
limpio en 1908 para enviarlo a ese concurso.
LXXXIII Sobre esta lectura, véase Roberto Ibáñez, «Obras dramáticas
de Julio Herrera y
Reissig», en Fuentes, año I, n.o 1 (1961): 207-270. [218].
LXXXIV Esta participación de Herrera y Reissig está fundada y
discutida en mi artículo
«Camafeísmo del insulto en el ‘900 montevideano. Herrera y Reissig y
de las Carreras intervienen en la polémica Ferrando-Papini», en
Maldoror, n.o 24, nueva época (mayo de
2006): 36-43. El episodio, y el manuscrito, abonan la tesis de que
Herrera intervino como redactor parcial o total de la famosa
diatriba que, en un estilo exactamente igual, De las Carreras
publica contra Álvaro Armando Vasseur en junio de 1901.
Un testigo de época, Osvaldo Bixio, que estaba en relación con todos
los actores y concurrió al sepelio de Ferrando, informó también
sobre otro nivel en el cual Herrera y Reissig tuvo participación
activa en el episodio. Dice: «Ahora le voy a narrar en qué circunstancias Quiroga mató a Ferrando. Era ésta una polémica que se
mantenía acerca del Modernismo, desde “La Tribuna Popular”, y
tomaban parte contra Papini, Horacio Quiroga y Federico Ferrando,
que se singularizaban los dos porque se vestían igual y usaban una
luenga barba. Y éstos hicieron la defensa de Julio, del Modernismo,
contra la tendencia antagónica de Papini. Debido a esto se preparaba
un duelo entre Ferrando y Papini. Ya ve que la muerte de Ferrando se
provocó por Julio». (Testimonio inédito del Sr. Osvaldo Bixio,
conservado en la Colección Particular Herrera y Reissig, Biblioteca
Na-cional, Montevideo.)
LXXXV Carta de Herrera a Montagne de 1 de junio de 1902, en Penco,
op. cit.: 162.
*Publicado originalmente en el TRATADO DE LA IMBECILIDAD DEL PAÍS POR EL
SISTEMA DE HERBERT SPENCER JULIO HERRERA Y REISSIG -
transcripción, edición, estudio preliminar, postfacio crítico y
notas de Aldo Mazzucchelli. (sigue)
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